Al día siguiente la mandó llamar dos horas antes del alba, de manera formal, a través de uno de los heraldos, un grueso enano de cara bulbosa, para una ceremonia. Le ordenaba que estuviera dispuesta para una salida a un templo.
Sabía que era algo a lo que no se negaría, porque resultaría ofensivo al dios y porque, siendo del dominio público, todo palacio lo sabría, incluyendo su rey. Además, sabía cuánto le gustaba salir de palacio.
Cuando la trajeron, todos cruzaron el jardín hacia el embarcadero y subieron a bordo de un barco de transporte real en el que navegaron apenas unos minutos. Hatshepsut ni se percató de la brevedad del viaje, a medias dormida y a medias enfadada.
Sen-en Mut ordenó que les prepararan una silla e hizo que los esclavos sudaran de lo lindo para llevarla a su destino a toda velocidad con intención de llegar en el momento adecuado.
La princesa se limitó a permanecer sentada en su silla. Estaba demacrada por el llanto y la falta de sueño, y Sen-en Mut se sintió doblemente culpable, así que apenas la miró durante el trayecto.
—Hemos llegado. Baja, por favor.
Ella abrió las cortinas y miró, intentando saber dónde se encontraban. Por suerte, era una noche muy oscura y no lo supo.
Sen-en Mut dio órdenes a los esclavos de que se retiraran y a los guardias para que les vigilasen desde muy lejos. Nadie osaría aventurarse por aquellos parajes a esa hora.
Aquello hizo que Hatshepsut se envarase, mirando de nuevo a su alrededor con desconfianza, no encontrando más que la noche oscura y la voz repentina y ansiosa de su mayordomo, cosa que la alertó.
—Sé que no es fácil, pero confía en mí.
—Espero que no te atrevas a dañarme. Mi padre…
—Lo sé. Te he traído aquí…
—¿A un trozo de desierto desolado en medio de la noche? Tú que dices ser sacerdote… ¿Sabes lo peligroso que es esto? Podría estar plagado de…
—No hay nada maligno aquí. Te lo aseguro. Ni siquiera hacen falta brujos ni exorcistas para saberlo. Aquí solo habitan las pequeñas criaturas que buscan su alimento. Me he cuidado muy bien de que no haya serpientes, arañas ni escorpiones mientras estemos sentados. Te lo prometo.
—Entonces… ¿Para qué me has traído?
—Para pedirte perdón.
Ella calló de pronto. No esperaba aquel giro. Sen-en Mut no pudo evitar sonreír ante su sorpresa y se apresuró a explicarle:
—No se trata de ninguna treta, ni de ninguna estrategia. No es la paciencia del cazador, ni nada de eso. Solo he comprendido que no te he tratado como debería. Hasta ayer no comprendí cuán necio he sido.
Ella no dejó de desconfiar, aunque bajó el volumen de su voz y la curiosidad hizo que la siguiente palabra temblara en sus labios.
—Explícate.
—No hay mucho que explicar. Creía que estaba sirviéndote de la mejor manera porque era así como se me había impuesto. No era yo. Hoy me he dado cuenta de que, a menos que sea yo mismo, no podré servirte como necesitas.
—¿Y quién eras hasta ahora?
—Los que me han enseñado. Los que me ordenaban. No puedo decirte más por el momento, por tu propio bien. Solo te pido que confíes en mí.
—No es fácil.
—Lo sé. Pero hasta ahora has tenido la fuerza suficiente para rebelarte ante lo injusto, y eso dice tanto de ti que, como maestro, me siento orgulloso. Muy orgulloso. Pero como persona sé que ha sido duro y te pido perdón.
—Eres demasiado rígido con tus dogmas.
Sen-en Mut la cortó con un gesto amable, pero firme, mientras miraba al cielo.
—Lo sé. Pero ahora te pido que comiences a confiar. Ven.
La llevó entre las piedras y la maleza hasta unas mantas, en medido de la arena, donde había ordenado llevar un amplio sillón colmado de almohadones.
—Siéntate. Es el mejor lugar.
Sintió su irritación, pero la tomó de la mano dulcemente y la sentó a su lado. Ella no se negó.
