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EL FIN

Maat-Ka-Ra Hatshepsut no vio a su hija Neferu pelearse con una concubina de rango inferior por la medicina, aunque sabía que las luchas eran continuas por cualquier causa: desde denuncias a la esposa real por joyas, maquillajes o vestidos robados, hasta peleas por celos. Había incluso disputas entre ellas porque alguna pretendía que otra estaba por debajo en un escalafón de mando tan complicado como ilógico, donde las propias mujeres no se ponían de acuerdo en su libertad para gobernarse.

De cualquier modo, todos los odios convergían cuando se trataba de las concubinas expulsadas por el mismo rey. Estas simplemente deseaban saborear el placer de sentirse más importantes que un faraón, una esposa real, y, si tenían la desgracia de ser rechazadas por el faraón, si no eran despedidas de palacio directamente, descendían al más bajo escalafón entre las mujeres.

En el harén real, los títulos no servían para nada.

Sólo respetaban a la gran esposa real, Meryt, porque su marido, el faraón Tutmosis III, la trataba como a tal, a pesar de la indiferencia que generalmente le causaban las mujeres.

Al menos, a Meryt la exhibía en público durante las jornadas de fiesta y escuchaba sus peticiones.

Era la única que tenía poder real en el harén. Sus órdenes podían condenar a muerte.

Hatshepsut suspiró, murmurando con desdén.

—¡Qué estúpidas!

Todas. Por confiar en un hombre que odiaba a las mujeres. Por no aprender de lo que le había hecho a ella misma, que le había criado. Que le había enseñado todo lo que sabía…

La gran esposa real, su hija menor, Meryt, era la más ingenua de todas. Tutmosis la engañó, como a las demás. La muy estúpida pensaba que era especial, pero tan pronto como dio a luz a su heredero, el príncipe Amenhotep, se lo quitaron de los brazos.

La pobre no comprendió hasta entonces que Tutmosis despreciaba a las mujeres, jamás se arriesgaría a exponerse a sí mismo a las emociones de las mujeres; ni pondría a su heredero en manos del caprichoso arbitrio de una mujer con poder. No. El niño sería criado por ayas anónimas y, una vez destetado, no trataría sino con hombres. Los mejores maestros del reino.

—¡Pobre niño!

Meryt no supo ver que lo único que Tutmosis, el tercero, quería de las mujeres era un heredero y, raramente, algo de placer.

En vez de comprenderlo, como había hecho su hermana Neferu, proyectó ese mismo odio de su esposo contra su madre.

¡Y ni siquiera ahora la perdonaba!

Pero Hatshepsut tenía en todo ello algo de culpa. Era su sangre. La de sus antecesoras, la sangre de las formidables reinas llenas de orgullo.

La comprendía muy bien, igual que llegó a comprender al padre del faraón, el segundo Tutmosis, y a su abuelo, el primero de ellos… Su propio padre, tan reacio a dar el poder del país a una mujer como su nieto. Hasta a él le comprendía.

Y comprendía a su madre, que tan acertadamente había vaticinado su futuro, por mucho que se equivocase odiando a todos los hombres. ¡Ay! ¡Cuánta razón tenía! Todas habían jugado a ser hombres.

Les comprendía a todos, pues eran dioses… Y a la vez hombres, manejados por los dioses a su antojo.

Dioses.

Como ella.

Se movió en su camastro, incómoda y dolorida.

¡Qué tristes parecían las paredes sin pinturas, sucias y mal encaladas! No le importaba, puesto que no eran sino detalles sin importancia… Pero ella, que había vivido el mayor de los lujos, que había construido el periodo de Egipto más rico de su historia, por encima de aquel de las grandes pirámides; que había reposado y hecho el amor entre pinturas de los mejores artistas, que eran cambiadas cada poco tiempo, en lujosas camas de los materiales más nobles conocidos, entre almohadones de plumas de aves exóticas… ahora se pudría en vida en un hueco algo mayor que un mísero armario, tapado por unas cortinas para no ofender la vista de las demás mujeres.

