12

En la cocina, colgado detrás del cajón donde se guardaba la plata, había una combinación de pizarra y cuaderno de notas, con los bordes estropeados de tantos años de uso. Ben Joe estaba apoyado contra el frigorífico con un tomate en la mano mientras la estudiaba con atención, con los ojos entrecerrados. Primero la parte de pizarra. La letra grande y ondulada de Jenny ocupaba la mitad:

Huevos.

Pasta de dientes.

Líquido de lentillas.

¿Quién usaba lentillas en la familia? Frunció el ceño y sacudió la cabeza; se sentía como un extraño. Debajo de la lista de Jenny su abuela había escrito, con letra pequeña, recta y enfadada:

Chicle.

Y a continuación venía la letra de Tessie, redonda e infantil, llenando el resto de la pizarra hasta el final.

¿Qué podemos hacer? Ya pensaré algo.

Lo que quiero saber es: ¿Qué piensas tú?

Se pasó el tomate a la mano izquierda y cogió el trozo de tiza que colgaba de una cuerda de la pizarra. Con la boca apretada por la concentración, se inclinó e insertó una «a» en «algo», y luego dio un paso hacia atrás para mirar el efecto. Un instante después subrayó la «a» dos veces y luego soltó la tiza y volvió a releer el mensaje. Aún había algo en él que lo desconcertaba.

Sus ojos se fijaron en la parte del cuaderno de notas. En los viejos tiempos estaba lleno de dibujos de niños, desde dibujos de casitas con humeantes chimeneas de la época en que iban al jardín de infancia a los pequeños y complicados paisajes que Ben Joe había hecho en la escuela superior. Ahora sólo quedaba uno —un dibujo hecho por Jenny cuando tenía seis años de un círculo superpuesto sobre un cilindro peludo, que según día eran el Llanero Solitario y su caballo Plata vistos desde arriba—. Además de eso, sólo quedaban dos trozos de papel amarillento. El primero era uno de los pocos rastros de su padre que no habían sido borrados; era una nota de Susannah, cuando su letra era tan insegura como la de Tessie, que decía: «Mamá, las cinco últimas veces que la abuela se ha ido a una cena a la iglesia y tú te has ido a una cena con las Legal Women Voters, papá nos ha dado de cenar lo siguiente: 1) palomitas de maíz; 2) sandwiches de queso a la plancha; 3) caramelo; 4) palomitas de maíz; 5) helado. Por favor, habla con él.»

Ben Joe frunció el ceño de nuevo, mientras reflexionaba si cambiar o no la coma por un punto y coma, pero al final, por algún motivo, lo dejó como estaba y volvió su atención al otro trozo de papel. Estaba escrito por él mismo, en mayúsculas torcidas de antes de ir a la escuela, y no pudo recordar cuándo ni por qué motivo lo había escrito. Decía:

«Canción de

Benjamín Josiah Hawkes.

Qué haremos con el marinero borracho

Es un asunto realmente desagradable

El pintor de todo el mundo se va al cielo

Al cielo, por la mañana.»

Tenía una melodía, le había dicho su madre, algo así como el soniquete de un afilador, en una sola nota menos la última palabra de cada línea, que era unas cuantas notas más baja. Decían que solía cantarla en la playa, pero él ya no se acordaba.

Miró el tomate que tenía en la mano. Tenía un mordisco, aunque no recordaba habérselo dado. Pensó en irrumpir en el estudio y acusar a Tessie de haberlo dejado de nuevo en el frigorífico después de haberlo mordido, que era una costumbre que había tomado de morder bombones que resultaban estar llenos de caramelo; pero pensándolo mejor, decidió que después de todo puede que le hubiera dado un mordisco. Cualquiera sabía. Había estado confuso y distraído todo el día; lo achacaba a la visita a la residencia de ancianos, pero el conocer la razón no le servía de nada. Lo único que se le ocurría para solucionarlo era aislarse en la cocina un rato después de cenar y mirar el cuaderno de notas, donde los años se apilaban en capas ante sus ojos, unos sobre otros. Aunque a veces tampoco funcionaba. Suspiró, le dio otro mordisco al tomate y comenzó a leer de nuevo la pizarra.

