16

Ben Joe bajó las escaleras tan lenta y silenciosamente como le fue posible; sus pies evitaron instintivamente la parte central de los escalones, donde la más mínima presión producía en seguida un crujido. Llevaba la maleta en la mano izquierda, sosteniéndola en alto y separada del cuerpo para que no golpease con nada. La mano derecha la apoyaba en la barandilla de la escalera. Toda su atención parecía centrada en la suave madera de la barandilla y en la fina película de cera que se pegaba ligeramente a la piel. Levantó la mano y se frotó el índice y el pulgar, mirándolos con atención, y a continuación dejó caer bruscamente la mano a un costado y descendió el siguiente escalón. Aún no había hecho ni un solo ruido. Si hubiera querido, habría podido bajar del todo las escaleras y salir por la puerta sin que nadie se enterara. Pero no estaba seguro de querer. Si se iba sin despedirse, ¿sentiría la sensación de que se iba para siempre de verdad? Se pasó la maleta a la otra mano y empezó a descender más rápidamente, todavía preocupado por lo tonto que parecería cuando dijera tan de repente que se iba. En lo más profundo de su mente sabía que era incapaz de irse sin decírselo a nadie; pero a pesar de eso sus pies pisaban todavía con cautela y todavía mantenía la maleta bien apartada de la barandilla.

Una vez en el recibidor de abajo, cruzó con rapidez la zona a medio iluminar entre las escaleras y la puerta principal. Había un cuadro de cálida luz amarilla en la alfombra, procedente del amplio arco que daba al cuarto de estar, y los murmullos de las voces de sus hermanas se oían tan claros como si estuvieran también en el recibidor, pero nadie se dio cuenta de que cruzaba el cuadrado de luz. Al llegar a la puerta principal se paró, dejó la maleta a sus pies y se quedó allí de pie un instante, y luego se dio la vuelta y entró de nuevo en el cuadrado de luz.

—¿Mamá? —dijo a la entrada del cuarto de estar.

—Mmm.

No levantó la vista. Estaba sentada en el sofá, dando sorbos al Tom Collins que se tomaba después de cenar y hojeando el Ladies Home Journal. A su lado la abuela le leía a Carol un capítulo de Winnie-the-Pooh[6], aunque Carol no la estaba escuchando, y al otro lado de la habitación Jenny y Tessie y las gemelas se estaban peleando por un juego de ginrummy[7]. Las otras dos habían salido a algún sitio, Susannah con el profesor de gimnasia de la escuela y Joanne con Gary, a enseñarle su ciudad natal antes de volver a Kansas por la mañana. Pero las que estaban aún en casa parecían tan tranquilas y alegres, sentadas en la habitación iluminada por la lámpara, que Ben Joe casi deseó poder quedarse con ellas y olvidarse de la maleta que había en la puerta.

—Oye, mamá —dijo.

—¿Qué pasa?

Levantó la vista, colocando un dedo en la revista para señalar por donde iba.

—Ah, Ben Joe. ¿Por qué no entras?

—Muchas felicidades en este tu cumpleaños —estaba diciendo la abuela con la brillante voz que empleaba para leer en voz alta.

Carol se sonó la nariz y se inclinó a tocar una de las orejas de conejito de sus zapatillas y la abuela la miró con enfado.

—He dicho: Muchas felicidades en…

—Me vuelvo a la escuela —dijo Ben Joe.

—… éste es tu cumpleaños —siguió la abuela, sin mirar ya al libro, sino terminando la frase automáticamente—. ¿A dónde has dicho que te vas, Ben Joe?

—A la escuela —dijo él.

—¿Quieres decir que te vas esta misma noche?

—Sí.

Su madre dobló la página y cerró la revista.

—Bueno, no veo que… —empezó a decir.

—De repente me he acordado de que tengo un examen, mamá. No tengo más remedio que irme. Voy a coger el tren de madrugada…

Sus hermanas dejaron de jugar a las cartas y se volvieron a mirarlo.

—¿Dónde tienes la maleta? —preguntó Jane.

—Fuera, en el recibidor. Sólo he entrado a decir adiós.

