Ben Joe —dijo la abuela—, una promesa es una promesa. Si no querías llevarme a ver a Jamie Dower, no deberías haberme dicho que estaba aquí.
Ben Joe jugueteó con un resbaladizo trozo de huevo revuelto en su plato.
—¿Me estás oyendo, Ben Joe?
—Sí.
—Bueno, entonces, ¿me vas a llevar o no?
—Lo único que estoy haciendo es ser sincero —dijo—. De verdad que no me apetece nada ir a la residencia, abuela. Nunca me ha gustado ir. La vez que fui contigo a ver a la señora Gray no conseguía quitármela de la cabeza después.
Su abuela le sirvió la segunda taza de café y luego volvió a dejar de golpe la cafetera en la cocina.
—No es cuestión de que te guste —dijo—. ¿Y que demonios pasa, de todas formas? No, a mí tampoco me gusta imaginarme a mis amigos viviendo en una residencia de ancianos, pero una cosa sí que digo: las residencias son mucho más alegres hoy día. No te encogen el corazón como antes.
—A mí no me importa que me depriman. Lo que pasa es que me dejan confundido. Siempre salgo de la residencia hecho un lío y sin poder siquiera decir qué hora es.
—¿Y qué importa la hora que es? ¿Qué importancia tiene?
—Bueno, la hora que es no tiene ninguna importancia, abuela, pero eso no es lo que quiero decir.
—Tú…
Se dejó caer en una silla enfrente de él y empezó a quitarse las tres horquillas.
—Venga. Tenemos que ir esta mañana, Ben Joe, porque esta tarde tengo que llevar a Tessie a clase de dibujo. Tu madre está demasiado ocupada. ¡Ocupada!
Volvió a colocarse con fuerza una de las horquillas.
—¿Y para qué necesitas que vaya yo? A la residencia, quiero decir. ¿De qué te sirvo? Si me das una buena razón, no me importa ir.
—Sólo quiero que venga alguien conmigo. Además…
—¿Qué?
—Además, me gustaría que te acordaras de que solía perseguir a Jamie Dower cuando era pequeña. Así comprenderás que puede parecer un poco atrevido de mi parte presentarme allí yo sola hoy.
—No veo por qué —dijo Ben Joe—. Tienes ya setenta y ocho años, abuela.
—No soy lo bastante vieja como para no hacer las cosas como una dama.
—Está bien, iré.
Sabía que era inútil discutir; se encogió de hombros con resignación y pinchó otro trozo de huevo con el tenedor.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo. Déjame un segundo que termine de desayunar.
—Bueno. ¿Te parece que estoy bien?
La miró con atención por primera vez aquella mañana. Llevaba un enorme jersey azul de cuello alto, hecho deprisa, y una falda vaquera ajustable, y calzaba los deportivos negros de costumbre. Pero había algunos pequeños cambios que no había notado: tenía la cara encendida por los brochazos de colorete y los labios cuidadosamente delineados por un lápiz de labios naranja que de ordinario nunca se ponía; y junto al gastado anillo de casada había un enorme anillo de compromiso de diamantes, que sólo se ponía para ir a misa.
—Estás estupendamente —dijo.
—Me apuesto a que no me reconoce.
—Me apuesto a que no.
—La última vez que me vio era una niña gordita con manchas de chupa-chups en el vestido. Me apuesto a que ni siquiera sabe cómo llamarme.
—No, me apuesto a que no.
—¡Vamos, Ben Joe!
Ben Joe se bebió de un trago el café que le quedaba y se levantó.
—¿Dónde están las llaves? —preguntó.
—En la pared, en su sitio. Pon los platos en el fregadero. Jenny estaba hecha una furia diciendo que no recoges tu parte.
—Bah, recoger, recoger.
Puso los platos en el fregadero de cualquier manera y luego se agachó a atarse el zapato.
—Joanne nunca recoge. Tuve que rascar el maldito tostador esta mañana para quitarle los restos de comida.
—Eso ha sido Jane cuando le dio de comer a Carol. Joanne está todavía en la cama.
—No me extraña —dijo.
