13

La cara de Shelley era pequeña y blanca y su pelo una masa de rulos en forma de salchicha cubiertos por una tupida redecilla negra. Estaba de pie tras la puerta exterior de tela metálica, mirando hacia donde Ben Joe estaba de pie en el porche, bajo la amarilla luz exterior, y a éste le pareció como si estuviera analizando de repente todos y cada uno de sus detalles, sopesándolo en lo más profundo de su distante mente. Levantó una mano para tocarse distraídamente los rulos, obedeciendo a aquella parte de sí misma que se preguntaba siempre, no importara la situación, si estaba para que la vieran. Pero era tan sólo un gesto de absoluta distracción. Tenía todavía la vista fija en él y frunció un poco el ceño, inclinándose hacia adelante para verlo mejor.

—Soy yo —dijo Ben Joe.

—Lo sé.

Siguió observándolo. Era como si ambos estuvieran parados entre los dos tic-tac de las manecillas de un reloj, en un silencio muerto en el tiempo en el que no había necesidad de apresurarse por nada; mientras ella permaneciese en silencio, observándole, estaban congelados e inmóviles entre los tic tac del reloj. Y de repente se dio por vencida, sin terminar lo que fuera que estuviere intentando hacer, sino simplemente abandonándolo a la mitad, y, apretándose la bata guateada con más fuerza contra el cuerpo, le abrió la puerta.

—Llevo horas paseando —dijo Ben Joe.

Ella asintió. Nada parecía sorprenderle. Cuando Ben Joe entró, alzó ambas manos para coger el jersey que llevaba puesto, con un gesto parecido al de una muñeca en el escaparate de una tienda de juguetes, y él se lo quitó y se lo tendió.

—Sé que no esperabas visita —le dijo mientras ella se volvía para colgar el jersey—. Puedes seguir con lo que estuvieras haciendo. No me importa.

Shelley no contestó. Las perchas del armario emitieron un sonido hueco mientras trajinaba con ellas, y una se cayó al sacar otra de la barra, produciendo un amortiguado ruido explosivo al chocar contra el suelo, lleno de viejos zapatos de goma y sandalias de verano de tacón alto. Shelley no le prestó atención; tenía la vista fija en lo que a Ben Joe le pareció de repente la increíblemente complicada tarea de colgar su jersey en la percha. ¿Qué le pasaba a Shelley? Tardó una eternidad y se hizo un lío con los dedos para colocar bien el cuello en el gancho de la percha. Si hubiera sido otra noche cualquiera, Ben Joe habría entrado en la casa, dejándola en el recibidor, y se habría ido al sofá del cuarto de estar. Pero esta noche se sentía intranquilo, quería avanzar lo más delicadamente posible para asegurarse de que al final se alegrara de haber venido. Así que se quedó allí, apretando las manos doloridas del frío y esperando a que Shelley terminase aquel interminable asunto de colgar su jersey, sin mirar ni una sola vez siquiera hacia el cuarto de estar.

—Supongo que querrás un poco de bourbon —dijo Shelley.

—No.

—Te sentará bien si tienes frío.

Se dirigió a la cocina, haciendo un ruido apenas perceptible en el suelo con los pies descalzos. Un instante después, Ben Joe la siguió. Si había tardado tanto en colgar el jersey, ¿cuánto tardaría en preparar una copa? Y en realidad no le apetecía; se sentía torpe y estúpido por haberse presentado allí así y no quería empeorarlo todavía más aceptando algo.

—Siento haber venido sin avisar —dijo.

—No te preocupes, no importa.

—Debería haber llamado antes.

—Que no te preocupes, Ben Joe.

