El faraón saboreaba cada instante en compañía de los suyos como solo un guerrero podía hacerlo, sabiendo que cada momento era el mejor y podría no repetirse. Sin temor a la muerte, pero viviendo cada sorbo de aire puro y disfrutando de las pequeñas alegrías como nadie más podía hacerlo. En eso no envidiaba en absoluto las vidas anónimas, oscuras y poco atractivas de los escribas, consagrados a sus útiles y las palabras que creaban; los jueces entregados a investigaciones; los campesinos a su tierra; los comerciantes a sus eternas y repetitivas negociaciones; los artistas a sus obras; los sacerdotes a sus rezos… todos sin excepción temerosos de la muerte y del juicio de Osiris.
Se dejó llevar por el flujo de sus pensamientos mientras observaba el disco solar.
Un soldado vive un drama en el momento en que mata a su primer hombre, puesto que la Maat condena cualquier daño a un ser vivo, pero, a partir del segundo, se curte. Es su deber preservar su pueblo y sus creencias. Si no estuvieran ellos para defender a los dioses, se perderían, dominados por pueblos extranjeros que les llevarían al olvido.
Y, de todos modos, un soldado experimentado, aunque temeroso de los dioses, deja de cuestionarse si su corazón va a pesar más o menos que la pluma de Maat y se dedica a vivir mientras no está guerreando, por si acaso le fuese vetada la eternidad.
Por eso existe la disciplina extrema en el ejército: porque de él podrían salir los peores criminales, sin miedo a matar, y se promueve entre ellos el amor a los dioses, porque hacen que un soldado quiera vivir de manera civilizada entre los hombres a los que sirven sin querer tomarse la justicia por su mano ni pretender más de lo que le dan.
No había nobleza en la guerra. La épica que cantaban los sacerdotes de Amón no existía. En la batalla se trata de matar o morir, y no hay lugar para sentimientos valerosos ni para el temor. O sobrellevas esas cargas y eres capaz de reaccionar en el momento oportuno, o por Osiris que no vas a sentir muchos más placeres.
Tutmosis rio su propio chiste.
Pero la guerra, como la muerte, iguala a todos. No hay señores ni esclavos. Solo hay hombres. En ese sentido sí era noble.
No sabía cómo poner freno al exagerado auge del funcionariado. Por supuesto, debía existir, pero solo en manos capaces, y muy controlado para evitar la corrupción, que aumentaba cuanto más próspero era el país. Era la rancia nobleza quien promovía la corrupción para fortalecer su riqueza y poner a sus hijos en los cargos de importancia bajo los que se sustentaba el país.
En eso pensaba aquella mañana cuando su hija le abordó de repente, echándose literalmente encima de él.
Feliz de abandonar reflexiones amargas, rio con fuerza mientras luchaba por quitársela de la espalda, como si fuera una lucha cruenta.
—¡Qué poco tiempo pasas junto a nosotros!
El faraón ignoró el plural.
—Siempre es poco, pues me gustaría pasar todo mi tiempo contigo.
—Pues vuelve a llevarme a tus viajes, como hiciste cuando…
—Cuando murieron tus hermanos. Fue un duro golpe para mí.
—No eran como tú.
—No. Amen-Mose no estaba destinado para gobernar los ejércitos, y una enfermedad traicionera se lo llevó. Y Uadjie-Mose ni siquiera había escogido su destino.
Hatshepsut entristeció su semblante. Su padre pensó que añoraba a sus hermanos y acarició su cara con un gesto tierno del dorso de su mano.
—Qué distinto sería todo si ellos vivieran, ¿verdad? —dijo ella.
—¿Por qué?
—Porque yo hubiera recibido instrucción en temas más mundanos y no tendría que pensar en responsabilidades, ni a quién entrego mi cuerpo para convertir en rey y dios; un dios que no compartirá conmigo su divinidad.
El rey se estiró, enfadado.
—Ya empezamos. ¿Por qué dudas de mis palabras? Te he dicho muchas veces que…
—Que era tu favorita. Ya lo sé.
—Pero no lo crees.
—No. No puedo creerlo. Tal vez llene tu corazón como solo una hija puede hacerlo, pues los hombres sois más duros y menos expresivos y cariñosos, pero eso no tiene que ver con los sueños de grandeza.
—¿Sueños de grandeza? ¿Es eso lo que crees que te he metido en la cabeza?
—¿Qué si no?
Tutmosis elevó su voz, llamando a la guardia. El modo en que se cuadraban ante él siempre impresionaba a su hija. La fuerza que emanaba, el respeto que imponía, la fidelidad de sus hombres… Eso era algo que ella, por más valores que reuniera en su cabeza, por mucho que su mayordomo le intentase insuflar, nunca tendría.
