5
EL PLACER

No se vieron durante muchos días. La princesa temía que él se tomara tantas atribuciones como para atreverse a tomar decisiones por ella…

Y al mismo tiempo, añoraba las entrevistas.

Al fin, acordó que se centrarían en las lecciones teóricas y evitaría cualquier relación personal.

Dejó que pasaran un par de semanas antes de volver a verle.

Le hizo llamar y lo trató de manera impersonal, como al niño que solía llevar su toldo para el sol.

En aquella ocasión, el calor hacía imposible la entrevista en el jardín, así que decidió que se citarían en una de las salas del kap donde se enseñaban las artes del escriba.

Afortunadamente, aquel día los niños practicaban entrenamiento físico, así que tenían el aula para ellos. Nadie les molestaría, aunque no sabía si él intentaría aprovecharse de ello para mostrarse más altanero que de costumbre.

Practicaron la escritura. Se le ocurrió que eso aplacaría su vanidad. No conocía nada más aburrido que la escritura en un día como aquel.

Ambos habían tenido formación de escriba, a pesar de que la de él fuese mucho más exhaustiva y larga.

Como todas las actividades que practicaban, pronto se convirtió en una competición de saber.

Y, sin embargo, era él quien trazaba los signos más bellos.

Sen-en Mut sonreía ante la mirada ácida de ella.

—Es la falta de serenidad la que hace que tus signos sean apresurados. Debes relajarte y dejar que Thot guíe tu mano, liberándote del rencor de la ira. No en vano aprendí que debía amar los libros más que a mi madre —sonrió.

—¿Y por qué debería estar enfadada?

—Por mí. Quieres combatirme. Ser mejor que yo en lugar de aliarte conmigo. Yo no pretendo competir, sino enseñarte a aceptarme. En el momento en que seamos uno, nada ni nadie podrá con nosotros.

Hatshepsut se acercó a él con los ojos casi cerrados por el odio.

—¿Qué seamos uno? ¿Te has vuelto loco? ¡No intentes seducir a una princesa! ¡Yo jamás querré ser tú! Soy hija y nieta de reyes y diosas. Mi sangre es la más pura y contiene la esencia divina como en ninguna otra mujer, ni hombre. Es tan poderosa que no querría regalarla a un hombre débil para darle mi reino o una descendencia de sangre pura que no mereciese. Algún día reinaré por mí misma.

»Y tú, pobre siervo de sangre vulgar, pretendes que te entregue mi confianza. ¡Sólo tu Amón sabe qué más quieres de mí! Pero no vas a tener nada. ¡Nada! El día que me canse de ti, te devolveré a la milicia que tanto odias, bajo el mando de tu padre, y tal vez decida que tu madre me pertenece como esclava.

El color encarnado de las mejillas del mayordomo le dijo a Hatshepsut que había acertado el golpe. Sen-en Mut se dio la vuelta. Ella siguió disfrutando de su victoria a voz en grito:

—¡No necesito compararme contigo! Soy mejor que tú por nacimiento, por sangre y por formación. Lo único en lo que me superas es en ambición estúpida, pues creías que me tendrías tan fácilmente como a una sirvienta. Pero no te necesito, sacerdote sin dios y guerrero sin ejército. No seré ninguno de ellos.

Rio como una posesa, escupiendo su rabia en cada exhalación.

Él se alejó a grandes zancadas.

Hatshepsut temblaba de satisfacción. Su piel y su vello estaban tan erizados como los de un gato. Se sentía tan bien que hubiera podido vencer a cualquier adversario. Estaba sudando y se descubrió jadeante. Su piel ardía y el calor se concentró en su entrepierna de una manera tan físicamente placentera como jamás antes había experimentado. Sintió un irrefrenable deseo de tocarse, aunque una chispa de decencia le hizo reprimir su deseo. Un grupo de niños y viejos maestros encontrando a la princesa masturbándose en las aulas de escritura sería lo más comentado en palacio durante generaciones.

Rio de pura histeria, pues no sabía el por qué de aquella ansia que la dominaba.

Se retiró a su cámara, liberándose inmediatamente de la capa de lino que la irritaba, pegada a su piel por el sudor.

Se tumbó sobre la cama, tocándose, con la respiración agitada.

