Aún no había amanecido cuando Ben Joe traspasó de nuevo la verja del jardín de su casa. La noche estaba en ese instante en que el aire parece estar compuesto de millones de motitas de polvo en constante movimiento, y aunque veía perfectamente, los bordes eran borrosos y los objetos parecían planos y oscuros, como una fotografía apenas teñida. Su casa se erguía ante él sin expresión. Si estuviera pasando de largo en un coche a esta hora, miraría la casa durante un segundo y envidiaría a la gente que estuviera en su interior, imaginándoselos pacíficamente dormidos en la silenciosa oscuridad. Incluso ahora los envidiaba, en cierta forma. Tenía los ojos irritados de pasar una mala noche y pensó en sus hermanas, acostadas en sus blancas y limpias camas, bajo las ventanas protegidas con cuidadas cortinas, probablemente sumidas en un sueño profundo y sin pesadillas. Pero, puesto que no era un simple extraño que pasara por allí, se paró ante la verja y miró la casa con más atención de lo que ningún extraño lo hubiese hecho. Era una casa de aspecto cerrado y secreto. De día, sobre todo en verano, la casa dejaba traslucir sus secretos despreocupadamente y adoptaba un aire abierto y alegre; la puerta de tela metálica daba innumerables portazos y las chicas, vestidas en tono pastel, servían limonada a los jóvenes que se apoyaban tranquilamente en la barandilla del porche, mientras los abejorros zumbaban entre las malvarrosas que crecían libremente al lado de los escalones. Pero ahora, con las voces ausentes y el porche desierto y todas las ventanas oscuras y cerradas contra la noche invernal, ¿quién sabía cuántos secretos guardaba en su interior? ¿Quién sabía, desde aquella puerta engreída y herméticamente cerrada, lo que había ocurrido esa noche y qué nuevas decisiones habían tomado sus durmientes hermanas? Vaciló con la mano sobre la cancela y se encontró dividido entre el amor y el odio a aquella casa, entre el deseo de entrar corriendo en su somnolienta oscuridad y el de alejarse, librándose para siempre del poder que ejercía sobre él. Luego la cancela chirrió un poco y él la empujó más fuerte, dirigiéndose por el sendero a los escalones delanteros.
El roce de los pies sobre el cemento resonó con demasiada claridad. A excepción de unos cuantos trinos inoportunos en los árboles que rodeaban la casa, era el único sonido que se oía. Cuando empezó a subir los escalones sus pasos sonaron tenaces y pesados, y pensó de nuevo en lo excesivamente cansado que se sentía. Se había despertado a menudo durante la noche, siempre con la sensación de haber olvidado o haber dejado algo sin hacer, e incluso el sueño había sido intranquilo y salpicado de coloridos fragmentos de sueños. Ahora le daba vueltas la cabeza sólo del esfuerzo de subir los escalones. En lugar de entrar directamente en la casa, se volvió hacia el columpio y se dejó caer lentamente en él, para descansar un momento y mirar al patio.
El frío del metal del columpio le traspasó con crudeza los pantalones. Se estremeció y se rodeó el pecho con los brazos, y después de un rato su cuerpo se acostumbró al frío y volvió a relajarse. El columpio chirriaba al moverse hacia atrás y hacia adelante, haciendo un ruido solitario y somnoliento que se hundía en su conciencia con tanta claridad como lo hiciera el sonido de sus pasos en el porche. Si estuviera dormido, a salvo en el interior de la casa, en una cama caliente y mullida, y fuera otro el que estuviera en aquel columpio, aquellos lentos y suaves chirridos le sumirían en un sueño cada vez más profundo. Se daría un poco la vuelta sobre la almohada y se envolvería mejor la manta sobre las orejas y el sonido del columpio, al penetrar en sus sueños, daría poco a poco paso a imágenes de cálidas tardes de verano y suave música radiofónica oyéndose a través del verde césped…
Se puso de pie bruscamente, sintiendo que los ojos estaban empezando a empañársele de sueño. Si lo encontraran dormido allí por la mañana, ¿no se reirían de él? Los vecinos que iban al trabajo se pararían, lo mirarían por encima de la verja y sonreirían. Una de sus hermanas lo descubriría y llamaría encantada a las otras, y saldrían todas a reírse del viejo y gracioso Ben Joe, torturándose a sí mismo en un frío columpio de metal. Ben Joe el preocupado. Se despertaría y entraría en la casa para desayunar, sintiéndose ridículo entre las pequeñas bromas de sus hermanas, o podía quedarse muy digno en el columpio y resultar todavía más gracioso. No, no quería correr el riesgo de quedarse dormido en el columpio.