Se puso de puntillas para coger una botella de licor de un armario, y Ben Joe se apoyó en el fregadero de la cocina. Se quedó sorprendido al ver lo desordenado que estaba todo; normalmente Shelley era de un orden casi enfermizo. Se acordaba de verla untando mantequilla de cacahuete en un trozo de pan y a continuación lavando el cuchillo y guardando el cuchillo y la mantequilla antes de acabar siquiera de hacer el sandwich. Y tenía la manía de alinear todos los cestos con mucho cuidado en la encimera y de colgar todas las cucharas de medir en orden según el tamaño. Pero esta noche el lugar era un caos. La encimera estaba llena de platos y de sobras; había un jersey recién lavado hecho una pelota en el escurreplatos y un gorro de ducha colgando del toallero. Miró a Shelley, tratando de imaginarse en qué estado de ánimo estaría. Embutida en una bata floreada de color pálido, un poco pequeña para ella, parecía delgada y quebradiza como un alambre. Pero la timidez había desaparecido, hasta tal punto que no parecía avergonzada en absoluto porque la hubiera pillado en bata. En lugar de la timidez había una especie de pesado malhumor que no estaba acostumbrado a ver en ella con frecuencia y que hacía que su cara pareciera más llena y le colgaran las mejillas. Las cejas habían perdido el alto e inseguro arco que tenía normalmente y se posaban más rectas encima de los ojos sin expresión, y la boca hacia una especie de puchero parecido al gesto de enfado de un niño. Cuando echó la bebida, lo hizo pesadamente, con decisión.

—¿Estás preocupada por algo? —preguntó Ben Joe.

Ella se detuvo, miró la botella, y luego cogió otro vaso y se sirvió otra copa.

—Si es así —continuó—, me gustaría que me lo dijeras. Odio tener que estar sonsacándole cosas a la gente. Les pregunto que qué les pasa y dicen que nada, y yo digo, por favor, por favor, dímelo, y dicen no, de verdad, no es nada, y yo digo bueno, sé seguro que te pasa algo. Y a esas alturas ya hemos empezado a odiarnos el uno al otro. No hago nada más que pensar en todo lo malo que he hecho en los últimos diez años, cosas que no puedes ni siquiera imaginarte, pero pienso que te has enterado de alguna forma…

—Oh, Ben Joe —dijo Shelley, con tono de cansancio.

Le tendió la copa y luego cogió la suya y se dirigió al cuarto de estar. Ben Joe caminó despacio tras ella, arrastrando los pies y mirando la nuca de Shelley. Los rulos saltaban alegremente arriba y abajo, pero llevaba los hombros caídos con aire de descuido. Al entrar en el cuarto de estar, Shelley eligió sentarse en la silla de caña al lado de la chimenea y Ben Joe tuvo que hacerlo solo en el sofá, enfrente de ella. Se sentía desamparado e indefenso, con toda aquella cantidad de sofá vacío a ambos lados.

—Haría cualquier cosa por ayudar —dijo—. Pero no lo sé lo que te pasa.

Shelley levantó un poco las cejas, como si lo que estaba diciendo fuera un curioso juguetito que él le hubiera dado y quisiera comportarse educadamente ante el regalo. Había olvidado que podía ser así. Sólo la había visto enfadada unas cuantas veces en su vida, una o dos veces, cuando había salido con otras chicas, y luego en una ocasión memorable, cuando se había pasado tres meses muy ocupada tejiéndole un jersey en la escuela para descubrir más tarde que había crecido tres pulgadas mientras se lo tejía. Cada vez que se había enfadado le había sorprendido el cambio que experimentaba. Se volvía de repente fría y altiva y le hacía sentirse confundido. Esta noche, no importaba lo mucho que la miraba ni la paciencia con la que esperaba a que hablase. Ella siguió invariablemente fría e inexpresiva, sentada en su solitaria silla de caña. Ben Joe dio un suspiro y bebió un largo trago de «bourbon» caliente y solo. Se imaginó el «bourbon» describiendo círculos hasta llegar a su estómago; con la cabeza en tensión, parecía que quisiera escucharlo, observando con cuidado qué parte de su cuerpo estaba quemando en cada instante. Shelley se había convertido en un objeto inanimado y cuidadosamente aislado al otro extremo de la habitación. Comenzó a sonarle en la cabeza una melodía, tarareada con indiferencia por aquella voz asexuada y anónima que vivía en su interior y siempre decía las palabras como él las leía y expresaba sus pensamientos como él los pensaba.