—Bueno, espero que sea así —dijo su madre—. ¿Por qué no nos lo has dicho antes? Ahora no sé qué hacer con esas camisas que están aún sin lavar…

—No te preocupes por eso. Me las puedes enviar más tarde.

Se sentía torpe, justo como se había imaginado que se sentiría, de pie en la puerta, con las manos vacías y todo el mundo mirándole.

Su abuela fue la primera en levantarse. Se acercó a él con paso ligero y los brazos extendidos para darle un abrazo de despedida, y él sonrió y salió a recibirla a mitad del camino.

—Si nos lo hubieses dicho, te habría hecho unas pastas —dijo.

—No, no necesito…

—O por lo menos unos bocadillos. ¿Quieres que te prepare unos en un momento, Ben Joe?

—No tengo tiempo —dijo.

El resto de la familia estaba ahora reunida a su alrededor; Carol le tenía rodeada una pierna con los bracitos, como si fuese un árbol que se dispusiese a escalar. Detrás de sus hermanas estaba su madre, de cuyo rostro había desaparecido la sorpresa para ser sustituida por su habitual expresión pensativa y práctica.

—Supongo que ya era hora —dijo—. Parecía como si te hubieses olvidado de la escuela.

—Te llevaremos en coche a la estación —dijo Lisa.

—No, gracias, tengo tiempo de sobra.

—Pero si acabas de decir que no tenías…

—No, de verdad. Me apetece andar. Venga, dadme un beso de despedida, todo el mundo.

Una sucesión de mejillas frescas y suaves se apretaron contra la suya. Su abuela aupó a Carol y ésta le dio un sonoro beso en la barbilla, dejando una leve humedad que se limpió con el puño de la camisa sin darse cuenta.

—Oye, mamá —dijo, cuando su madre se acercó a darle un abrazo—, dile adiós a Joanne de mi parte, ¿quieres? Y a Susunnah. Dile a Joanne que siento irme sin…

—Claro que lo haré —dijo su madre mecánicamente—. Trata de dormir un poco en el tren, Ben Joe.

La abuela le besó de nuevo, con su habitual fuerza crispada, y dijo:

—No compres nada en el tren si puedes evitarlo, Benjy. Nunca se sabe cuánto te van a cobrar de más. Yo sé algo de eso porque era muy buena amiga de Simon McCarroll, que vendía cigarrillos y muñecas Baby Ruths en el tren de aquí a Raleigh hará unos veinte años; solía decirme: «Bethy Jay —me decía—, nunca sabrás cuánto cobran de más en estos trenes», y yo me hacía la respondona y le decía: «Yo diría…» Se interrumpió, mirando al vacío. Tenía la costumbre, cuando alguien se iba, de desviar la conversación hacia otros temas y hacer como que no se daba cuenta de que se iba.

Aprovechándose de la pausa, la madre de Ben Joe le dio unos golpecitos cariñosos en el hombro y se puso enérgica y alegre, como solía hacer siempre en tales ocasiones.

—Estoy segura de que tendrás un buen viaje, Ben Joe —dijo.

—¿Tienes bastante dinero? —preguntó Jenny.

—Creo que sí. Jenny, dile a Susannah que cuide bien mi guitarra, ¿quieres?

—Lo haré. Adiós, Ben Joe.

—Adiós.

Sus hermanas sonrieron y volvieron a su juego de ginrummy. Su madre fue delante de él hasta la puerta principal.

—Tú también se lo dirás, ¿verdad mamá? —le preguntó—. Dile que es una buena guitarra, y que el reloj de arena también es bueno y lo demás también. No dejes que se olvide…

—Oh, Ben Joe.

Se rió y le abrió la puerta.

—Cada cosa se cuidará a sí misma.

—Quizá.

—Todo se resuelve por sí solo, sin importar lo que haga nadie…

Se inclinó a coger la maleta y le sonrió.

—Adiós, mamá —dijo.

—Adiós, Ben Joe. Te deseo que hagas bien el examen.

Empezó a cruzar el porche mientras la puerta se cerraba detrás de él.

