Hatshepsut estaba enfadada. No había sido consultada acerca del mayordomo asignado, y su padre la había presionado para que lo aceptara a través del vínculo amoroso que tanto odiaba y ante el que no se rendía nunca.
¡Cuánto le hubiera gustado poder oponerse! Mostrarse cruel y distante, manejarle como hacía con el resto…
Pero, simplemente, no podía. Era su debilidad, aunque, por mucho que lo amase, jamás dejaría de despreciar esa muestra de sumisión. Si pudiera arrancarse el amor del corazón, lo haría para no depender de sus caprichos y ser absolutamente práctica en la lucha por sus metas.
Así que su ira se dirigiría al infeliz sacerdote. Si era tan bueno como decían, sin duda su paciencia sería digna de su formación.
Mascando su venganza, le esperó en el jardín de palacio. Se preparaba mentalmente para una competición de ingenio y malicia contra un anciano senil, como todos sus maestros, a los que solía amargar.
¡… Pero aquel, además de no anunciarse como es debido, le hacía esperar!
Le buscó con la mirada entre los sirvientes que mantenían el jardín, el estanque sagrado, el altar de ofrendas a Ra, pues ofrendas a Amón se hacían en una oscura capilla interior, y los cortesanos autorizados a disfrutar de su belleza. Era un día plácido, no demasiado cálido, que invitaba al solaz y al paseo.
Observó a los paseantes levantar sus brazos en ofrenda a Ra, que les regalaba un día maravilloso.
El gran patio bordeaba un inmenso jardín que daba al embarcadero real, en el Nilo sagrado, sembrado de árboles frutales y extraños ejemplares extranjeros traídos por su padre. Se habían plantado de forma estratégica para que dieran sombra y los invitados pudieran pasear sin sentir apenas en su piel la mordedura del implacable sol de la estación seca rodeados de flores y fragancias que llenaban los sentidos, transportando a los afortunados invitados a países y paisajes muy lejanos.
Formaba parte de la naturaleza delicada del faraón. Era un guerrero, pero también, a su manera, un hombre culto, por mucho que odiara las tablillas y los espacios cerrados. Gustaba de traer lo mejor de cada país donde luchaba para recordar que no todo era la miseria de la guerra.
Pero ella maldecía la espera, mirando nerviosamente su piel tapada por un toldo, con el que un sirviente, apenas un niño, la seguía.
Se obligó a pararse, pues el chiquillo apenas podía seguir su paso rápido. No se había preparado para una estancia abierta y su piel se secaba, expuesta al aire seco y a los dañinos rayos.
Se dedicó a mirar las pinturas de los edificios que rodeaban el jardín. Las cambiaban constantemente para que no aburrieran, en función de la estación del año o de las hazañas del faraón que tocase celebrar.
En aquella ocasión se glorificaba la bondad de la crecida y el carácter sagrado del sedimento regenerador que daba la vida. Las escenas de campesinos bendecidos por Hapis, la ofrenda de los primeros frutos a los dioses y los paisajes de campos inundados llenaban los muros.
Pero su paciencia duró poco. No les prestó más atención que un breve repaso, volviendo a su preocupación y a la indignación de la espera. Se preguntó si su padre se escandalizaría mucho si pidiera una pintura de un maestro castigado por su impuntualidad.
Deseaba que aquello no fuese una jugada de estrategia, porque no iba a soportarlo. La mínima insubordinación y le haría azotar, por muy viejo, respetable y militar que fuera. Sería una lección para su padre.
Echó a andar de nuevo, una vez perdida la paciencia, con largas zancadas y puños apretados. El niño no se atrevía a mirarla y el toldo oscilaba a ambos lados.
Encontró a un criado aturdido, mirando de un lado a otro, como si fuera la primera vez que visitara el jardín.
