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EL REGRESO

Apenas puso pie en palacio, Tutmosis mandó llamar a su hija, que no quiso perder un solo instante y corrió como una niña, abriendo las puertas de par en par y atronando el suelo con sus zancadas hasta que encontró la sonrisa que buscaba y se fundió en un largo abrazo con su padre.

—Después de todo, no te he enseñado tan bien. Iba a darme un baño.

Ella levantó la mirada. Habían situado un enorme barreño de madera lleno de agua muy caliente, así como un mueble con aceites y otros útiles y productos de aseo.

Pensó que era inconcebible que su concubina tuviera en su cámara una bañera de piedra pulida, y el faraón una vil cuba de agua, aunque sabía de sus gustos sencillos. De hecho, se hubiera bañado en el estanque del jardín si no prefiriera evitarle aquel espectáculo a la corte, siempre ávida de chismorreos. Siempre presumía de que, en campaña, se comportaba como un soldado más, viviendo como ellos y adoptando sus costumbres.

Y le encantaba.

—Yo te ayudaré.

Despidieron a los sirvientes y fue la princesa la que le ayudó a desvestirse; le frotó el cuerpo con hierbas aromáticas para eliminar el polvo del desierto de su piel. Cuando su mano llegó al vientre, Tutmosis la contuvo.

—No deberías hacer esto. Ya no eres una niña. Los criados podrían malinterpretarme. Pensarían que te he desposado.

—¿Desde cuándo piensas en los criados?

El faraón se encogió de hombros. Era inútil luchar. La dejaría hacer solo aquella vez. En realidad, había sido culpa suya.

Ella rascaba su piel con un guante áspero haciéndole ronronear, inocente como un gato, aunque no había nada de malicia en su actitud, tan solo cariño. Ella sonrió, triunfante, aunque no se detuvo en exceso en la zona. Ni siquiera se percató de la incomodidad de su padre. Siempre habían jugado a bañarse juntos con total naturalidad.

—Cuéntamelo todo.

—En realidad, no hay tanto que contar.

Hatshepsut le arrojó agua a los ojos.

—¿Cómo que hay poco que contar? ¡Si no se habla de otra cosa! Los ciegos ya cantan por las calles tu gloria. Pero yo quiero tu versión: la de un general, no la de tu heraldo Josuef. Es tan empalagoso que da nauseas. No sé cómo al pueblo le gusta oír esas cosas.

Tutmosis suspiró. Su hija acababa de romper la calidez del momento. Incluso el agua parecía más fría. Ella se dio cuenta y se apartó para ir a buscar los aceites.

—Está bien —comenzó un poco contrariado—. Se produjeron algunas pequeñas rebeliones en las montañas de Jenten-Nefer, un poco más allá de la segunda catarata, aunque el motivo principal para ir hasta allí era pacificar la zona. Los nubios rebeldes son rencorosos e independientes, y, cada cierto tiempo, una semilla de odio crece entre ellos. Es lo único capaz de unirles como país. Si no fuera por nosotros, se matarían unos a otros.

Ambos rieron.

El faraón se levantó del baño, ya casi frío, y Hatshepsut le ayudó a secarse con unas toallas de lino, no sin antes admirar el cuerpo desnudo de su padre y piropearle.

—Te conservas estupendamente. No pareces un hombre.

—Me ofendes —rio él—. No soy un hombre. Soy el hijo del oculto, dios viviente. Los dioses se sentirían insultados si un pariente suyo no cuidara su cuerpo como ellos merecen. ¿Qué pensarían los campesinos de un faraón enclenque como una vaca seca?

—Sin duda los ha habido. Y no ofendas a Hat-Hor.

El rey sonrió.

—Indignos, hija mía. Indignos.

Ella terminó de secarle, le aplicó una mezcla de natrón, corteza de sauce y planta del aloe en las heridas e irritaciones de la piel y le masajeó el cuerpo con una mezcla de aceites extraídos del naranjo, melisa, valeriana e hipérico que le ayudarían a descansar. No pudo evitar pensar en cómo sería darle ese masaje a Sen-en Mut, aunque se sacudió la idea, Su padre podría leer su mente. Se decía que era uno de los mejores brujos de Egipto, lo que, por supuesto, no era cierto, aunque la conocía tan bien que evitaba mirarle directamente a los ojos para que no leyera en ellos.

