12
EL ORGULLO

La princesa, feliz por el cambio de actitud de Sen-en Mut, se dedicó en cuerpo y alma a él. Le dio todo cuanto le pedía, e incluso compartió con Amón su devoción por Hat-Hor a partes iguales, tanto como él mismo parecía haber descubierto a la diosa.

Y, sin embargo, no dejaba de crecer en su alma una sensación rebelde, pues la felicidad jamás es completa.

¿A qué había obedecido aquel cambio? Es cierto que casi había perdido aquella mirada de halcón, y su relación era extrañamente cordial, lo que tranquilizó a su padre lo suficiente como para partir de nuevo hacia las fronteras del Norte a examinar el estado de los pueblos mittanos y sofocar algunos levantamientos antes de que los charcos crearan un lago que un día amenazase con desbordarse, como él mismo solía decir.

Pasó un año entero. Un año en el que no dejó de aprender de su mayordomo, tanto de sus lecciones y su ambición como de su cuerpo, bebiendo de ambos como de una fuente. Se mostraba dispuesto y servicial, cariñoso y amable, firme en sus lecciones, pero sin aquella ironía burlona de antaño.

Ella, de vez en cuando, echaba de menos aquellos violentos desafíos que culminaban en intensos encuentros sexuales, aunque era consciente de que cada día la dependencia de él se hacía mayor. Se preguntó si lo que sentía era amor.

Pero no terminaba de confiar en ella. Su hermetismo ante ciertos temas, como la relación con Ineni y su propio padre, resultaba exasperante, y él, lejos de sentirse provocado como antes, reaccionaba con un mutismo triste. Podían pasar días sin verle tras una pregunta inconveniente, y, al fin, la princesa renunció a realizarlas, aunque le dolía en el alma no tener respuesta. Sentía que mientras no se rompiera ese muro no existiría la confianza necesaria para poder reconocerle como su compañero, su hombre, su marido. ¿Y qué era mientras tanto?

No podía dejar de verle, pero, cuando le tenía a su lado, su felicidad tampoco era completa y un poso de amargura estropeaba el placer de su compañía.

Pero el tiempo pasa rápido cuando se crean rutinas, y, mientras tanto, su belleza aumentaba día a día. Ya no quedaba rastro de aquel cuerpo de niña que se resistía a ser vencida por la mujer. Sus formas eran rotundas, su piel delicada, sus brazos y piernas bien moldeados por el ejercicio, sin un ápice de grasa, y los rasgos de su cara se acentuaron en una belleza que abrumaba a los hombres y les hacia apartar la mirada.

Sen-en Mut a menudo la describía, y le contaba cuanto amaba aquellos labios cincelados que parecían estar siempre a punto de dar un beso, sus cejas recortadas en un pico que aumentaba la seriedad de un rostro angelical, su nariz perfecta, sus pómulos de mármol y su piel de alabastro.

Su padre volvió con la efusividad que compensaba el remordimiento de dejar a su hija.

Hatshepsut se preocupó. Con cada viaje, su padre envejecía mucho más rápido que en el transcurso de sus estancias en Palacio. Suponía que se negaba a dejar de ser el joven guerrero que incendió los corazones de los soldados de las Dos Tierras por gracia de Amón, y se exigía más y mayores hazañas para evitar el declive de su gloria al precio del debilitamiento de su cuerpo.

Se consagró a su padre, dejando de lado a Sen-en Mut y sus encuentros sexuales con él, copiando su modo de calmar la conciencia, ya que no se había atrevido a desobedecer a su padre el día de su partida y escapar de Palacio tras él, huyendo de Sen-en Mut y del enorme espacio que ocupaba, que a veces sentía invadir el suyo, como si respirase el aire que a ella le correspondía.

Pero, si no tenía la felicidad completa, al menos tenía un buen sucedáneo, pensó mientras se cepillaba el pelo que tanto excitaba a su mayordomo y amante. A veces, en sus ataques de rabia, había estado cerca de cortárselo al cero, como una sacerdotisa, pero gracias a Hat-Hor nunca se había atrevido.

De repente, sintió que le atacaban. Algo o alguien saltó sobre su espalda, venciéndola con su peso hasta golpearse con la frente en el espejo.

—¡Tía! ¡Tía! ¡Tía!

Era el pequeño Tutmosis, hijo de su padre y de su concubina Mut-Nefer, que no prestó atención a la herida y siguió jugueteando con sus cajas de cosméticos. Hatshepsut comprobó que no sangraba y, al desviar la vista, le encontró con sus dedos en los botes de carísimos ungüentos.