El rey se volvió hacia ella. De nuevo con la voz dulcificada, el semblante amable y la sonrisa presta. Su hija comprendió que su expresión normal era la dura, y no la que presentaba ante ella. Por eso debía añorar tanto la milicia. Quizás valoraría su estancia en palacio entre su madre y ella como un premio, como una recompensa a un trabajo que le hacía feliz.
—Nos vamos.
La sonrisa se contagió a su hija. No solían salir de palacio. La vida en el exterior no era ni remotamente tan lujosa, ni tan segura. Los consejeros hacían lo posible para que se mantuvieran en palacio, no en vano la seguridad de la familia real estaba garantizada con su cabeza. Por eso Sen-en Mut era tan original en sus encuentros.
No dejó que el recuerdo agridulce de su amante le amargara el día.
—¿Dónde vamos? —preguntó mimosa, abrazándose al brazo de su padre.
—Al templo de Ipet-Sut[8]. Hay algo que quiero que veas por ti misma.
El hecho de pasear junto al rey era todo un espectáculo de por sí. Los guardias establecían un pasillo de seguridad que abarcaba todo el camino. En aquel mismo momento, mientras caminaban, los exteriores del templo estaban siendo evacuados de manera expeditiva para disfrute de la familia real. Era impresionante contemplar el despliegue de fuerzas, pero hubiera dado cualquier cosa por pasear tranquilamente entre aquellas avenidas atestadas de gente normal: ver sus vestidos, oler sus cuerpos y ropas, examinar sus mercancías y reír sus ocurrencias.
Los rostros serios de los guardias y soldados denotaban su nerviosismo. No era una excursión de placer. La presencia del rey y de su hija, depositaria de la estirpe de las grandes reinas, era todo un acontecimiento, de mucha mayor trascendencia que cuando su padre la llevaba en los viajes.
Comprendió que todo aquello había quedado atrás, que su padre no podía llevarla ya consigo fuera de palacio como antaño por razones estratégicas que no hubiera podido comprender sin ver el celo de sus hombres.
De repente, tuvo un sobresalto: ¿por qué no habían ido por el río, como siempre hacían en las ceremonias?
Sin duda quería manifestarle la importancia del mensaje que iba a transmitirle.
Por eso el paso era rápido. Muy pronto llegaron al templo, pasando de largo las obras de construcción de un magnífico nuevo pilono. Había encargado su edificación a su constructor de confianza y era muy superior al que se encontraba detrás, que ya era de gigantescas proporciones y que había ordenado levantar cuando fue proclamado rey.
Pidió mentalmente permiso al dios Amón para entrar en sus dominios, al igual que el rey mismo hizo en silencio.
Pasaron, pues, a través de los pilonos, adentrándose en la magnificencia del templo.
Recorrieron el patio del santuario, el santuario de las barcas y los tremendos patios, rodeados de muros policromados que contenían la historia de las Dos Tierras, la esencia del poder del país y los secretos más relevantes de los dioses. Hatshepsut envidió durante unos instantes a Sen-en Mut, quien había tenido acceso a tal maravilla; pero luego recordó la estricta formación y la disciplina que había sufrido de parte de los sacerdotes.
Se sintió intimidada, insignificante ante aquella grandiosidad. Admiró las construcciones más grandes del país, salvo las pirámides históricas. Se armó de valor pensando que estaban diseñadas específicamente para ese fin y no otro: encoger el corazón del justo y amedrentar al infame.
La luz era la justa para admirar las pinturas y grabados en la piedra sagrada, tamizada por pequeñas aperturas en la parte superior que permitían el paso de apenas unas finas ranuras de los rayos de Ra, con el fin de ofrecer una sensación fantasmagórica y misteriosa.
Su padre la guiaba con paso firme, aunque ella parecía resistirse inconscientemente y su caminar era corto y lento, aunque el rey toro tiraba de su talle, con fuerza pero delicadamente.
Se asustó, pues estaban adentrándose en territorio prohibido para una mujer.
—¡Padre! —susurró.
—¿Sí?
—Creo que no soy muy bien recibida en los dominios del dios.
—Tonterías. Eres mi hija. Mi hijo, a todos los efectos. —Sonrió con ironía.
Ineni salió al paso del rey.
—Majestad. —Su reverencia resultó lenta y poco inclinada, como si el rey invadiera su dominio; un gesto que no escapó a su hija, que se preguntó si no era ella la razón.
—Deseo entrar al santuario.
—Como deseéis, pero…
—Pero… ¿qué?
—Vuestra hija no es apta a los ojos del dios para entrar en el templo.
