—¡Déjame ir contigo!
Todos volvieron la cara. La voz aguda y aterciopelada no estaba exenta de rabia, algo poco frecuente en un niño y absolutamente extraño en una mujer.
Los nobles fruncieron los ceños, ofendidos. Muchos negaron con la cabeza, resignados.
La mayoría recogían ya sus tablillas y tomaban sus capas. Se decía que el único punto débil del fiero faraón guerrero, el toro, como él mismo se hacía llamar, era su hija.
El único que sonrió fue el mismo Tutmosis, agradeciendo en silencio que le arrancaran de las aburridas zarpas de los funcionarios con sus tablas de cera, cálamos y papiros. Solo él advirtió el tono de angustia en la voz de su hija, reproche que le dolió amargamente.
Debía haberle dado la noticia hacía mucho, pero no quería renunciar a los cariños y sonrisas de su hija. Sabía demasiado bien que, justo en el momento en que se enterase, se acabarían hasta su vuelta, y comprendía su enfado al haberse enterado por boca de otros.
Ambos esperaron en silencio a que la sala quedase vacía. El arranque de furia sería mayor tras esos momentos de paciencia. No era asunto para los oídos de los funcionarios, que venderían a los espías, con ansia, cualquier chisme.
Tutmosis no dejó de perseguir con la mirada los ojos de los codiciosos escribas, y anotó mentalmente los nombres o rasgos de aquellos que no pudieron evitar una mirada lasciva a su hija, a pesar de saber que no se podía reprochar a un hombre que mirara a una mujer hermosa. De hecho, nada le disuadiría a él de hacerlo.
Aunque, por supuesto, era el faraón, y aquellos indicadores de la fidelidad y la calidad de sus sirvientes le servían mucho más que los tergiversados informes que recibía. Nunca había sufrido un atentado en su propia ciudad, y eso no era un dato a despreciar en los tiempos que corrían.
Era un soldado y, como tal, se ganaba la confianza de sus hombres en la batalla, donde la disciplina nacía del respeto profundo en momentos en los que no valen ni la doble corona ni la espada más rica, sino la capacidad de decisión, la fidelidad a tus hombres y, sobre todo, un brazo fuerte y una espada bien afilada.
Por eso odiaba a los escribas. ¿Cómo se mantenía la disciplina en una organización civil con un ridículo sucedáneo de estructura militar? Ahí no existían el respeto, el valor, ni ninguna de las virtudes marciales; solo la lucha carroñera por el poder.
En el ejército, el hijo de un soldado no tenía privilegios, sino solo más responsabilidad. Por el contrario, en la carrera política, el hijo tenía un puesto asegurado por el poder de su padre, sirviera o no. La calidad de una carrera debía depender de la valía del sujeto, y no de su ascendencia. Por eso había instaurado planes de búsqueda de jóvenes válidos sin importar su procedencia, pues un brazo se podía ejercitar, pero un alma brillante, predestinada para las letras, el dibujo, la arquitectura, la música, las matemáticas, la astronomía, para la escribanía misma, debía ser encontrada y alentada. Las carreras heredadas frenaban el ascenso de esos jóvenes válidos, y los inútiles quedaban en el medio, colapsando la totalidad del sistema.
No pudo evitar un gesto de aprensión. Su tío Amenhotep, su antecesor en el trono, había sido poco dado al ejercicio de la fuerza. Solo realizó una expedición a Nubia, que fue exageradamente publicitada y no hizo más que generar un odio que ahora él debería sofocar. En esa época, el funcionariado fue fomentado hasta producir un gasto excesivo, mantenido por las rentas del gran faraón Ahmosis. Debido a ello, se fomentó una corrupción desmedida y la proliferación de los espías; herencia de un periodo de guerras ya pasado, aunque no del todo olvidado.
Por más purgas que intentase realizar, el sistema estaba corrupto; no había manera de evitar que aquellos que eran válidos se entregasen a la vida fácil tras oler el dinero de los nobles.