Al llegar al otro lado de la calle, se volvió para mirar su casa. Se erguía silenciosa en el crepúsculo, con los miradores iluminados por la amarilla luz de las lámparas del interior y las irregulares ventanas de cristal esmerilado y la roseta brillando aquí y allá contra el indistinto fondo blanco de las tablillas de la fachada. Cuando estaba lejos de casa, y pensaba qué aspecto tendría, nunca se la imaginaba así. La imaginaba como la veía cuando era pequeño un lugar gigantesco, lleno de niños jugando en el césped iluminado por el sol y flores amarillas creciendo en dos líneas rectas a ambos lados del sendero. Ahora, mientras la miraba, intentó grabar en su mente la imagen real. Si sólo la recordase como la estaba viendo ahora, ¿la echaría tanto de menos? No sabría decirlo. Permaneció allí durante unos cinco minutos, pero no consiguió en modo alguno que su memoria registrara la casa. Lo mismo podía haber sido cualquier otra casa de la manzana; podía haber sido la casa de cualquiera.

Se volvió de nuevo y comenzó a andar hacía la estación. La noche se estaba haciendo cada vez más oscura, y le pareció que se le agrandaban y se le enfriaban los ojos en la cara, del esfuerzo por intentar ver. De vez en cuando se encontraba a gente, sola o en parejas, que iban a hacer algún recado después de cenar y, puesto que todavía no era en realidad noche cerrada, casi todos le saludaron alegremente, o por lo menos con un gesto de la cabeza, tanto si lo conocían como si no. Ben Joe les devolvía la sonrisa. A las mujeres mayores que sacaban sus perros a pasear o estaban al borde de los senderos del jardín charlando con sus amigas las saludaba con una profunda inclinación de cabeza, que era casi una reverencia, lo mismo que había hecho su padre antes que él.

Dos niños que jugaban a la rayuela sobre unas líneas de tiza blanca que apenas podían ver se apartaron a un lado para dejarlo pasar. Pisó por las líneas con cuidado para no estropearlas y no habló hasta que el más pequeño, el chico, dijo: ¡hola!

—Hola —dijo Ben Joe.

—Hola —dijo de nuevo el niño.

—Hola —replicó Ben Joe.

—Hola.

—Cállate, tú —susurró su hermana.

—Oh —dijo tristemente el niño.

Ben Joe giró a la derecha en la calle Mayor, sonriendo.

Había unas cuantas personas agrupadas alrededor de la iluminada fachada del cine y vio parejas elegantemente vestidas comiendo uno enfrente del otro en el pequeño restaurante por el que pasó. Justo antes de cruzar para tomar el camino de grava que llevaba a la estación, un enorme viejo de cara colorada y con las orejas protegidas por orejeras se paró a su lado y dijo:

—¿Eres el hijo del doctor Hawkes?

—Sí —dijo Ben Joe.

—¿Te marchas?

—Sí.

—Es curioso —dijo el hombre, meneando la cabeza—. He sobrevivido a mi médico. He sobrevivido a mi médico, quién iba a pensarlo.

Era lo que decía siempre. Ben Joe sonrió y cuando cambió el semáforo, cruzó la calle.

El camino de grava no era más que un sendero gris blanquecino bajo sus pies, pero podía ver lo suficiente para caminar sin problemas. A pesar de ello, avanzaba muy lentamente. Llevaba la vista fija en el horizonte, en donde se veía el edificio de la estación, con sus ventanas naranjas, al lado de la vía. Las vías eran dos meras cintas plateadas que brillaban bajo las altas y curvadas farolas. Alrededor no había más que oscuridad, acentuada de vez en cuando por el oscuro brillo de la trasera de algún coche aparcado. Ben Joe empezó a tiritar. De repente dejó caer la maleta en el suelo y un instante después se sentó encima, con los brazos doblados, y se quedó mirando a la estación, tiritando todavía con tanta fuerza que tuvo que apretar fuerte los dientes. No sabía lo que quería; no sabía si quería que Shelley se reuniera con él en la estación o que no apareciese jamás. Si estaba allí ¿qué le diría? ¿Se alegraría de verla? Si no estaba allí, se subiría al tren y se iría, y entonces sería él la víctima; pero por lo menos habría aclarado algo de una vez y para siempre, y podría volverle definitivamente la espalda. Miró las oscuras ventanas naranjas, todavía lejanas, como si, por medio de alguna señal, pudieran hacerle saber si ella estaba allí y decirle qué hacer al respecto. No hubo ninguna señal. Se le ocurrió una nueva idea: podía esperar un rato, hasta que su tren se hubiera ido, y luego tomar en secreto un tren de cercanías hasta Raleigh y desde allí coger el siguiente tren. Pero ¿de qué le serviría eso? Le vino a la mente la imagen de una cadena de futuras noches de insomnio, pasadas preguntándose si debería o no haber entrado en la estación. Se levantó, cogió de nuevo la maleta y siguió bajando la colina.