El rey esgrimió su voz de trueno y su autoridad. Hatshepsut se estremeció al oír sus palabras, expresadas con la voz de un extraño. Comprendió que actuaba, y se preguntó si no era así normalmente y solo fingía con ella, pues seguro que se comportaba más a menudo de aquel modo que con la voz dulce con que se dirigía a ella.
—Por las venas de mi hija corre sangre de dioses y reinas, más pura que la mía misma. Es más digna de ver al dios que tú y que yo. No te atrevas a interponerte. ¿Vas a servirme, o tengo que buscar yo mismo los papiros que quiero?
El sacerdote se dobló, esta vez sí, en la reverencia más falsa que Hatshepsut hubiera visto jamás.
La princesa vio la ira en los ojos del viejo Ineni y se asustó. No había mucho que la amedrentara, pero aquellos ojos decían que un día se vengaría. Brillaba en ellos el tipo de fanatismo que hace a un hombre olvidar cuál es su papel en la vida y tomar sus propios juicios. Contempló la tormenta en su interior; y las dudas.
Al fin, tras la reverencia, pareció cambiar su actitud a una pose servil. Pero Hatshepsut no olvidaría aquella mirada y su pugna. Había decidido acatar la orden del rey, pero podría no haberlo hecho. Y todos lo sabían.
El rey mismo se ofendió ante la insumisión de su sacerdote, y lo despachó tan pronto como le aseguró que el papiro estaba dispuesto.
Padre e hija entraron después de que los asustados monjes hubieron salido. La princesa, por puro recato, y muerta de miedo como estaba, se cubrió los cabellos y el cuerpo entero con su túnica. No en vano, todos los sacerdotes tenían la obligación de depilarse el cuerpo para evitar la tentación carnal, y el cabello era especialmente un estímulo erótico, casi tanto como la música, que podía ofender al dios.
Pasaron por un par de salas a medida que la oscuridad y el silencio se iban haciendo dueños del templo. A esas alturas, la princesa temblaba y se agarraba del brazo de su padre, aunque la incomodidad de este era patente. Ni siquiera amagó una sonrisa.
Al fin, llegaron al santuario. Tutmosis abrió los cortinajes para que entrara algo de luz y su hija viera la imponente estatua.
Hatshepsut sintió que su cuerpo y su alma encogían ante la presencia del dios. No había palabras para describir el aura de poder que emanaba de aquella figura. Dudó incluso de que fuera una estatua de piedra, aunque por nada del mundo hubiera alargado la mano para tocarla. Solo los vapores de los inciensos del país del Punt parecían calmar la cólera del dios, tan palpable como el penetrante aroma. El denso olor pareció entrar hasta lo más profundo de su ser. De ahora en adelante no habría otro perfume para ella.
El semblante serio de la imagen parecía recriminarles que hubieran abierto la cortina, lo que parecía ofender a Amón, pero el rey necesitaba la luz para leer.
—En el año dos del reinado del faraón Tutmosis, el día veintinueve del segundo mes de la estación de Peret, el gran Oráculo de Amón dictaminó que las Dos Tierras pertenecen a Hatshepsut.
Volvió la vista hacia su hija con gesto de triunfo.
—Hay mucho más, pero son formalidades. Este texto permanecerá aquí para que algún día tú misma ordenes grabarlo en la piedra sagrada.
La princesa apenas escuchó. Había oído esa historia de labios de su padre, pero no tenía fuerzas para discrepar mientras el dios la mirase a los ojos. Tiró de sus ropas, como cuando era pequeña. Fue el único momento en que el rey se permitió sonreír, antes de acceder y marcharse sin dar la espalda al dios, pidiéndole a este permiso para retirarse.
Ya en el patio, su padre la tomó por la cintura con su brazo.
—¿Qué objeción vas a poner?
—Que tú ordenaste esa inscripción. No hay nada que Ineni no hiciera a cambio de riqueza.
El rey sonrió mientras miraba a su sumo sacerdote, arquitecto real, príncipe, mayordomo de los graneros reales, alcalde de Tebas y un sinfín de títulos y cargos.
—Yo estaba guerreando por aquel entonces.
—¿Y?
Su padre se agachó hasta que sus cabezas quedaron a la misma altura.
—Hija mía, no tiene importancia si yo ordené o no la inscripción. El dios mismo la ha aprobado, luego él la dictó. Hay algo mucho más importante: no has escuchado la fecha.
—Sí. El año dos del rei… —Calló de repente al comprender. Miró a su padre, que sonrió al fin.
—Antes de la muerte de mis hermanos.
—Así es. Desde que eras niña intuí que tenías algo especial, y no me refiero a la herencia de tus ancestros.