—No hables. Solo mira.
Hatshepsut estaba muy enfadada. Si pensaba que con un burdo espectáculo iba a compensar todo el dolor que le había causado, es que era tan necio como aparentaba. Pero la curiosidad la mantuvo quieta mirando al frente hasta que el brillo pálido de la aurora se alzó por encima del enorme promontorio rocoso.
—¡Estamos en la ciudad de los muertos! —Se levantó de pronto.
—Por favor, siéntate. Estoy a tu merced. Los guardias te oirán si gritas. Si dudas, haz que te traigan un arma y me apuntas con ella todo el tiempo, pero no te muevas… ¡Por favor!
Ella volvió a sentarse, aunque sin dejar de desconfiar.
—No puedo creer que me hayas traído aquí. Y no sé por qué, pero te aseguro que no te va a servir de nada.
—Sólo quiero que veas algo. Yo estaré aquí todo el tiempo. Puedes ahogarme con tus manos si quieres. ¡Mira, ya empieza!
La princesa calló y volvió a levantar la vista. Los primeros rayos de sol intentaban arrancar destellos de luz en la oscuridad, aunque solo conseguían recortar la línea de los altos riscos, que se iba dibujando con mayor nitidez, cambiando de color de un tono pálido, acompañado de haces de una luz blanquecina que dibujaba formas espectrales en el cielo a medida que el aire jugaba con ellos, hasta un tono entre naranja y rosado.
La línea de la cima del acantilado se iba presentando, clara y firme, desde el centro hacia ambos lados mientras los primeros rayos de sol se abrían camino entre la atmósfera brumosa, descubriendo bellísimas formas.
Los rayos fueron superando las brumas, que parecían deshacerse en haces de colores rosados para herir los ojos entre las grietas más profundas de lo más alto, causadas por la erosión de la escasa lluvia y el viento. Lamieron el fondo del valle, aún tímidos y fríos, y revelaron poco a poco los perfiles del acantilado y las montañas sagradas, en un espectáculo de una belleza tan poco común que la princesa tembló de emoción.
Sen-en Mut le echó por encima una manta y ella se dio cuenta de que la había estado mirando todo el tiempo, renunciando al maravilloso regalo que Ra les daba.
No pudo evitar sonreír antes de mirar de nuevo al frente.
En esos breves instantes, el sol había luchado contra la oscuridad y el frío, y ahora comenzaba a ganar la batalla. Ya se veían con nitidez los contornos de todo el valle, entre grandes sombras que parecían llevarse los espíritus malignos hasta el siguiente ocaso.
El valle se abrió en una paleta de tonos rosas que ningún pintor igualaría jamás, multiplicando los matices a medida que cada rayo lamía una nueva roca hasta que el color pareció hacerse dueño del cielo, abriéndose al mismo tiempo que el corazón de Hatshepsut se ensanchaba. No era extraño que los personajes más notables quisieran ser enterrados en un paraje tan inhóspito como bello.
No se dio cuenta de que lloraba de emoción hasta que Sen-en Mut recogió las lágrimas entre sus dedos.
Le miró. Era el rostro sereno y sonriente de la persona que le había cautivado, sin rastro del espíritu ambicioso y malvado que tanto miedo le causaba. Rezó para que se quedase tan profundamente lejos como los espectros malignos que la luz se había llevado.
Sen-en Mut le sonrió de nuevo antes de hablarle:
—Es revelador que la unión de la oscuridad de Amón y la luz de Ra sea tan hermosa. De ahora en adelante, y si tú quieres, prometo dejar que me inicies en el culto a Ra y Hat-Hor mientras yo te transmito lo mejor del oscuro, y de dos haremos uno perfecto, como el amanecer, en vez de combatir inútilmente.
Ella no le dejó seguir. Le besó con dulzura. El mayordomo tardó unos instantes en responder tras la sorpresa, pero devolvió el beso con la pasión que ambos conocían muy bien.
Los guardias no pudieron presenciar la escena, cegados por el brillo del sol de la mañana, y solo cuando la luz les dio una pequeña tregua les vieron caminar juntos, cogidos de la mano.