Gary —dijo Ben Joe—. Oye, Gary. Despierta, ¿quieres?
Odiaba despertar a la gente. Su abuela le había dicho después de desayunar que no era bueno para la gente dormir hasta la tarde, y sobre todo no en medio del cuarto de estar, y que era asunto suyo asegurarse de que Gary se levantara, pero Ben Joe lo había estado retrasando toda la mañana. Ya eran casi las once; se había pasado la última media hora silbando alto por toda la casa y dándole patadas a los muebles en el recibidor, pero Gary todavía estaba pacíficamente dormido con la boca abierta.
—Eres peor que Joanne —le dijo Ben Joe al pecoso rostro.
—¿Gary?
Gary abrió los ojos, de una azul opaco, y miró a Ben Joe.
—¿Hmm? —dijo.
Ben Joe se sintió avergonzado de inmediato, al sentirse pillado mirando la intimidad del rostro dormido de un hombre.
—Eh, ¿te gustaría desayunar algo?
—No estaría nada mal —dijo Gary.
Era sorprendente lo pronto que se espabilaba. Se incorporó y sacó las piernas del sofá, increíblemente largas y enfundadas en el pijama, mientras se rascaba la cabeza.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Alrededor de las once.
—Oh, cielos.
Alargó la mano en dirección a la desvaída bata azul que había a los pies de la cama y se puso de pie para ponérsela.
—Es una vergüenza —dijo, sonriendo feliz—. Debería haberme levantado hace siglos. ¿Qué pasa en esta casa por las noches? He estado toda la noche oyendo como si fueran ratones por encima de mi cabeza, yendo de un lado para otro como locos. Se fueron tan temprano a la cama que creía que era una familia amante de la paz. Y luego descubro que, por lo visto, no se van a la cama en absoluto, o eso parece; sólo hacen una pausa para irse arriba y continuar donde lo habían dejado, dando portazos a las puertas y yendo de visita de un lado para otro. Yo, por mi parte, siempre he pensado que el sueño es un invento maravilloso. No es que no me guste estar despierto, por supuesto. Pero cuando me despierto por la mañana, siempre pienso, chico, sólo catorce horas más y ya puedes volverte a dormir de nuevo. Me gusta ver las sábanas abiertas y esperando y las almohadas mulliditas para poder meterme de un salto en la cama. Y nunca sueño, porque distraería mi mente del sueño puro, por así decirlo…
Estaba metiendo los brazos en la bata y atándosela y a continuación doblando la ropa de cama conforme hablaba, parándose de vez en cuando para hacer un amplio ademán con la mano. Había algo de fascinante en aquella charla incesante. Era igual a como se había comportado la noche anterior —grande y grácil, siempre en el centro de la habitación, charloteando alegremente en una corriente continua que dejaba a sus oyentes virtualmente sin habla—. Ni siquiera a Ben Joe, que había sido un charlatán incurable cuando era pequeño y una vez había perdido una apuesta con su familia de que podía estarse completamente callado durante quince minutos seguidos, podía encontrar el momento para interrumpirlo.
—Y no es que me queje —estaba diciendo Gary—. Sólo que creo que merece la pena comentarlo, simplemente. Llevo años sorprendiéndome con Joanne, preguntándome de dónde había sacado sus costumbres. Tienes que admitir que son un poquito extrañas. Es la única madre que conozco que no hacía más que despertar a la niña, en lugar de que la niña la despierte a ella. Y que haga batidos de chocolate en una batidora Waring a las dos de la mañana. ¿Pero dónde —pensaba cuando me despertaba y la oía silbar, y la batidora funcionando y los platos haciendo ruido—, dónde demonios ha aprendido a vivir así? Bueno, estoy muy contento de conocer a tu familia, Ben Joe. Es bueno veros.
Extendió una mano larga y huesuda y Ben Joe, cogido de sorpresa, la miró fijamente un instante y luego la estrechó.
—Eh, ¿qué tal ese desayuno? —preguntó.
—Desde luego —dijo Gary.
—Te lo traeré.