Huevos.

Pasta de dientes…

—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó Jenny.

—¿Por qué?

—Creí que sólo habías venido a coger un piscolabis. Te has perdido la mitad del programa.

—Bah, no importa.

Se hizo a un lado para dejarla llegar hasta el frigorífico.

—Ben Joe…

—Qué —dijo.

Cada vez que le interrumpía tenía que volver a la parte de arriba de la pizarra y comenzar a leer otra vez desde el principio.

—No importa —dijo ella.

—Bueno anda, venga, ya que me has interrumpido…

—Sólo quería saber dónde está el agua fresca. He venido a llevarle agua a la abuela. ¿Qué demonios te pasa esta noche?

—No lo sé. Fui con la abuela a la residencia de ancianos.

Se metió las manos en el bolsillo y empezó a trazar dibujitos en el linóleo con la punta de la zapatilla. No tenía sentido empezar a leer la pizarra otra vez hasta que no se fuera Jenny. Había encontrado el agua helada. La echó en un vaso de zumo de naranja y volvió a poner la jarra en el frigorífico.

—Oye, me pregunto… —dijo ella de repente.

—Pero Ben Joe, que ya estaba pensando en otra cosa, la interrumpió.

—¿Quién lleva lentillas en la familia? —preguntó.

—Lenti… Ah, te refieres a la lista. Susannah.

—¿Cómo es que yo no lo sabía?

—No estabas aquí —dijo Jenny.

—Ah.

—Se las compró con la primera paga de la biblioteca, después de cambiarse de trabajo.

—No me lo dijisteis.

—No estabas aquí, te digo.

Cogió el vaso de agua y se dirigió a la puerta. Al llegar a ella se detuvo.

—Lo que me estaba preguntando —dijo—, es si ha sido esta mañana cuando has ido a la residencia. Con la abuela.

—Sí.

—Bueno, ¿por qué no vienes al cuarto de estar? La abuela acaba de enterarse de que ha muerto un viejo amigo suyo. Dice que lo había visto esta mañana, así que debe de ser ése. El señor Dower.

—¿Se ha muerto?

—Eso ha dicho.

—Pero no puede ser. Lo hemos visto esta misma mañana.

—Eso no impide que se haya muerto, ¿verdad? ¿Por qué la gente siempre tiene que…?

—Ah, no —dijo Ben Joe.

—Negó suavemente con la cabeza y se volvió hacia el cuaderno de notas (¿de qué iba a servirle ahora?). No había motivo para que se sintiera tan triste, pero lo estaba de todos modos, y se dedicó a mirar fijamente un rincón del armario de la cocina mientras Jenny lo observaba con curiosidad.

—¿Por qué no vas a hablar con la abuela? —le preguntó.

—Bueno…

—Anda, venga.

Se volvió hacia la puerta para abrirla y dejar pasar a Ben Joe delante de ella.

—Todo lo que sé hacer en estos casos es llevarle agua a la gente —dijo—. Sé que cuando yo estoy triste no me apetece beber agua, y no creo que a otra gente le apetezca tampoco, pero es lo único que sé hacer.

—Bueno, estoy seguro de que a la abuela le gustará —dijo Ben Joe.

—Quizá sí.

En el cuarto de estar encontró a su abuela sentada muy tiesa en el sofá, con las manos en el regazo y los ojos secos. Toda la familia estaba reunida junto a ella, unos sentados a su lado en el sofá y otros en sillas alrededor de la habitación.

—Esta misma mañana —estaba diciendo—, esta misma mañana.

Al ver a Ben Joe lo llamó:

—¿No es verdad, Ben Joe? ¿No es cierto que ha sido esta misma mañana?

—Sí —dijo Ben Joe.

—¿Lo veis? Ben Joe os lo puede decir.

Se volvió para dirigirse a las otras y luego, dándose cuenta de que Ben Joe todavía no se había enterado de toda la historia, se volvió a mirarlo de nuevo.