Era algo que nunca había tenido la necesidad de llevar a cabo, por mucho que había sido bien instruida por sus maestras, las concubinas reales. La masturbación podría llegar a ser una constante para ella, ya que había una ceremonia anual en la que todo hombre, incluido el faraón, debía masturbarse. Por lo tanto, ella, como poseedora de los atributos masculinos que la definirían un día como faraón, debería cumplir con ese rito. Así, el sexo era algo más que un placer personal; era una responsabilidad de estado.

Siempre había tenido curiosidad, y había llegado a tocarse, pero no hasta alcanzar un orgasmo satisfactorio. La mayoría de las veces terminaba frustrada, sin desahogar su increíble energía de juventud y la tensión de su responsabilidad.

Pero ahora, crecida por su victoria, entre asustada e indómita, exploraba su placer sin remordimientos.

Rememoró su triunfo mientras continuaba acariciándose hasta que una sensación desconocida se apoderó de ella. Una contracción de calor y placer intensos erizó cada vello de su cuerpo y la hizo jadear descontroladamente.

Asustada y curiosa a la vez, continuó tocándose con más fuerza, incapaz de parar, hasta que sus gemidos acompañaron la trayectoria de sus dedos mientras oleadas de un placer nuevo sacudieron su cuerpo.

Abría y cerraba sus piernas sin control. Los jadeos aumentaron en intensidad a medida que identificaba las zonas que le causaban más y más placer, hasta que sintió un calor tan extraño e intenso que se asustó.

En ese momento dejó de percibir nada más que su propio placer. Podría haber estado en medio de uno de los consejos de su padre y le hubiera dado igual. Se abandonó a la sensación y pareció entrar en una nueva dimensión. El mundo y el tiempo se detuvieron, como si hubiera muerto, y ni siquiera esa posibilidad aterradora pudo detener su mano en busca de la explosión final, que desgarró su cuerpo y su alma, llevándola a un plano desconocido.

Poco a poco, el mundo se fue materializando de nuevo ante ella mientras recuperaba la respiración entre las últimas contracciones de placer, que aún gobernaban sus piernas temblorosas mientras su vulva palpitaba al ritmo imposible de su corazón.

Recordó los tratados escritos sobre la masturbación, tanto para su uso ritual en ceremonias como su variante más mundana de búsqueda de mero placer, aunque, hasta ese momento, sus burdos intentos habían respondido únicamente a la mera curiosidad. Creía que era cosa de concubinas, como Mut-Nefer y la multitud de jovencitas de todas las partes del país que apenas colmaban la formidable sed sexual del faraón. Le daba pena que una mujer debiera recurrir a esas «artes» para tener la ilusión de dominar a un hombre. Sentía asco al pensarlo. Ella llegaría a ser faraón por sus propios medios y sin la necesidad de un miembro viril masculino entre sus piernas, y menos ahora que había descubierto el placer en solitario. Dudaba que pudiera alcanzar mayor placer con un hombre y no deseaba plegarse a los deseos de ninguno si la relación entre ambos era la consecuencia de una lucha entre dos poderes.

En los tratados se decía que el sexo era fuente de energía que el faraón canalizaba y entregaba al pueblo, de manera proporcional a la intensidad del acto, por lo que no sintió vergüenza alguna. Antes bien, era una de las facetas que debía aprender para reinar, aunque, por supuesto, no era materia que enseñasen los viejos maestros.

Rio con placer.

Desde ese momento… ¡Por la diosa, que acompañaría sus actos, oraciones y ofrendas con la intensísima energía que debía generarse en un acto tan placentero!

En realidad, era su madre la que debiera haberle formado en tales artes, pero, aunque guardaban un contacto regular, no se ocupaba de hacerlo. Le hubiera gustado que fuera ella quien la enseñara ese tipo de cosas, como las del primer periodo, pero fue Sat-Ra quién habló de aquello. Se decía que los hombres llevaban a sus hijos a burdeles a que fueran iniciados en las artes amatorias; en cambio, una mujer debía permanecer intacta para recibir una buena dote. ¡No era justo!

Pero le daba igual. Se alegraba de haberlo descubierto por ella misma.

Y, sin embargo, algo empañó su bienestar. Un poso amargo que fue creciendo a medida que la conciencia del reconocimiento se abrió paso en su alma.

Era en él en quien pensaba mientras se agitaba.

La satisfacción de haberle hecho probar de su propia medicina hizo que las entrevistas se tornasen más frecuentes.