—¡Soldado! —gritó—. ¡Búscame a ese perro de Senemú o como se llame y tráelo a mi presencia! Lo quiero postrado a mis pies en menos de lo que se tarda en decir mi nombre. El joven se sobresaltó, dándose la vuelta de inmediato. Tras el primer instante de azoramiento, que divirtió a Hatshepsut, asintió con la cabeza.
—Como deseéis.
Y se postró en una delicada reverencia hasta tocar el suelo con la frente, a los pies de la princesa, cuya sorpresa disipó un poco la indignación que sentía.
—¿Cómo? ¿Eres tú?
—Vuestro mayordomo, alteza —dijo, sin levantar la frente.
—Aún no he aprobado que lo seas. Levántate. No vas a hablarme siempre así. Para eso ya tengo a mis enanos.
El hombre se alzó con movimientos suaves. Era mucho más alto de lo que había calculado, y lo que le llamó la atención fue que no era viejo en absoluto, sino joven. Quizás demasiado.
Aunque no supo concretar su edad, pues su cara de niño no terminaba de concordar con sus brazos musculosos ni con aquellas arrugas entre la nariz y la barbilla, que podían plegarse en una sonrisa infantil o conferirle una expresión de gran protocolo y gravedad si componía una expresión seria.
Sus ojos brillaban, aunque su mirada permanecía fija en la disciplinada quietud del soldado. Parecía capaz de permanecer días sin moverse, como una estatua, lo que hizo reír a la princesa.
Tampoco supo calibrar su carácter por su fisionomía. Su pose decía que podía ser sumiso si la aceptaba como a un superior, aunque sus ojos chispeaban, reveladores de vida y de una rebeldía que sospechó que no tardaría en hacer aflorar, ya que iba a ponerle a prueba inmediatamente.
—Eres insultantemente joven.
—¿Para serviros?
—Para enseñarme, si hay algo en que puedas superarme. Incluso apostaría que mi entrenamiento militar es mejor que el tuyo. Dudo que pudieras vencerme. ¿Qué crees que podrías aportar?
Sen-en Mut no sonrió, aunque sus ojos sí lo hicieron, por mucho que su porte siguiera siendo sereno y sus movimientos pausados, como los de un hipopótamo.
—¿Tal vez un poco de templanza?
Hatshepsut, sonrojada, intentó abofetearle, pero él detuvo el golpe, sujetando su muñeca y deteniéndola junto a su rostro.
Ella temblaba de ira.
—¿Es ésta la disciplina que te enseñan en el ejército? ¡Menudo soldado, que no aguanta una bofetada de su superior!
Él sonrió.
—Si lo hiciera… ¿sería digno de enseñaros? ¿O me despreciaríais más por ser débil?
Ella contuvo el empuje de su brazo. Le miró fijamente intentando discernir si se burlaba o no.
Descubrió un rostro maduro, sereno, pero joven y hermoso. Con las arrugas que le habían llamado la atención, que denotaban un sufrimiento intenso, a los lados de su boca, enmarcándola; eran típicas de los soldados debido a la dureza de sus entrenamientos, pero en su caso se hallaban ligeramente curvadas hacia arriba, como si fuera una sonrisa permanente lo que las hubiera causado.
Sus ojos tristes, del color de la madera noble, hablaban de sabiduría, de una sabiduría similar a la de los maestros, pero sin ese tono acuoso de la senilidad. Ojos que podían parecer fríos como el metal y, de repente, llamear apasionados. Ojos que no concordaban con esos brazos musculosos, que no le permitían mover el suyo ni un ápice.
… Y un pecho fuerte y alto, como un toro.
Sin duda, tenía una personalidad interesante, aunque no resultaría fácil de domar.
Pensó si no preferiría uno de aquellos viejos serviles a los que hubiera avergonzado con su descaro.
No.
Lo que había pedido durante todo su aprendizaje era alguien así, al menos en ausencia de su padre. Alguien con quien debatir con una vehemencia que rayara lo físico. Este, al menos, era inteligente, aunque parecía ser demasiado consciente de su supremacía, tal vez por su arrogancia militar.