—Así que supongo que no vendré mañana por la noche —dijo de forma ausente.

La uña de Shelley, que repiqueteaba rítmicamente contra el vaso, se paró de repente.

—Tengo que volver a Nueva York.

La uña volvió a repiquetear. Ben Joe contempló un sitio concreto de la mesita, una esquina en la que el polvo se había acumulado entre el tablero y el borde de la mesa, formando un pequeño triángulo. De repente se le ocurrió, sin intención y sin quererlo, que mañana por la noche, cuando él se dirigiera al norte en el destartalado tren aquella mesa rinconera seguiría exactamente igual, existiría sólida e inalterable sin importar dónde estuviera él. Shelley lavaría los platos y los colocaría cuidadosamente en orden unos encima de otros, y la abuela cantaría canciones a voz en cuello mientras abrillantaba la plata, y todo —la sólida mesita, las estrechas ventanas pulidas, los cientos de puertas principales con cortinas, todo aquel inmóvil e inmutable mundo de mujeres— permanecería idéntico mientras él se deslizaba en la oscuridad por las llanuras industriales profusamente iluminadas de Nueva Jersey hasta la quietud de la mañana neoyorquina. Se inclinó hacia adelante, con la barbilla apoyada en la mano, y se quedó mirando al suelo.

—En todos los sitios a donde voy —dijo—, echo de menos otro sitio.

Shelley permaneció callada.

—No sé por qué —dijo, como si ella hubiera preguntado por qué—, cuando estoy lejos de Sandhill, a veces me viene su imagen a la mente, sólo su imagen, como una especie de pequeña islita soleada a la que tengo que volver. Y luego está mi familia. La mayor parte del tiempo los veo como si fueran uno de esos grupos de excursionistas de las pinturas del siglo XIX, sentados en la hierba con las cestas de merienda, bellamente vestidos y protegidos con quitasoles, pasando por delante de mí en la isla. Pienso que tengo que regresar. Pienso que me necesitan y que tengo que regresar con ellos. Pero cuando regreso, se ríen de mí y me revuelven el pelo y me preguntan que por qué me preocupo siempre tanto. Y no sé decirles por qué. No les puedo decir nada. En seguida me voy de nuevo, para no verme a mí mismo tan débil, tan sin palabras y tan preocupado. Me pongo a pensar en algo que estoy echando de menos una barbaridad en otra ciudad, como ese árbol en Atlanta que tiene un enchufe de verdad justo en el tronco, o los tranvías de Filadelfia y el distante y solitario sonido que hacen al pasar por las calles vacías en los días de lluvia, entre edificios en ruinas de los que sólo queda en pie una pared de ladrillos recubierta de papel pintado y un tramo de escalones de piedra…

Shelley lo miraba fijamente ahora, con la frente arrugada, tratando de entender pero sin lograrlo. Cuando vio que no le comprendía, Ben Joe se calló y abrió los brazos con gesto de impotencia.

—Oh, bueno —dijo.

—No, te estoy oyendo.

—Bueno.

Hizo una pausa, tratando de ordenar mejor las palabras, pero al final se dio por vencido.

—Nada —dijo—. Así que te vas a Atlanta y ves el condenado enchufe y te vas a Filadelfia y ves el condenado tranvía. ¿Y para que? Para descubrir que, después de todo, sólo son un enchufe y un tranvía. No hay en ellos nada que te mantenga ocupado más de cinco minutos. Y entonces, cuando me siento plenamente libre y fuerte dueño de mí mismo, dondequiera que esté, pasa por ahí esa isla de ciudad con mi familia a bordo, todavía sonriendo en el césped al lado de las cestas de la merienda…

Shelley asintió lentamente con la cabeza varias veces, como si lo entendiera. Él no habría sabido decir si realmente lo entendía o no. Pensó que lo más probable era que no, pero lo que más importaba en aquel preciso momento era saber si todavía seguía en aquel vacío estado de ánimo y si estaría dispuesta a decirle por qué. La miró sin desviar los ojos ni un instante; la expresión vacua del principio volvió a su rostro y le devolvió la mirada.