Suspiró y cruzó el suelo de madera hacia la puerta. Tenía la parte de atrás de las piernas rígida y fría, como si fueran de metal, y un dolor en el costado en el sitio en que se le había clavado el muelle favorito de Phoebe. Mientras le daba la vuelta a la llave en la cerradura decidió que lo mejor que podía hacer era irse a la cama. Mañana —u hoy— iba a ser un día frenético de por sí y lo mejor que podía hacer era prepararse descansando. La cerradura hizo un clic al abrirse y Ben Joe comenzó el complicado proceso de entrar en el interior de la casa, de ordinario algo completamente automático pero que en aquellos momentos, en su estado de trance, adquiría un extraordinario relieve en su mente, como si fuera una película a cámara lenta: apretar el pestillo de resorte, empujar fuerte la puerta hasta que hiciera clic, a continuación apretar de repente hacia abajo y hacia adentro hasta que cediera y se abriese, chirriando un poquito y rozando contra la alfombra del recibidor con un suave siseo. Entró y cerró la puerta tras de sí. El olor a polvo y a cerrado del recibidor le asaltó de repente y tuvo que detenerse un minuto para adaptarse a la repentina y cálida oscuridad. Apenas veía nada. Un pálido reflejo en la pared identificaba el espejo; eso era todo. Reinaba allí un silencio más profundo que en el exterior, pero se percibía también la sensación de que había gente en las inmediaciones. No sentía ya la sensación de estar solo, a pesar de que no oía ningún sonido para probarlo.
Se dirigió a ciegas por el recibidor hasta las escaleras. Al pasar por el cuarto de estar miró por el amplio arco y vio que la habitación estaba menos oscura, iluminada por la luz grisácea que se filtraba por el ventanal. En el sofá se veía una forma larga y oscura que se removió ligeramente mientras la observaba y, para satisfacer su curiosidad, cambió de dirección y se dirigió hacia el sofá. Oyó un estridente «¡pin!» a sus pies; había tropezado con un cazo lleno de lo que parecían palomitas de maíz. Pero la figura del sofá no volvió a moverse y, tras contener la respiración un momento, Ben Joe siguió su camino. Se paró a la cabecera del sofá y se inclinó, guiñando los ojos en un intento de ver en la polvorienta penumbra. Parecía Gary. Era difícil ver su expresión, pero pudo distinguir el pálido rostro que surgía de la profundidad de dos almohadas de plumas. Tenía la boca abierta pero no roncaba, sólo respiraba suavemente y con regularidad, a pequeños suspiros. El pelo, desprovisto de su llameante color por la oscuridad de la noche, estaba esparcido en mechones tiesos sobre la almohada. Ben Joe lo observó durante unos instantes, reflexionando sobre la fragilidad de la gente dormida. No parecía que el sueño de Gary se viera alterado ni por pesadillas ni por ataques de intranquilidad; estaba pacífico y relajado. Ben Joe sacudió la cabeza y luego, después de rechazar la idea de despertar a Gary y preguntarle qué había pasado aquella tarde, se volvió de nuevo hacia el recibidor. A mitad de las escaleras le vino de repente a la mente una imagen. Vio millones de casas, vistas desde un avión, y cada sofá en cada una de las diminutas casas estaba ocupado por alguien de otra casa distinta. Todo el mundo estaba cambiado de lugar, totalmente al azar —Ben Joe en el sofá de Shelley, Gary en el sofá de Ben Joe y Dios sabía quién en el sofá de Gary—. La imagen lo asaltó con claridad y sin intervención de su voluntad, logrando casi, antes de desvanecerse, hacerle sonreír.