«Me encanta que me infravaloren», pensó.
Pues bien, ya tenía un oponente digno de su padre.
Era lo que quería, una mente virgen, sin domar, alguien a quien ella pudiera dominar a su antojo.
Un desafío a su altura.
En realidad, se parecía a él en muchos aspectos, lo que acabó de decidir la cuestión.
Dejó de hacer fuerza con el brazo, sin dejar de llamar la atención sobre él ante su nuevo maestro y desviando su atención con una mirada perdida, hasta que, con la otra mano, le propinó una sonora bofetada con la palma abierta que le hizo doblar la cara.
No se movió un ápice, pero, sin duda, el golpe surtió efecto.
La princesa supo del debate interno del hombre por la tensión en su cuello y labios, lo que le dio un poco de miedo, aunque no estaba dispuesta a demostrárselo. Se dio la vuelta, sonriente, antes de que se diera cuenta de que dudaba.
—Di a mi padre que tienes mi aprobación… Por el momento.
Al día siguiente le hizo llamar, llena de curiosidad.
Había dormido de maravilla. No en vano tenía un nuevo juguete. Y, como soba hacer con todos, lo maltrataría hasta romperlo y pedir otro.
Aunque Sen-en Mut no se presentó como un juguete dócil, sino como un autoritario maestro. Se rebeló con educación, pero con firmeza, cuando ella le propuso que le hiciera una demostración de su formación militar.
—Alteza. Estoy aquí para enseñaros, pero no se me ha impuesto vuestra presencia —mintió—. Soy voluntario y libre de irme cuando me plazca. No tengo por qué divertiros si no deseo hacerlo. Debo formaros y necesito respeto para ello. Deseo que me aceptéis, pero yo también debo hacerlo.
—No te creo. Estás tan obligado como yo, así que harás lo que te diga. Para empezar, trátame con familiaridad.
—Lo haré. —Aceptó el regalo con una leve reverencia.
Ella continuó, ignorando su elegancia.
—Si te acepto, tengo tanto derecho como tú a hacer preguntas y recibir respuestas rápidas y coherentes.
—Si yo también las recibo, me parece justo —dijo él.
—Por supuesto, espero que seas un buen administrador. Mis cuentas no son tarea fácil, pues ya poseo rentas, tierras y esclavos que mi padre me ha donado, y tal vez decida promover distintas construcciones para mi adorada Hat-Hor.
—Espero tus órdenes, y las cumpliré con premura. Haré que el valor de tus bienes aumente. He estado al servicio del mayordomo de Amón, y quizás algún día yo mismo ostente ese cargo.
—¿No eres demasiado ambicioso?
—Sé llevar una casa.
—No cambies de tema. Has mencionado la casa de Amón. ¿De veras crees que estás a su altura?
—Lo creo. Pero no lo quiero. Mi prioridad eres tú.
Lo miró con recelo. No confiaba en su fingido servilismo.
—Háblame de ti. ¿Quién es tu padre?
La princesa hubiera jurado que sus hombros se tensaron, por mucho que su gesto permaneciera inalterable. Le recordó a su madre.
—Un militar de Iuny que llegó al cargo de Sab[2] local, con tierras a su cargo y algunos prisioneros de guerra.
La princesa miró las leves arrugas alrededor de sus ojos al hablar y el modo en que arrastraba las palabras. No resultó difícil deducir que se trataba de un tema escabroso. Un filón donde escarbar y una llaga dolorosa donde podría atacarle. Sonrió para sus adentros.
—¿Un hombre estricto?
—Todos lo son, pero él creía ver en mí algo especial y se empeñaba en sacármelo, de un modo u otro.
—Estarás orgulloso de él.
Sen-en Mut se preguntó si la frase escondía ironía o era solo el mismo tono de siempre.