—Así que regresas a Nueva York —dijo.

—Supongo.

Se quedó callada otra vez. Él empezó a darle vueltas al «bourbon» en el vaso mirando cómo salpicaba las paredes y dejaba una marca aceitosa en los lados.

—Así que primero vienes —dijo ella— y luego te vas.

—Bueno, eso es lo que te he estado tratando de expli…

—No eres justo, Ben Joe Hawkes.

Alzó la vista. Shelley le miraba con los ojos entrecerrados y estaba furiosa. Tan pronto como la miró, ella se llevó de nuevo una mano a los rulos y empezó a quitárselos, con dedos inquietos y nerviosos, arrancándoselos de un tirón y arrojándolos a su regazo, donde tenía la otra mano tan apretada que le blanqueaban los nudillos. A pesar de todas sus preocupaciones, a pesar de estar inquieto por su enfado y triste por como había resultado la noche, una parte de Ben Joe se preguntaba despreocupadamente por qué se estaría quitando los rulos y por qué habría elegido aquel momento para hacerlo. La observó, fascinado. El pelo, una vez liberado de los rulos, se le quedó todavía en forma de pequeñas salchichas alrededor de la cabeza y, puesto que no tenía un peine a mano, empezó a pasarse los dedos por los rizos para aflojárselos. Pero todo el rato la expresión de su rostro indicaba que no parecía darse cuenta de lo que estaba pasando, como si todo aquel jaleo fuera una costumbre nerviosa.

—Vienes y luego te vas —repitió—. Así, por las buenas. No eres justo. Lo que te pasa, Ben Joe Hawkes, es que no piensas. Eres una persona muy buena si piensas en ello, pero no lo haces con frecuencia, y la mayoría de las veces te…

—¿Qué no pienso en qué? —preguntó.

—Tus idas y venidas.

—Shelley, por el amor de Dios.

—Y además, por si fuera poco, está tu hermana.

Ben Joe se detuvo cuando iba a poner la copa sobre la mesa y la miró. Había algo de pesadilla en todo aquello. Era como uno de esos sueños en que uno tiene que representar el papel de protagonista en una noche de estreno y no tiene ni idea del papel.

—Mi hermana —dijo.

—Sí, tu hermana.

—¿Cuál?

—Benjamín Hawkes, no me tomes el pelo.

—Bueno, pero ¿qué hermana?

—¡Cuernos! ¿Cómo puedes…?

—Tengo seis hermanas —dijo Ben Joe con paciencia.

Tomó aire para continuar y de repente, dándose cuenta de a qué se refería, lo dejó escapar otra vez y se hundió en el asiento. Vio de nuevo a John Horner y a Joanne de pie en los escalones del porche y en el cuarto de estar de los Hawkes, muy juntos y a la defensiva, y meneó la cabeza ante su propia estupidez. Había algo en Joanne; en el instante en que conocía a un hombre, parecía que le pertenecía por completo. Incluso John Horner, a quien Shelley había identificado inequívocamente como suyo, estaba asociado en la mente de Ben Joe sólo con Joanne después de verlos juntos, al fin y al cabo los había visto por primera vez la noche en que Shelley pareció olvidarse por completo de John Horner. Era todo demasiado confuso; sacudió la cabeza y dijo:

—Señor, Señor, que estúpido soy.

—¿Por qué? —preguntó curiosa Shelley.

Parecía esperar más resistencia y se había quedado momentáneamente desconcertada.

—¿Te referías a Joanne?

—Pues claro.

Colocó las dos manos juntas en el regazo y las miró fijamente.