—Llamé a la residencia —dijo—. Quería decirle una cosa que se me había olvidado. Estaba esta tarde buscando el cepillo de pelo de Carol debajo de la cama, cuando de repente me vino claramente a la cabeza: el tazón de afeitarse el bigote de Jamie.

—¿El qué?

—El tazón de recortarse el bigote. Sabes, Jamie Dower era el único hombre que conozco que usaba de verdad el tazón de recortarse el bigote. Era algo estupendo cuando yo tenía doce años. Se lo regalaron el último año que vivió en su casa, porque se estaban dejando crecer un bigote precioso. Era bastante presumido, Jamie Dower. Siempre lo fue. Pero tengo que reconocer que era un bigote muy hermoso. Ben Joe lo sabe. Díselo, Ben Joe.

—Bueno… —dijo Ben Joe.

Tenía delante de él el rostro de Jamie, pequeño, blanco y completamente rasurado.

—Ben Joe lo sabe —dijo la abuela al resto de la familia.

Sonrió mirándose las manos.

—Sé que no tiene importancia, pero de repente me acordé del tazón de recortarse el bigote, blanco con capullos rosas, y sentí que tenía que decírselo. Así que llamé a la residencia y, después de mucho carraspear y aclararse la garganta, me lo dijeron. Dijeron que acababa de morir hacia una hora. No dejé que se notara cómo me afectó. Dije simplemente que esperaba que hubiera tenido una muerte tranquila y colgué.

Le tembló la boca durante unos instantes y la primera lágrima se deslizó por el seco pergamino de sus mejillas.

—Pero si sólo esta misma mañana… —dijo.

Alguien le puso de repente un vaso de agua delante de la cara. La abuela se echó para atrás y lo miró a través de las lágrimas. Sus ojos observaron con lentitud el vaso y luego el rígido brazo que lo sujetaba, y, por encima de él, la cara de Jenny, seria y avergonzada.

—Vaya, gracias —dijo.

Cogió el vaso, lo miró un segundo y luego le sonrió a Jenny y se lo bebió hasta la última gota.

—No hay nada como el agua clara —le dijo muy formal a Jenny.

Ben Joe miró al resto de la familia. Su madre estaba en el sillón, con aspecto de preocupación; Tessie estaba en el brazo del sillón, y las gemelas y Susannah estaban sentadas alrededor de la abuela en el sofá. Todas estaban anormalmente calladas. Cuando el silencio se prolongó sin interrupción por lo menos un minuto entero, su madre carraspeó y dijo:

—Tendremos que mandarle una corona de flores bonita, abuela.

—No le gustaría —dijo la abuela—. Solía enfadarse cuando le llevaba mi postre.

—Tu… Bueno, de todos modos. Sería un bonito gesto enviarle una corona pequeña, para demostrar que…

—¡Me niego a enviarle flores! —dijo la abuela.

Ellen Hawkes se quedó callada un momento, rumiándolo. Finalmente dijo:

—Bueno, algunas personas prefieren que se destine el dinero a una buena causa. Quizá a las misiones de su iglesia, si tiene alguna…

—Te digo que no, Ellen. Nunca supo aceptar un regalo con gracia. Mi madre decía que aceptar un regalo con gracia es la auténtica prueba de que se es un caballero, pero yo no estoy de acuerdo con eso. Jamie Dower era un caballero en toda la extensión de la palabra. Simplemente, no le gustaban los regalos, eso es todo.

—Pero eso era hace casi setenta años, abuela.

—No tiene sentido discutirlo —dijo Ben Joe—. No le enviamos flores.

La abuela empezó a llorar de nuevo. Las chicas se arremolinaron nerviosas a su alrededor y Jenny se dirigió hacia la puerta, por si acaso tenía que ir a traer más agua helada. Ellen Hawkes chasqueó la lengua.

—¿Qué pasa? —dijo Joanne.

Estaba en la puerta, vestida para salir y con un abrigo al brazo. Todo el mundo levantó la vista excepto la abuela, a la que Ben Joe acababa de dar su pañuelo, con el que se estaba sonando la nariz.

—La abuela ha perdido un viejo amigo —dijo Susannah.

—¡Oh, no!