El interior estaba caliente y muy iluminado y la sala de espera olía a humo de puro y a revistas baratas. Los más próximos a Ben Joe eran un grupo de hombres de negocios, ruidosos y activos, que iban de un lado para otro en un pequeño círculo cerrado, llamándose con motes unos a otros y pasándose los maletines a la mano izquierda cada vez que se inclinaban a saludar a alguien.

—Perdone —dijo Ben Joe.

Siguieron impidiéndole el paso alegremente, demasiado sólidos y gordos para rodearlos. Cambió de dirección, torciendo a la derecha de ellos y continuando por el siguiente pasillo. Un negro bajito estaba allí de pie, con su familia; el hombre, formal y correctamente vestido para el viaje al norte, estaba contando un pequeño montón de arrugados billetes del dólar. La mujer y los niños estaban inclinados hacia adelante, observándolo con ansiedad; el hombre se humedeció los labios y siguió contando los billetes.

—Perdone —dijo Ben Joe.

El marido se hizo a un lado, todavía contando. Con la maleta en alto y sosteniéndola muy pegada al cuerpo, para no darle a nadie, Ben Joe pasó por su lado y llegó al centro de la sala de espera. Miró rápidamente a su alrededor, por primera vez desde que había entrado en la estación. Sus ojos pasaron por dos marineros y un grupo de soldados y una vieja con una chaqueta de leñador; y entonces vio a Shelley.

Estaba sentada en el extremo más alejado, al lado de la puerta que llevaba a la vía. A sus pies había dos maletas y una cesta de la compra de red negra. Ben Joe dejó escapar el aire, sin darse cuenta hasta ese momento de que había estado conteniendo la respiración, pero no fue hacia ella inmediatamente. Se quedó allí parado, sujetando con las dos manos el asa de la maleta, como si fuera un niño sosteniendo la cartera llena de libros. De repente se sintió como un niño, como el Ben Joe diminuto de mucho tiempo atrás, parado a la entrada de un cuarto de estar abarrotado de gente y consciente de que, tarde o temprano, no tendría más remedio que entrar y saludar a toda aquella gente, pero haciéndose el remolón de todas formas. Puso la maleta a un lado. En ese momento, Shelley miró hacia él, levantando la vista de la punta de sus zapatos de tacón nuevos hacia el centro de la sala de espera, donde descubrió, por puro accidente, la silenciosas y alerta cara de Ben Joe. Ben Joe se obligó a sí mismo a volver a la vida. Cruzó la habitación, sintiéndose pesado y cohibido bajo la mirada de Shelley.

—Hola —dijo cuando llegó a su lado.

—Hola.

Llevaba un vestido que nunca le había visto —una cosa beige plisada y sin cintura—, un sombrero redondo de plumas y guantes del mismo color. Tanto beige, con su pelo rubio oscuro y su cara pálida, hacía que pareciera hecha de una sola pieza, como una estatua esculpida en una sola roca. Tenía el rostro más tenso y forzado de lo habitual y los ojos guiñados para protegerse del brillo de las luces.

—¿Ben Joe? —le preguntó.

Se sentó rápidamente en el asiento de enfrente de ella y dijo:

—¿Qué?

Ella se mantuvo en silencio un instante, concentrándose en alinear las puntas de los zapatos a la misma distancia exacta una de otra. En el espacio que dejó libre su silencio Ben Joe oyó el susurrante sonido del tren, que aceleraba ahora al atravesar el puente del río Dublin Cat y se acercaba por momentos. Los hombres corrieron de un lado a otro en el exterior gritando ordenes; un chico abrió la puerta empujando un carrito de equipaje y los bañó durante unos instantes en el frío y penetrante aire del exterior. Ben Joe se inclinó hacia adelante y dijo:

—¿Qué pasa, Shelley? ¿Qué tienes que decirme?