¡Pues bien!, aquellos que se imaginaron poseyendo a su hija serían discretamente apartados y llevados a realizar su función en perdidas regiones de frontera sin ley, donde no les resultaría fácil medrar entre caracteres hoscos y brazos musculosos.
—¿Por qué no me has dicho nada? —El gritito imperioso de su hija le devolvió a la realidad.
Se levantó tratando de no sonreír, evitando que Hatshepsut se sintiera desafiada. Caminó hasta ella y la abrazó tiernamente. Sin palabras.
Sabía que eso la desarmaría, pues él era su debilidad, como ella era la suya.
Hatshepsut intentó revolverse, enfadada por caer en un truco tan viejo, pero acabó respondiendo al abrazo.
—Ya sabes por qué. No quería entristecerte.
—Pero… ¡Te sería de ayuda! —se quejó amargamente.
El faraón la miró sonriente, con las cejas arqueadas.
Era ya una mujer. Bellísima. Lamentó en silencio que tuviera que perder aquella inocencia que le cautivaba.
Ella puso los ojos en blanco, signo de juvenil exasperación que causaba el efecto contrario en su padre. Siempre le hacía reír.
—Lo sé. Vas a decirme que no podrías mantener la disciplina. Que ya no soy una niña.
Tutmosis la tomó de la mano, sin hablar. Era un hombre de pocas palabras. Ella le siguió paciente. Abandonaron el gran salón, donde siempre se sentía pequeña e insignificante comparada con las enormes estatuas, las amenazantes pinturas y los grabados describiendo a los enemigos del país. Era la única estancia de palacio construida en piedra para impresionar a los dignatarios y contener la divina majestad del faraón.
Ella miraba, embelesada, su cara marchita, sus cejas firmes y bien pobladas que se negaba a dejarse recortar. Miraba los ojos empequeñecidos por las arrugas y por la impresión del kohl, que se aplicaba casi exageradamente, como buen soldado. Con todo, ese artificio para parecer cruel, curiosamente, no funcionaba con su hija, pues sus pupilas brillaban cuando la miraba, dando una apariencia de extrema ternura. Los servidores aprovechaban su presencia para conseguir que les concediera su gracia, pero era muy celoso con el tiempo de su hija.
Miraba su pecho firme, cruzado por alguna herida de caza admirada como si la hubiera recibido en combate contra mil nubios, sus brazos firmes, su antebrazo, que parecía retorcer la mano que colmaba la suya, femenina y pequeña; miraba su cuello de toro y volvía a su sonrisa afable, sorprendiendo su mirada entre gestos de burla.
Él la miraba, aunque ya no era la niña que hubiera deseado. Era una mujer ante la que comenzaba a sentirse incómodo: no sabía si podría darle respuestas durante mucho más tiempo, pues la naturaleza insondable de la mujer amenazaba con aflorar, y su cuerpo ya se había manifestado hacía bastante, según su médico personal.
Observaba su cara, que se había perfilado como el resto de su cuerpo. Ella lo miraba a su vez, con una nueva expresión de inteligencia, de admiración y de juego aún ausente de malicia femenina. Se le hacía doloroso perder a la niña que adoraba y dar la bienvenida a aquella mujer plena. Contempló sus rasgos serenos, de una piel que jamás sería tan hermosa como aquel día; sus pómulos luminosos y tersos, los labios carnosos y rojos de fruta madura… y el dolor y la culpabilidad por haber pasado tan poco tiempo con ella se abrieron paso desde su estómago hasta su pecho.
Pero su sonrisa y sus gestos le devolvían la alegría. No era un día para pensamientos oscuros.
Cruzaron pasillos, estancias abiertas y patios hasta llegar a una cámara. Un lujoso dormitorio que Hatshepsut no conocía, aunque presumió que debía ser el de la concubina Mut-Nefer. Estaba lleno de armarios y pequeños cuartos con lujosos vestidos. Disponía incluso de una bañera de piedra blanca. La princesa se sintió ofendida. Las pinturas de escenas de ofrenda a los dioses eran impertinentes, pues le atribuían un papel que Mut-Nefer no tenía en absoluto.