El recibidor de arriba estaba prácticamente a oscuras, pues no tenía ventanas. Pasó a tientas el círculo de altas puertas blancas, todas cerradas y con tan solo los rumorosos sonidos del sueño tras ellas, y se encontró en su propia habitación, donde la cama era una acogedora mancha blanca con el embozo cuidadosamente abierto y preparado para acogerle. Cogió el despertador de la mesilla de noche y lo inclinó hacia la luz de la ventana, esforzándose por ver dónde estaban las manecillas. Las cinco y media. Aún le quedaba por lo menos otra hora, puede que más si las chicas se levantasen en silencio para variar. La persiana de la ventana estaba levantada y un cuadrado de luz blanca penetraba por ella hasta la alfombra; la bajó del todo para que no lo despertase el sol. Luego se desvistió, haciéndolo despacio y metódicamente, y colgó la ropa con cuidado en el armario para poder irse a dormir con la sensación de que todo estaba en orden. Puso los calcetines en el pequeño cesto de ropa sucia situado detrás de la puerta, teniendo cuidado de bajar de nuevo la tapa sin hacer ruido. Todas sus hermanas tenían el sueño ligero —eran auténticas aves nocturnas, muy dadas a vagar por la casa a todas horas— y justo en aquellos momentos no deseaba ver a ninguna de ellas. Fue de puntillas hasta la cama y se tumbó, todavía en ropa interior, y alargó la mano para coger las mantas con mucho cuidado para que no chirriaran los muelles. La sábana de arriba estaba fría y suave al contacto con la piel y se sintió inmediatamente protegido, en mejor disposición para dormir de lo que se había sentido bajo el áspero edredón con olor a polilla de Shelley. Se subió la sábana hasta la barbilla y cerró los ojos, sintiéndolos arder bajo los párpados.
Sus deseos de no hacer ruido le impedían cambiar de postura. Poco a poco se fue quedando rígido y tenso y los músculos de la cara no se le relajaban de ninguna manera, pero tenía miedo de moverse. ¿Por qué no se habría metido en la cama boca abajo? Sabía de sobra que no podía dormir boca arriba. Se volvió de lado con cuidado, tratando de apoyar el peso del cuerpo lo menos posible en el colchón y tensando la mandíbula del esfuerzo. Ahora estaba de cara al centro de la habitación, de espaldas a la pared. Podía ver todos los objetos con los que se había criado y el delgado borde de la almohada además (el ojo derecho lo tenía escondido en la almohada) y no podía dejar de verlos de ninguna de las maneras porque sus ojos se negaron a cerrarse. No hacían más que abrirse una y otra vez. Recorrían continuamente la habitación, buscando el más mínimo detalle para mirarlo fijamente, mientras el resto del cuerpo le dolía de cansancio y comenzaba a dolerle la cabeza, justo en la base del cuello.
La habitación parecía estar hecha de capas, sin que las más recientes llegaran a tapar del todo las más antiguas. De la primera capa sólo quedaban unas calcomanías desconchadas en la puerta del armario —conejos y patos con vestidos de lunares, restos de la época en que había sido un niño chico—. Luego la capa de su primera infancia: un pequeño saco de zapatos rojo, que todavía usaba, con un símbolo del Salvaje Oeste distinto en cada bolsillo y una polvorienta colección de libros de caballos en el último estante de la biblioteca. Y tras ella la de su adolescencia, más evidente: un papel pintado de hombre a rayas, cortinas marrones, un microscopio, los números de la National Geographic. Intentó cerrar los ojos de nuevo y pensó en cómo cada capa había ido disminuyendo progresivamente en personalidad; la capa superior era plana e impersonal y consistía tan sólo en la ropa de adulto en el armario y el despertador de adulto en la mesita de noche, mientras que las capas inferiores eran brillantes y vividas y siempre le hacían recordar cosas con sorprendente detalle, cosas que habían sucedido muchos años antes. Se volvió hacia el otro lado, haciendo un gesto al oír el chirrido de un muelle, y se quedó mirando hacia la única fotografía que había en la pared: una fotografía en blanco y negro de él y Joanne montados en unos triciclos y vestidos con idénticas ropas de jugar, junto a una madre más joven y con pinta pasada de moda, vestida con un traje con hombreras de corte hombruno y lápiz de labios negro. Había habido otra fotografía, como atestiguaba el tono más claro de un trozo de la pared, una de su padre vestido con pantalones anchos, con una mano apoyada en el hombro de un Ben Joe adolescente en el césped recién cortado; pero en los años malos Ben Joe le había quemado, al no saber qué otra cosa debía hacer.