—La señora Murphy me lo dijo —prosiguió—. Bueno, si no hubiera sido ella, habría sido otra. Esta ciudad se entera de todo. Sé que es tu hermana, Ben Joe, pero te digo que es completamente salvaje. Incluso casada y con un niño, sigue siendo salvaje. Salvaje y despreciable, dispuesta a ir detrás de cualquiera que le preste un poco de atención. Cualquiera te lo puede decir. No hace falta un detective para averiguarlo. El único que no está dispuesto a oírlo eres tú. No estás dispuesto a enterarte de los hechos cuando se trata de tu preciosa hermanita.

—Los oigo —dijo Ben Joe.

Siguió sentado allí, sin mirarla, retorciéndose las manos inconscientemente entre las rodillas.

—No quería empezar a sacar trapos sucios… —dijo Shelley de repente.

Por primera vez aquella tarde, Ben Joe vio en sus ojos el comienzo de una lágrima. Shelley levantó la vista con los ojos brillantes y la boca desdibujada y temblorosa, y se quedó mirando a un punto justo por encima de su cabeza para evitar que las lágrimas le rodasen por las mejillas. Era del tipo de chica que lloraba con frecuencia, y tras años de experiencia Ben Joe había aprendido que con ella lo mejor era portarse alegre y activo y prestarle la menor atención posible a las lágrimas. La vocecilla anónima de su cabeza comenzó de nuevo a tararear alegremente la melodía. Mantuvo los ojos fijos en una estantería vacía que colgaba detrás de la silla de caña de Shelley.

—En todo caso —dijo por fin manteniendo un tono de voz agradable y sensato—, por lo menos ya ha salido por qué estás enfadada conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Shelley mordiéndose el labio con fuerza y mirando fijamente por encima de él.

—Bueno, tú estabas conmigo y por eso John Horner salió con Joanne. Fue magia negra. Una vez en la Uni me enamoré de una coqueta. Llevaba una cola de caballo que se movía arriba y abajo detrás de su cabeza cada vez que pasaba algo y me parecía maravillosa. Me pasaba semanas enteras sin mirar siquiera a otras chicas, sin mirar ni siquiera a una que viera en el campus por casualidad, porque pensaba que así ella no miraría a ningún otro chico. A veces me quedo asombrado de lo supersticioso que soy. Al final, por supuesto, se largó y se casó con un jugador de Ditch 29, Arkansas…

—Eres tan despreocupado como un pájaro —dijo Shelley—. No falla, cada vez que alguien se pone triste, llega otro todo contento a contarle sus propios problemas, que no tienen nada que ver…

—Lo siento —dijo Ben Joe—. Creí que tenían que ver. Lo siento.

Empezó a retorcerse las manos entre las rodillas de nuevo, sin mirarla todavía. Cuando le pareció que no había peligro en hablar de nuevo, cuando estuvo relativamente seguro de que no le había provocado una auténtica crisis de llanto, dijo:

—Lo único que quería decir es que soy yo quien tiene la culpa. Porque era conmigo con quien estabas. Si es que tú también eres supersticiosa, por supuesto. Pero te aseguro que no pretendía arrojar a John Horner en brazos de mi hermana. Dios sabe que…

A Shelley se le debía haber escapado una lágrima. Estaba demasiado lejos y la habitación estaba demasiado a oscuras para poder estar seguro, pero vio cómo se llevaba la mano a la mejilla y volvía a colocarla de nuevo en el regazo.

—Oh, bueno —dijo—, probablemente no seas tan supersticiosa como yo. Probablemente no tenga nada que ver con eso. Pero estoy tratando de pensar qué puedo haber hecho y no se me ocurre nada que…

—Eres tonto —dijo Shelley.

Se echó hacia adelante y esta vez empezó a llorar en serio, sin tratar de ocultarlo por más tiempo, hundiendo la cara entre las blancas y quebradizas manos.

—Bueno —dijo Ben Joe sin ningún motivo.