—He venido en taxi —dijo ella un momento después.

—¿Qué?

—He dicho taxi. Que he venido en taxi.

—Ah. En taxi.

Se puso de pie, con las manos en los bolsillos. En el exterior sonó el silbato del tren, más cerca y fuerte esta vez. Los dos marineros se habían levantado ya y se dirigían a la puerta.

—Ya tengo el billete —dijo Shelley—. Y tengo… espera un momento…

Rebuscó en el bolso beige que tenía a su lado y sacó un talonario azul marino…

—… Cheques de viajero —dijo—. No quiero que me roben el dinero. No hemos hablado de eso, Ben Joe, pero quiero que sepas que voy a buscar trabajo y todo eso, así que el dinero no será pro…

El tren entró con estrépito en la estación con un sonido siseante y aerodinámico y paró con tanto ruido que ahogó las palabras de Shelley. Lo único que podía oír Ben Joe era el vapor y los gritos y, por encima de ellos, la ininteligible y metálica voz de los altavoces. Sheley lo estaba mirando con los ojos claros como el cristal, esperando, y supo, por la expresión de su rostro, que debía de haberle hecho una pregunta.

—¿Qué has dicho? —preguntó cuando se paró el tren.

—He dicho que me preguntaba si todavía quieres que vaya.

Empezó a alinear de nuevo la punta de los zapatos. Lo único que podía ver de su cara eran las pálidas pestañas, formando dos semicírculos sobre las mejillas, y la punta de su nariz. Cuando las puntas de los zapatos estuvieron tan alineadas como era posible, Shelley levantó la vista de nuevo, y de repente, durante un instante, le pareció que podía verse a sí mismo a través de sus ojos —Ben Joe Hawkes—, paseando de un lado a otro delante de ella con las manos en los bolsillos, dirigiéndose, con la más pura inconsciencia, hacia su propio y estrecho mundo, mientras ella lo miraba esperanzada.

—Claro que quiero que vengas —dijo por fin.

Ella sonrió y comenzó inmediatamente a ocuparse de todo, comprobando que tenía el billete en el bolso, levantándose de un salto para empujar todo su equipaje al centro del suelo y quedarse luego mirándolo con el ceño fruncido.

—Nunca conseguiremos meter todo esto —dijo—. He procurado llevarme solo lo imprescindible y dejar el resto para mandarlo más tarde pero…

—Vamos.

Cogió las dos maletas, dejando que ella llevara el cesto de la compra, que parecía lleno de rulos y kleenex, y su propia maleta, menos pesada. Cuando Shelley los cogió, le sostuvo la puerta abierta, y siguieron la irregular hilera de soldados al frío de la noche, hasta el otro lado del andén y por los resonantes escalones hasta el vagón.

—Los pasajeros con destino a Nueva York y Boston suban al vagón de la derecha —gritó alegremente el revisor. Cogió a Shelley del codo para ayudarla a subir los escalones—. Cuidado, señora, cuidado.

Una delgada nube de humo blanco salía de la boca de Ben Joe cada vez que respiraba. Delante de ellos los soldados se detuvieron, mirando los asientos del vagón, y Ben Joe se quedó mirando mitad dentro y mitad fuera, con los brazos rígidos y muy pegados al cuerpo para conservar el calor. Miró la nuca de Shelley. Se le habían escapado unos cuantos mechones de pelo rubio de debajo del sombrero de fieltro, y no podía dejar de mirarlos. Parecían tan reales; podía ver cada uno de los pequeños pelitos. En aquel instante estuvo a punto de tirar las maletas y echar a correr, pero los soldados encontraron sus asientos y pudieron seguir por el pasillo.

El vagón estaba lleno de humo y hacía demasiado calor. Pasaron sus equipajes por delante de polvorientos asientos en los que lo único que podían ver de los pasajeros era la parte de arriba de la cabeza, hasta llegar a los asientos vacíos al final del vagón. Shelley se sentó en el primer asiento libre que encontró, pero Ben Joe le dio en el hombro.

—Sigue —le dijo—. Hay dos sitios uno enfrente del otro al fondo.