Sen-en Mut recuperó su papel servil y docente, aceptando tal vez su derrota, cosa que a ella le encantaba, aunque secretamente echaba de menos el placer de la lucha.

Se aburría.

Tal vez se había excedido. Fuera como fuese, al lograr su sumisión perdió la emoción del enfrentamiento.

Se esforzó en que volviera a ser él mismo, aunque ni por asomo se le ocurriría disculparse. No tenía por qué hacerlo. Ella era una princesa y él un sucio soldado.

Pero deseaba que la provocase. Incluso sentía la necesidad casi física de volver a experimentar aquella sensación. Como una droga que tu cuerpo desea desesperadamente volver a probar.

Pero él no lo hacía.

Frustrada, le hizo llamar de nuevo en un aula vacía.

Hablaron del cielo. Del movimiento de los planetas en el firmamento, de la velocidad de cada objeto celeste y sus estaciones, conocimiento heredado de las primeras civilizaciones, padres de los mismos dioses.

Recrearon la relación de los planetas con el nacimiento de los animales y las personas. La influencia sobre los hombres, las plantas, las sequías, la cantidad y calidad de las crecidas del río sagrado, las migraciones de los animales, las epidemias, las plagas, las hambrunas, los movimientos de la tierra, la acción sobre el carácter mismo del hombre y la fecundidad de la mujer…

El porqué de la consagración de cada divinidad a un día concreto, y, según el nacimiento y los hechos del alumbramiento de un hombre, el discernimiento de su vida futura.

De ese modo, el faraón había vaticinado la gloria que tendría su hija, explicaba Sen-en Mut. Ella se defendía diciendo que solo llegaría a ocurrir a consecuencia de la muerte de sus hermanos, y Senen Mut la miraba con ojos de fuego y le aseguraba que los astros no mienten.

Hablaron de la relación entre la astronomía y la conexión con la teología y la medicina antes de abordar ciencias más mundanas, como la agricultura.

Hablaron del mundo terrestre como reflejo del celestial; de la relación entre hombres y dioses; de la influencia de los privilegiados sacerdotes y arquitectos en el plano superior, conseguida a través del equilibrio entre los dones recibidos por los reyes, principalmente la inmensa fuerza que estos canalizaban al resto del país, y el culto y la piedad a los dioses para que éstos continuaran otorgándole el poder de su energía.

También conversaron sobre el papel del clero como garante y poseedor de la verdad; el de los arquitectos como la llave a la construcción de templos que llevaban la energía al país, del mismo modo que las acequias y canales llevaban el agua, y complejos funerarios que garantizaban la divinidad del rey y la preservación de su cuerpo incorruptible; y el de los escribas, como interpretes y transmisores del verbo divino, aplicado a ceremonias, esculpido en templos y mantenido eternamente en piedras que las generaciones siguientes leyeran en voz alta, aportando energía y vida al faraón muerto, al dios viviente, al objeto celeste, desde su reflejo en la tierra.

No era casual que, desde los tiempos de la unificación, las Dos Tierras estuvieran divididas en cuarenta y dos «nomos», o regiones: veintidós para el alto Egipto y veinte para el Delta. Cada uno de ellos disponía de un dios tutelar, una capital y unos emblemas, exactamente como las regiones celestes y los cuarenta y dos jueces asesores del dios Osiris en el camino hacia la luz: el juicio divino del alma tras la muerte terrenal, y el pesaje del corazón en la balanza contra la pluma de Maat.

Y, sin embargo, a pesar de la trascendencia de las lecciones, de la profundidad de su calidad y de la pasión que su mayordomo ponía en que Hatshepsut comprendiera cada concepto, la princesa se aburría.

Un día, en medio de una sesión especialmente tediosa, Hatshepsut, de improviso, mandó callar a Sen-en Mut que, asombrado, supo respetar la reflexión silenciosa de su señora, leyendo en los ojos de la princesa el conflicto interior por el que pasaba.

Hatshepsut, de pronto y sin mediar explicación, levantó la mirada y le abofeteó.

El mayordomo hizo rechinar sus dientes de rabia durante unos segundos antes de recuperar la compostura. La princesa le miró con malicia. Si era esa la manera de recuperar los alicientes perdidos, le llevaría al límite:

—Es decepcionante la facilidad con la que te he vencido. Pareces uno de mis viejos maestros, serviles, que se quedaban dormidos en mitad de una lección. ¿No sientes vergüenza de ti mismo?

