Ineni recibió a Sen-en Mut en lo más profundo del templo de Amón, en su santuario, frente a su imponente presencia. La cámara se mantenía en la más absoluta oscuridad y solo el brillo de la luz de las salas exteriores, pobre y escasa, iluminaba a través de los resquicios que dejaban los pliegues de unos pesados cortinajes el entorno de una estatua de forma humana: musculosa, iracunda y amenazante. Se decía que era imposible mentir frente a ella, pues no existía mortal con el temple necesario para hacerlo. Sen-en Mut se preguntó si le había llevado allí por ese motivo.
—Hijo mío. Ven. Recemos al poderoso.
Así lo hicieron. Frases prohibidas a las que solo los sacerdotes tenían acceso. Ineni pidió que les fuera dada la energía que necesitaban para servirle, que les fuera insuflada la ira y la inteligencia necesaria para machacar a sus enemigos en su nombre y a través de sus brazos, y terminó rogando la más fiera venganza contra aquel que osase rebelarse contra sus órdenes sagradas. El discípulo no dejaba de preguntarse a quién iban dirigidas aquellas palabras.
Le constaba que Ineni estaría enfadado, puesto que él no le había hecho llegar más que informes inexactos, cortos y presumiblemente insatisfactorios.
A Sen-en Mut le costó mantener inmutable la pose, solemne, y la mirada ante el dios al que temía tanto como odiaba al sumo sacerdote, uno de los hombres más poderosos del reino, y probablemente el más rico.
Creía en el dios al que miraba por encima de cualquier otro dogma de fe. Y creía porque había visto el efecto de su poder en la batalla. Había comprobado el influjo de su poder en los soldados de almas frágiles. El temor que causaba su imagen ante sus enemigos, la fuerza y el poder que su brazo recibía invocando su nombre…
Él era un hombre pragmático. Y creía en Amón, pero dudaba del verbo jactancioso e interesado de Ineni, de su teatralidad egoísta y sus maneras falsamente refinadas.
Por eso mantuvo su mirada clavada en el dios, aunque su sola presencia le aterraba.
Apenas escuchaba a su superior. Él recitaba su propia oración en su corazón, el órgano que da trascendencia a los actos humanos junto con el verbo divino, sabiendo que el dios le entendía y le examinaba.
Al fin, la letanía concluyó. Ineni aún hubo de sacar a Sen-en Mut de su trance particular.
—Ahora, explícame la causa de tu negligencia.
El mayordomo de la hija real respiró hondo, concluyendo su súplica al oscuro y volviendo su rostro a su superior.
—No hay tal negligencia. Mi labor aún no ha acabado.
—Cierto, porque si llego a concluir que, efectivamente, has fracasado, aún habrás de matar a la princesa, si es que no ordeno que te maten a ti antes. Y ese momento está muy cerca, pues no veo ningún signo positivo en los informes que me llegan.
—Creía que vuestra confianza en mí superaba sin duda la que podáis dar a los cuentos de un sucio espía.
—Mis —recalcó Ineni— espías sirven a Amón. No existe la mentira en ellos.
—Ni en mí.
—Pues no es eso lo que parece… ¿Verdad?
—¡No he terminado mi labor! —rugió el joven.
—Por supuesto que no. Tal vez la pregunta correcta es si la has comenzado.
Sen-en Mut se obligó a pensar con frialdad. No debía dejarse llevar por la furia que su maestro intentaba causarle.
—Sabéis tan bien como yo que no hay nadie más capacitado para la misión.
—¿Y a qué se debe la pausa en tus… lecciones?
—Es un cambio demasiado radical. Se siente confusa. No es fácil ganarse su confianza.
—Pero sí su cuerpo.
Sen-en Mut maldijo a los espías y su eficacia.
—¡Es parte de la estrategia!
—¿La de quién? ¿Tal vez la de ella para someterte?
—¿Os burláis de mí?
—Eso quisiera. Quisiera que todo fuese una broma, pero tu reacción dice que estás más atraído por ella de lo que nunca aceptarás.
—No es así. Es un modo de ganarme su confianza sin condiciones. Y falta muy poco para conseguirlo.
—Eso espero; porque si llego a dar crédito a las voces de mis espías, a quienes no puedo, ni quiero, dar más credibilidad que a mi más aventajado discípulo, y encuentro que es ella, como parece ser, la que te domina a ti, acabaré contigo. Por más que me cause dolor. Por más años que hayamos perdido en formarte para este trabajo.
—No le fallaré a mi dios.
—¡No me fallarás a mí!
Era la primera vez que levantaba la voz desde que le conocía. Jamás le había hecho falta. Un susurro suyo podía ser tan terrorífico como el rugido de un león en la noche, y podía tener las mismas consecuencias. Tal era el poder de la red que había tejido durante tantos años.