—¿No te extraña el qué?
—No me extraña que esté todavía en la cama. Coge el abrigo, abuela.
—Lo tengo aquí.
Cogió una de las viejas batas de laboratorio del padre de Ben Joe del respaldo de una silla y comenzó a ponérsela. Le llegaba casi a los zapatos, pero la miró con orgullo y metió las manos en los bolsillos.
—¿No vas a tener frío con eso?
—Por supuesto que no.
—Bueno, tú sabrás lo que haces.
La siguió a través del cuarto de estar, todavía lleno de las cosas que la familia había estado haciendo el día anterior. Sintió que pisaba algo con el talón; era la plancha del juego del palé. Se la quitó del zapato y siguió andando.
Fuera el día era brillante y tranquilo. Había parado el viento, pero todavía hacía frío, y en los sitios donde daba la sombra se veía algo que era o una helada muy fuerte, o ligeros trozos de nieve. Puso en marcha los limpiaparabrisas del coche para quitar la fina cubierta de escarcha.
—Quiero que estés muy amable con Jamie —dijo la abuela.
—¿Es que soy descortés alguna vez?
—A veces. A veces. O por lo menos despistado. Así que ten cuidado, Ben Joe. Jamie Dower es más viejo incluso que yo. Solía pensar que algún día a lo mejor me salvaba la vida.
—¿Cómo?
—Bueno, ya sabes. Sacándome del agua o algo así. Sólo te lo cuento para que veas que es mucho más viejo que yo. Lo bastante para que lo admirase y lo considerase como alguien superior, de forma que la única posibilidad de que se fijara en mí hubiera sido que yo estuviese a punto de morir o algo por el estilo.
—Bueno, está bien —dijo Ben Joe—. Seré amable.
La abuela se recostó en el asiento, satisfecha. Pero cuando salieron a la calle y se aproximaban a la residencia, su rostro volvió a adquirir una expresión de ansiedad, y cruzó las piernas y empezó a pellizcar el borde de goma blanca de sus deportivos, señal inequívoca de que estaba preocupada.
—Quizá hubiera debido traerle algo —dijo.
—Pensé que lo ibas a hacer.
—No. Normalmente lo hubiera hecho, le hubiera traído algo para adornar la habitación o abrirle el apetito. Pero a Jamie nunca le gustaron esas cosas. Cuando era pequeña, solía ir a su casa todos los días a llevarle mi postre del almuerzo, pero nunca lo quería.
—Bueno, de eso hace casi setenta años. ¿Quieres que paremos en una floristería?
—No, gracias, Ben Joe.
Se recostó de nuevo en el asiento, con el ceño aún fruncido. Cuando se pararon delante de la residencia, que en realidad era muy parecida a la clásica casa unifamiliar de ladrillo amarillo, sólo que más grande, se quedó sentada y la miró a través de la ventanilla, sin cambiar de expresión ni dar la sensación de que fuera a entrar.
—Si prefieres no ir —dijo suavemente Ben Joe—, te puedo traer otro día si quieres.
—No, no. Sólo estaba pensando que no deberían poner cortinas marrones en una casa amarilla. Está horrible.
Abrió la portezuela y salió, quejándose un poco al poner los pies en el suelo.
—No me explico en qué estarían pensando cuando las pusieron —dijo—. Entremos y así no tendremos que verlas.
Pero siguió parada allí, mirando a la casa.
—¿No te vas a separar ni un momento de mí, verdad Benjy?
—Por supuesto que no.
—Dicen —dijo comenzando a andar despacio por el patio—, dicen que cuando la gente se hace vieja, le da por mirar las esquelas para ver si viene su nombre. Bueno, todavía no he llegado a ese extremo, pero si que he notado una cosa: odio ir a las residencias de ancianos porque me da miedo de no poder volver a salir. De que me confundan con una de las pacientes. Y que cuando diga que yo no soy, se crean que es que estoy tratando de escapar.
Ben Joe la cogió del codo y comenzó a andar a su lado.
—Yo te vigilaré —dijo—. Además, deben de tener una especie de registro. Y tu nombre no está en él. No podrían mantenerte aquí.