—Continúa —pidió para apartarse de sus propios pensamientos.

—No hay mucho de guerra, ni siquiera de nobleza, en lo que he hecho, pero era necesario. Eran tribus aisladas que comenzaban a organizarse, y era el momento justo para desmantelarlas sin que llegasen a ser un problema serio. Los textos conmemorativos dirán que los enemigos huían ante mi paso, que derroté personalmente al rey de los nubios, cuando nunca han tenido un verdadero rey.

Ella recitó de memoria lo que había escuchado en las salas y que más tarde sería grabado en la piedra sagrada:

—Los nubios están caídos en berra, masacrados, arrojados sobre sus costados, esparcidos sobre sus berras. Un hedor insoportable de cadáveres inunda sus valles. La sangre sale de sus bocas como una oleada de lluvia furiosa. Las aves carroñeras abundan sobre ellos, a causa de su debilidad, llevando a otros lugares los cuerpos. Los cocodrilos se lanzan sobre los que tratan de huir. Han sido derrotados los que llevan trenzas, los que llevan escarificaciones, los que visten con pieles y los que tienen el cabello crespo.

—Ya veo que los heraldos han hecho su trabajo.

—¿Y cuál es la verdad?

—Llegamos hasta la cuarta catarata. Fue un paseo, salvo por algunas escaramuzas desesperadas. Pero ni siquiera así llegamos a alcanzar a los que perseguíamos, los verdaderos culpables: una tribu lo suficiente inteligente o fuerte para aglutinar a muchas otras.

—¿Y el rey nubio?

—Un desgraciado. Probablemente un brujo o un magistrado. Necesitábamos un rey cuya cabeza colgar en la proa de nuestro barco.

—¿Y dices que no llegaste a ellos?

Miró con recelo a su hija.

—Es difícil correr más que un nubio en Nubia, lo mismo que un hicso luchará en desventaja en las Dos Tierras.

—¿Y qué ocurrirá?

—Han quedado debilitados; se lo pensarán de nuevo antes de causar disturbios. Probablemente lo harán de nuevo, pero ahora tengo espías entre ellos que me informarán de sus movimientos. La próxima vez que vaya no daré palos de ciego, sino que sabré exactamente dónde y cuándo golpear.

—Creía que los espías eran indignos.

Tutmosis rio a carcajadas.

—Sólo los del enemigo, hija mía. Los nuestros son muy útiles.

—¿Para qué?

—Para evitar guerras. Son caras y nunca recuperas el gasto que producen. Un ejército es costoso. Recuérdalo. Nunca comiences una guerra que no vayas a ganar, o que no puedas costear. Las dos consecuencias serían igual de ruinosas.

Apartó suavemente a su hija. Era hora de hablar de temas serios.

—¿Qué tal te llevas con tu mayordomo?

La voz de la princesa perdió el tono agudo.

—Es ambicioso, engreído y arrogante.

—Quieres que te lo quite —dijo el rey con voz resignada.

—Pero es muy inteligente.

—Ya te lo dije —contestó, sorprendido.

—Aunque me saca de quicio.

—Luego no quieres que te lo quite… —El rey puso cara de burla.

—No. Aprendo mucho a su lado, como dijiste. Y no soportaría un minuto más a un maestro servil. Con él, al menos, puedo discrepar sin vacilar.

—Pobre hombre —bromeó Tutmosis, moviendo la cabeza. Recibió un golpe seco en el hombro, como una picadura de un insecto y se echó a reír jovialmente hasta que la cara de reproche de su hija le devolvió a la solemnidad.

—Padre… ¿Seguro que está de nuestra parte? A veces me hace dudar.

—Está de tu parte. Sin duda. Desde hace mucho tiempo. Ineni y yo mismo lo hemos moldeado para que te sirva. No existe otro igual. Es muy inteligente y fuerte, como los sabios de la antigüedad.