—No mucho. Con una mano me señalaba un próspero futuro y con la otra me abofeteaba para meterme las lecciones con más… convicción. Ni siquiera fue él quien me colocó donde estoy, sino…
—Tu madre.
—Mi débil madre. —Miró a Hatshepsut—. Las armas de las mujeres son más poderosas que los brazos de los hombres. No olvides eso.
—Yo me avergonzaría de usar la belleza.
El mayordomo sonrió. Era su turno para la ironía.
—¿Y quién dice que seas bella?
La princesa frunció el ceño, contrariada.
—Todo el mundo. —Se encogió de hombros en un gesto infantil que hizo reír a Sen-en Mut.
—Los mismos que se postran ante tu padre.
—¿Así que no piensas que lo sea?
—No es mi cometido juzgar eso. Solo llamo la atención en que tú sí crees serlo. Y eso no es muy conveniente si no estás segura de tus armas.
—¡No necesito la belleza! Podría vencerte en una lucha.
—Ya lo veremos en su momento —dijo el joven sin pestañear.
Hatshepsut le miró fijamente, intentando desvelar si su postura era una máscara o realmente era tan descaradamente impasible.
—Para ser un sacerdote, resultas engreído y arrogante.
Los insultos causaron el efecto contrario de lo que pretendía. El joven sacerdote rio con ganas. Una risa espontánea, la primera que la princesa le escuchó. Era simpática y jovial, pero no cuadraba con su pose, con lo que ella dedujo que su actitud era una mascarada.
—Precisamente eso me hace un buen sacerdote. Se supone que estoy por encima de los mortales. Debo saberlo y explotarlo, no por arrogancia sino como un arma. En cambio, una buena princesa tal vez no debería descubrir sus debilidades, sino ocultarlas. Eres bella, no hay duda; pero eso deberías verlo por ti misma, y no por las voces de tus aduladores.
—No lo necesito. Tengo mis armas.
Sen-en Mut se puso serio.
—Tienes un concepto demasiado elevado de ti misma. Y necesitas formación. No crees necesitarla porque tu padre vive. Pero eso no durará para siempre.
Hatshepsut abofeteó a su mayordomo, que no vio venir el golpe. Ella se había situado entre el sol y sus ojos, cegándole e impidiéndole prever la maniobra.
Él sonrió la inteligencia de la estrategia. En verdad había recibido lecciones de un militar.
—Me recuerdas a mi padre: muy aficionado al castigo físico para ocultar la estupidez. Ya sabes: «La lección entra por la espalda». Pero si fueras capaz de causar daño con las palabras, o incluso con los gestos, no necesitarías esa ordinaria costumbre de siervos indigna de tu sangre.
—¿Y me vas a enseñar tú?
Sen-en Mut se encogió de hombros.
—Sólo si quieres aprender.
—¿Y cuál es la primera lección?
El bofetón con la mano abierta giró su cabeza. Los cabellos alborotados ocultaron su mueca de rabia. Hatshepsut no podía concebir que un servidor le hubiera abofeteado. A ella, la hija de un dios. La hija de Ra.
—Que no hay que dejar que un enemigo humillado se tome venganza. Acaba con él. No importa qué método escojas. Si dejas viva a una serpiente, y tiene algo de memoria, intentará morderte cuando te vea. Es mejor matarla o darle una escapatoria digna. Son nobles, y no se volverán contra ti si no las hostigas demasiado.
—¡Guardias!
Al momento, dos guardias golpearon con su bastón al mayordomo, inmovilizándole. Los bastonazos no fueron fuertes ni dañinos, pues los amedrentados soldados habían presenciado la escena y, aunque su primer deber era preservar la seguridad de la princesa, el mayordomo real era un cargo importante. Se debían a la princesa, pero no debían maltratar en exceso a una persona poderosa. Ya decidiría el faraón, no ellos. Estaban acostumbrados a ese tipo de escenas en el jardín, sobre todo entre las numerosas concubinas del rey.