—Oh, no seas tan razonable, por Dios santo, Ben Joe.
Puso cara de exasperación y le pegó un pellizco en el brazo.
—Eres como tu madre. Tan razonable. Igualito que ella.
—No lo soy.
—Bueno, no, pero sí que eres un latazo.
—Si no eres más amable, te dejo aquí ahora mismo —dijo Ben Joe—, y me meto sin ser visto y pongo tu nombre en el registro para asegurarme de que te quedas.
Le dio un golpecito en la espalda.
La puerta principal de la casa era enorme y pesada. Ben Joe tiró de ella hasta abrirla y pasaron dentro, a un calor sofocante y un fuerte olor a abrillantador de muebles. La alfombra marrón floreada sobre la que estaban era gruesa y hacia que todo pareciera demasiado callado; se extendía a lo largo de lo que parecían millas por una especie de habitación común enorme. Había sillones colocados al lado de las paredes donde se sentaban ancianos que charlaban, jugaban a las damas o simplemente miraban al vacío. En el centro de la habitación colgaba una enorme araña deslustrada, tan baja que Ben Joe casi la hubiera tocado poniéndose de puntillas. Él miró a los ancianos sentados al otro lado, pero su abuela siguió mirando fijamente a la araña, sin permitir que sus ojos se desviaran ni un instante de ella.
—¿En qué puedo servirles? —dijo una enfermera.
Había aparecido sin hacer ruido con sus zapatos de gruesa suela, y ahora estaba mirándolos con los brazos cruzados sobre el blanco acartonado de su uniforme y un rostro extrañamente joven y alegre.
—Hemos venido a ver al señor Dower —dijo Ben Joe.
—Algernon Hector James Dower tercero —dijo la abuela, mirando aún fijamente a la araña.
—¿Son ustedes de la familia?
—Crecimos juntos.
—Bueno, no se encuentra demasiado bien. Está en cama. Si no se están más que un momento…
—No haremos ruido —dijo Ben Joe.
—Síganme, entonces.
Les condujo a través de la habitación común a un ascensor situado a la vuelta de una esquina. Mientras pasaban por delante de los otros pacientes, se oyeron murmullos y un cierto revuelo, y todo el mundo se les quedó mirando.
—El señor Dower —les dijo la enfermera.
Asintieron y continuaron mirando. La enfermera se volvió hacia Ben Joe y su abuela y de repente les obsequió con una sonrisa tranquilizadora; cuando sonreía, se le arrugaba la nariz como a un niño y las pecas que le cubrían la cara le resaltaban formando una pequeña banda marrón.
—Si son tan amables de subir —dijo.
El ascensor olía a oscuridad y jabón. Era tan pequeño que puso nervioso a Ben Joe, que vio como su abuela estaba empezando a tener aquella mirada perdida en el rostro y a retorcer su anillo de compromiso. Le sonrió y ella se aclaró la garganta y le devolvió la sonrisa.
—Hemos llegado —dijo la enfermera alegremente.
La puerta se abrió. La abuela salió disparada como una cabra joven, dando un sorprendente saltito con los talones, y se volvió a mirar a la enfermera.
—Cielos, ya me gustaría que nuestra gente fuera tan ágil como usted —dijo la enfermera.
La abuela sonrió.
—Son esos… mmm… lleva usted unos zapatos muy prácticos —siguió la enfermera en tono amable—. Deben de ser muy…
—Me los compro en la tienda de deportes de Pearson —dijo la abuela.
—Ya veo. Por este pasillo, por favor.
El pasillo era largo y silencioso. Era difícil creer que una casa de aspecto tan normal tuviera tanto dentro. Las paredes estaban cubiertas de un pesado papel marrón con columnas de palmeras y las puertas eran de madera oscura. En la penúltima puerta, que estaba entreabierta, la enfermera se paró y llamó suavemente con las uñas.
—¿Señor Dower? —llamó.
Asomó la cabeza, toda sonrisas, y dijo:
—Tenemos compañía, señor Dower.