Cerró con fuerza los ojos; se abrieron por sí solos de nuevo. Se volvió boca arriba y miró al techo y se imaginó la habitación boca abajo, con los muebles colgados del techo y el aplique de la lámpara surgiendo recto de un suelo de escayola desnudo y desconchado. Para salir de la habitación tendría que alargar la mano hasta una altura mucho más alta de lo habitual, para poder llegar al pomo de porcelana blanca de la puerta, y cuando ésta se abriera tendría que pasar por un umbral de papel pintado de dos pies de alto para salir al suelo provisto de candelabros del pasillo…
La puerta se abrió y la rendija de oscuridad que apareció en uno de los lados se hizo cada vez más ancha, hasta que apareció en ella el rostro de una chica, un pequeño óvalo que podía haber sido de cualquiera de ellas si no fuera porque la especie de casco espacial de encaje que lo enmarcaba identificaba el rostro como el de Jenny. No dijo ni una sola palabra, sino que se deslizó subrepticiamente hacia la cama sin producir ni el más mínimo ruido. A Ben Joe, tendido allí y observándola por debajo de los pesados y doloridos párpados, le pareció de repente muy graciosa —cautelosa y encorvada hacia adelante, como una vieja corta de vista.
—¿Ben Joe? —dijo en un susurro.
No contestó.
—¡Ben Joe!
El susurro se hizo taladrante; debía de haber visto la rendija de sus ojos a medio abrir. Ben Joe se movió lentamente y luego murmuró algo, haciendo que su voz sonara intencionadamente somnolienta.
—Venga —dijo ella con paciencia—. Sé que no estás dormido.
Llegó a los pies de la cama ajustándose mientras la bata al cuerpo y se sentó de un salto que Ben Joe supo con seguridad que iba a despertar a toda la casa. Dio un suspiro y encogió las rodillas.
—Estoy casi dormido —dijo.
—No lo estás.
Se acomodó mejor, metiendo los pies por debajo del cuerpo para conservarlos calientes. Tenía el rostro vivaz y completamente despierto.
—¿Cómo es que estás levantada? —le preguntó.
—No lo sé. Bueno, en primer lugar, me estaba preguntando dónde te habías metido.
—Estoy bien —dijo.
—Bueno, sólo me lo preguntaba.
Volvió a bajar las rodillas y puso los pies al otro lado de la cama para que ella estuviera más cómoda y le sonrió, pero lo único que se le ocurrió fue decir de nuevo.
—Estoy bien.
—Lo sé.
Apoyó la barbilla en una mano y lo miró muy seria.
—¿A dónde fuiste?
—Por ahí.
—Ya.
Se detuvo un momento y luego, dándose por vencido, preguntó:
—¿Qué ha pasado con Gary?
—Está durmiendo en el sofá.
—Lo sé, pero ¿qué ha pasado con él? ¿Con él y con Joanne?
—Nada, supongo.
Empezó a removerse intranquila y un minuto después se levantó y subió la persiana.
—Joanne dijo que tenía una cita y que no tenía la más mínima intención de faltar a sus compromisos —dijo.
Ahora estaba apoyada con los codos en la ventana: su susurro llegaba frío y claro al rebotar contra el cristal.