Sen-en Mut sonrió. Aquella sonrisa irónica, que mostraba maldad y encanto a partes iguales. Los ojos de la princesa brillaron al reconocer la mirada arrogante. Se sintió de nuevo indignada y excitada. Pareció revivir y se dio cuenta de cuánto añoraba la lucha. Él movió los labios lentamente, con aquella confianza insultante.

—¿Y quién dice que me había rendido? A veces la paciencia es un aliado. Tú no has sabido verlo, y solo ahora, que de nuevo demuestras debilidad, reconoces que te ha faltado. Te he vencido.

La furia se apoderó de nuevo de ella, aunque en el fondo disfrutaba de la vida que le aportaba aquella ira, de la energía que sentía hirviente en su cuerpo excitado. Era una sensación extraña.

Sin que pudiera hacer nada por evitarlo, Sen-en Mut la abofeteó. Con calma. Ella vio venir la mano abierta, aunque no le creyó capaz de hacerlo. No fue un golpe fuerte, aunque sí hiriente para el orgullo de la princesa.

Hatshepsut sintió que palidecía. A punto estuvieron de enzarzarse en una pelea a puñetazos. Ella esgrimiendo las uñas como una gata. Él, tenso como la cuerda que parecía querer reventar.

Pero, al fin, algo hizo a la princesa desistir en su actitud.

Un grave y conocido calor dentro de sí. Una extraña sensación, que por más que había intentado evocar en su cámara durante muchas noches no había logrado igualar.

Dentro de ella se gestaba la excitación del primer día.

Pero, cuando él se dio cuenta de que había ido demasiado lejos, aunque sin excusarse, sus ojos, inequívocamente, se pusieron a la defensiva.

Y ella dejó de experimentar aquel placer físico que le daba el enfrentamiento.

Un placer físico que le hizo reflexionar.

Debía ir más allá, y solo conocía un modo.

Contuvo su ira y sonrió.

—Mañana nos entrenaremos con armas. Veremos quién es el vencedor.

Al día siguiente se reunieron en un patio de entrenamiento usado por la guardia para sus ejercicios. No estaba acondicionado, pues ningún noble o miembro de la familia real se dejaría caer por allí.

El cuadrilátero se limitaba al espacio entre las cuatro paredes exteriores de varias cámaras al que se accedía por una portezuela.

No había sino arena entre los muros lisos.

De todos modos, ella ordenó evacuar la zona, pues no quería que nadie les viese. Resultaría muy embarazoso explicar a su padre que se peleaba con su mayordomo para explorar su femineidad.

Tema un poco de miedo, pero sentía que ese nerviosismo le daba mucha más vida que la aburrida existencia de palacio.

No confiaba del todo en su breve instrucción militar, un mero juego con el que su padre calló meses de riñas y quejas. Al fin y al cabo, si era educada como un hombre debía tener las mismas exigencias. Tutmosis le puso un maestro que la inició en las artes marciales como si fuera un juego, con mucho cuidado de no dañarla, como a un niño con una espada de madera forrada con trapos. Era ahí donde había recibido aquellas pocas clases. Eso no la contentó, pero no pudo sacar ninguna otra concesión de él.

Se ató las protecciones sin mediar palabra ni aceptar la ayuda de su mayordomo, que la miraba fijamente, pensando que había enloquecido, que no era rival para él, aunque tenía la incómoda sensación de que el combate no sería de la misma naturaleza de aquellos a los que estaba acostumbrado, en los que se buscaba la supervivencia y la victoria. Ella lucharía con todas sus fuerzas; en cambio, él lo haría con miedo de causarle daño.

Ella pensaba lo mismo. Evidentemente no podría con él, pero al menos sí atacaría la coraza de su fingida confianza, que ya había resquebrajado con sus pullas, como él mismo había hecho con cuantas defensas levantaba su sentido de la moral.

Se calzó el peto al pecho, las cubiertas de cuero en muslos, pantorrillas y brazos, y el casco de piel. Tomaron sus espadas de entrenamiento, de madera, y sus escudos de madera y piel.

Se miraron fijamente. Ella sintió un escalofrío de excitación. La figura musculosa que veía frente a ella, ya que su mayordomo había renunciado a usar las protecciones y se mostraba orgulloso y sensual, le recordó a su padre. Examinó sus brazos musculosos y constató, asustada, que él sí recibía entrenamiento militar de forma asidua.

