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EL CHOQUE

—Háblame de tus orígenes.

La bonanza primaveral se mantenía. Hatshepsut lo prefería así, porque era mejor hablar con él a cielo abierto y bajo la vigilancia de los guardias, donde no pudiese tomarse demasiadas confianzas impropias de su cargo, como solía hacer.

Había racionado las visitas para demostrarle que era ella la que controlaba a su mayordomo y no al revés, como parecía pretender el sacerdote.

Se sentaron en un banco, a la sombra de un frondoso sicómoro, en la rivera que daba al jardín de palacio y disfrutando con una vista excepcional del río. Había poca actividad en las aguas, controladas por falúas repletas de soldados armados que vigilaban el tráfico del río, la otra orilla y que no hubiera cocodrilos ni otras bestias cuando la familia real quería bañarse.

—Cuando luchábamos contra los hicsos, todo Egipto vivía en un estado de fanatismo contra ellos. Yo crecí rodeado de esa vehemencia. Mi propio padre, Ramose, era un héroe; en el pueblo se hablaba de cada uno de sus pasos. Todos contaban historias de héroes, como la derrota del príncipe hicso Apopis.

—Cuéntamela.

—Apopis, príncipe de los hicsos, residente en la ciudad de Avaris, entre los canales, cerca de la desembocadura al Gran Verde, adorador del dios Sutej, deseaba provocar la guerra y no encontraba una excusa. Al fin, hubo de inventarse la más inverosímil e insultante. —Sonrió como si contase un chiste—. Algo que no se podía dejar sin una respuesta contundente: alegó que las aguas de los estanques de Tebas eran sacudidas por los hipopótamos cautivos, propiedad del faraón, y el ruido que estos provocaban molestaba en Avaris, impidiendo el sueño de los herejes… ¡En el delta! ¡A días de navegación! El faraón Se-Ken-en-Ra Tao, tras mucho deliberar y encontrar que no podía dejar de enfrentarse a él, respondió que era el olor pestilente de los sirvientes de Sutej lo que molestaba a los venerados hipopótamos, que descansaban en las aguas del Nilo sagrado desde mucho antes que aquellos malolientes vinieran a corromperlo con su hediondo dios.

»Era una declaración de guerra, y se prepararon para ella.

»El faraón murió en combate, pero su hermano y sucesor, Kamosis, avanzó por el río, arrasando las ciudades a su paso, entre ellas Neferusy, que tomó como el halcón que cae sobre su presa, fortalecido por la cólera de Amón.

»De nada le valió a Apopis intentar aliarse con el rey del Kush en lo más profundo de Nubia, como había sido su plan desde el principio, para que atacara desde el Sur y atenazarnos desde dos frentes.

»Afortunadamente, interceptamos al mensajero hicso y el correo no llegó a su mezquino propósito. Así, Kamosis sitió Avaris y la dejó a merced de su propia subsistencia, pues las murallas eran altas y los ejércitos no están hechos para esperar inactivos. Dejó una guarnición en el sitio, aislando sus aprovisionamientos, y volvió a su amada Uaset[3], pues se encontraba enfermo.

»No llegó a verla de nuevo. La peste no tuvo piedad del último deseo del valiente faraón. Fue su hermano, Ah-Mes, quien reconstruyó las Dos Tierras, volvió al Norte con un nuevo y bien pertrechado ejército y tomó la ciudad santa de Heliópolis[4], Silé y, finalmente, Avaris.

»Pero no se conformó con eso y continuó persiguiendo a los hicsos hasta Saruhen, en Canaan[5], que asedió durante tres años, y aún llegó al país de Dyahi[6] para evitar que se plantara la semilla de una futura insurrección. —Recuerda la lección que te he dado antes—. Tanto era el odio acumulado, y la fuerza de Amón, que vencía cuantas barreras de poder se forjaban en nombre de los dioses extranjeros; arrasó los ejércitos enemigos y sembró el miedo en las futuras generaciones.

»Así se forjó el imperio de Asia, que quedó finalmente como un protectorado firmemente atado por posiciones militares y controlado por férreos impuestos.

Hatshepsut admiró cómo brillaban sus ojos. De nuevo una breve muestra de espontaneidad, que respetó durante unos segundos, antes de esgrimir su nuevo razonamiento.

—Ahora has suavizado tu discurso, cuando hablabas con sinceridad. Ya no pareces tanto un sacerdote de Amón, y más parece que sean los hombres quienes ganan las batallas, salvo… —gesticuló burlona— las barreras de los dioses.

Sen-en Mut sonrió con malicia. Se estaba divirtiendo.

—Y así es. Llevas razón. La fuerza en los brazos de un soldado viene por su confianza en el respaldo de un dios guerrero, pero son los hombres quienes luchan, aunque el miedo y el valor son las armas más poderosas. Ahí es donde los dioses entran en juego. Y no me dirás que su acción no es determinante.

La princesa no abandonó su postura.

—Y tú… ¿Qué eres? ¿Un sacerdote o un soldado? ¿A quién servirías antes si te dieran órdenes enfrentadas: a Amón o a tu faraón?