Ben Joe salió huyendo. Se alegraba de irse a la cocina; Gary era mucho mejor de lo que se había imaginado, pero al mismo tiempo no se sentía cómodo en su presencia. No era capaz de darle la bienvenida, ni de decirle que se alegraba de conocerle, ni dar ninguna otra respuesta a toda aquella muestra de amistad, tan alegres como las de un cachorrillo, porque Gary estaba demasiado ocupado hablando para oírlo. ¿Dónde lo habría conocido Joanne? Echó un huevo en la sartén y se quedó mirando por la ventana, tratando de recordarlo, pero le pareció que Joanne nunca lo había contado. Se había limitado a decir que se había casado. Bueno, Joanne nunca había sido de las que cuentan mucho de su vida privada. Sus cartas estaban llenas de cosas como cuánto costaba la lana en Kansas hoy en día y qué películas habían visto y lo gruñón que era el pediatra de Carol. Toda la familia escribía igual cuando estaba fuera; seguramente sería por el hecho de que Jenny era la escritora oficial de cartas. ¿Qué otra cosa se podía contestar a una carta de Jenny que no fuera el precio de la lana en Kansas? A pesar de eso, Ben Joe siguió preguntándose dónde había conocido Joanne a Gary. Rompió el segundo huevo encima de la sartén y fue al frigorífico a por el zumo de naranja.
Gary apareció justo en el momento en que estaba listo su desayuno, frotándose las manos. Llevaba una camisa de cuadros que contrastaba con su pelo y un par de pantalones de pana y parecía exuberante.
—Chico, chico —dijo—. Me encanta desayunar mucho. ¿Te han dicho lo que tomamos anoche antes de acostarnos? Pizza. Una pizza enorme con todo tipo de cosas. ¿Has visto a Joanne?
—Ha salido —dijo Ben Joe—. A la ciudad, creo.
Se aclaró la garganta.
—Me estaba preguntando dónde os conocisteis tú y Joanne.
—Oh, estaba saliendo con un compañero mío. Cuando estaba en los marines, en el este. Era una de esas tías que sale mucho. Bailó prácticamente con todo el mundo en aquel baile y yo fui uno de ellos. Lograr conservarla a mi lado fue un poco más difícil que conseguir bailar un solo baile con ella. Y no le gustó que en la vida civil fuera vendedor. Decía que los vendedores sonríen siempre, incluso cuando no les apetece, así que cómo iba a poder confiar en mí. No hacía mas que repetir eso, que cómo iba ella a confiar en mí. Y además pensaba que no tenía modales. ¿Has visto alguna vez los pies de Joanne?
—¿Qué?
—Los pies. ¿Se los has visto alguna vez?
—Claro que sí —dijo Ben Joe—. Siempre está descalza.
Gary asintió y se metió medio huevo frito en la boca.
—Por eso —dijo con la boca llena—, tienen el aspecto que tienen, quiero decir. El resto de su persona es mas bien esbelta, pero los pies son anchos, lisos y morenos, como los de una gitana quizá, o los de una campesina. Siempre me han gustado sus pies. La primera vez que vio a mi madre llevaba sandalias abiertas y el pelo recogido muy alto y yo me sentía tan orgulloso de ella que dije: «Mamá, ésta es Joanne Hawkes. ¿Ves que pies de campesina tiene?» Y cuando nos quedamos solos de nuevo, tenías que haber visto qué pelea. No hacía más que decir: «Nunca he sentido más vergüenza en mi vida; ¡mira los pies de campesina, los pies de campesina!» Y me dio una patada en el tobillo con uno de sus pies de campesina tan fuerte que todavía la siento si pienso un poco en ella. Por eso dice que tengo malos modales. Por eso y por la manía de abrir las puertas. Estoy de acuerdo en abrirle la puerta del coche a una chica cuando entra, no creas. Pero cuando sale, bueno, la chica se queda sentada como una tonta sin hacer nada, mientras tú te bajas y le das la vuelta al coche…
Alargó la mano hacia la jarra de crema y Ben Joe, fascinado, se la tendió mientras seguía mirando fijamente la cara de Gary.