—¡No toques eso! ¡Pequeño diablo!

—¡No hables así al que será tu marido!

Se volvió con fuego en los ojos. Mut-Nefer la miraba con el mismo enfado. Sat-Ra estaba detrás, en el quicio de la puerta, dudando si dar la cara o esconderse.

—No he dado permiso para recibirte, y estoy ocupada. Pide una cita a mi mayordomo y la consideraré.

Mut-Nefer no disimuló el orgullo que sentía. Habló como si fuera un maestro que impone un castigo a un alumno. Alta y estirada como una grulla, con ojos de comadreja.

—Tutmosis no la necesita. Es el príncipe heredero y tu prometido. Pronto tendrás que postrarte ante él y darle hijos.

Hatshepsut dejó que la rabia pasase por su alma como una tormenta de verano, cerrando los ojos un instante hasta que se disipó, mientras se decía que no iba a dar la satisfacción a esa mujerzuela de descender a su nivel, discutiendo como una verdulera en el mercado.

Respiró hondo.

Se serenó y dejó que la ironía dictase sus palabras.

—Yo visito el Kap constantemente y participo de las tutorías y lecciones a los niños, y no he visto al hijo de la concubina del Rey. Seguramente querrás que siga los pasos de tu educación basada en agradar a los hombres. Tal vez por eso le hayas traído a mi presencia, pensando que voy a caer rendida ante sus… encantos.

—Es… Eres… Tu…

Se volvió apresuradamente, con el rostro encarnado. Hatshepsut reconoció que era muy bella y sus mejillas encendidas la hacían aún más hermosa. Tal vez su padre le agradecería el haberla hecho enfadar si acudía a él pidiendo que la domara.

Salió como un viento de tormenta, dejando allí a su hijo.

La princesa, sonriendo, contó los segundos antes de que volviera, aún más colorada, agarrara la mano al niño, que repentinamente obligado lloró amargamente, y saliera de nuevo.

Hatshepsut no pudo evitar recrearse. Sabía que no debía hacerlo, pero fue superior a su razón.

—Te enviaré los gastos de los cosméticos que tu hijo ha echado a perder.

Evitó la sonrisa que intentaba abrirse en su rostro, pues aún debía poner en su sitio a su nodriza, que finalmente reunió el valor para entrar.

—¿A qué viene esto?

La princesa leyó en la faz de la vieja aya que no tenía por qué avergonzarse. Se envaró y se aproximó a ella con orgullo.

—Mut-Nefer me propuso venir a verte y compartir una charla familiar con… el niño.

—Te usó para saltarse el protocolo.

Sat-Ra miró hacia el techo. Hatshepsut la conocía lo suficiente para interpretar sus gestos, aunque la sorpresa le dolió más que ninguna otra traición.

—Ha sido cosa tuya —afirmó, sin ninguna duda—. No finjas que no va contigo.

Sat-Ra pareció envalentonarse.

—Creí que necesitabas distraerte. Estás ciega con ese soldado.

—¿Y pretendes distraerme recordándome que tarde o temprano me obligarán a casarme con ese niño insoportable?

—Es mejor que afrontes la idea como voluntad de Hat-Hor y la recibas con alegría en tu corazón.

—¿A cuál de las dos caras de la diosa estas interpretando, Sat? ¿La dulce, o la leona? Si de repente pretendes conocer la voluntad de los dioses, tal vez necesite un sirviente. Tú pareces tener otro oficio.

—No tengo otro oficio que tú.

—Entonces, sírveme. Ya interpretaré yo los designios divinos. No voy a tolerar que esto se convierta en una costumbre.

—Hasta ahora me hacías caso.

—Justo. Hasta que dejé de ser una niña y tú una nodriza. Recuerda que soy una mujer. Las mujeres no necesitan nodriza. Te retengo porque te quiero, pero si te pones en mi contra, te buscaré un marido rico bien lejos de aquí.

El rostro de la anciana se llenó de lágrimas.

—No podría vivir lejos de ti.

Hatshepsut sintió un vacío en su estómago. Las lágrimas luchaban por ser vertidas, pero no podía permitirse más debilidad. Sintió que, si cedía, no tendría el control de nuevo.

—Pues si quieres seguir a mi lado, haz de mi opinión la tuya. No quiero más impertinencias.

Se acercó a la temblorosa aya y la abrazó, consolándola entre lágrimas. Ambas lloraron.

Pero algunas de aquellas lágrimas eran de rabia.

Las cosas parecieron ir mejor con su nodriza, aunque no con su madrastra, que aprovechaba cualquier ocasión para ridiculizarla en público y mostrar a su hijo como el heredero al trono. La princesa se limitaba a ignorarla.