Pero Sen-en Mut despreciaba que no hubiese permanecido junto a los hombres en las batallas, como sí lo habían hecho los sumos sacerdotes que portaban estandartes y que hicieron a Amón tan fuerte como era ahora. Ineni solo era un político. Un noble que sabía medrar como nadie.
Sintió furia. Deseó no contenerse, pero debía mostrarse sereno ante la furia del sacerdote, que no había concluido.
—Espero ver progresos en tu influencia sobre ella, porque mi paciencia tiene límites.
Ineni le señalaba, amenazador.
El gesto de su largo dedo apuntándole espoleó la rebeldía del joven. No pudo reprimirse más.
—La mía no, y no hay nada que podáis hacer. Me necesitáis. Nadie puede servir mejor que yo al dios. Y si él dicta mi muerte, la aceptare de buen grado.
Ineni sonrió. Su pupilo vio el brillo en sus dientes irregulares, como guijarros alineados.
—Tal vez no será tu muerte, sino directamente la de ella. Quizás aún pueda sacar algo de provecho de ti.
—¡No! Nadie sino yo la tocará. No es destino de nadie más. Es mi misión. No quiero a nadie metiendo sus narices en mi trabajo. Si debo hacerlo, yo mismo la mataré.
—Espero que aún no sea necesario y cumplas de una vez con tu cometido. Caminas por atajos tan tortuosos que se diría que es más largo el desvío que el camino recto.
—Eso se debe a que la complejidad de su carácter justifica los atajos. ¿O tal vez pensáis que otro pueda ganarse su confianza, con sexo o sin él, como yo lo he hecho? Los resultados son cuestión de tiempo. Lo más difícil ya está hecho. —Se permitió una sonrisa—. Y podría pensar que la alusión a los atajos tortuosos es un cumplido.
Ineni sonrió, complacido por el nuevo giro de la conversación.
—No lo era. Cumple, pues, con el destino que te ha sido escrito. Ahora vete. Estás importunando al dios con tu debilidad.
Sen-en Mut salió tras despedirse ceremoniosamente. Atravesó el resto de las salas a grandes zancadas, apartando a cuantos infelices se cruzaban con él a violentos empellones.
Maldijo entre dientes a aquel codicioso que levantaba templos de adobe a precio de piedra y se quedaba la mayor parte de los bienes que le eran donados por el faraón y la familia real. Algún día, él levantaría templos que el mundo admiraría, para gloria de su dios y su reina. Templos eternos, no baratos.
Pero por lo pronto debía tomar alguna medida drástica. Estaba nervioso, aunque no hizo nada por tranquilizarse. Hatshepsut era en parte la culpable de su situación. Su competitividad no le permitía llegar hasta el fondo de su corazón, y no sabía qué más podía hacer para lograrlo.
Sabía que había dado un paso en falso que podría ser fatal. Había reconocido que ella le importaba. Y de manera drástica, casi infantil. Lo había soltado sin pensar. No iba a permitir que la mataran… ¡Pero debería haber tenido la frialdad necesaria para disimular ante Ineni!
El sumo sacerdote no lo era por casualidad, y le constaba que no daba segundas oportunidades.
Estaba sentenciado. Nadie como Ineni sabía leer las debilidades de los hombres más fríos, y él había sido tan estúpidamente transparente como el agua del estanque sagrado.
No sabía cómo se desharía de él. Incluso se había quejado por los muchos años invertidos en su formación, lo cual le decía que sentiría matarle. Y no por ningún vínculo emocional, sino solo por los años perdidos que no iba a recuperar, pues ni siquiera el buen Hapuseneb, el mejor alumno del kap tras él mismo, podría llegar a su nivel. Hapuseneb, o cualquier otro, podrían conocer las enseñanzas, las artes, los secretos… pero no eran buenos conocedores del alma humana, como Ineni o él mismo. Los dos lo sabían.
… Así que tal vez tuviera una oportunidad, por mucho que debiera pagar su falta.
Rabioso y rumiando su desgracia, se presentó en palacio sin seguir un rumbo fijo. Pasó por las capillas sin detenerse ante los educados saludos de las sacerdotisas…
Hasta que algo llamó su atención.
En una de ellas estaba la princesa con su nodriza. Rezaban a Hat-Hor.
Entró con el mismo paso rápido, cegado por la ira hacia su maestro.
—¿No deberías estar en el templo de Amón? ¡Refuerzas tu debilidad rezando a un dios menor!
La princesa se volvió con fuego en los ojos.
—Mi devoción por Amón no depende del caso que haga a mi mayordomo. ¿O acaso has llegado tan alto que quieres que te rece a ti?
La princesa tomó de la mano a su oronda aya y la arrastró como pudo fuera de su presencia.
Sen-en Mut ni siquiera las vio pasar a su lado, huyendo apresuradamente aunque con pose altanera. Tampoco sintió la mirada asesina de la vieja aya.
Estaba tan impresionado por una respuesta tan breve que su mundo se vino abajo, como una construcción mal levantada.