De nuevo aquella tranquilidad pasmosa que le daba miedo. La mascarada. La sonrisa lobuna de ojos pequeños y dientes brillantes. Pero la voz que surgió de sus labios era apasionada y cálida. Incluso ella, durante un instante, llegó a pensar que una disimulada mirada había recorrido su cuerpo con descaro. Sintió escalofríos, aunque no supo a qué se debían, ni si aquella sensación le gustaba o no.

—A mi señora, sin duda, pues así ha sido dispuesto. Yo soy tu brazo. Ellos son los figurantes que solo inspiran temor. Te ayudaré a conseguir que tus planes se hagan realidad por encima de los dos, si así lo quieres. Colmaré tus expectativas. Te haré reina, si tú lo quieres. Eso es lo que soy.

Hatshepsut tembló durante unos instantes. La frase era muy arriesgada. Podía significar tanto una herejía sin límites y un desafío al propio faraón, como una declaración de lealtad apasionada. Resumía muy bien su comportamiento. Siempre al filo de la espada. La ambición era tan físicamente palpable que exudaba de su cuerpo como el calor en el desierto a través de ondas sinuosas. Como el espejismo que engaña al viajero sediento.

Finalmente se dijo que aquella fuerza contenida le sería muy útil… Si era capaz de canalizarla en alguna otra dirección que no fuera su propia ambición personal, pues parecía que pretendía usarla como medio para sus planes.

Recordó las palabras de su padre: «No te fíes de él; aprende de los sacerdotes para combatirlos algún día».

Le miró fijamente. Resultaba muy atractivo, con aquellos ojos confiados que parecían poder emitir rayos a voluntad.

De nuevo los escalofríos.

Se sorprendió preguntándose a qué sabría su piel.

La repentina conciencia de su turbación la avergonzó profundamente, pues vio en su sonrisa maliciosa que había adivinado el motivo de su sonrojo, casi como si leyera dentro de ella.

Dio la vuelta y echó a correr.

Los enanos observaron con sus pequeños ojos brillantes su reacción infantil. El mayordomo parecía disfrutar de la vista, ajeno a la tensión que ella destilaba.

El mejor modo de alejar la breve tormenta fue ignorarla. Acudió a la siguiente cita, de nuevo en el jardín, aunque aquel día la brisa era fresca y tuvo que cubrirse con una fina piel a modo de chal. Casi se agradecía un poco de fresco, como una tregua antes de los días de calor bochornoso que estaban por venir.

No había dejado pasar mucho tiempo para verlo de nuevo, intentando evitar que pensara disponer de una situación de superioridad, aunque su actitud fue cauta, temerosa de que Sen-en Mut aprovechara aquel momento de susceptibilidad.

Pero el mayordomo actuó como si nada hubiese ocurrido.

Sabía ocultar sus emociones y empezar de cero, lo que a ella, incapaz de controlar sus pensamientos, le dio miedo, pues hacía que se sintiese a su merced.

Imaginó que aquel hombre extraño esperaría su oportunidad para usar lo ocurrido en su favor, y se prometió estar alerta; no volver a permitirse un descuido.

—El último día me hablabas de tu niñez.

—Sí. De niño destaqué entre los míos por mi viveza, lo que me ocasionó muchas palizas por parte de mi padre, cuya mentalidad militar favorecía la disciplina y no la espontaneidad.

»El mismo día que me cortaron la coleta fui enviado al templo de Montu por recomendación de la mismísima reina Ah-Mes Ta-Sherit. —Pronunció su nombre con la veneración del que lo alza al cielo para que le fuera entregada mucha vida a través de la fuerza de la palabra—. Lo hizo para agradecer los servicios prestados por mi madre, Hat Nefer, a quien la reina llamaba cariñosamente Tui Tui.

—Tal vez tengas la ocasión de agradecérselo directamente a mi madre, aunque no vive en palacio. Es demasiado independiente y su carácter demasiado fuerte para mi padre, aunque ambos dicen amarse… A su manera.

No supo por qué estaba contando algo así a aquel hombre, que escuchaba con interés y la traspasaba con aquella mirada de zorro. Inmediatamente cambió de tema, intentando pincharle.

—Me imagino que tu padre no digerirá muy bien que fuera tu madre, con su trabajo servil, la que te abriera las puertas del templo.

Sen-en Mut la miró, sorprendido, durante un breve lapso. Enseguida cambió el gesto de su cara a una pose hierática, no sin antes conceder un breve asentimiento reconociendo la inteligencia de su señora.

—Así es. Y cuando mi posición social superó la suya, perdí el poco cariño que mi padre acaso escondiera en su alma algún día. Me trataba como se trata a un superior al que se odia. Con el respeto con el que se evita a una serpiente venenosa. Incluso maltrató a mi madre y fue denunciado. Pero era un hombre relativamente poderoso y el castigo se limitó a una leve multa. Se retiró y se dedicó a administrar sus tierras y esclavos. Mi madre tenía su propia renta, aunque no abandonó la casa familiar. Ambos tenían sus amantes y aprendieron a soportarse; al menos, en las breves ocasiones, ceremonias y eventos sociales en los que se dejaban ver juntos. Él era un héroe y ella una sirviente real de alto rango, lo que en la región era casi nobleza de alta cuna, y la idea de un divorcio era impensable para una pareja así, de modo que jamás se lo plantearon, por mucho rencor que él le guardase por haberlo denunciado.