Rebuscó rápidamente en los bolsillos, pero no llevaba pañuelo. Vio que había un bolso encima de la repisa de la chimenea, un bolso de cuero negro con un cierre que siempre le recordaba a las viejas. Se levantó a cogerlo justo en el momento en que la melodía comenzaba a sonarle de nuevo en la cabeza, pero esta vez ni siquiera la vocecilla pudo acallar el ruido del llanto ahogado que sonaba tras él. Revisó rápidamente el contenido del bolso —unas gafas, las llaves, el monedero, la barra de labios, todo cuidadosamente ordenado en el interior— y encontró un kleenex sin usar debajo de todo. Se acercó a Shelley para extenderlo y le puso el kleenex en la mano.

—Hablas como si no hubieras roto un plato en tu vida —dijo ella con voz ronca mientras cogía el kleenex— y me estuvieras preguntando que qué me has hecho, para llevarme la corriente. Bueno, pues te voy a decir lo que has hecho.

Se sonó levemente la nariz. Ben Joe, de pie por encima de ella, se sintió como si ella fuese Tessie o Carol. Le hubiera gustado decirle: «Venga, suénate fuerte. No vas a poder respirar nunca más si te suenas así», pero resistió el impulso y se limitó a esperar en silencio a que continuase.

—Sólo vienes a mí cuando necesitas que te consuelen —dijo Shelley—, sin pensar nunca, sin darle ninguna importancia. Mi misma madre me lo dijo, aunque te tenía muchísimo aprecio. Cuando las cosas te iban mal en casa, te dejabas caer por aquí para que te consolase, y luego te ibas, ¡pam!, sin pensarlo un instante, y cuando llegó la hora del baile de graduación fuiste e invitaste a Dare Georges, que tengo que decir que era tan fresca como el día es largo, con ese vestido de «majorette» que se ponía para ir a todas partes menos a la iglesia…

—Pero Shelley —dijo Ben Joe en tono de agotamiento—, trata de no irte por las ramas, ¿quieres?

Se sonó la nariz y asintió mirando al suelo. Cuando lloraba, se volvía casi fea, la traslúcida piel se le llenaba de repente de manchas y pintitas. Como si se estuviese acordando de eso, se pasó una mano por la cara y por el pelo sin peinar y se sentó más derecha.

—Esta vez es peor —dijo—. Peor que las otras veces, quiero decir. Porque esta vez tenía un novio que estaba empezando a ser formal y entonces apareciste tú y nada de supersticiones, es un hecho como la copa de un pino que tuve que decirle a John que no salía el domingo por tu culpa. Bueno, sé que la culpa es mía por salir contigo. Y sé que no debería llorar si lo rechacé por ti, pero él es alguien, ¿no es así? Alguien que se quedará y pensará en mí alguna vez y me dejará tener una cocina con cazos y ollas.

Se había ido poniendo en un estado de nervios que auguraba un nuevo estallido de llanto. Hablaba con voz trémula y le temblaba la barbilla. Por la forma en que hurgaban en lo que las ponía tristes, Ben Joe pensaba a veces que, en realidad, a las chicas debía de gustarles llorar. Cogió la copa de Shelley, que estaba casi intacta al lado de su silla, y se inclinó sobre ella con la copa en la mano.

—Toma un buen trago —dijo.

—No.

—Venga.

Se la puso en los labios y ella tomó un trago y trató de sonreír. Tenía la cara congestionada, con los ojos como rendijas somnolientas, como los de un niño, y la boca lisa e hinchada.

Ben Joe pensó que debía haber algo en aquella noche que la hacia adecuada para llorar. Primero la abuela y luego Shelley, y, en cierto sentido, también a él le apetecía llorar en aquel momento.

—Otro trago más —dijo.

Shelley bebió obedientemente.

—¿Quieres un cigarrillo?

Apretó los labios con gesto obstinado y negó con la cabeza.

—No, gracias —dijo—. Me da halitosis.

—Ah, bueno.

Cogió uno para él y lo encendió. Era el primero que se fumaba aquel día y le supo mal, pero siguió chupando con fuerza y sin mirarla.