Ni siquiera su propio dormitorio era tan suntuoso.
La joven sintió crecer la ira ante aquel insulto. Mut-Nefer era la que había desplazado a su madre, que se había visto obligada a abandonar el palacio. Miró a su padre, cuya expresión le dijo que no había burla en aquella visita. Le hizo un gesto para que tuviese paciencia temiendo su explosión, que se vislumbraba a través del color de sus mejillas.
Parecía que iba a revelarle algo importante y la curiosidad venció al enfado.
Pero torció el gesto cuando comprendió a dónde se dirigían y adivinó la estrategia de su padre.
El faraón la situó con ternura delante de un enorme espejo de metal bruñido.
—Mírate. Dime qué ves.
La princesa puso los ojos en blanco de nuevo, contestando con desgana.
—Un capricho. Algo que no tenemos ni yo ni mi madre.
—¡Hatshepsut! —Su padre se quejó con impaciencia.
—Está bien. —Miró el espejo—. Debilidad. Debí hacer nacido hombre, pues como a un hombre me has educado. Sin embargo, soy una mujer y viviré apartada, angustiada, menospreciada y sola.
El rey rio con fuerza. Ella se enfadaría mucho, pero no pudo evitarlo. Al fin, habló sin dejar de sonreír.
—No seas exagerada, que pareces una niña con pucheros. —Miró el espejo a su vez—. Yo veo muchas cosas… pero en absoluto debilidad. —Suspiró—. Veo una mujer radiante de belleza. Veo a tu madre en ti. Y veo el dolor que me causará separarme de vosotras.
—No me digas. Resulta irónico que hables justamente aquí de echar de menos a madre, en el dormitorio de la concubina por la que se fue de palacio —dijo con ironía, aunque la cara de su padre le expresó que no debía ahondar en aquella herida. Se apresuró a continuar—: Cuando estás combatiendo nos añoras, y cuando vuelves, al poco echas de menos la batalla y a tus hombres. Y yo aquí, vegetando como un árbol frutal.
—¡Basta! No añoro la batalla —mintió—. Y te equivocas. Respeto a tu madre. Ha sido una gran reina en mi ausencia. Su labor fue impagable y el país le debe mucho. La he querido y respetado siempre, pero escogió marcharse de palacio. Hasta ese momento no tomé ninguna concubina. Y respecto a ti… Te he educado como educaría a un hombre. Eso es cierto. Eres mi favorita entre mis hijos, y lo sabes.
—Y el hecho de que mis hermanos hayan muerto tan jóvenes no tiene nada que ver.
—¡Hatshepsut!
Ella intentó encontrar un argumento con cierta lógica antes de que su padre se cerrase por completo y comenzara a dar órdenes: «Calla y retírate. Ya veré qué hago contigo». No era la primera vez que ocurría, y siempre se reprochaba luego no haber sabido encontrar un resquicio por el que profundizar antes de perder los nervios.
Pero esta vez no sería así.
Le cogió del brazo con mimo, cambiando el tono de su voz a uno meloso y encantador. Su padre sonrió ante su estrategia, aunque estaba enfadado. No estaba acostumbrado a que discutieran sus palabras, pero, aun así, esperó, expectante y curioso.
—A ellos les hubieran servido de algo las lecciones. A mí solo me causarán infortunio.
—¿Por qué? —Tutmosis comenzaba a ponerse nervioso. Pareció mirar en torno a él, buscando una vía de escape, como haría en la batalla. Un gesto que su hija reconoció al instante.
—Porque ningún hombre va a escuchar mi consejo.
El rey movía la cabeza de un lado a otro, a punto de ponerse a jurar como un beduino.
—¡Te equivocas! Ese hombre sería un necio. Escuchará, como otros han escuchado.
—No. No lo hará —gritó su hija con los puños apretados.
—¡Ha sido tu madre quien te ha metido esas idea en la cabeza!
—No necesito que nadie me enseñe lo que puedo ver.
El faraón golpeó el espejo, que cayó cuán largo era con un ruido atronador que hizo saltar del susto a la princesa.