Se acercó rápidamente al sofá y se arrodilló junto a la abuela.

—¿Quién era?

—Jamie Dower —dijo la abuela—, y no puedo mandarle flores.

—Por supuesto que puedes. ¿Qué demonios pasa con esta familia? Mamá, ¿desde cuándo somos tan pobres que no podemos enviar…?

—Dios mío —dijo su madre.

Se puso de pie y se fue de la habitación, no con brusquedad, sino con una especie de cansancio lento.

—No es cuestión de dinero —dijo Ben Joe—. Es que Jamie nunca supo aceptar un regalo con gracia.

—Ah, ya veo —asintió y comenzó a acariciar suavemente el hombro de la abuela.

—Si lo entiendes —dijo su madre desde la puerta—, ¿quieres hacer el favor de explicármelo a mí?

—Bueno, tiene sentido.

—Para mí no. ¿Y para ti, Ben Joe?

—Bueno, sí —dijo Ben Joe.

Su madre desapareció por el pasillo.

—Lo que no tiene sentido —dijo Ben Joe—, es por qué te hace desgraciada el no enviarle flores. Cuando sabes que sería más feliz si no se las envías.

—Porque yo sí que quiero enviárselas, por eso —dijo su abuela—. Siempre quise enviarle flores.

Empezó a llorar sobre el pañuelo, y las otras chicas se quitaron para que Joanne pudiese sentarse a su lado y abrazarla.

—Lo sé… Lo sé —dijo para tranquilizarla—. Ahora te diré lo que puedes hacer, abuela. Compra unas flores y dáselas a alguien que te guste. Las flores más bonitas que encuentres. Y luego dite a ti misma que no lo hubieras hecho si Jamie Dower no hubiera muerto. Así solucionas el problema. ¿No te parece?

—Bueno, quizá —dijo la abuela.

Sonó el timbre de la puerta, Joanne le dio a la abuela un vivo golpecito en el hombro y se puso de pie.

—No te molestes —le dijo a Ben Joe—. Yo iré. Es mi cita.

—¿Qué?

Pero ella no respondió; estaba ya fuera de la habitación. La abuela dobló de nuevo el pañuelo por un sitio seco y de repente, en medio de lo que estaba haciendo, se paró y miró a Ben Joe.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

—Ha dicho que era su cita.

—¿Quiere decir que tiene un compromiso? ¿O que era su chico[5]?

—Ha dicho su cita.

Todos se quedaron callados, escuchando. Un hombre joven rió en el recibidor principal. Ben Joe vio la lenta transición del dolor a la indignación en el rostro de su abuela.

—¡Pero no puede hacer una cosa así! —dijo—. ¿Joanne?

Las dos voces continuaron hablando, ignorándola.

—¡Joanne! —exclamó la abuela.

Joanne volvió a aparecer, todavía con el abrigo debajo del brazo.

—¿Quién es ese que está contigo? —preguntó la abuela.

—John Horner, abuela. Entra, John.

John Horner apareció a su lado sin hacer ruido alguno. Todavía esbozaba su ancha y abierta sonrisa, y no parecía extrañarle ser recibido por toda la familia en pleno, silenciosa y con la vista fija en él, agrupada alrededor de una anciana llorosa. Saludó con la cabeza a todos en general y con la mano en dirección a Ben Joe, al que reconoció.

—Ésta es mi abuela —dijo Joanne—. Y Ben Joe, y Susannah, y Jane, Lisa, Jenny y Tessie. Éste es John Horner.

—Encantado —dijo John Horner.

Se dirigió principalmente a la abuela, como el miembro más antiguo de la familia, pero la abuela no hizo más que sentarse más derecha en la silla y mirarlo fijamente con los ojos fruncidos.

—Ojalá me hubiera casado con Jamie Dower —dijo.

—¿Señora?

—La abuela acaba de enterarse de que acaba de fallecer un amigo —empezó a explicar Joanne. La voz de Joanne era como la de la antigua Joanne de la época en la que iba a la escuela secundaria, suave y burbujeante. Estaba muy cerca de John Horner mientras le hablaba. Aprovechando que la voz de Joanne ahogaba la suya, la abuela siguió murmurando a los otros.