—Y a pesar de que ese tipo, Horner, dijo que sería mejor comprobar el pronóstico del tiempo por si anunciaba lluvia, ella dijo que no y se fue rápidamente, dejando a Gary como con las manos vacías y a la abuela llorando en los cojines del sofá y diciendo que ojalá se hubiera casado con Jamie Dower.
—¿Qué pasó cuando volvió? —la interrumpió Ben Joe.
—¿Joanne? No lo sé. No creo que Horner entrara con ella cuando la trajo de regreso a casa.
—Algo es algo —dijo.
—Bueno, pero ella y Gary no hablaron mucho. Ella se fue a la cama en seguida. Supongo que piensa solucionarlo por la mañana. Mientras Joanne estaba fuera, Gary se quedó en casa y nos enseñó cómo hacer tortilla francesa. Se cogen…
—Jenny, me está entrando un sueño terrible.
Jenny siguió mirando por la ventana, con la cara alegre y la boca torcida en un silbido silencioso.
—Deberías ver a Lisa. Está fuera, paseando bajo la cuerda de la ropa. No podrá dormir, supongo.
—Ay, Dios.
—Bueno, no es extraño que tenga que salir fuera, teniendo en cuenta que comparte la habitación con Jane. No puede hacer ningún ruido. Sólo con que pises una bola de polvo con los pies descalzos, ya está Jane despierta y preguntando qué ha sido ese ruido.
—Bueno, dile a Lisa que entre —dijo Ben Joe—. Me pone nervioso.
—Te pondrías más nervioso si entrara.
—No, no lo haría.
—Bueno, de todas formas entrará pronto sin necesidad de decirle nada. No te preocupes.
—Bueno, está bien —dijo Ben Joe.
Pero frunció el ceño y jugueteó con las borlas de la colcha. Nunca conseguía tener la sensación de que la familia estaba toda bajo un mismo techo y bien atendida; siempre tenía que haber alguna dando vueltas por ahí, fuera de su jurisdicción.
—Trata de dormir un poco, anda —estaba diciendo Jenny.
Se incorporó, se apartó de la ventana y se dirigió a la puerta atándose el cinturón de la bata mientras andaba. Cuando llegó al pasillo, se volvió y dijo:
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Hasta mañana.
Sonrió de repente y cerró la puerta con un suave «click». Ben Joe se volvió de lado, mirando a la pared. Cerró los ojos y comprobó que esta vez se mantenían así, aunque todavía tenía todos los músculos de la cara tensos. La almohada tenía un tacto fresco y un poco basto contra su mejilla. Cada vez que respiraba, la almohada le rozaba la piel con un sonido suave y siseante que se convirtió en una especie de ritmo, haciéndole hundirse cada vez más y más en la inconsciencia, hasta que se encontró en el negro y oscilante mundo del duermevela.
Su padre estaba desayunando sentado a la mesa, iluminada por el sol. Le había desaparecido el bigote y su rostro tenía tantas arrugas y estaba tan acartonado como el día en que murió, pero Ben Joe, sin embargo, era sólo un niño pequeño sentado a la mesa a su lado. ¿Por qué estaba soñando mal las edades? Su padre debería aparecer como un joven de rostro liso y con bigote o Ben Joe debería ser por lo menos lo bastante mayor para ir a la escuela secundaria. Apartó su mente de los profundos abismos del sueño y abrió los ojos. Tenía que colocarlo todo bien. Pensó en cosas verdes y lisas —hojas, pizarras, prados vistos desde cierta distancia— para conseguir dejar de nuevo la mente en blanco. La cara de su padre permaneció en un rincón, parpadeando y llena de arrugas.