—¡He dicho que basta! Odio que te comportes como una plañidera. ¡Parece mentira que seas tú precisamente quien me diga esto! ¿Es que no te he enseñado nada? ¡A ti, que eres nieta de la gran Ah-Mes Nefertary, hija de la reina más inteligente, Ah-Més Ta Sherit y descendiente de Iah-Hotep! ¿Quién crees que gobierna en ausencia de los reyes?
—¿Amón?
La respuesta desarmó al faraón, que no pudo menos que desinflar su ira y sonreír su inteligencia. Era irritantemente lista. La versión oficial era sagrada. Ya tendría tiempo para valorarla por sí misma.
—Es cierto que los sumos sacerdotes del bendito Amón están obteniendo demasiado poder, pero hasta ahora todo es poco para agradecerle al dios su ayuda. Somos un país libre y fuerte en el que hace unos pocos años los dioses extranjeros nos humillaban. ¿Qué es un poco de vanidad comparado con eso?
—Tú lo has dicho: vanidad. ¿Quién decide cuándo está satisfecho el dios?
El faraón cabeceó de un lado a otro.
—Eres demasiado pasional. Cuando el país va bien debe ser porque los dioses son poderosos; y, por tanto, sus acólitos están satisfechos, pues la energía debe fluir adecuadamente, y son ellos los que lo favorecen.
—Eso no es gobernar el país.
—No te equivoques: el país lo controlo yo, pero la potestad religiosa debe quedar en manos de los sacerdotes.
—¿Y por qué no Hat-Hor?
—Sencillamente porque, en esta ocasión, la fiereza de su leona no inspiró a nuestro ejército, como sí lo hizo el carnero oscuro de Amón. Pero me estás distrayendo. Has sido educada como un hombre porque confío en tu capacidad, del mismo modo que confiaría en la capacidad de un campesino con las mismas aptitudes. —Sonrió paternalmente—. Hija mía, un guerrero no sería nada sin un buen estratega, del mismo modo que un rey no sería nada sin una buena administradora, con carácter y mano izquierda.
—Lo sé. Pero la gloria y la historia no escriben sobre ellas, sino de los bravos faraones… ¿Verdad?
Tutmosis renunció a la lucha, acariciando el cuello de su hija con cariño, haciendo como que la estrangulaba de puro hastío. Ella no pudo evitar sonreír, pero no abandonó su terca postura.
—Te he educado demasiado bien —dijo él.
—Como a un faraón que no lo será.
—¿Y yo? —se envaró el faraón de nuevo—. ¿Estaba yo destinado a ser faraón?
—No. Pero sí educado para ello.
El padre sonrió triunfante. De nuevo la contienda se inclinaba a su favor.
—Como tú. Ahí me das la razón.
Hatshepsut le miró fijamente.
—Por eso luchas, ¿verdad? Porque quieres ganarte la gloria que no te dio tu padre.
El rey solo permitió que un leve movimiento de las cejas y un enrojecimiento incontrolable delataran su sorpresa. Si fuera un siervo ordenaría su detención, pero era su hija y debía convencerla con argumentos lógicos, no por la fuerza de su autoridad.
Al fin, renunció de nuevo y volvió a sonreír. Ninguna otra cosa en el mundo le haría desistir de llevar la razón.
—¿Lo ves? No puedo competir contigo en inteligencia. Me superas. —Rodeó a su hija con un brazo casi tan ancho como su cintura—. Hatshepsut. Hija de Ra. Te puse ese nombre[1] porque no espero menos de ti: serás faraón. Y no dudo que lo serás mejor que yo, que solo soy un guerrero necesitado de consejeros inteligentes. Tú serás una gran cortesana, política y estratega. Pero no conozco el destino. No sé si gobernarás o si servirás de consejera a otro, solo sé que te he educado con garantías para lo más alto. Y, cuando yo muera, si no te veo coronada, tendré la conciencia tranquila. Como has dicho, no recibí linaje; sin embargo, por tus venas sí corre la sangre de las grandes reinas, y eso te dará el poder para escoger quién reinará. Por eso eres tan importante. Más que tus hermanos, que, mal que me pese, eran débiles y cortos de entendederas.