El fuego que sentía en su cabeza dio paso a un frío que lo helaba.
Se sentó en la áspera piedra, obligándose a pensar con claridad.
Sin duda, eso era lo que Ineni pretendía: que ella llegase a servirle como él había servido al viejo durante tantos años.
Sin duda, estaba muy equivocado, puesto que, del mismo modo que él se había sacudido la dependencia del sumo sacerdote y no le idolatraba como el resto de los niños de su sagrado Kap, Hatshepsut le había tomado la medida.
No hubiera sospechado jamás que una muchacha fuera tan inteligente como para ganarle con sus propias armas… A él, que había sido capaz de engañar al más inteligente de los sumos sacerdotes desde el gran Imhotep.
No debía engañarse. Sentía algo por ella y eso le hacía vulnerable. No se comportaba como debiera. Las palabras justas no acudían a su mente, que se cegaba por la ira o por la vergüenza de saberse enamorado de ella.
Pero la princesa era indómita… Como él mismo. Por eso le gustaba. Y por eso harían tan buena pareja. Con el poder de ella y su control podrían llegar muy lejos…
… Si no fuera porque él no era libre, tanto por parte del rey como del sumo sacerdote.
Su posición no era fácil. Nunca lo había sido. Jugando al doble espía. Ambos lo sabían y lo aceptaban, creyendo que los dos eran quienes controlaban su persona y obtenían de él la verdad.
Pero siempre había sabido mantener el equilibrio y no dar a uno más que a otro. Hasta ahora le había salido bien, pero estaba cavando su tumba con rapidez, provocando a sus dos amos tanto como a la princesa.
Lo más lógico sería que el rey le mandara apresar una noche y le enviara, en el mejor de los casos, a la más lejana avanzadilla del ejército.
Ineni ya había estado a punto de perder los estribos; solo lo había detenido creer que todavía quedaba alguna posibilidad de beneficio…
En ese momento comprendió: Ineni podría utilizar su relación con la princesa para medrar ante al faraón. Si el rey le apartaba de ella, sería por causa del sumo sacerdote, que tendría así vía libre por otros caminos. ¡La mataría si no se doblegase ante él! Ineni se creía superior a cualquier mujer, ya no por su cargo como responsable del dios, sino por el simple hecho de ser hombre en un mundo de hombres.
Su suerte estaba echada. La única salida parecía ofrecer a Ineni un poco más de lo que daría al rey, para satisfacerle y hacerle pensar que le convenía tenerle aún a su servicio.
Ineni no sabía que no le idolatraba tanto como creía. Eso era evidente, pues de lo contrario habría sido ajusticiado hacía mucho tiempo. Al principio pensó, con vanidad, que no mataría a su heredero más valioso…
¡Qué estúpido era! ¡Hablaba de humildad a la princesa y no cayó en que él era peor!
Comprendió, de nuevo en un instante, que Ineni no buscaba un futuro sumo sacerdote. Buscaba un servidor fiel, alguien que hiciese lo que fuera necesario por su señor, no por su dios. Alguien que sacrificara su propia cabeza por él. Que fuera su brazo ejecutor en la sombra. Que asumiera los riesgos de manera anónima.
Alguien prescindible.
—¡Por el oscuro Amón! ¡Tantos años a su lado y no había sido capaz de caer en una conclusión tan sencilla!
El engañado había sido él. Sería a Hapuseneb a quien daría el cargo, y él, como soldado que era, continuaría llevando a cabo misiones anónimas y suicidas que requerían de sus especiales dotes.
¡Qué imbécil había sido!
Comprendió que, seguramente, el propio Ineni había actuado sobre su vanidad para que siguiera creyendo que podía desembarazarse de él, como un elemento más de su estrategia.
Se sintió sin fuerzas.
Ineni no servía a su dios, ni a su rey; sólo se servía a él mismo. Y quizás no lo supiera. Lo más lógico es que creyera sus propias mentiras y se viera como el salvador del dios, del rey, del país y de la línea sucesoria. Pero, innegablemente, a quien servía era a su propia ambición.
Eso era lo que había proyectado en él. Y eso era exactamente lo que la princesa veía en sus ojos.
¡Por eso no había logrado ganarse la confianza de Hatshepsut!
¡Qué ciego había estado! ¿Cómo iba a conseguir su amistad? ¡Si le veía como él mismo había visto tantos años a Ineni!
Y le había soportado con paciencia.
Se sintió mezquino y sucio.
Y admiró más que nunca a la princesa. Lo extraño era que no hubiese pedido su cabeza a su padre. Tal vez en verdad sintiera algo por él.
Algo que hasta ahora no había merecido.
Le había dado mucho a cambio de muy poco.
Se levantó, aunque estaba mareado. Ese día no iba a arreglar nada. Se dirigió a sus dependencias en el propio palacio y ordenó que le dieran un baño. Se frotó tan fuerte que pensó que desgarraría su piel, y ni así se quitó la sensación de suciedad.