Cerró los ojos y se dio por vencido, hundiéndose de nuevo en la corriente del sueño. Su padre, congelado en la misma posición, sentado a la mesa del desayuno, comenzó a moverse de nuevo, como una película que se hubiera parado y hubiera vuelto a ponerse en marcha en el mismo sitio. Estaba contando una historia, una que Ben Joe se sabía de memoria. Sólo que la estaba contando con aquella voz anónima del interior de su cabeza, en lugar de con la suya propia, profunda y resonante; la mente de Ben Joe fue incapaz de volver a capturar ni el más vago parecido con la voz de su padre, a pesar de buscarlo frenéticamente. Pero la historia le llegaba perfectamente, palabra por palabra:
«Cuando era joven, y me gustaba viajar, mi tío Jed me dijo que me llevaría al Mercado de los Granjeros de Raleigh. Te acuerdas del tío Jed, ¿verdad? Era el que podía andar descalzo sobre cristales rotos sin sentirlo y siguió siendo granjero incluso después de que su familia se hiciera rica. Bueno, pues esto era en los tiempos en que los granjeros iban al mercado el día antes y dormían todos en mantas en el suelo para estar ya levantados a las cinco de la mañana. Y así fue como vi al primer tonto de mi vida.
Desde entonces acá he visto muchísimos más.
Era grande como un buey, y con los ojos redondos, y la cabeza le colgaba como si supiese que era tonto y estuviera muy avergonzado de serlo, además. Y bien podía haberlo estado. Porque tan pronto se fue todo el mundo a la cama, el tonto empezó a decir: “¿Qué hora es, papá?”.
Y su papá le decía en una especie de gruñido: “Serán las diez, Quality”.
Quality Jones, así se llamaba.
Cualquiera se hubiera vuelto tonto, con un nombre como ése.
Y enseguida Quality decía: “¿Qué hora es ahora, papá?”
Y su papá decía: “Poco más de las diez, Quality”.
Bueno, pues así continuó durante unas dos horas. Los granjeros son hombres pacientes. No tienen más remedio. Tienen que pasarse semanas para ver como crecen las semillas, poco a poco, y aguantar la incertidumbre durante unos días, sin saber si son verduras o malas hierbas lo que está reverdeciendo el campo. Así que siguieron callados —sólo murmuraron un poco—. Y cuando Quality empezó a roncar, un suspiro de alivió se extendió por todo el Mercado de los Granjeros como una brisa sobre un campo de trigo.
—¿Para qué quiere un reloj un hombre que está en la cama? ¿Para qué?
Pero aquello no había hecho mas que empezar. Porque en cuanto Quality empezó a roncar, su papá se apoyó en un codo y lo miró y dijo: “Quality, hijo.”
—“¿Sí, papá?” —dijo Quality, medio dormido.
—“¿Estás bien?” —le preguntó el padre.
Y Quality dice: “Sí, papá”.
Y así continuó toda la noche. No había tiempo de dormirse como Dios manda antes de que empezaran de nuevo: “¿Quieres mear, hijo? ¿Quieres un trago de agua, Quality?”. Cielos, nunca lo olvidaré.
Cuando ya llevábamos dos horas así, mi tío Jed se puso de pie, agarró la manta del ejército que llevaba y gritó, para que le oyera todo el mercado: “¡Amigos, si llega a amanecer, espero que lleguéis a conocer a ese Quality!”
Y todo el mundo se rió, pero el tío Jed no les hizo ningún caso.
Me quitó de un tirón la manta sobre la que estaba durmiendo y dijo: “Vamos, chico, nos vamos a casa; y ahí justamente fue a donde fuimos”.
Nunca volví a aquel mercado. La gente dice que todavía lo hay, pero cada vez que pienso en él, sólo consigo imaginármelo todavía de noche, con Quality envuelto en su edredón y todos aquellos hombres esperando aún, esperando a que amaneciera. Sí, señor, sí señor.»
Su padre sonrió y se recostó en la silla para observar a la familia reunida a su alrededor. En su sueño, Ben Joe sonrió también (estaba orgulloso de sí mismo; lo había soñado bien desde el principio hasta el final.) Y se oía el murmullo satisfecho de la familia acomodándose al sol en sus sillas. Era su historia favorita. Les pertenecía; su padre la contaba siempre después de una noche como ésta, en que, según él, las mujeres de su familia pensaban que la noche era sólo una forma más oscura de día, tan buena como otro cualquiera para andar por ahí y hablar. Ben Joe se reclinó en su silla exactamente como lo hacia su padre, y miró a su alrededor y sonrió al ver a su familia sonreír.