—Así que —dijo Gary—, me fui el fin de semana a pescar en un bote llamado Sagacity con un compañero de Norfolk. Me figuré que no serviría de nada quedarme. Joanne dijo que no confiaba en mí ni para ir a la vuelta de la esquina y luego fue y aceptó cinco citas para ese fin de semana. Así era Joanne en aquel entonces: parece que le gustaba atraer a la gente a su alrededor. Una vez que lo conseguía, parecía que olvidaba de lo que pensaba hacer con ellos. Pero si se te ocurría alejarte, allí estaba ella para atraerte a su corte de nuevo. Así que cuando se enteró de que me había ido, hizo que llamaran por radio al Sagacity para que regresase. Era sábado. No dejaron de llamar al Sagacity pero hubo un pequeño fallo: era un bote prestado y yo y mi compañero pensamos que se llamaba Saga City. No relacionamos los dos nombres, ¿comprendes? Suenan muy distintos. Así que el hombre le dijo a Joanne que no había respuesta y que no sabía cuál podía ser el problema, y ella se puso a llorar y todo, y cuando se aclaró todo el lío ya estábamos nosotros en tierra firme de nuevo y Joanne se me abrazó al cuello y dijo que se casaría conmigo. Fue un gran día —dijo.
Ben Joe asintió, con la boca abierta. Gary dejó el tenedor en la mesa y se columpió con facilidad en la silla de la cocina.
—Así que nos casamos y nació Carol. ¿Has llegado a ver la primera foto que le sacamos?
—Está por ahí en algún sitio ahora mismo —dijo Ben Joe.
—Bueno, me alegro. Es una foto muy buena, creo. Esperaba que vosotros pensaseis eso también. Siempre me pregunté por qué no vino tu madre cuando nació Carol, o quizá una de tus hermanas. Es la costumbre, como si dijéramos. Pero no vino nadie.
—Bueno, de todas formas, nos alegramos de saberlo —dijo Ben Joe.
—¿De verdad? —dijo Gary con cara de felicidad.
—Ehh… —dijo Ben Joe.
Se inclinó hacia adelante para apoyar los codos en la mesa. Había una larga serie de preguntas que deseaba hacer, como, por ejemplo, por qué estaba Joanne allí en aquel momento, o por qué estaba el mismo Gary allí; pero no soportaría ver cómo la cara de felicidad de Gary adoptaba una expresión cerrada y ofendida. En el pequeño instante de silencio oyó como se abría la puerta y se acercaban unos zapatos de tacón, con los pequeños pasos de un bebé a su lado. Miró a Gary para ver si él también los había oído, pero Gary estaba perdido en algún pensamiento propio. Los tacones subieron las escaleras, y Ben Joe los siguió con la imaginación hasta el dormitorio de Joanne.
—Me gustaría tener muchos niños más —dijo inesperadamente Gary—. Docenas de niños. Me gustan los niños. Joanne cuida demasiado de uno solo. Necesita un montón más. No hace más que decir que Carol tiene que sentirse segura, que no tiene que tener ninguna duda de que la quieren. Pero con eso lo único que hace es poner nerviosa a Carol siguiéndola a todas partes mientras lee libros de psicología. Quiere saber qué tipo de pesadillas tiene. Yo le digo que la deje tranquila, los críos crecen bien por sí solos. Pero eso es típico de Joanne. Una vez se metió en una obra del Pequeño Teatro cuando estábamos en Kansas y tenía que aprenderse un montón de líneas y se puso toda preocupada. ¿Y qué hizo en vez de respirar hondo y ponerse a aprendérselas? La noche antes del estreno le pregunté que si se sabía el papel y me dijo que no, que todavía no, pero que casi se había terminado ya un libro que se titulaba «Cómo desarrollar una super-memoria». Si eso no es típico de ella…
Sonrió mirando al plato y luego se puso las manos detrás del cuello y se quedó mirando al techo.
—Al principio hacía lo mismo conmigo —dijo—. Me seguía a todas partes leyendo libros sobre el matrimonio. Pero cuando nació Carol se fue por otro camino, como si dijéramos. Suele suceder. Así que cuando estaba demasiado ocupada con Carol, yo me iba a jugar a los bolos con los amigotes o me ponía a ver la televisión. Y Joanne empezó a sentirse mal, a decir que era culpa suya y que estaba haciendo que la casa me resultara fría. La primera vez que dijo eso fue durante una ola de calor. Apenas si se podía ver porque la atmósfera vibraba del calor. «¿Fría?» —le dije—. «¿Fría? Cielo, si me enfrías la casa te amaré para siempre», pero a Joanne no le gustó la broma. Carol estaba andando a gatas por encima de la mesa con el pañal de goma y Joanne la cogió y le dio un azote sin ninguna razón y luego empezó a llorar y dijo que la historia se estaba repitiendo a sí misma. ¡Ja! ¿Tú crees que la historia se repite a sí misma, Ben Joe?