En uno de los frecuentes viajes de Sen-en Mut, aprovechó para visitar a su padre. Para variar, pidió cita a su mayordomo, y el rey la recibió al final de su consejo tras despedir a sus ministros.

Le llamó la atención que, cuando pasaron a su lado, nadie la miró. Todos dirigieron su vista al cielo.

Su padre la recibió con una carcajada ante el ceño fruncido por la curiosidad.

—No vas a explicarme eso, ¿verdad?

—Ven aquí. A lo mejor has dejado de ser una niña. Siempre pensé que cambiarías el día que usaras el protocolo.

La abrazó. Ella miró al viejo faraón.

—Tienes más arrugas, y tu pelo se acerca más al blanco.

—Sí. Mi peluquero se empeña en teñírmelo para que parezca más joven, pero no me gusta. ¿Quitarías dignidad a un viejo león pintándole su melena?

Hatshepsut rio.

—No eres tan viejo. Aunque sí más que cuando te fuiste. —Le acarició el cabello—. ¿Con qué excesos físicos has maltratado tu cuerpo esta vez?

—¿Te refieres a mis hazañas? —dijo teatralmente—. Ven. Te he traído un regalo.

—No intentes embaucarme. No voy a dejar que te mates. La próxima vez te acompañaré.

—Espero que no haya muchas más. Estoy cansado y necesito reposo. Por suerte, nuestro general Inebni es muy capaz.

Caminaron de la mano. Ella le miraba fijamente, extrañada del cambio del discurso usual. Algo le había ocurrido para no desear volver a partir, cuando normalmente su mirada se perdía entre el horizonte de las ventanas de Palacio.

Salieron en dirección al zoológico, una inmensa extensión de jardín donde los fosos y las jaulas ocupaban espacios tan grandes como casas de comerciantes. Pasaron por el foso de los leones, junto a los encantadores de serpientes, el lago de los hipopótamos, los lobos y las hienas, la jirafa, las cebras, los monos y los avestruces. Caminaban de la mano sorteando los pavos reales cuando un estruendo dejó clavada a la princesa. Jamás había escuchado nada igual. El Rey rio con picardía.

—No te asustes. Si se le trata bien, es dócil.

Ella se acercó, medio arrastrada por su padre. Una mole grisácea se iba elevando por encima de los árboles hasta que, al bordear un enorme sicómoro, Hatshepsut descubrió el elefante.

—¿Es un monstruo hecho de roca viva?

El faraón de nuevo rio a carcajadas.

—No, mi vida. Aunque la piel la tiene muy dura. Es un animal muy noble. Los pueblos orientales lo usan para la guerra, y dicen que al Sur del Punt también los hay.

Hatshepsut examinó al animal, que apenas se movía, perezoso, preso en una jaula de troncos tan anchos como ella misma. Era una inmensa mole, del color de la piedra de río y con el aspecto de un guijarro gigantesco, con cuatro patas cortas, aunque muy anchas, rematadas con unas extrañas uñas. Hubiera parecido un hipopótamo colosal si no fuera porque apenas se adivinaba su boca, situada bajo un larguísimo apéndice que movía como si fuera un brazo, y por las orejas, tan amplias que hubiera podido hacerse una manta con una de ellas. Dos cuernos curvos, blancos como la leche, sobresalían de su boca, amenazantes. Sintió escalofríos al imaginar a aquel animal enfurecido en medio de una batalla.

Sin mediar palabra, su padre se coló entre dos de los troncos, entrando en el espacio del monstruo.

A la princesa se le aflojaron las piernas. Creyó que moriría del susto. Apenas pudo sacar un hilo de voz, temerosa de enfurecer a la bestia.

—Pa… ¡Padre! —dijo en falsete.

Tutmosis tomó unas lechugas enteras de manos de un sirviente y se las ofreció al animal, que las cogió con suavidad con aquel extraño brazo, curvándolo e introduciendo el alimento en su pequeña boca mientras el faraón palmeaba su cuello. El animal bufó y movió una de sus orejas, molesto por las moscas, empujando un par de pasos al rey, que rio como si fuera una broma amistosa.

—¡Padre! Sal de ahí. Por favor —dijo en un hilo de voz aguda y desesperada.

El faraón salió riendo, mientras daba la espalda al animal con toda naturalidad y su hija creía morir al verle indefenso ante los colmillos como troncos de cedro.

—Tiene una cualidad que pocos hombres llegan a conservar: recuerda siempre a sus amigos, y jamás olvida una afrenta. Por eso es noble.