Su madre dijo: «¡Lo menos que podías hacer era tratar de que los niños no se enteraran!»
(¿Cómo se había metido eso allí? Eso era de otra época; eso era de un año más tarde.)
Un hombre dijo: «Toca, toca los callos que tengo en las manos.»
Ben Joe estaba sentado en un porche muy extraño, al lado de su madre. Su madre estaba muy enfadada. Miró al viejo, situado muy por debajo de él en el suelo, que alargaba la mano hacia Ben Joe.
—Toca los callos —dijo el viejo—. No he hecho otra cosa mas que trabajar.
—No lo hagas —dijo su madre.
Ben Joe miró a su madre y luego al viejo. Se inclinó hacia la cara del viejo, vuelta hacia él y llena de arrugas, y luego tocó la mano del hombre, y en un abrir y cerrar de ojos la mano había agarrado la suya como si fuera un cepo y estaba arrancándolo del porche, tirándolo de él hacia abajo y hacia la oscuridad.
—¡Madre! —gritó.
Pero su madre alargó la mano para cogerlo y lo sujetó aún más fuerte, tirando de él hasta que le crujió el hombro. Lo arrancó de la oscuridad, atrayéndolo de nuevo hacia el porche, pero demasiado lejos y con demasiada fuerza, y ahora estaba rodeado de verdor y caía todavía más deprisa.
—Despierta —dijo una voz.
Se despertó y estaba en el columpio, sólo que no era del color que debería ser. Delante de él estaba su madre, mirando pensativa el césped con los brazos cruzados. Al abrir los ojos los párpados le crujieron, emitiendo un ruido de protesta al rozar, como las tapas de los viejos cofres del desván, y al oírlo su madre se volvió y lo miró.
—Has estado soñando con tu padre —dijo.
—No —dijo Ben Joe.
—Ben Joe, por favor, despiértate.
Abrió los ojos por segunda vez; esta vez supo sin ninguna duda que estaba realmente despierto. Su madre estaba a los pies de la cama, con una desvaída bata de pana echada apresuradamente por los hombros. Estaba un poco inclinada, como antes lo había estado Jenny, y lo estaba mirando con ojos amables y preocupados.
—¿Qué? —dijo Ben Joe.
—Has tenido un mal sueño, supongo —dijo—. Gritaste: «¡Madre!» y pensé… ¿Dónde tienes la almohada?
—Pues… en el suelo —dijo.
Miró atontado cómo se inclinaba para recogérsela.
—¿Te pasa algo? —le preguntó su madre.
Se había acercado a él, y pudo ver las profundas arrugas alrededor de la boca y el ansioso retorcerse de sus manos sobre el cordón de la bata.
—Estoy bien —dijo—. Vuélvete a la cama. No me pasa nada.
—Si quieres que me quede sentada aquí un rato…
—No, no. Vete a la cama. Por favor.
Se quedó un momento más, mirándolo con ansiedad, pero él consiguió que su rostro pareciera liso y alegre y por fin su madre dio un suspiro y se incorporó de nuevo.
—Bueno, está bien —dijo—. Pero si quieres que te traiga algo…
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches.
Pensó que no iba a marcharse nunca. Por fin se dio la vuelta y fue hacia la puerta con aire ausente y, tras volverse a mirarlo una vez más, se marchó. Trató de aflojar los músculos. Tenía las piernas rígidas y frías, y no conseguía tenerlas relajadas más que un instante antes de que se pusiesen tiesas de nuevo.
Pero poco a poco, conforme el sueño se desvanecía de su memoria pieza a pieza e imagen a imagen, su cuerpo se relajó de nuevo. Lo único que le quedaba era un ligero sentimiento de tristeza, porque temía haber estado grosero con su madre. En aquella casa sólo había una cura aceptada para las pesadillas; iba corriendo a la habitación del que soñaba y le ofrecías Postum y una conversación agradable. Sólo que en el caso de Ben Joe eso sólo parecía empeorarlas. Probablemente eso le estaría diciendo su madre a las otras en esos momentos. Oyó su voz en el recibidor, un murmullo contra el sonido de fondo de otras voces, bajas y en tono interrogador. ¿Cuándo iba a terminarse la noche?