—Si me hubiera casado con Jamie Dower —dijo— habría tenido una familia diferente. Por aquello de la diferente combinación de los genes. No se hubieran dedicado a hacer cosas raras, o a actuar como…

—Calla, abuela —dijo Susannah.

—¿Ben Joe? —dijo Joanne.

—¿Qué?

—John te estaba preguntando algo.

—¿Perdón?

—Sólo te estaba preguntando —dijo John— que si no eras tú el que está en Columbia.

—Así es.

—Yo estuve allí una temporada. Hice un curso de negocios. Señora Hawkes, siento lo del fallecimiento de su amigo.

La abuela frunció el ceño.

—Bueno —dijo sin cortesía alguna. Meditó un momento y luego añadió:

—Los problemas nunca vienen solos, según parece.

—Efectivamente —dijo John Horner.

Entró en la habitación para sentarse en el brazo de una mecedora, y Joanne se movió para estar cerca de él.

—Mi abuelo tenía un dicho. Solía decir «Nunca llueve sino que…»

—¿Quién es tu padre? —le preguntó la abuela de repente.

—Jacob Hart Horner, señora.

—Jacob Hart Horner. Vaya.

—Sí, señora.

—Lo conozco.

—¿De verdad?

Sonrió educadamente.

—Sí, sí que lo conozco.

—Ah.

La abuela sacudió la cabeza durante un rato, reflexionando.

—¿Qué crees que diría él si viera que estás aquí? —preguntó.

El silencio que había precedido a su pregunta había sido tan largo que John Horner debió de creerse que la conversación había terminado. Se quedó helado. Iba a dirigirse a Joanne, pero se volvió a mirar a la abuela sin comprender.

—¿Qué quiere decir, señora?

—Si te viera aquí. Si Jacob Hart Horner te viera aquí. ¿Qué crees que diría?

—¿Si me viera aquí?

—Sí. Aquí.

—No…

—Si viera que estás saliendo con Joanne. Que estás saliendo con Joanne Hawkes Bentley. ¿Que crees que diría?

—Bueno, nada, creo.

—Nada.

Asintió con la cabeza de nuevo, con los ojos helados y pensativos fijos en el suelo.

—No, no creo que dijera nada, efectivamente —dijo por fin—. Recuerdo a Jacob Hart Horner. Lo recuerdo bien. Vino aquí en su juventud y empezó a trabajar con mi chico, Philip. Se suponía que trabajaba, aunque no es que hiciera mucho. Vivía del pequeño Sylvester Grant y de mi chico, Philip. Nunca olvidaré una vez que hizo una llamada de larga distancia a su familia desde esta misma casa, desde la misma habitación en que me encontraba yo. Me imagino que querían saber si tenía un trabajo fijo y él dijo que sí, que trabajaba en una fábrica de latas de carne de pollo. Había una fábrica de latas de carne de pollo entonces, junto al río, cerca de la fábrica de tela vaquera, pero yo nunca lo había visto a él cerca de ella. Y me imagino que querían saber qué hacía en la fábrica, porque empezó a decir que transportaba el grano… dijo que ése era su trabajo. Bueno, no sé cómo eran sus padres y no quiero saberlo, pero déjame que te haga una pregunta: ¿Qué inteligencia supones que tenían para creerse que alguien podía obtener un trabajo transportando grano en una fábrica con pollos muertos?

—Bueno, no lo sé —dijo John Horner.

Estaba riéndose y no parecía sentirse insultado.

—Hay mala sangre ahí —dijo la abuela.

Miró durante un rato al amistoso rostro de ojos que parecían rendijas a causa de la risa y luego se sonó la nariz y se quedó mirando a su regazo.

—Me estoy haciendo vieja —dijo.

La habitación se quedó en silencio. John ya serio miró a donde estaba Joanne, y ésta apretó con más fuerza el abrigo que llevaba en el brazo y se dirigió a la puerta.

—Abuela —dijo—, espero que te mejores.

—Bueno. Surgen cosas nuevas. Hace un segundo, Jamie Dower se me fue de la cabeza por completo —empezó a decir la abuela—. Lo que quería decir…

Se paró y miró a Ben Joe.