Hatshepsut suspiró de puro alivio. Ambos se sentaron a contemplarlo con calma en unas sillas de tijera que les trajeron. Su padre escrutó su expresión triste.

—¿Qué te ocurre? No ha sido para tanto.

Ella sonrió.

—Me doy cuenta de que no me he movido apenas de Palacio.

—Pero has visitado conmigo muchos de los templos…

—A lo largo del río, sí. Pero veo hasta dónde has llegado tú y todo lo que has visto, y me siento pequeña e insignificante.

Su padre la abrazó.

—Cuando seas faraón, viajarás.

—¿En mis dominios?

—Claro. Verás el grandioso espectáculo del río sagrado muriendo en el gran verde[9], las cataratas, el desierto…

—Quiero viajar más lejos. Tanto como los mismos dioses.

—¿En qué estás pensando?

—Me gustaría ir al país del Punt, patria de dioses, hogar de las fragancias que adoran sus santuarios.

Tutmosis negó con la cabeza.

—No es lugar para un faraón. Queda mucho más allá de nuestro dominio. Hay caravanas que atraviesan Nubia con gran peligro. Deben pagar fortunas por el peaje, y nos traen las fragancias, el antyu y el incienso a precio de oro. El antyu es, sin duda, la mercancía más valiosa en las Dos Tierras. Por lo escasa, por mística y por difícil de conseguir. Apenas hay comerciantes que se atrevan a aventurarse, y muchos no vuelven.

—Pero el contacto existe.

—Sí, pero solo triunfa una expedición cada varios años. La mayoría del antyu ni siquiera viene del Punt, por el peligro que conlleva el viaje, y se encarga a caravanas de rutas tan largas que ni con tu imaginación las abarcarías.

—Pues me gustaría comenzar una relación diplomática con sus gobernantes. Un día viajaré allí.

El rey se hubiera reído, pero la determinación en el rostro de su hija le dijo que se cuidara de hacerlo.

—No me cabe duda. Harás lo que te propongas. —La miró con interés—. Eso me recuerda una cosa. Me dijiste que no te acostarías con tu mayordomo.

—¿Lo dije?

El Rey se sintió preso en su propia trampa.

—Te dije que no te encapricharas de él.

—Y no lo he hecho. No soy una niña.

—Ya veo. —Se rascó la cabeza, preocupado—. No te reprocho que juegues a descubrir el placer. Tarde o temprano iba a llegar ese momento. Pero no con él… Con nadie en concreto.

—¿Me vas a decir que debo reservarme para mi hermanito?

El Rey se masajeó la frente, intranquilo. Aquello no iba a ser fácil.

—Piensa con lógica. Es la opción más sensata. La única.

—Es un niño malcriado.

—Lo es. Pero es mi hijo. Tiene sangre real. Y tú tienes sangre de dioses. No hay otra opción.

—Sí la hay. Yo gobernaré.

Tutmosis sonrió.

—De nuevo, no me cabe la menor duda. Claro que gobernarás. Pero necesitas a alguien que haga el papel de faraón para…

—¿Para qué o para quién?

—Para el país. No aceptaran, a una mujer. A una gobernante, sin duda, pero no a una faraón. Los mittanos se volverán ambiciosos.

—Tienes al hijo de su rey.

—Sí, pero para sus ojos es más nuestro que suyo, y en cuanto tengan un príncipe volverán a creerse con derecho a invadirnos.

—Pues les combatiré.

El faraón sacudía la cabeza, exasperado.

—Hay más que eso, que no es poco. La nobleza, el clero, incluso los campesinos. No lo aceptarán.

—Tendrán que hacerlo.

—Hatshepsut, por favor. Intenta ponerte en mi lugar.

—No lo consigo. Te tenía por un hombre consecuente, y solo me demuestras que tu prioridad es ese hijo tuyo mal parido.

—Mi prioridad es un país unido, fuerte y próspero. Una dinastía fuerte, que fundemos tú y yo, con sangre sin mancha para ocupar nuestro lugar en las estrellas cuando muramos.

—Pues tendrás que buscarte a otra que gobierne por mí. Tu concubina estaría encantada, y a ti parece gustarte, ya que ni siquiera la reprendes en público por lo que hizo.

—¡Pensé que no querrías que interfiriese entre vosotras! Creía que tú misma la pondrías en su sitio.

—Sólo si hacerlo tiene sentido. Debo sentirme respaldada. ¡Y no lo estoy mientras tú no manifiestes cuál es tu heredero! Has criado a dos hijos. Escoge pues entre ellos. Sin más dudas ni ambigüedades.