—Bueno, no exactamente —dijo Ben Joe.
—No, lo digo en serio. ¿Lo crees?
—No —dijo Ben Joe—. No me creo que la historia vaya a ninguna parte, mucho menos que se repita a sí misma.
Gary encendió un Chesterfield ligeramente doblado que había sacado del bolsillo de la camisa. Se estaba divirtiendo ahora, tan inmerso en su historia como si la estuviera viendo desarrollarse ante sus propios ojos allí mismo, en el techo de la cocina, sin mirar ni una sola vez a Ben Joe.
—Por supuesto que ella se refería a vuestra historia, la de todos vosotros —dijo—, que es tan confusa que nunca he conseguido entenderla y ni siquiera lo intento. No merece la pena a estas alturas. Pero sea como fuere, no tiene nada que ver con nosotros y la casa de Joanne no era una casa fría, no. Pero a Joanne se le meten ideas en la cabeza. Y un día se levantó y se fue. Bueno, no sé por qué. Pero aquí estoy, dispuesto a conseguirla. Yo siempre digo —dijo, mirando de repente a Ben Joe— que no tiene sentido portarse como si no echaras de menos a una persona si la echas de menos. No se consigue que vuelvan fingiendo que no los aceptarías aunque se arrastrasen a tus pies.
—Espero que lo consigas —dijo de repente Ben Joe—. Recuperarla, quiero decir.
—Gracias, Señor. Gracias. Tenéis una casa realmente agradable. ¿Has nacido aquí?
—Sí.
—Me lo imaginaba. Siempre he querido venir a visitaros. Joanne habla a veces de esta casa cuando está descansada y deja que su mente vague sin rumbo. Habla de las cosas que pasan aquí en un solo día. Es realmente fascinante oírla. Habla de tu padre y de cómo la gran ilusión de su vida era ir a Nashville, Tennessee, y ver a los auténticos cantantes de música «country», lo mismo que otra gente quiere ir a París, sólo que nunca llegó a ir…
—Había olvidado eso —dijo Ben Joe.
—Pues Joanne, no. Está llena de cosas. Sé cosas de cuando tus padres estaban recién casados y él apostó con ella a que sería la primera en retirarse en una caminata de quince millas a, a…
—Burniston —dijo Ben Joe.
—A Burniston, eso es. Sólo que ninguno de los dos se retiró, los dos consiguieron llegar, pero lo que hizo que tu padre se enfadara de verdad fue que toda la ciudad de Sandhill los siguió por curiosidad y ninguno de ellos se retiró tampoco… Ja, ja…
Echó la cabeza hacia atrás, con la boca abierta y sonriente de puro gozo, y Ben Joe no tuvo más remedio que devolverle la sonrisa.
—Y que tú eres el único chico en Sandhill para el que hicieron una ley especial prohibiéndote silbar en la zona residencial por lo mal que lo hacías. Y los bocadillos de galleta de Susannah, hechos con dos trozos de pan y una galleta en medio…
—¿Te ha contando Joanne todo eso?
—Sí.
Ben Joe se quedó callado un momento. Por primera vez se imaginó a Joanne casada realmente, contándole a otra persona todo lo que había observado en una vida entera y dándole a ese alguien trozos de su mente que nadie sabía siquiera que existieran. ¿Qué trozos, se preguntó, le daría él a Shelley (si es que había alguno que darle)? ¿Y cómo lo hacía uno? ¿Sencillamente se tumbaba y le contaba lo primero que se le ocurriera en cuanto se le ocurriera, quitando el filtro que siempre tenía allí y que evitaba que se supieran todos los pensamientos inútiles y secretos? Pero ¿cómo podía ser eso un regalo para ella? Frunció el ceño, concentrado, y repasó el mantel una y otra vez con la uña del dedo gordo.
