9
LA REINA

Hatshepsut no sabía qué hacer ni a quién consultar, pues Sat-Ra no podía aconsejarle. Tampoco podía confesarse a su padre, ni a su mayordomo, ni a su sacerdote. Se sentía encarcelada.

Pero tuvo una inspiración y llamó a un enano.

—Acudid a casa de mi madre y decidle que pido que me reciba en su palacio.

Si había alguien en cuyo consejo podía confiar era su madre; precisamente porque no ejercía de madre. Se había apartado de su esposo, aun cuando tenía todo el derecho a reinar junto a él, pero solo actuaba como reina en fiestas y algunos eventos mayores.

Se veían de tarde en tarde, a pesar de que las puertas de su palacio estaban abiertas a las artes, los lujos y la presencia de sus amigos, que no solían coincidir, evidentemente, con los del rey. Se codeaba con escribas, poetas, músicos en su aspecto más artístico, despojado de su vertiente sexual, lo que resultaba extraño en aquellos tiempos en que una arpista o cantante podía ser casi más rica que un noble, pintores, escultores, astrónomos y sabios. Huía de las conversaciones políticas y de los arquetipos sociales. Con su tremenda fortuna, participaba en eventos de caridad y daba banquetes privados. Era habitual encontrar su nombre en la piedra del templo, pero se decía que, para los comunes, los nobles y, sobre todo, la corte, era muy difícil ver su rostro, tan comentado entre los pintores.

No le gustaba salir de su palacio. Se decía que viajaba a las ceremonias religiosas de los grandes templos-casa de los dioses de manera oculta y anónima, con su propio séquito, sin anunciarse ni identificarse.

El enano volvió aquel mismo día.

—Dice que la hija de Ra no necesita pedir audiencia a una mera sirviente suya.

Hatshepsut puso los ojos en blanco. Era una fórmula de cortesía, tan del gusto de su madre. Ante todo cuanto olía a corte, actuaba de la misma manera, con su máscara de refinamiento y su comportamiento correcto, pero nunca participativo o entusiasta. Si tenía que acudir a una de las fiestas en las que el faraón le obligaba a participar por el mero placer de incomodarla, acudía con toda su altanería, en toda la grandeza y dignidad de una reina que podía volver a serlo a voluntad, como si todo ese tiempo hubiera permanecido en palacio.

Pero sabía que ella prefería no verla y la había olvidado como madre.

Hatshepsut se trasladó en una silla de manos, rodeada de un increíble séquito de guardia. Aquello la desesperaba. No hacía falta tanto boato. Además, tantos guardias hacían que no pudiese ver nada por el camino, y lo que se suponía una agradable excursión acababa invariablemente en un enfado mayúsculo, pues no le permitían asomarse entre las gruesas telas que escondían su presencia.

Echaba de menos la visión de la capital. No sabía nada de su propio pueblo, y siempre que tenía que salir de palacio soñaba con la posibilidad de poder contemplar una calle, un mercado, apenas la visión de una mujer, de un niño, de un hombre llevando un carro de pan…

Y luego la llevaban como si fuese algo que había que esconder. Hablaban de su belleza. Se componían versos sobre ella a lo largo de las Dos Tierras, su rostro era pintado en multitud de ocasiones… Y, sin embargo, la ocultaban como si fuera una vieja decrépita. ¡No había derecho!

Cuando la silla se detuvo, la embargó la impresión de que se había metido en uno de los armarios de sus aposentos para volver a salir en otra estancia del mismo palacio, como si cruzar el dintel de una puerta le hubiese llevado media mañana.

Conocía lo suficiente a su madre para saber que la iba a recibir como si fuese el mismo faraón o el dios que encarnaba, y así fue.

Los espías contaban que, normalmente, más que un palacio aquello parecía el salón de juegos de una casa de vida de pueblo. No obstante, lo habían puesto todo de punta en blanco en tan poco tiempo que parecía imposible que lo hubieran logrado.

Nobles y amigos de su madre la fueron recibiendo siguiendo el protocolo, simbolizando los dioses menores de una casa que iban presentándole sus respetos como dios que era de otra casa, hasta llevarla a la diosa madre, que la esperaba con su rostro hierático.

Aguantó la fantochada durante una hora, consolándose mientras miraba la decoración, tan distinta de su palacio, donde todo estaba al servicio de la gloria del faraón y la familia real, ensalzando virtudes que ni conocía. En aquel lugar, las escenas se limitaban a la belleza: paisajes, caras, cuerpos, objetos, poemas, canciones… Se rendía culto a las artes en su sentido más íntimo, sin estar supeditadas a la política o a la propaganda.