Tal vez no había sido una buena idea.

Tuvo un breve momento de pánico que provocó un escalofrío en su piel, pero se lo sacudió con rabia, como un gato el agua de lluvia. Era tarde para lamentarse y no iba a comportarse como una mujer pusilánime.

Sonrió para darse ánimos. Sen-en Mut le devolvió la sonrisa, y la furia que recorrió su cuerpo volvió a despertar en ella la excitación nerviosa y el placer, provocado por su actitud burlona.

Atacó con la espada mientras daba un paso adelante y acompañaba el golpe con el peso de su cuerpo. Él lo paró con su escudo, sin mucha dificultad, y golpeó a su vez, avanzando con el pie contrario, como si danzaran.

Pero su golpe en el escudo de la princesa estalló en dolorosas vibraciones que sacudieron su existencia misma.

Su furia alimentó su energía y volvió a golpear sin mover los pies, pues estaban ya demasiado cerca, con una estocada horizontal a la altura de los riñones. Sen-en Mut tuvo que cruzar su espada para contenerla, y ella lanzó un golpe con el canto de su escudo destinado a su garganta.

Un golpe mortal.

El mayordomo levantó a tiempo su escudo y forcejearon unos instantes, la fuerza de él compensada por su postura incómoda, hasta que levantó la pierna y golpeó el abdomen de Hatshepsut con una patada que lanzó a la princesa hacia atrás un par de varas.

No sintió daño, amortiguado el golpe por el peto de cuero y la tensión de sus abdominales. Si hubiera sido lanzado con la punta del pie en lugar de la planta quizás hubiera sentido crujir una de sus costillas, y ambos lo sabían.

Ella sabía cómo caer y rodó sobre sus hombros, agradeciendo el fino lecho de arena. En un campo de batalla real se hubiera lastimado.

Se levantó, sintiéndose revivir de excitación. Gruñó satisfecha mientras se ponía de nuevo en guardia.

Esta vez fue él quien atacó con una estocada de arriba abajo, con toda su fuerza, mientras levantaba la rodilla y usaba el empuje de la pierna opuesta. Ella reconoció la estrategia. Sabía que su mayordomo esperaba que interpusiese toda su fuerza para parar el golpe, dejando así descubierta la guardia de su abdomen una vez más; sabía que hacía allí iba dirigida la patada que preparaba con la rodilla levantada.

Hatshepsut saltó hacia un lado, parando el golpe en oblicuo con su escudo para desviarlo, quedando al costado de su contrincante, con su flanco totalmente libre. Lanzó el codo hacia atrás para lanzar una estocada frontal y herir las costillas flotantes.

Pero él reconoció su error apenas sin tiempo de reaccionar. Con su brazo izquierdo, lanzó el escudo hacia un lado.

Hatshepsut no tenía experiencia y empleó toda su fuerza en el golpe de su mano derecha, descuidando, a su vez, la guardia.

Ambos recibieron el golpe al mismo tiempo. Ella, el mazazo plano del escudo de él contra el suyo, que la lanzó con fuerza hacia un lado.

Él, el pinchazo en su costado, que le hizo doblarse en el suelo sin respiración.

La princesa se levantó, aturdida pero satisfecha. Si hubieran sido armas de verdad, él habría sido atravesado por su hierro.

Había vencido.

La rabia afloró en el rostro de Sen-en Mut y, tras boquear como un pez fuera del agua, enrojeciendo por la vergüenza, inició una serie de golpes demoledores, sin contener la fuerza, alternando el lado del escudo para golpear con más fuerza el lado de la espada.

Cada embate rechazado era una sacudida que hacía chasquear los dientes de la princesa, extendiéndose hasta el último de sus huesos.

Cada estocada recibía menos resistencia y la espada bailaba más en su mano, hasta que un golpe seco la hizo desaparecer.

Sen-en Mut, ebrio de triunfo y con la cara desencajada, hizo amago de golpear de nuevo, pero se contuvo. Sonrió como un loco, mostrando sus dientes, como una hiena antes de atacar, aunque arrojó su espada y escudo lejos.