Escuchó los conocidos pasos de su hija y la esperada pausa antes de entrar en su pequeña cámara, apenas un cubículo indigno de su posición.

Oyó el movimiento de las espesas cortinas. La única concesión que le había otorgado Meryt, no por conceder una gracia, sino por librarse de su presencia. Al menos, tenía cierta intimidad para sufrir y morir.

Sabía que tomaba aire antes de afrontar su olor nauseabundo a muerte, suciedad y grasa. Se parecían tanto… Su abuelo le había enseñado a respirar antes de una situación incómoda, para mantener la dignidad intacta. Ella era hija de reina, nieta de reina, de las antiguas y gloriosas gobernantes del país, y la dignidad era un distintivo familiar. Había que ocultar los sentimientos a cualquier precio. Lo primero era el orgullo y el porte. Vivían en un mundo de hombres, y no podían parecer débiles, sino fuertes como leonas. Incluso aunque fueran leonas enjauladas.

—Aquí estoy, madre.

—¿Traes la leche de amapolas?

—Sí —dijo con voz quebrada—. Casi me la quitan. Las muy zorras… No hay respeto por nada. ¡Que Osiris las juzgue como se merecen!

—Dámela. —Se movió hacia su hija, ansiosa, crispando su cara con el gesto.

—¿Sientes dolor?

—¿Dolor?

No respondió. No hubiera sabido qué decir. Tomó el brebaje.

No lo necesitaba para el dolor físico. Hacía días que estaba por encima de él, y apenas era consciente de la vieja sensación que mordía sus carnes.

No.

Hacía mucho que no le importaba el dolor, salvo el del alma.

El que sentía al ser consciente de que él no estaba; y sin él era solo la mitad de una persona. Incompleta. No era nada.

Por eso tomaba la droga. Hacía que durmiera sin sueños y, en su estado, de alguno de ellos no despertaría, salvo ya en presencia de su amado. Por encima de su cuerpo, que ahora le repugnaba. Dudaba de que los oscuros pudiesen mantener con dignidad aquel nido de gusanos que la estaban comiendo en vida.

Despertaría en esencia.

Su alma sería recibida con el protocolo y el ceremonial que merecía un dios.

Pero eso era lo menos importante. Solo quería verle de nuevo. Su sonrisa. Su cara de niño preocupado. Su cuerpo puro, sin heridas ni costuras…

Y recuperar su amor para toda la eternidad.

—¿Madre?

Notó que la sacudían. Era su hija. No hacía más que quejarse, pero la comprendía. No le dijo nada, solo le reprochó en silencio haberla devuelto a la realidad, cuando estaba mejor entre dulces sueños.

—¿Qué día es hoy?

Neferu sonrió. Siempre le hacía la misma pregunta.

—Es el año veintiuno de tu reinado, madre, más nueve meses y trece días.

Se sintió orgullosa. Veintiún años. Casi veintidós.

Era lo más alto que una mujer había llegado; probablemente más alto de lo que ninguna mujer jamás llegara nunca.

Su nombre sería una leyenda, por mucho que el infame Tutmosis lo sustituyera por el suyo. Siempre habría quien repitiera su nombre cuando muriera para darle vida. Estaría en el corazón de las gentes simples, pues su reinado fue pacífico, bondadoso y muy fructífero.

Era una pionera.

Una luchadora.

Una descubridora.

Una revolucionaria.

Y, lo mejor de todo, la amante esposa del hombre perfecto. Del dios que la esperaba.

Sen-en Mut.

—Tal vez hoy me reúna al fin con tu padre —dijo de pronto.

Neferu respiró hondo.

—Tal vez, madre.

Escuchó un grito que la devolvió dolorosamente al presente cuando ya casi dormía: concubinas que se peleaban por cualquier tontería.

Ya no le tenían el respeto que le debían como reina, aquel que le mostraron al encerrarlas en el harén cuando el infame Tutmosis pensó que, entre mujeres, serían capaces de vivir en armonía.