—Yo fregaré —dijo Gary.
Había cosas que Ben Joe no quería contar; no le importaba que fuera su mujer. No quería contarle todo lo que sabía de su familia, por ejemplo, la manera de actuar de Joanne. O sobre las pequeñas cosas sin sentido y encerradas en si mismas sobre las que siempre se estaba preguntando, como, por ejemplo, si fueras una hormiga, cómo de grande te parecería el óxido de una sartén, o si podrías realmente ver las moléculas a tu alrededor; y por qué un tren iluminado por la luz del sol no la conservaba cuando se metía en un túnel, como hacía el mundo al anochecer, de forma que era como un pequeño tren lleno de luz deslizándose a toda velocidad por la oscuridad, como un acuario iluminado; cosas inútiles como las que pudiera pensar un niño y de las que Ben Joe no parecía haberse desprendido al crecer. ¿Qué le diría Shelley si supiese todo eso?
—¿Me has oído? —dijo Gary—. He dicho que yo fregaré.
Ben Joe puso en orden sus pensamientos.
—No —dijo—, la abuela se pone furiosa si lo hacemos. Dice que el tiempo que emplea fregando los platos es el único que tiene para pensar.
—¿Estás seguro?
—Seguro.
—Bueno, entonces…
Por primera vez desde que Ben Joe lo conocía, alguien consiguió interrumpir a Gary. Fue la abuela, gritando a todo pulmón desde algún lugar en la parte delantera de la casa:
suave como las voces de los a-ángeles…
—Qué demonios —dijo Gary.
Apartó la silla de la mesa arrastrándola y se puso de pie para ir hacia donde sonaba el ruido, con Ben Joe siguiéndole sin rumbo tras él. Encontraron a la abuela en el estudio, de pie en medio de la habitación, con la cabeza echada para atrás y los brazos extendidos como los de un espantapájaros, gritando a pleno pulmón:
susurrante es-pe-e-e-ran-za
da da da da da…
Delante de ella estaba Carol, sentada en la mecedora meciéndose como una loca. Los piececitos le sobresalían tiesos por delante y tenía la cabeza inclinada para poder echar el peso hacia adelante.
—No estás escuchando —le dijo la abuela.
Dejó caer los brazos y dio la bienvenida a Gary y Ben Joe.
—Le estoy enseñando «Susurrante esperanza».
—¿Para qué? —preguntó Ben Joe.
—¿Cómo que para qué? Todas las niñas deberían saber algo parecido. Para que puedan salir a cantarlo vestidas con un bonito pichi con lacitos como el que lleva ahora —eso es lo que me lo ha recordado— antes de servir los refrescos el domingo por la tarde cuando llegan las visitas. Todas tus hermanas saben cómo hacerlo. Joanne solía recitar «Mi juventud perdida», de Longfellow, y luego Susannah cantaba «Susurrante…»
—No me acuerdo de tal cosa —dijo Ben Joe.
—Bueno, en realidad nunca llegamos a hacerlo delante de invitados. Tu madre no lo permitió. Pero teníamos nuestras propias fiestas privadas, como si dijéramos.
—Bueno, me voy —dijo Ben Joe.
Pero detrás de él, mientras se iba, Gary estaba diciendo:
—Es una idea estupenda. ¿Se sabe «Mi corazón pertenece a papaíto»? Me gustaría…
Ben Joe subió las escaleras de dos en dos y cruzó el recibidor hasta la puerta de Joanne.
—¿Joanne? —llamó.
—¿Quién es? ¿Eres tú, Ben Joe?
—Sí. ¿Puedo entrar?
—Claro, supongo que sí.
Abrió la puerta. Joanne estaba mirándose en el espejo de cuerpo entero que había en la puerta del armario. Llevaba uno de los vestidos rojos de gitana que solía ponerse cuando iba a la escuela secundaria y que se había quedado en el armario porque se había descolorido por las costuras. Descolorido o no, era todavía de un tono rojo mucho más brillante de lo que Ben Joe estaba acostumbrado a ver últimamente. Parpadeó, y Joanne se rió y se volvió a mirarlo.
—Lo encontré colgado ahí —dijo—. Había olvidado que lo tenía. ¿Te acuerdas de cuando solía ponérmelo?