Ella asintió, se levantó de nuevo y siguió por el pasillo por delante de él. Resultaba extraño el silencio que reinaba allí después de todo el ruido del exterior. Lo único que oía era el ruido de los periódicos al pasar las hojas y sus propios pasos, y su voz le sonó demasiado alta en los oídos.

Se pararon en el último asiento. Ben Joe subió su equipaje a la red y luego cogió el abrigo de Shelley, lo dobló con cuidado y lo puso encima del equipaje.

—Siéntate —le dijo.

Ella se sentó, obediente, y se trasladó al lado de la ventana. Después de guardar su propio abrigo, Ben Joe se sentó enfrente de ella, frotándose las palmas de las manos contra las rodillas para hacerlas entrar de nuevo en calor.

—¿Estás cómoda? —preguntó.

Shelley asintió con un gesto. Su rostro no tenía ya la mirada tensa, y ahora parecía serena y despreocupada. Limpió el vaho de la ventana con un dedo enguantado y se quedó mirando al exterior, observando a la gente que permanecía de pie bajo la luz de las lámparas.

—La señora Fogarty ha venido a despedir a alguien —dijo un momento después—. Te acuerdas de la señora Fogarty, ¿verdad?; tiene al marido en esa casa de salud de Patern y todos los años le hacen una fiesta de cumpleaños sólo con arroz silvestre y pastel de cumpleaños, porque son las dos únicas cosas que le gustan. No debe de habernos visto. Si nos hubiera visto, ya no estaría aquí; se hubiera ido corriendo a contarle a…

Se paró y se volvió hacia él, juntando las palmas de las manos.

—¿Qué ha dicho tu familia? —preguntó.

—No se lo he dicho.

—Bueno, ¿cuándo vas a decírselo?

—No lo sé.

Shelley frunció el ceño.

—¿No te va a resultar desagradable tener que decirles que hemos hecho una cosa así tan furtivamente?

—No les importará —dijo.

—Bueno. Todavía no me creo que vayamos a hacerlo, de alguna manera.

Ben Joe dejó de frotarse las manos.

—¿Quieres decir que te parece menos real que de costumbre? —preguntó.

—No entiendo lo que quieres decir —dijo ella—. No es habitual para mí casarme.

—Bueno, ya lo sé, pero…

Renunció a explicarlo y se reclinó de nuevo en su asiento, pero Shelley seguía aún mirándolo con cara de extrañeza.

—Lo que quería decir —prosiguió—, es que si te resulta más difícil creerte una cosa ahora que la semana pasada.

—Bueno, no.

Él asintió, no enteramente satisfecho. ¿Qué pasaría si al casarse con Shelley ella terminara por volverse como él, incapaz de darse cuenta de la realidad de las cosas y del paso del tiempo? ¿Y si fuera una enfermedad contagiosa, de forma que muy pronto Shelley anduviera también dando tumbos por ahí, despistada e incapaz de centrarse en nada, y diciendo que eso era todo? La miró, asustado. Shelley le sonrió. Tenía la pintura de labios corrida y descolorida, y sólo los bordes eran todavía de un rosa brillante, y las pestañas eran blancas en las puntas. Le devolvió la sonrisa y se relajó sobre los cojines.

—Cuando lleguemos —dijo— buscaremos un apartamento para instalarnos.

Ella sonrió feliz.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Siempre he leído muchas revistas de decoración y recuerdo todos los consejos que daban para decorar la casa. Coges un pedazo de madera, por ejemplo, y le aplicas un espray de purpurina…

El tren arrancó. Dio un pequeño tirón y luego empezó a salir lentamente de la estación hacia la oscuridad, y las pequeñas luces de la ciudad empezaron a parpadear, alejándose por la negra ventana.

—Me he comprado un vestido blanco —estaba diciendo Shelley—. Sé que es una tontería, pero me apetecía. ¿Crees que es una tontería?

—No, no. Creo que está bien.