Ella le miró con desconfianza.
—¿Intentas decirme que me has educado así para protegerme?
—Así es. Para que, cualquiera que sea tu destino, nadie más que tú misma lo controle. No quería una hija que se abandonase a la voluntad de otros. No puedo conocer el futuro, por mucho que los astrólogos hayan predicho tu reinado, pero sí puedo darte las armas para que sepas luchar contra el capricho del mañana y forjarte uno propio. No hubiera soportado darte a un hombre que no fuera digno de ti.
Ella se sintió mezquina. Siempre le ganaba, por inteligencia y astucia… Y, a pesar de eso, él acababa venciendo por la vía del afecto.
Pero aún le quedaba alguna baza que jugar, tras abrazarle con ternura.
—Pero… si tú estás fuera… —dijo entre mohines—. ¿Quién se ocupará de mi formación?
El rey esgrimió una sonrisa inequívocamente triunfal. Ni siquiera disimuló su victoria. Era su momento más feliz del día, aquel en que, después de todo, podía constatar que aún podía controlar a su rebelde hija.
Ella supo que había perdido.
La había dirigido hasta esa parte de la conversación como una res al matadero. No era tan lista como pretendía.
—Ya he pensado en ello —dijo el rey, resplandeciente, sin ocultar su satisfacción, señalándola con sus manos—. Y tengo al candidato perfecto. El sumo sacerdote se queja constantemente de que no cumples con tus… tareas religiosas como deberías, así que te han asignado un mayordomo que he autorizado.
Ella estalló sin disimulo.
—¿Un sacerdote?
—Que fue guerrero antes; este no ha vivido entre tablillas. Al menos, no toda su existencia mortal. Te gustará.
—No puedo comprender que digas que pretendes disminuir el poder de los dignatarios de Amón y ahora me entregues uno de sus sacerdotes como profesor —aseguró arrugando la nariz al pronunciar las palabras.
Tutmosis sonrió mientras despeinaba a su hija, como se hace con un rapaz de la calle.
—Por eso. Debes aprender, tanto del amigo como del enemigo. Es de él de quien más vas a aprender, aunque no dejes de desconfiar. Ya has terminado el periodo de aprendizaje fácil. Si fueras un hombre te llevaría conmigo a la guerra. Pues bien: aquí tienes tu guerra. Va a ser casi tan ardua como la mía. No te dejes convencer por sus enseñanzas, pero escúchalas. Aprende a conocerles y a pensar como ellos. Un día te resultará más fácil tratarles y comprenderles. Ódiale si quieres; harás bien en hacerlo, pues si le dejas se beberá tu sangre, pero no dejes de aprender de sus tretas, porque no hay personas más inteligentes en el reino que los más arteros. Por eso, mientras estén a nuestro servicio, debemos beber de ellos, pues algún día te enfrentarás a su poder. Y ese día te alegrarás de haber aprendido cómo tejen sus planes.
Hatshepsut pensó detenidamente. Sonaba lógico, aunque no dejaba de extrañarle. Parecía una argucia de las que su padre solía socorrerse. Buscó tiempo para pensar, acariciando las suaves pieles de león que llevaba su padre.
—¿Cómo puedes llevar esto sin asarte de calor?
El rey rio, sorprendido por el cambio de tema.
—Tengo la piel de un hipopótamo. Me temo que Ra la ha curtido demasiado. ¡Y tú aún quieres venir conmigo a estropear la tuya y tragar polvo! Además, los soldados dicen que me confiere el poder del león. Es por eso por lo que la llevo. —Se encogió de hombros—. Ellos lo creen.
Hatshepsut habló con lentitud, a pesar de que no tenía mucha alternativa.
—Lo pensaré. Pero no olvides que yo no lo he autorizado.
—Habla con él. Si no lo quieres, lo rechazaré… aunque me disgustaría profundamente.
—¿Cuál es su nombre?
—Sen-en Mut.