Luego volvió a mirar a Ben Joe y a la abuela y dijo:
—Pueden entrar. Pero no estén mucho rato. Estaré aquí fuera para cuando quieran bajar.
Entraron de puntillas, la abuela delante de Ben Joe. Jamie Dower estaba tendido en una cama de hierro inmaculadamente blanca, con el blanco pelo formando una aureola alrededor de su pequeña y brillante cara. Sus ojos eran tan vivos como la primera vez que Ben Joe le había visto, pero su respiración era peor; incluso a pesar de estar tendido, seguía emitiendo aquella especie de maullido que dejaba escapar mientras subía la cuesta.
—Ah, joven —dijo, reconociendo a Ben Joe.
—Hola, señor Dower.
—¿Quién es…?
La abuela dio un paso hacia adelante. Llevaba las manos cruzadas sobre su pecho remilgadamente, y parecía pequeña e insegura. Permaneció largo rato mirando a Jamie Dower, asimilando todos los cambios que debía notar en él. Luego dejó caer las manos y se volvió vivaz y activa, como hacía siempre a la cabecera de un enfermo.
—¿Te resulto conocida? —le preguntó.
Se dejó caer en el borde de la silla que había al lado de la cama y le sonrió:
—¿Me parezco a alguien que conozcas, Jamie Dower?
—Una doctora…
—Ah, no, no, no.
Se quitó impaciente la bata blanca de laboratorio y la tiró detrás de ella.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Bueno, señora…
—¡Soy Bethany Jane Chrisawn! —declamó en voz alta.
La enfermera se acercó rápidamente a la puerta y se llevó un dedo a los labios, pero la abuela sólo tenía ojos para Jamie Dower.
—¿Te acuerdas ahora?
—Bethany…
Se incorporó sobre el codo y miró a la abuela con extrañeza. Durante un instante Ben Joe contuvo el aliento; luego el rostro del anciano se aclaró lentamente y dijo:
—¡Bethany! ¡Bethy Jay Chrisawn, eso es!
Ben Joe respiró de nuevo y la abuela asintió satisfecha.
—¡Bethy Jay! —rugió el anciano.
—Señor Dower, por favor —dijo la enfermera.
—Bueno, que me aspen —dijo Jamie Dower.
Volvió a acostarse, meneó la cabeza y siguió mirándola fijamente.
—Bethy —dijo—, por Dios que has cambiado un poco.
La abuela se volvió en redondo y miró complacida a Ben Joe.
—Te lo dije —dijo—. ¿No es cierto? Antes siquiera de salir de casa le dije a Ben Joe, le dije: Me apuesto a que no me reconoce.
—Éste es Ben Joe Hawkes, Jamie. Mi nieto. Él fue el que me dijo que estabas aquí.
—Me voy —le susurró la enfermera a Ben Joe, modulando apenas las palabras.
Agitó los dedos de una mano en señal de despedida, le dirigió una mirada de advertencia y desapareció.
—Nunca pensé que todavía estarías viva —dijo Jamie—. ¡Vaya, que me aspen! ¡Si soy más joven que tú!
—Bueno, ya lo sé, ya.
Intentó incorporarse más, y la abuela alargó los brazos para levantarle las almohadas.
—Tienes buen aspecto, Jamie —dijo.
—Es extraño. En vista de que me estoy muriendo.
—Oh, vamos, tú no te está muriendo.
—No discutas, Bethy Jay. Es tu palabra contra la del médico, y me quedo con la del médico sin dudarlo. Sí, señor, me estoy muriendo y he venido a morir a donde nací, como debe hacer un hombre de bien. Aunque no reconozca el condenado sitio.
—Cuida tu lengua, Jamie. Tienes razón, la ciudad ha cambiado un poco.
—Ya lo creo. Así que éste es tu nieto, ¿eh? ¿Te casaste?
—Por supuesto que me casé. ¿Qué te creías?
Se sentó más derecha y lo miró furiosa.
—Me casé con Lemuel Hawkes, sí, señor.
—¿Con Lemuel Hawkes?
—Claro, ¿por qué?
—¿Esa especie de tipo rechoncho que no había cambiado la voz?