—Bueno, en realidad soy yo quien tiene la culpa —dijo Shelley, como si estuviera a la mitad de una conversación sin terminar—. Soy yo. Llevo años sin dejar que nadie me barra los pies.

—… que nadie te barra…

—Por miedo a quedarme solterona. Me preocupa demasiado alguien con quien compartir mi vida, pero no puedo evitarlo. En casa, cuando vivía mi familia, llegaba todos los días de trabajar a la misma hora y subía los escalones del porche de donde vivíamos pensando: «Son las cinco y diez, lo mismo que ayer y antesdeayer, y, lo mismo que ayer y que antesdeayer, estoy subiendo los escalones sin tener a nadie que me salude excepto mi familia, y a nadie excepto mi familia para pasar la tarde jugando al parchís, sin ningún hombre al que le importe si llego o no a casa.» Y entraba y subía escaleras arriba hacia mi habitación y mi madre me llamaba desde el saloncito y decía: «¿Eres tú, Shelley?», y yo decía: «Soy yo». Terminaba de subir las escaleras e iba a mi habitación y entonces, de la habitación de Phoebe, salía la voz de Phoebe: «¿Eres tú, Shelley?», y yo decía: «Soy yo»…

—Shelley, no creo que vayamos a llegar a ninguna parte en este plan —dijo Ben Joe.

—Te estoy explicando algo, Ben Joe. Te estoy explicando que entonces iba a mi habitación y me cambiaba la ropa de trabajo por la de estar por casa y la colgaba con cuidado y llevaba las medias al cuarto de baño y las lavaba y las tendía en la barra de la ducha. Luego volvía a mi habitación y ordenaba el cajón de la ropa interior, que ya había ordenado la semana anterior, o remendaba algo o hacía un crucigrama doble. A la hora de la cena se hacían dos preguntas. Papá siempre me preguntaba: «¿Has tenido un buen día, Shelley?», y yo decía: «Sí papá». Y mamá me decía: «¿Vas a hacer algo especial esta noche?», y yo decía: «No creo, mamá». Lo cual era verdad, y se repetía una y otra vez, hasta el punto de que a veces pensaba que simplemente con que hubiese mandado a casa una cinta grabada con las mismas viejas respuestas de siempre hubiese dado lo mismo.

—Bueno ¿y para qué me estás contando todo eso?

—Te estoy explicando por qué estoy furiosa contigo.

—¿Todavía estás furiosa?

—Claro que sí.

—Oh, por favor, Shelley, por favor. No te pongas furiosa conmigo.

—Vienes y te vas —repitió obstinadamente.

—No es verdad.

—¿Qué no?

—Bueno, no —dijo.

Tenía la sensación de que se hundía sin remedio; a su mente acudió de nuevo la imagen de él mismo en el tren y Shelley en Sandhill, fregando platos tranquilamente, como si él nunca hubiera estado allí.

—No creo que cambies nunca, Ben Joe —dijo.

—Shelley, no vendré y me iré. No seguiré actuando sin pensar. Mira, vente conmigo. Vente a Nueva York.

—Ah no, eso haría que la gente…

—No, en serio. Podíamos… demonios, podíamos casarnos. ¿Lo oyes? Vamos, Shelley.

Ella dejó de mirarse las manos y se le quedó mirando.

—¿Qué? —dijo.

—Que podíamos…

Las palabras sonaban absurdas en su boca, como si fuera otra de las frases de la desconocida obra de sus pesadillas. Vaciló y luego continuó.

—Casarnos —dijo.

—Oye, Ben Joe, no es eso lo que pretendía. No te estaba pidien…

—No, en serio, Shelley. En serio. No te enfades más conmigo. Vente conmigo mañana en el tren y nos casaremos en Nueva York cuando lleguemos ¿Quieres? Sólo tienes que hacer la maleta, y Jeremy será nuestro padrino…

Shelley comenzaba a creerlo. Se había erguido en la silla, con la boca ligeramente entreabierta y la cara medio excitada, medio dudosa, tratando de rebuscar por debajo de sus palabras para ver hasta qué punto hablaba en serio.