Se echó hacia atrás completamente tenso y empezó a recitar con gran determinación todos los sitios en los que había estado en su vida. Incluso estancias de una noche en un hotel. Se imaginó todos y cada uno de los sitios (aunque los hoteles tendían a confundirse en un único y sórdido prototipo), con el aspecto que tendrían en aquel mismo momento. Su apartamento de Nueva York, con Jeremy acurrucado como un oso a la pálida luz de la sucia ventana. La cabaña en la que había dormido cuando tenía diez años, con acolladores colgando de todos los clavos de las paredes. El bote en el que había pasado un verano con su tío en Maine, en el que la luz del sol iluminaba los colores de las montañas rayadas a algo así como las cinco de la mañana. Sólo que no, ahora era invierno. Lo había olvidado. Maine estaría helado y gris, y sólo los tristes botes langosteros estarían anclados en el diminuto puerto. Quizá ni siquiera ellos estuvieran allí; nunca lo había visto en invierno. Alargó la mano hacia atrás, volvió la almohada del otro lado y dejó caer de nuevo la cabeza, sintiendo su frescura. En el fondo de su mente la vocecilla empezó a meterse de nuevo con él, empujándolo al siguiente tema. Shelley. Miró al techo, dándole todas las vueltas posibles a la idea de Shelley, tratando de pensar cómo había ocurrido todo. Se imaginó a sí mismo yendo a la estación y encontrándose con Shelley, llevándosela a Nueva York y dejando a Jeremy y a los otros pocos amigos que tenía de una pieza. Escribiendo a casa para decir que se había casado. Le sonaba como uno de esas locas elucubraciones del tipo que pasaría si… que siempre le vagaban por la cabeza, nada lógico ni concreto, sólo un cuento para matar el tiempo. Pero cuando se obligó a sí mismo a creerlo, cuando repasó todos los hechos, como por ejemplo comprar de verdad el billete de Shelley, empezó a creérselo. Se sentó más derecho, más tenso que nunca. Se sorprendió a sí mismo en el acto de levantarse y trató de volverse a tumbar, pero sus ojos se negaban de nuevo a cerrarse; no servía de nada.
El reloj señalaba las seis y cuarenta y cinco. Se puso de pie y fue a trompicones hacia el armario, sin importarle todo el ruido que hiciera. Sacó de la percha una camisa blanca y unos pantalones anchos viejos y se los embutió rápidamente. No quería permanecer en la habitación ni un segundo más.
De nuevo se abrió la puerta. Oyó el chirrido.
—¿Qué pasa ahora? —dijo, de espaldas a la puerta.
Se pasó el cinturón por las trabillas del pantalón.
—¿Ben Joe? —dijo Tessie.
—Sí.
Entró con los pies descalzos hasta situarse junto a él. Con una bata demasiado larga para ella y el pelo revuelto, parecía casi tan joven como Carol, y tan enfadada y dormida que Ben Joe sintió lástima de ella.
—Ben Joe —dijo—. ¿Es ya hora de levantarse?
—Creo que podríamos decir que sí.
—Me alegro tanto —dijo Tessie.
Se volvió y salió de nuevo. En el pasillo la abuela comenzó a cantar, sólo un poco más bajo de lo habitual, mientras bajaba las escaleras desde su habitación en el ático:
Si no me quieres, quiere a quien te plazca.
Abrázame, alivia mi corazón…
La ducha estaba abierta en el cuarto de baño. Una de las gemelas abrió la puerta de su habitación y gritó:
—Susannah, ¿te recuerda la leche con chocolate a Chicago?
—¿A qué? —dijo Susannah.
Sonaba como si estuviera metida en un armario.
—A Chicago he dicho.
—Nunca he estado en Chicago.
—He estado pensando en eso toda la noche —dijo la gemela—. La leche con chocolate me recuerda a Chicago.