—Hmm —dijo él.

Se sacó las manos del bolsillo y se dirigió hacia donde estaba John junto a Joanne.

—¿Qué pasa? —preguntó Joanne.

—Bueno, sólo me preguntaba…

La miró a la cara, a los inexpresivos ojos castaños, y luego cambió de idea y le hizo la pregunta a John.

—Lo que creo que la abuela estaba tratando de decir —dijo—. No, demonios, lo que yo estoy tratando de decir, es que no me parece una buena idea que salgas, Joanne. Pero seguía mirando a John; y lo dijo mirando a los ojos más abiertos de John.

—¿Por qué no? —dijo John, convirtiendo la pregunta en un desafío.

—Bueno, es una ciudad pequeña. Ése es uno de los motivos.

—¿Y qué tiene que ver que sea una ciudad pequeña? Mira, chico, tú y tu familia debes de dejar de inmiscuiros en la vida de tu hermana de esta forma. Debéis de empezar a…

—¡Pero todavía está casada, maldita sea!

Su madre, que entraba justo cuando estaba terminando de hablar, se paró en la puerta y miró a Ben Joe.

—¿Qué? —dijo.

Ben Joe se volvió hacia ella.

—Mamá, ahora te lo pregunto a ti. ¿Crees que Joanne debería salir con un chico?

Su madre frunció el ceño.

—Bueno —dijo por fin—, no lo sé. Es sólo un viejo amigo suyo, no veo que haya nada de malo en salir un rato. Es problema suyo, después de todo. No es asunto nuestro.

—¡Pero es que no es un viejo amigo!

—¿Qué es, entonces?

Se produjo un silencio. Todo el mundo miró a John.

—Francamente —dijo éste por fin—, no veo por qué…

—No, por favor, óyeme. ¡Óyeme por favor!

—Te estamos oyendo, Ben Joe —dijo su madre.

—No, no me estás escuchando. Nunca lo haces. Mira, sólo me preocupa que la gente hable.

—¿Que hable de qué?

Ben Joe se sentó, se dio cuenta inmediatamente de la desventaja que esto suponía cuando todos los demás estaban de pie, y se levantó de nuevo.

—Joanne —dijo—. ¿No entiendes lo que quiero decir?

—No —dijo Joanne.

—¿Y tú, John? ¿Lo entiendes tú?

—Lo siento, pero no —dijo John.

—Tú hablas. ¿No es cierto? —dijo Ben Joe acercándose más a él. ¿No es cierto?

John parpadeó al mirarlo.

—Escuchad —dijo Ben Joe.

Se estaba dirigiendo a todos ahora, con los brazos rígidos a los lados del cuerpo y los puños apretados.

—Lo único que estoy tratando de hacer es impedir que ocurra otra más de las cosas increíbles que suceden en esta familia y que todo el mundo se toma como la cosa más natural, mientras fingen que las cosas están bien y que el mundo sigue en orden. En esta familia ocurren las cosas más increíbles, las cosas más increíbles, que nadie más permitiría, y esta familia sigue como si tal…

—¿A qué tipo de cosas increíbles te refieres? —preguntó su madre.

Le estaba mirando de frente, muy seria y con los ojos muy entrecerrados.

—Esta familia es exactamente igual que cualquier otra, Ben Joe. No pasa nada aquí que…

—¿Ah, no?

—No.

Él también la miró, a su vez con los ojos como rendijas.

—Sólo por ponerte un ejemplo —dijo—. No sé si seréis capaces de remontaros lo suficiente en vuestros recuerdos o no, pero recuerdo una vez en que papá y el comisario estuvieron fuera toda la noche en pijama…

—Ya está bien —dijo su madre.

—… en pijama, persiguiendo a Joanne hasta Dillon, Carolina del Sur, porque se había escapado con un perfecto extraño que había llegado vendiendo impermeables de plástico transparente una tarde de otoño; se había escapado para casarse con él en cuanto se lo pidiera, que por lo que pudimos averiguar fue exactamente tres segundos después de que le abriera la puerta cuando llamó, y papá se pasó toda la noche frenético investigando todas las carreteras a Dillon, hasta que por fin los encontró a las siete de la mañana, mientras esperaban para rellenar una licencia de matrimonio. Y se la trajo de vuelta y lo único que dijo todo el mundo fue: «Bueno, dejarla dormir.»