—Claro que me acuerdo —dijo Ben Joe—. Te lo estuviste poniendo hasta que te fuiste de casa.
—Me había olvidado por completo de él.
Se volvió una vez más hacía el espejo y a continuación dejó de sonreír y se sentó de golpe en la cama, con los hombros caídos.
—¿Querías algo? —preguntó.
—Bueno… no.
—¿Se ha levantado Gary?
—Sí.
Se sacó las manos de los bolsillos y fue a sentarse en la mecedora enfrente de ella.
—¿Te gusta? —preguntó Joanne.
—No está mal.
Parecía que no existieran palabras que pudieran llenar el silencio. Ben Joe se levantó de nuevo y vagó sin rumbo por la habitación. Se paró ante la cómoda y empezó a rebuscar en una bandeja de plata situada bajo el espejo, llena de todo tipo de cosas, como sellos hechos un rollo, clips de papel y bolitas de pelusa.
—Oye —dijo— aquí está mi cortauñas.
—Cógelo.
—Puedo probar que es mío. ¿Ves esta pequeña etiqueta de la cadena? La conseguí de una marea de cereales cuando tenía unos doce años. Tiene el año y la…
—Cógelo, por Dios santo.
Joanne encendió un Salem y tiró la cerilla en dirección a la ventana.
Con el cortauñas en el bolsillo, Ben Joe se dirigió de nuevo a su asiento, sin tener todavía nada que decir.
—Lo he estado buscando por todas partes —dijo por fin—. También tiene un bollo en la parte de la lima, donde Jenny lo mordió cuando sólo tenía…
—¡Ben Joe!
—¿Qué?
—Nada —dijo después de un instante.
—Bueno, entonces ¿para qué has dicho Ben Joe?
—Por nada.
—Parece un poco extraño —dijo— gritar ¡Ben Joe! a voz en cuello sólo para dar conversación. Hasta yo puedo pensar un tema mejor que ése si qui…
—¿Estás tratando de enfadarme?
—Bueno, quizá sí.
Se miró las uñas.
—Sí —dijo tras unos instantes—. Me gusta. Sí, me gusta. Gary, me refiero.
—¿De verdad?
—Sí.
Alzó la vista, vio que estaba esperando que continuase y volvió a mirarse las uñas.
—Ha venido hasta aquí a por ti —dijo por fin—. Eso ya es algo.
Joanne dejó escapar una enorme nube de humo y asintió con la cabeza. Todavía parecía estar esperando que dijera algo más, pero no se le ocurría nada más que decir. Cuando vio que había terminado de hablar, se levantó y fue a sentarse delante de la cómoda, todavía sin hablar. Puso el cigarrillo en un cenicero de cristal y empezó a deshacerse el moño.
—Si pudiera organizarme —dijo—. Nunca he creído en ir hacia atrás en lugar de hacia adelante.
Ben Joe levantó la vista para mirarla. De repente supo, sin que se lo dijera, que ya había decidido lo que iba a hacer respecto a Gary. Podía adivinarlo por su rostro, medio feliz medio avergonzado de tener que anunciar que ella era tan reversible como todos. Casi podía leer sus pensamientos, y cómo intentaba imaginarse la mejor manera de decirlo con delicadeza.