—¿No será demasiado ambicioso? Me da la impresión de que pretende usarme para sus fines.

—Nunca. Su ambición es para ti, no para él. Él no tiene fines, sólo conseguir que tú logres los tuyos. —Levantó la cara de su hija para que le viera los ojos—. Hatshepsut: ese hombre es un regalo que te hago. Tal vez mejor que tu educación, y sin duda mejor que cualquier otro. Si lo hubiera asignado para el estudio y la ciencia, llegaría al nivel de los antiguos constructores, como Imhotep o Hemiunu. He renunciado a ese aliado para que te sirva a ti.

—¿Por qué?

—Porque, gracias a Amón, no necesito más inteligencia que la militar para ser un buen rey. Tal vez en otros tiempos no hubiera sido así y hubiera necesitado el consejo de sabios como él; pero, hoy, las Dos Tierras son prósperas y nuestro poder llega desde la cuarta catarata hasta la corriente errante cuya agua desciende hacia el Sur[7]. Ella le miró con los ojos entornados.

—Pero yo no lo necesito.

—Tal vez no, pero te ayudará…

—A compensar la debilidad de mi sexo. ¡Dilo!

—No. Tu sexo es un poder que todos van a ansiar. Lo que tiene que compensar es tu juventud. Madurarás y me agradecerás el regalo; aunque tal vez ya no esté para disfrutar de tu cariño.

Ella le miró con mueca de fingido reproche. La discusión había terminado tan pronto como él esgrimió el lazo afectivo. Se abrazaron.

—Sabes que nunca dejaré de agradecerte muchas cosas, pero no sé si llegaré a agradecerte ésta.

Pero cuando se separaron, el gesto era el de un rey, no el de un padre.

—Sólo una advertencia con respecto a tu mayordomo: he oído cosas. Recuerda que es un vulgar siervo. Su sangre no tiene ningún valor. Si quieres usarlo como juguete sexual, ten mucho cuidado.

—¡Pero si le odio con todas mis fuerzas!

Hatshepsut supo, incluso antes de terminar la frase, que se acababa de delatar. Como castigo, se mordió la lengua casi hasta sangrar. ¿Por qué en su presencia era tan previsible? Su padre ignoró los gestos de culpabilidad y la agarró por los brazos con fuerza para recalcar la importancia del mensaje. Ella tuvo miedo.

—Del amor al odio hay tan poco como del alba a la mañana. Y, en medio, muchas cosas pasan.

—No te preocupes.

—Ya me has preocupado. Recuerda la responsabilidad que tu sangre pura conlleva. Algún día escogerás un rey, y debe estar a la altura. Rechazaré a tu mayordomo.

La princesa intentó, como solía hacer, buscar una escapatoria digna, como Sen-en Mut le había enseñado.

—Olvídalo. No hay nada. Pero insisto en que no puedo evitar preguntarme si no actuará buscando un poder que no tiene. ¿Cómo sabré que no quiere manejarme en su propio beneficio? —Se mordió la lengua. No podía creer que hubiera cometido un error y su padre le retirara a aquel maestro cuando apenas había comenzado a enseñarle… Volvió a apartar de su mente el pensamiento libidinoso que empezaba a crecer de nuevo en ella. Su padre lo detectaría.

Tutmosis sonrió de nuevo. A su hija le recordó el gesto burlón de su mayordomo y pensó que tal vez hubieran pasado juntos más tiempo del que había pensado, aunque suspiró de alivio. Parecía que había evitado perder a su nuevo maestro.

—Eso es fácil. Ponle a prueba. Para eso le hemos enseñado.

—Lo haré.

—Y ahora, ayúdame a vestirme. ¿O quieres que me lleve alguna extraña enfermedad como a tus hermanos? Estoy helado, y la desnudez no es apropiada para negociar: nos roba la dignidad. Has escogido bien el momento; pero, mi pequeña…

—¿Sí?

El rey guiñó el ojo a su hija.

—No te ha servido de nada.