—¡Es verdad! —dijo la abuela—. Es verdad. ¡Lo recuerdo perfectamente!

—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —le preguntó su madre mirando al reloj.

—Lo que no estaba mal, salvo que ¿se preguntaron acaso alguna vez cómo o por qué había sucedido algo así o intentaron hacer algo para ayudarla? No, y a la hora de la cena todo el mundo contó chistes y pasó las galletas y allí estaba Joanne con un nuevo truco, un trozo de plástico que tenía todo el aspecto de un vómito —lo había comprado en una tienda de objetos de broma— y hacía como que vomitaba y luego tiraba el plástico al suelo y gritaba: Oye, ¿no quedaría bonito mi vómito en al alfombra del cuarto de estar? Y os echasteis todos a reír y la vida continuó como si nada mientras.

Joanne se abalanzó contra él, y por un instante creyó que le iba a pegar, pero el lugar de eso le tiró el abrigo a la cara, con tanta fuerza que no podía respirar, dejándolo inmerso en una oscuridad verde-bosque que olía a lana y a perfume de especies. Sintió los huesos de la mano de Joanne apretándole la cara a través de la lana, y por encima del tumulto oyó a John Horner gritar: «¡Basta, basta!», pero el abrigo siguió apretándole la cara.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó una voz.

Hubo un silencio largo y profundo.

El abrigo cayó de la cara de Ben Joe y colgó, arrugado, de sus hombros. Parpadeó varias veces. Todo el mundo que había en la habitación estaba mirando hacia la puerta, con las caras sin expresión, mirando fijamente al hombre más alto que Ben Joe había visto en su vida. Era huesudo y pecoso, con una cara larga y amistosa, y, aunque el abrigo le sentaba mal, había tranquilidad y gracia en su forma de estar.

—Hubiera llamado —dijo alegremente—, pero si lo hubiese hecho probablemente te habrías ido antes de que llegara. Y hubiera esperado a que me abrieras la puerta, pero un hombre no puede estarse toda la vida esperando, ¿verdad? —preguntó, dirigiendo una amplia sonrisa a Ben Joe.

La gente estaba comenzando a salir de su sorpresa, abriendo la boca para hablar, pero el extraño se había trasladado rápidamente al centro de la habitación, con las manos todavía en los bolsillos, y estaba diciendo:

—He reconocido la casa. La hubiera reconocido en cualquier sitio. Aunque ese columpio tiene que ser nuevo a la fuerza. No sabía que estaba ahí. Vosotros sois…

Los miró a todos, sonriendo aún.

—… la abuela, Ben Joe, Mamá, eh… ¿Jenny? y un hombre que no conozco con, por supuesto, Joanne.

—Vete —dijo Joanne suavemente.

—Pero si acabo de llegar.

—Gary, te digo que…

Pero antes de que el nombre saliera de su boca, Ben Joe lo adivinó. Reconoció de repente el pelo, rojo llama y echando descuidadamente hacia atrás la frente, exactamente como el de Carol, y los ojos, que le resultaban conocidos de haberlos visto mirándole desde la borrosa instantánea. Se quedó mirando a los tres con la boca abierta —a Joanna, a Gary y a John—, dispuesto en un brillante y tenso triángulo en el centro de la habitación.

—Me voy —dijo.

—¡Ben Joe! —gritó su madre.

—¡Me importa un rábano. Me importa un rábano! ¡Me voy!

Y le tiró el abrigo a la cara de Joanne. Cayó al suelo, pero ella lo dejó tirado allí y no miró a Ben Joe. Jenny le estorbaba para salir; la apartó a un lado, sin siquiera darse cuenta, y salió huyendo por el pasillo hacia la puerta. Luego se encontró fuera, en la oscuridad, con el viento y el frío azotándole el rostro.