El pelo le cayó hasta el cuello en un pequeño lío. Puso las horquillas en un salvamantel de porcelana y cogió el peine y empezó a pasárselo por el pelo. El vestido rojo la hacia diferente —pensó Ben Joe—. La convertía en la misma Joanne de siempre, hasta el mismo pelo oscilante, que movía con un pequeño y coqueto movimiento del cuello. Y aquél podía haber sido cualquier día de hacia siete años: Ben Joe en la silla, observando como se arreglaba para salir, el viejo Ben Joe, gracioso y gruñón, diciéndole que debería empezar a volver más temprano; y Joanne, delgada y rápida de movimientos, y vagamente insatisfecha enfrente del espejo oval. En cualquier momento entraría una de las niñas (todavía las llamaban «las niñas» en aquel entonces, no «las chicas») a mirar también. Salir era entonces algo misterioso y excitante, algo que solo le estaba permitido hacer a Ben Joe, a Joanne y a Susannah; y a las otras siempre les gustaba venir a los preparativos. Se sintió triste de repente, pensando en ellas, como si en vez de haber crecido y continuar en aquel mismo lugar, hubieran muerto, y sólo ahora se diera cuenta de ello. Se imaginó a todas las niñas formando un círculo en el suelo, recién bañadas y listas para irse a la cama (tenía que haber sido por la tarde, entonces), mirando todas al espejo para ver los milagros que Joanne hacía con su cara. Joanne estaría hablando con rapidez, tomándoles el pelo a las niñas sentadas a su espalda y poniendo aquella sonrisa picara mientras se miraba el rimmel en el espejo: «Oh, sólo voy a salir con el viejo Kim Laurence. Creo que será mejor que me quede en casa y deje ir a la nenita en mi lugar. ¿Me oyes, Tessie?» Se volvería y le haría una mueca a Tessie, que sólo tenía tres años y estaba ya medio dormida en el regazo de una de las gemelas. Anda que no se sorprendería Kim Laurence cuando viera aparecer a su chica en un cochecito de niño. O: «Os diré con quién voy a salir esta noche: Con Quality Jones. Con Quality Jones, sí señor, y me va a llevar a un club nocturno de Nueva York y además es un conversador realmente fascinante. Lo único que dice es ¿Qué hora es, Joanne?, y yo le digo: Si llega a amanecer, me encantará decírtelo.»
La imagen de la auténtica Joanne, siete años más vieja, osciló en el espejo. Ben Joe inclinó la cabeza y se pasó el dedo índice por los párpados, suavemente, sólo lo bastante para refrescarlos, pero los músculos de la garganta siguieron calientes y doloridos, del esfuerzo por contener todas aquellas lágrimas que amenazaban con estallar sin ninguna razón aparente.
—¿Te duele la cabeza? —preguntó la cara del espejo.
Ben Joe asintió en silencio.
—Te traeré una aspirina.
Se puso de pie y se fue hacia la puerta. Cuando estaba justo enfrente de él se paró —para mirarlo, se imaginó—, pero no dijo nada y, un instante después, había salido.
Estuvo fuera el tiempo suficiente para que él se incorporara y estuviese silbando bajito una pequeña melodía antes de que volviera a entrar.
suave como las voces de los a-ángeles…
silbó. En el piso de abajo, la voz de la abuela, que llegaba fuerte y tan sólo un poco deformada tras pasar a través de tres puertas cerradas, le acompañaba.
—Aquí tienes —dijo Joanne.
Le tendió una aspirina con un vaso de agua.
—Gracias —dijo alegremente.
Se tragó la pastilla con un sorbo de agua y dejó el vaso en el suelo, al lado de la silla. Tenía el ceño fruncido ahora y las manos fuertemente apretadas una contra la otra, tratando de pensar en alguna manera de ayudar a Joanne a decir lo que quería decir.
—Eh, si por casualidad cambiases de opinión sobre lo de irte de Kansas… —dijo.
Se interrumpió, esperando, sin darse cuenta de que lo hacía, a que Joanne lo interrumpiera, pero no lo hizo.
—Si por casualidad lo hicieses —dijo por fin—, no creo que yo lo considerara ir hacia atrás en lugar de hacia adelante. A veces un sitio no es el mismo cuando una persona regresa de nuevo a él, o es la per…
Aquella pequeña mente interior suya que estaba siempre analizándolo, como si fuese un individuo distinto e independiente de sí mismo, se estremeció. Ben Joe asintió y se quitó mentalmente el sombrero en señal de saludo; la mente separada le devolvió el gesto y se retiró.
—… sona la que no es la misma —concluyó.
—Ya —dijo Joanne.
Estaba mirando mirándose las manos, portándose como si aquélla fuera una idea completamente nueva, que necesitara tiempo para sopesar.
—No sé —dijo por fin.
Su voz sonaba aliviada y contenta.
—Eso es algo que hay que meditar, supongo…
Ben Joe se puso de pie.
—Gracias por la aspirina —dijo.
—No hay de qué. Adiós.
—Adiós.
Saludó de nuevo, esta vez de verdad, y se fue, cerrando la puerta tras de sí con un suave «click».