—Aunque no vayamos mas que a un juzgado, quería vestir de blanco. Y no me importa ir a un juzgado…

El restaurante barbacoa Petersoll, con su brillante anuncio de neón en forma de un cerdo con el rabo retorcido, pasó por delante de la ventana. A continuación ocupó su lugar el cine al aire libre para coches, en el que Ava Gadner se erguía tan cerca de la cámara que en la pantalla sólo cabían su sonriente boca púrpura y sus entornados ojos. Luego también ella se desvaneció. Enfrente de Ben Joe, apoyada entre la esquina de la pared y el respaldo del asiento, Shelley bostezó y cerró los ojos.

—Los trenes siempre me dan sueño —dijo.

Ben Joe puso los pies encima del asiento de al lado de Shelley y se echó hacia atrás, observando su cara. Su piel parecía fina como el papel y demasiado blanca. De vez en cuando los párpados de venas azuladas se le agitaban un poco, sin llegar a abrirse, y un extremo de la boca se le contraía. La miró atentamente, a pesar de que también a él empezaban a pesarle los párpados con el somnoliento traqueteo del tren. ¿En qué estaría pensando tras la oscuridad de sus párpados?

Tras de sus propios párpados, el futuro se extendía como una larga y mullida alfombra, tan real como lo habían sido el pasado o el presente. Sabía con absoluta exactitud la cara de asombro que pondría Jeremy y la mirada de ansiedad de los ojos de Shelley cuando llegaran a Nueva York. Y el nerviosismo de la boda, que lo avergonzaría hasta lo más profundo de su ser, y el pequeño y cuidado apartamento donde Shelley estaría siempre esperándolo, como su propio trocito de Sandhill trasplantado, preguntándole qué le pasaba si se portaba de forma diferente a los maridos que aparecían en las revistas del hogar, pero amándolo de todas formas, a pesar de todo. Y luego un año tras otro, con Shelley haciéndose más vieja y más pequeña, pareciéndose cada vez más a su madre, conociendo ya para entonces todas sus costumbres y sus más pequeños secretos, y despertándolo por la noche, cuando lo asaltaran las pesadillas, para acunarlo y consolarlo hasta que volviera a dormirse de nuevo, separándose de los delgados y cálidos brazos. Y quizá incluso hasta tuvieran un niño, un niño de redondos ojos azules y pies pequeños e inquietos al que Shelley taparía por las noches, arrullándolo a él también. Ben Joe los observaría, como lo estaba haciendo esta noche, velando por ellos en compensación por todas las cosas apresuradas e irreflexivas que pudiera haber hecho. Se removió en su asiento, pensando. ¿Qué futuro podía ser una certeza? ¿Quién sabía cuántas personas, miríadas de personas que había conocido y a las que había amado, podían yacer bajo la superficie de la persona única, de rostro suave, que amaba ahora?

—Billetes, por favor —dijo el revisor.

Ben Joe le tendió su billete y luego alargó la mano y cogió con cuidado el billete del bolso de Shelley. El revisor le cortó un trozo a cada uno de ellos, balanceándose por encima de Ben Joe.

—No tendrán que cambiar —dijo.

Ben Joe se quitó la chaqueta del traje y la dobló en el asiento a su lado. Volvió a colocar los pies en el asiento de enfrente y se tumbó todo lo que pudo, con las manos en el estómago, para poder descansar sin quedarse dormido del todo. Pero sus ojos insistían en dormirse; los abrió de par en par y sacudió la cabeza para despejarse. Shelley se dio la vuelta hacia el pasillo, y él fijó los ojos en ella con determinación, montando guardia todavía. Se le cerraron los ojos y la cabeza le cayó para atrás en el asiento.

En el instante antes del sueño, con la mente libre y dando vueltas en espiral, vio a Shelley y a su hijo como dos blancas figuras bailando en los confines de su mente. Se quedaron quietas un instante, inmóviles y obedientes delante de sus ojos vigilantes, y luego se pusieron de nuevo a bailar y él las dejó ir; sabía que tenía que dejarlos. Una parte de ellos estaba lejana y cerrada para él, tan inalcanzables como sus propias hermanas, tan impenetrables como la casa en la que había nacido. Incluso su mujer y su hijo eran así. Incluso Ben Joe Hawkes.

La cabeza le cayó a un lado mientras dormía, y el amarillo de su pelo se esparció sobre el polvoriento tapizado. El revisor pasó de largo, silbando, y el tren siguió deslizándose ruidosamente por la vía.