Se equivocó de nuevo. O no. Quizás sabía bien lo que hacía juntándolas a todas para que gastaran sus energías destruyéndose unas a otras.

No había peor enemigo de una mujer que otra.

Era, sin duda, lo peor de su encierro: el hecho de tener que darle a Tutmosis la razón en algo, aunque fuera mínimamente.

Pero incluso a ellas las comprendía. Era su naturaleza. La parte felina e indomable de Hat-Hor.

Sintió su herida. Se miró pero, como siempre, no llegaba a ver más allá de las enormes bolsas de grasa. Su propia dejadez la hizo engordar al principio; más tarde, la enfermedad terminó de degenerar su cuerpo. ¡Había llegado a parecerse a aquella horrorosa reina del Punt!

El tumor hizo que su cuerpo se hinchase como un odre lleno. Cuando comenzó a supurar, fue aislada, pues las otras mujeres no soportaban su hedor. La relegaron a un pequeño cuarto: el de la más indigna de las sirvientas del harén.

Sólo su hija tenía el valor y el amor suficiente para atenderla, y le traía la droga que la adormecía.

Intentó moverse, pero no pudo.

—Tranquila, madre. No trates de moverte. Te harás daño.

—Quiero ver la ventana.

Neferu acomodó un almohadón en su cabeza, reprimiendo las nauseas. Lo sentía por ella, pero le gustaba recibir la luz en su rostro. Le gustaba hablar con Ra. Miró los rayos que se filtraban por el ventanuco. Se sintió mejor por un instante, y ese calor le dio la lucidez que necesitaba para hablar a su hija querida. La miró fijamente. Neferu supo que, quien le hablaba, era la diosa, la reina, la mujer que había sido, y no la enferma que tenía delante, y se estremeció:

—Cuando muera, dile a Amenenhat que te saque de aquí. Es un buen hijo, y el rey ya no tiene nada contra ti. No te retendrá más. Deberías haberte ido hace tiempo. Sé que solo estás aquí por mí.

—Sí, madre.

No había mucho más que decir. Neferu no intentó convencerla de que no se dejase ir, que esperara; sería insultar la inteligencia y la dignidad de una mujer sin igual.

Ambas miraron hacia la luz.

—Te quiero, hija mía.

—Y yo a ti.

Sentía que se dormía cuando, de pronto, algo llamó su atención. Una silueta tapaba el breve haz de luz en su cara.

Abrió los ojos.

¡Un gato!

La sombra se movió. Se diría que hacia su cabeza. Hacia abajo. Parecía señalarla… Como si se postrara ante ella.

Hatshepsut sintió una inmensa alegría.

—¡Hija! —llamó con ansiedad, sonriendo como hacía años.

—Dime, madre.

—No voy a despertar más. Es la diosa la que me llama. Escucha: perdóname por la vida que te he dado. Sal de aquí, pero no olvides mantener la dignidad. Recuerda quién eres: Jonshu. Una diosa. Vive con calma. Tu padre y yo te esperaremos.

Las lágrimas de su hija la espabilaron un poco. Sintió un beso en la mejilla y sonrió.

—Dáselo a papá.

—Sí, mi amor. —Volvió a mirar hacia la ventana—. Ya voy, mi dulce mitad.

Se durmió.

Neferu lloró de alegría. Por su madre.

Sabía que sus palabras no eran en absoluto delirios de enferma. No habría jamás una mujer como su madre, ni un hombre como su padre. Ni siquiera dioses como ellos dos.

Tomó su mano durante horas, hasta que la sintió fría.

Entonces, miró al ventanuco.

Abrió la boca, sorprendida.

El gato la miraba.

Le sonrió, postrándose ante él, rezándole a Hat-Hor para que los dioses recibieran a su madre, sin dejar de repetir su nombre:

Mamá.

Hatshepsut.

El faraón Maat-Ka-Ra Hatshepsut Jenumet Imen.

La hija de Ra.