—Seguro —dijo él—. Oh, demonios, quién quiere irse y dejarte con los platos…

—¿Los qué?

—Y volver como, no sé, como Jamie Dower quizá, sin que nadie lo reconociera, mas que una niña, e incluso ella había ido y se había casado con otro…

—Ben Joe —dijo Shelley—. No entiendo muy bien lo que estás diciendo, pero si hablas en serio…

—Por supuesto que sí —dijo Ben Joe.

Y era verdad; estaba empezando a sentirse excitado ahora, observando con atención el rostro de Shelley para asegurarse de que ya estaba convencida y se le había pasado el enfado.

—¿Quieres, Shelley? Podemos quedar en la estación para el tren de mañana por la mañana temprano. ¿Quieres?

—Bueno, supongo que sí —dijo Shelley lentamente—. No lo sé seguro…

Sonrió por primera vez aquella tarde, una sonrisa que le llegaba a los ojos, se puso de pie y se dirigió hacia donde estaba él.

—¿No te arrepentirás?

—No, no me arrepentiré.

—Está bien —dijo.

—¿Lo harás tú? Arrepentirte, quiero decir. ¿Lo harás?

—No, no. ¿No te lo he dicho siempre, incluso cuando íbamos al colegio?

—Supongo que sí —dijo él.

—Parece como si siempre te enamoraras de la gente que huye de ti, Ben Joe, y huyeras de la gente que te quiere. Pero si, por esta vez, has decidido actuar al revés, me sentiré feliz de hacerlo. Te veré en la estación entonces.

Se puso de puntillas y lo besó y él le sonrió, aliviado.

—¿Que hora es? —preguntó.

—Alrededor de la una.

—Cielos, Shelley, si no te importa, quiero dormir en el sofá. No puedo ni pensar en irme a casa todavía, y estaré fuera de aquí antes de mañana por la mañana.

Pareció dudarlo un poco, pero un minuto después asintió.

—No creo que sea nada malo —dijo—. Pero tiene hoyos.

—No importa.

—Phoebe solía dormir ahí a veces. Tenía la espalda un poco desviada, y decía que había un muelle que sobresalía que le sostenía la curva de la espalda.

Le dio un golpecito en la mejilla y se volvió y fue rápidamente al armario del recibidor. De la estantería de arriba cogió un edredón casero que tenía la suciedad indeleblemente incrustada de años de uso.

—Esto te dará calor: —dijo, mientras regresaba al sofá—. Sostén un momentito este extremo y yo te liaré. Así te abrigará más que si simplemente te lo echas por encima. Así.

Ben Joe se quitó los zapatos y luego cogió la punta de edredón que ella le tendía. Shelley describió un círculo a su alrededor, enrollando la manta a su alrededor como si fuera un capullo. Cuando terminó lo miró a ver cómo había quedado y luego asintió para sí misma satisfecha.

—Estarás bien así —dijo—. Tienes la lámpara encima de la cabeza; si necesitas algo no tienes mas que llamar. Buenas noches, Ben Joe.

—Buenas noches.

Se quedó allí, al lado del sofá, bien envuelto en el edredón, hasta que ella le sonrió por última vez y subió las escaleras hasta su habitación. Cuando oyó el sonido de los pies descalzos de Shelley en el piso de arriba, encima de su cabeza, se desenrolló trabajosamente de nuevo y remetió el edredón a los pies del sofá. Luego cogió uno de los cojines y lo colocó de almohada en la cabecera. Hizo todo ello con el aire de ajetreo especial que siempre adoptaba cuando no quería pensar; si se permitía a sí mismo pensar aquella noche, jamás se dormiría. Así que se sentó en el sofá y metió metódicamente los pies bajo el edredón, concentrándose exclusivamente en la mecánica de prepararse para pasar la noche. Y, una vez en la cama, dejo la mente completamente en blanco, como una pizarra sin rostro, desprovista de todo lo que pudiera recordarle la incansable confusión que reinaba en lo profundo de su mente.