Y le encantó.

Pero cuando vio a su madre rodeada de hombres y mujeres, todos postrados ante ella, fue demasiado.

—¡Madre! ¡Por la diosa, que todo esto me sobra! ¡Todo el mundo fuera!

Creyó adivinar una sonrisa en el rostro de la reina, pero sabía que lograr tal hazaña sería un milagro que ya ni el propio faraón se atribuía.

Cuando todos se fueron, Ah-Més ta Sherit se acercó a su hija, acariciando su cara con ambas manos y la besó en los labios.

—Podrías haberme dicho que se trataba de una visita familiar. Me hubieras evitado un gasto enorme.

—¿Cómo iba yo a anunciarte si no mi visita? Me insultas con todo ese recibimiento. Solo quería verte a ti.

La reina puso los ojos en blanco en un gesto que divirtió a Hatshepsut, pues ella lo hacía continuamente, aunque sabía que jamás lo haría en presencia de nadie más, pues revelaba mucho.

—¡Con un espía! ¿Cómo, si no?

—Yo no tengo espías.

—Pues ya es hora de que los tengas. ¿O es que piensas dejar que tu padre te mangonee durante toda tu vida?

—¡No tengo secretos para él!

Ella sonrió. Sabía que la estaba sacando de quicio.

—Pues el hecho de que vengas aquí sin avisar se parece mucho a uno.

—¿Qué es lo que sabes?

Pero se sacudió el pensamiento con un gesto enérgico que arrancó una mueca de desagrado de su madre. Esta vez, el gesto era del faraón.

—Madre, no puede ser que pase años sin verte y luego me recibas como si fuese un noble hitita.

La reina sonrió la ocurrencia. Ahora hablaban el mismo lenguaje.

—Estoy de acuerdo, pero ya sabes que me asquea la vida pública.

—¿Y yo formo parte de ella?

—Sí, cariño. Desde el momento en que te anunciaron como «La que un día reinará como La Hija de Ra».

—¿Y crees que es justo que me abandones?

—¡Querida! Tienes mejores maestros que yo. Mira cómo he terminado.

Hatshepsut puso sus brazos en jarras.

—Madre, estás exactamente donde quieres estar. No me hagas sentir culpable por venir a verte.

La reina pareció relajarse, alejando la disputa con un gesto.

—Tienes razón. Pero no discutamos, que quiero saber cómo estás. Déjame disfrutar de mi hija.

La atrajo hacia un pequeño sillón con una mesita donde había dátiles y refrescos. La hospitalidad más austera y la más sincera. Se conmovió, aunque supo en ese momento que sabía que todo iba a terminar así y que la iba a perdonar. Por más que lo detestara, su madre era igual que su padre, y seguían las reglas del mismo juego, manejándola a voluntad para luego, en última instancia, recurrir al lazo del cariño para doblegarla. Sintió un poco de rabia.

—Necesito tu consejo. Hay cosas que solo una madre debería mostrar a su hija.

Ah-Més ta Sherit puso cara de extrañeza.

—¿Es que aún no has sufrido la maldición?

De nuevo los ojos en blanco.

—¡Madre! Por la diosa que vas a conseguir que me enfade. Por supuesto que sí, aunque eché de menos tu ayuda entonces. Me refiero a consejo sobre un hombre.

La reina se tranquilizó.

—Pues mi consejo hubiera sido mejor sobre lo primero, aunque te escucharé.

—Padre me ha puesto un nuevo maestro.

—¡Niña! ¿Es que no hay hombres jóvenes en palacio?

La salida sorprendió a Hatshepsut, que se echó a reír. Su madre la imitó y, al final, las dos acabaron dobladas de la risa.

—No. De hecho, me ha puesto a uno joven y guapo, pero demasiado ambicioso. Pretende controlarme.

Su madre le acarició el cabello.

—¡Ay, cariño! Todos lo pretenderán. Sin excepción. Tu padre el primero.

—¿Qué insinúas?

—No insinúo nada —bufó—. Afirmo que tu padre te engaña. Jamás te hará faraón.

—¿Cómo? ¡No cesa de afirmarlo!