Ella se frotó la mejilla, ocultando el nacimiento de lágrimas de rencor, aunque despidió a los guardias después de que estos golpearan a su nuevo maestro tras agradecerles su premura. No quería dar lugar a rumores ni parecer que no podía controlar ella misma aquella situación.
Sen-en Mut ni siquiera se puso en guardia. Se limitó a cubrirse la cara y recibir bastonazos en la espalda, costados y muslos. No dejó que le tumbaran. Permaneció de pie, sin inmutarse, como una columna, sin reaccionar a los golpes, como si fuera la piedra la que los recibiera.
Ella valoró su autodisciplina. Recordó la conversión del día anterior, cuando le recriminó que no sabía aguantar un golpe.
Eso fue lo que le hizo ordenar a los guardias detener el castigo. Se acercó a él, susurrante:
—Los bastonazos amables no calman mi ira. Recordaré esto —dijo.
—Ese es el propósito de la lección. —Sen-en Mut estiraba sus miembros para aminorar el dolor.
—Has traspasado el límite. Los guardias deberían haber hecho lo mismo contigo usando una lanza.
—Y tú te has puesto del lado del sol para que no viera el golpe. Los dos hemos empleado estrategias.
—¿Estrategia? ¿Qué debo aprender de una bofetada?
—Que no hay que darla a la ligera. Si la das, hay que saber afrontar las posibles consecuencias. Nunca hagas una amenaza que no puedas cumplir. Has dejado tu castigo a medias. Eres una princesa. No deberías dejar que se burlen de ti.
—Eso lo vas a aprender tú muy pronto. Haré que sea mi padre el que te castigue.
—Sin duda, sería lo más fácil para ti. Lo que conseguirías sería que me apartaría de tu servicio; volverías con tus maestros. No obstante, tengo mucho que enseñarte.
Sen-en Mut se acercó a ella. Demasiado. Sus mejillas, encendidas por la ira, casi se rozaron y sus labios quedaron tan cerca que podían respirar el aliento del otro. Fue un combate silencioso que sin duda ganó el sacerdote cuando se separó, tras reparar en su sonrojo. Ella intentó defenderse para ocultar su derrota.
—¿También te han dicho que me enseñes esto? ¿Siempre sobrepasas los límites?
El mayordomo sonrió de nuevo.
—Sólo pretendo demostrarte que hay cosas que jamás aprenderías de un anciano.
—Tal vez no quiera aprender esas cosas —dijo ella, azorada.
—Tal vez no hoy, ni mañana —concedió—. Pero quizás algún día sí.
Ella miró al río sagrado. Caía la tarde y el brillo de los rayos del sol en el Hapis era una buena excusa para ocultar de nuevo su cara. Aprovechó para cambiar de tema.
—¿Y qué hay de las armas? ¿De la estrategia militar? ¿Y el juego de la política y el poder?
—Hablaremos de ello, sin duda. ¿Y qué de las obligaciones con Amón?
Ella cruzó los brazos, preparándose para otra contienda. Esta se la había preparado.
—Hay muchos más dioses que Amón.
—¿Y dónde estaban cuando nos dominaban los hicsos?
Ella se alzó, altiva.
—¿Y dónde estabas tú entonces? Eran los hombres quienes ganaron la guerra. Hombres como mi padre. No lo olvides, antes de darme lecciones vanas y apropiarte de la gloria de otros para tu dios. —Le apuntó con su dedo—. Demostraré que soy mejor que tú en todo. Y cuando te supere, que pronto lo haré, mandaré que te envíen a una aldea extranjera, donde tendrás ocasión de hablarles de tu Amón o ganarte a sus hijas, si acaso te las conceden.
—No espero menos. No me importa que me odies si a cambio me prestas atención.
—Entonces tienes toda mi atención.
—Me alegro de oír eso. Por cierto, hay algo que debes saber, princesa: yo también combatí a los hicsos. Fue más tarde cuando me hicieron sacerdote. Así que no me hables como a un niño.