Hatshepsut observó que la mirada de él acudía al suelo. Conocía lo suficiente del carácter masculino para saber que su mayordomo sentía vergüenza por su actitud. Tal vez odio hacia su padre y un leve reproche hacia la madre, quizás por haber compartido su cariño con un hombre tan frío.

No pudo evitar un gesto de ternura y acarició su cara con la mano abierta.

Casi se oyó el chasquido, una breve explosión, como el destello que surge del choque entre dos espadas, incluso físicamente doloroso.

Ambos se sobresaltaron, sorprendidos durante unos segundos.

No le dieron excesiva importancia. A veces, los días de tormenta, el roce de las ropas causaba esos latigazos, como pellizcos.

Pero resultaba evidente algún tipo de extraña reacción entre ellos que no sabían cómo calificar.

Se parecían. Ambos reconocían en el otro la ambición desmedida, la rebeldía ante una posición forzada, aunque envidiable. Ella forzada por su género. Él por su origen.

Al menos esta vez se mantuvo en su sitio y no echó a correr como una chiquilla. Aquello casi le hizo reír, y la sonrisa incómoda de ambos rompió un poco la tensión del silencio.

Al fin, ella retomó la conversación, demasiado presta a obviar aquella extraña reacción.

—¿Qué te enseñaron en el templo?

Pareció relajarse de nuevo tras el ligero sobresalto. Respiró hondo y continuó, aunque se traslucía fácilmente que no se encontraba cómodo hablando de sí mismo.

—A aprovechar mi curiosidad, en lugar de reprimirla como mi padre hubiera deseado. La llenaron como se llena una copa de vino. Aprendí los misterios de la vida, el viaje a la luz y la muerte. Aprendí que el fin no es la mera existencia, como para los campesinos, la batalla para los soldados, la servidumbre para los esclavos, la inercia para los seres inanimados, el movimiento leve para los vegetales o la mera continuidad para todos ellos.

—¿Y cuál es el fin?

—Lo sabes bien: la trascendencia. Y su instrumento es el corazón. —Se tocó el pecho con emoción—. Esto es lo que nos diferencia de todos ellos.

—Por eso adoras a tu madre.

Él sonrió.

—Así es. El amor y la fe contra la irrelevancia de las palabras vanas. La dualidad. Mi padre contra mi madre.

—Lo divino contra lo absurdo.

Sen-en Mut rio.

—No disimules. Tú también has tenido la misma enseñanza: las palabras justas, el verbo divino, la medida del universo, el cosmos y la simbología.

Hatshepsut reconoció aquella verdad sonriendo.

—Y vosotros como sacerdotes, su santuario. Pero hay algo que no aprendí y tú sí. Algo más valioso.

Sen-en Mut sonrió de nuevo. Otra vez el lobo.

—Algo que pondré a tu disposición algún día, cuando gobiernes las Dos Tierras.

La princesa arqueó las cejas, interrogante, examinando su cara en busca de signos de su ambición.

—No puedo ser rey y lo sabes.

—Con mi ayuda lo serás, sin duda.

—¡Eso no solo es una infamia, sino que roza la herejía!

Él se encogió de hombros sin dejar de sonreír. Ella buscó en su expresión.

No encontró nada… salvo en su mirada. Sus ojos ardían.

Sen-en Mut continuó, sacudiéndose el examen:

—El reflejo de lo divino en lo terrenal. La armonía y la perfección de la construcción, que proyecta la ley más profunda y veraz.

—¿Qué quieres decir?

Sus ojos llamearon.

—Que algún día construiré un templo para ti, que te hará una diosa.

Hatshepsut permaneció inmóvil entre la sorpresa de la revelación y la propia devoción con que su mayordomo parecía tratarle. Y, sin embargo, aún no podía discernir si era fingida o real. Había momentos en que sus ojos parecían adorarla y decían la verdad, y otros momentos demasiado cercanos en que reflejaban una ambición tan intensa que quemaba; esos eran los más frecuentes.

Se encontraba dividida entre la indignación del atrevimiento de un sirviente a una princesa y la fascinación que le causaba la fiereza de su mirada y su voz firme y cálida, su discurso apasionado y la convicción que la dominaba y casi la mareaba por momentos, como el hipnotizador que parece cautivar a una cobra.

¿Y qué era real? La fascinación podía ser la de una mariposa que no puede evitar sentirse atraída por una llama hasta que ésta la consume.

Ambos se miraron a los ojos sin hablarse con palabras. El calor emanaba de sus cuerpos y la atracción física era casi dolorosa.

De repente, él se dio la vuelta y se fue.

El vacío que quedó en su lugar pareció devolver a la realidad a la princesa, que se preguntó si tal vez no estaría bajo el influjo de un extraño hechizo o droga.