—Quiere controlarte, pero no te cederá nunca el poder. Es un hombre, recuérdalo. Todos ellos querrán controlarte. —La abrazó con ternura. Ella se dejó hacer—. Cariño, sé de lo que estoy hablando. No son resquemores de vieja. Lo han vivido otras antes que yo y tú también lo experimentarás. Nos necesitan, pero no nos escuchan.

Le cepilló el pelo como solía hacer de pequeña. Ella siempre se quedaba dormida cuando lo hacía. Hatshepsut se relajó, aunque no dejó de pensar que se trataba de una treta. Miró a su madre, que continuó:

—Son hombres, cariño. No hay nada que se pueda hacer al respecto.

Algo se rebeló en ella, algo que hizo que se irguiera.

—Ya verás si se puede hacer algo. Cuando sea faraón, te invitaré sin tanto protocolo como me has recibido tú.

—Y me encantaría verlo, pero siempre visitaré a la esposa real, y no al faraón.

—Te equivocas. Será al faraón. Me pondré una barba postiza.

—Eres una niña. No sabes nada de la vida. Rezaré para que tu aprendizaje se te haga menos duro, pero deberías comenzar por escuchar los consejos de una anciana experimentada. Créeme. No hay nadie más indicado que yo. Y nadie que te quiera más.

Volvió a sentirse rabiosa.

—Y si me quieres tanto… ¿Por qué me rechazas?

Su madre la miró, incómoda.

—Tu padre…

—¡No metas a padre en esto! Eres famosa por tu sinceridad cruel, así que no seas melosa conmigo.

Sólo en aquel instante vio las defensas de su madre debilitarse y sus ojos expresaron una profunda tristeza. Ocultó su rostro. Hatshepsut deseó que su corazón se abriese, que la abrazase, que ambas lloraran como amigas, pero nada de eso ocurrió.

Ah-Més ta Sherit se permitió unos instantes en silencio, pero al fin triunfó la gran dama de la política y la reina levantó su cabeza. Sus ojos eran de hielo.

Su hija supo en ese momento que su respuesta sería despiadada.

—Porque casi eres un hombre. Y yo odio a los hombres.

—¿Qué? —Fue toda la respuesta que pudo articular, totalmente estupefacta.

—Te han criado como a un hombre, y has respondido como tal. Por eso te quiere tanto tu padre. Piensas como un hombre, te comportas como un hombre, luchas como un hombre e incluso amas como un hombre.

Hatshepsut abrió la boca, sin importarle que su cara expresara la sorpresa y la vergüenza que sentía.

No podía creerlo.

Pero así había ocurrido. Se decía que no había nada que la reina no supiese, a pesar de que no comentaba los temas de estado con nadie. Sin excepción.

Pero aquello… ¿Cómo podía saberlo?

Volvió a sentir rabia.

—Dime: si no abandonas el poder, ¿en qué te diferencias de padre? ¡No eres la pobre mujer que dices ser! Tú también te comportas como un hombre.

—Te equivocas. —Su cara ya era un muro impenetrable—. Me gusta tener información. El control no es poder, deberías saberlo. Intenta influenciar en tu padre y sabrás cuál es la diferencia.

Hizo un amago de acercamiento, intentando acariciar su cara, pero su hija se apartó.

—Cariño, sólo quiero protegerte. Evitar que pases por lo que yo he pasado. Es inútil que luches contra ellos. Créeme: cuanto más luches y más alto te creas, desde más arriba caerás. Sé tú misma: una mujer.

—Me niego a ser lo que tú llamas una mujer. Te creía orgullosa de tu condición, y tan solo envidias ser lo que no eres.

Se rio.

—¿Y qué soy?

—Una vergüenza para las mujeres de las Dos Tierras.

La reina dio un golpe en la mesa, tirando el cuenco de los dátiles y los refrescos.

—¡Ya basta! ¡Por todos los dioses! No voy a aguantar que me insultes en mi propia casa. ¡Si hasta hueles a hombre!

Hatshepsut se sonrojó. Su madre tenía razón. Usaba una fragancia masculina porque le recordaba a su padre. Se levantó, caminando sin fuerzas hacia la salida. Tenía ganas de llorar, pero no daría el gusto a su madre de verla indefensa. Si creía que era un hombre, le daría la razón.

—Hija.

Se volvió. Su madre sonreía.

—A pesar de todo, te quiero. Lo sabes bien. Daría cualquier cosa por ti.

La princesa también sonrió, aunque su expresión estaba llena de tristeza.

—¡Que curioso! —susurró—. Padre me dice lo mismo.