La sangre de Hatshepsut hirvió de rabia en su cara. Se sintió insultada y lanzó su escudo, a su vez. No iba a permitir que se burlase de ella. Si quería basar todo en la superioridad de su fuerza masculina, no se quedaría atrás, aunque debiera morderle. Se quitó con una rabia animal sus protecciones, arrancando sin querer su camisa, quedando desnuda ante él.

Sus ojos eran dos ascuas llameantes.

Volvieron a buscarse las miradas. Ella estaba casi exhausta, pero la burla en los ojos de él le dio nuevos ánimos, presa de una frenética excitación, y se lanzó contra él, apuntándole al rostro con sus uñas.

Sorprendido de su fuerza, no tuvo la capacidad de esquivarla, anonadado tal vez por la expresión gatuna de su rostro, y ambos rodaron por tierra. La mano izquierda de la princesa le arañó la cara, y el sacerdote gruñó enfurecido sin ver las líneas rojas que se dibujaron en su rostro espoleando la rabia de Hatshepsut, que aprovechó el instante para golpear su costado herido con un puñetazo seco que lastimó sus propios nudillos, que crujieron dolorosamente.

Él se encogió de dolor y ella jadeó de placer. Su rugido fue como el del león herido. Estaba perdiendo, y tuvo que lanzar un puñetazo al aire, sin mirar, para evitar que ella se aprovechase de nuevo de su guardia baja.

Dio resultado. La alcanzó entre el mentón y el cuello al colarse el golpe entre sus brazos.

La princesa parpadeó aturdida, buscando recuperar el aire que parecía escapársele, y él aprovechó para lanzarse con el peso de su cuerpo sobre ella, dejándola inmovilizada.

Tomó sus muñecas con las manos.

—Te he vencido —dijo entre jadeos.

La furia de la muchacha se redobló. Se dispuso a intentar lanzar una patada a su vientre, pero ocurrió algo que lo cambió todo.

Sen-en Mut se dejó caer sobre ella, liberando sus brazos…

Y la besó.

La besó en los labios con una pasión desmedida.

Ella se sorprendió tanto que la orden mental de la patada no llegó a su destino. Durante unos instantes, quedó paralizada por su atrevimiento.

No se lo podía creer.

La ira casi nubló su vista, aunque algo en su cuerpo decidió por ella.

El conocido calor se concentró en su entrepierna, enviando un placer que no pudo ignorar y que al momento sintió en sus labios.

La rabia se fundió con el placer y, sin tener conciencia de ello, sus brazos abrazaron el cuerpo de su contendiente.

La lucha pasó a tomar otro carácter bien distinto.

Sus labios tomaron partido como una nueva arma, entreabriéndose para permitir el paso de su lengua, y su vientre se irguió hasta encontrar el de él.

Ya no fue consciente de nada más. Ni siquiera de cómo perdió la voluntad.

Rodaron por el suelo, entre la arena.

Se amaron con tal pasión, que el orgasmo que sintió el día que se masturbó por primera vez, cuando pensó que nunca volvería a experimentar algo tan intenso, quedó en nada al lado de las sensaciones que la recorrieron. El calor primero, la excitación, la lubricación, el nuevo y extraño placer cuando él la penetró, rompiendo la resistencia de su himen… Experimentó un breve dolor que solo sirvió para aumentar primero su furia y más tarde el placer, que se fue expandiendo hasta que llegó a pensar que en verdad iba a morir en aquella lucha, en un último frenesí entre gritos de ambos, por completo fuera de sí.

Cuando el mundo regresó, reconoció por primera vez el olor de él: a sudor, a hombre, pero distinto al de su padre. Un olor penetrante, que confundía con el suyo propio, creando uno nuevo, particular y excitante.

Recuperó la respiración, la visión del espacio que les rodeaba…

Y la cara de él, sorprendido, una vez recuperó la conciencia y se dio cuenta de lo que había hecho.

Estaba aterrorizado.

Pero ella no esperó a considerar aquella reacción.

Sólo sintió de nuevo aquella turbación irracional provocada por la ira.

¿Quién había vencido?

Hatshepsut se levantó de un salto. Le temblaban las piernas. Se movió de un lado a otro para no caer y no mostrarle su debilidad.

Su cuerpo hablaba por ella.

Su entrepierna le pedía más, aunque esta vez su orgullo fue más fuerte.

Se vistió la capa y se fue, altiva, rápida, pero sin correr, sintiendo los lamentos de su cuerpo y la mirada atónita de Sen-en Mut.