Hatshepsut le abrazó con lágrimas en los ojos.
Su padre rio de placer. Ella tembló.
—Salgamos del templo. Me da miedo hablar de esto aquí. Podríamos ofender al dios.
El rey echó atrás su cuerpo y soltó una carcajada.
—Al dios tal vez. A Ineni, seguro.
—Pues espero que no se ponga en mi camino.
—Si lo hace, ya encontrarás la manera de pasar por encima de sus viejos huesos.
—No sería fácil.
—Nada lo es —dijo el rey sin dejar de reír.
Salieron del templo, más distendidos, a la seguridad del carácter bondadoso de Ra y sus cálidos rayos. La princesa sintió que sus temores se disipaban con el calor. No se había dado cuenta, pero sintió escalofríos en el templo.
No terminaba de entender por qué había que adorar a un dios tan oscuro, tan capaz de aflorar lo peor de cada uno, tan guerrero, vengativo y cruel, cuando el pueblo egipcio no era así, sino mucho más cercano a la calidez de Ra, que transmitía alegría y positivismo.
Pero no debía distraerse. Irguió su pose y caminó de nuevo con la dignidad de una princesa. Había sido débil y odiaba sentirse asustada. Seguro que su padre estaría a punto de bromear con ello, pero el mismo rey estaba abstraído y Hatshepsut aprovechó para contraatacar.
—Y si tan válida soy… ¿Por qué me quieres casar con tu hijo? Si pudiera, me casaría contigo, como hacían los antiguos.
—Esa es una costumbre que ningún dios aprobaría, ni siquiera en las ceremonias. No digas eso. Me ofendes.
—Era una broma, pero el fondo es cierto. No quiero casarme con un inútil.
—Hija mía. —Se detuvo junto a ella—. No puedo dictar el destino de Tutmosis, pues es incapaz de gobernar su vida, como también ocurría con tus hermanos, pero sí puedo hacer que tú seas capaz de gobernar tu destino. Y te doy armas para hacerlo.
—¿Sen-en Mut?
—Te servirá, como a mí me ha servido bien Ineni.
—¿Y no temes que le sirva a su maestro en vez de a mí?
—Eso eres tú quien debe juzgarlo, como yo juzgo a Ineni.
—Pues…
—¿Piensas que no le juzgo bien?
—Sus ojos hablan de ambición.
—Y es ambicioso, pero, como Osiris, pongo en una mano lo que me da y en otra lo que yo le doy; y aunque él se lleva mucho, yo salgo ganando.
—¿Hablas de Ineni o de Amón?
Él rio de nuevo.
—Son lo mismo. Uno dice ser la voz del otro. Y hay muchos factores más intangibles que la voz del dios, no lo olvides. A veces, los hombres son mucho más de lo que parecen, como hay otros que aparentan mucho más de lo que son. Actúa para que te subestimen, pero no cometas nunca el error de subestimar a nadie… Y menos a Ineni.
Hatshepsut sintió un escalofrío.
—¿No temes que tenga sus propios planes?
—No te dejes engañar por los templos: Ineni es parte de una estructura de poder. Ni la sangre ni la religión no son nada al lado del poder real. Si se sintiera con suficiente confianza, él mismo se postularía para ser faraón. Seguro que alguna vez lo ha pensado.
—¿Y por qué nunca lo ha intentado llevar a cabo?
—Porque hay algo que los dos sabemos.
—¿Qué?
—Que los hombres siempre me seguirán a mí. Yo soy su rey, su faraón, descendiente de Amón. Y, para ellos, Ineni no es más que un sacerdote, un funcionario. Eso es poder. No los cetros ni ornamentos, sino los hombres que te sirven y creen en ti.
—¿Y Sen-en Mut?
—Llegará a ser mucho más poderoso que Ineni. Él se parece a ti, en el sentido de que gobierna su propio destino. Por eso os he juntado, para que aprendáis uno del otro. Él sí tiene el carisma que le falta a Ineni. Si llegara a darse cuenta, sería imparable; pero, gracias a Ra, es cauto, al menos de momento.
—Pues si tanto le aprecias… ¿Por qué no me lo entregas como marido?
—¡Un lacayo de sangre común! —rugió.
—Ya veo. Prefieres un inútil de sangre real que un capaz que sea de origen humilde.
—Prefiero un inútil hijo mío casado con la persona más capaz que existe.
—Pero el faraón será él, y no yo.
—¡Hatshepsut!
La princesa se fue corriendo. El rey no la siguió, ni exigió su disculpa. Negó con la cabeza mientras la veía alejarse.
—En verdad se ha hecho una mujer —murmuró.