—Bueno, cuando me casé con él si le había cambiado —dijo la abuela—. Por Dios santo, Jamie.
—Cuando yo lo conocí, cuando le conocí… —se rió, y la risa terminó en una especie de pequeña tosecilla—. Cuando yo lo conocí, no hacía más que mandar a pedir todo tipo de cremas y remedios secretos, eso es lo que hacía. Tenía una especie de jarabe negro de los indios que se suponía que había que ponerse en la garganta y tenderse a la luz de la luna con él, y te aseguraban que daba un timbre varonil a la voz. Un timbre varonil, ésas eran las palabras exactas. Sólo que su madre lo encontró tendido debajo de la cuerda de la ropa y lo único que vio fue que tenía algo oscuro y húmedo en el cuello y… Ay, Dios…
Se atragantó de risa una y otra vez y siguió riendo, a pesar de que los ataques de tos al respirar lo levantaban hasta casi dejarlo sentado.
—Cuando yo lo conocí —dijo la abuela con firmeza—, era el bajo en el coro de la iglesia baptista. Tenía su propio negocio y…
—¿Tenía una especie de saco por encima del cinturón? ¿Con el ombligo en medio como un botón en una montaña? Ay, Dios…
Y rompió a reír de nuevo, con cuidado esta vez, para no ahogarse.
—Y —dijo la abuela— me casé con él y tuve cuatro chicas y un chico, todos sanos. Lemuel murió de gripe cuando los niños eran mayores, pero los niños están todos vivos excepto Philip, que murió debido a una combinación de circunstancias, y dejó siete hijos: Joanne, Ben Joe, Susannah, Lisa, Jane, Jenny y Tessie y una mujer y una nieta Carol que es tan…
—Déjame que diga los míos —dijo el anciano.
Se esforzó por incorporarse más en las almohadas y cruzó los brazos sobre las sábanas.
—Mientras hacía ropa de cama en New Jersey me casé con mi secretaria, que era de buena familia, no vayas a creerte, y no una secretaria corriente; para mi desgracia, murió al tener a Samuel, nuestro hijo…
—¿Ya no estás casado?
—No me interrumpas. Siempre has tenido la manía de interrumpirme. Lo crié honrado y respetuoso y primero llevaba los libros…
—¿Un corredor?
—Un contable en nuestra compañía, y poco a poco subió a una posición aún más alta de lo que yo tuve nunca. Ahora tiene una mujer y seis hijos sanos, Donald, Sandra, Mara, Alex, Abigail y eh… eh… Suzanne y uno de ellos…
—Yo tengo una nieta que se llama Susannah —dijo la abuela.
—Uno de ellos, digo…
—¿Cómo escribís el nombre[4]?
—¡Uno de ellos fue a Europa! —gritó alegremente el viejo.
—¡No me digas!
—Hace dos veranos.
—Nosotros lo escribimos Susannah, como Savannah sólo que es Susannah.
—Nosotros, no. Fue Sandra la que fue a Europa. Y vio al Papa y todo.
—¡Al Papa! —la abuela se quedó con la boca abierta—. Vamos, Jamie Dower, no te habrás convertido en un…
—No, no, claro que no. Pero iba con este grupo de turistas, ella y su tía, y el itinerario decía que podían tener una audiencia con el Papa. La familia me preguntó que qué opinaba; me consultan todo lo importante. Y yo dije: Sandra, cielo —dije—. Te diré lo que vas a hacer. Ve y visita al Papa y luego, justo después, el mismo día, ve y visita a un pastor protestante también. Y anímale en su trabajo y todo. Sólo que resultó que el grupo tuvo que irse antes de que pudiera localizar un pastor protestante. Estaba destrozada por no haber cumplido su promesa.
—¿Vendió la ropa con la que la bendijo el Papa? —pregunto la abuela.
—Sí, claro. Excepto los zapatos. Creo que es una buena idea conservar algo de lo que llevaba cuando la bendijo, por si acaso, ya sabes.
—Señora —dijo la enfermera—, recuerde lo que le dije de no estar mucho rato. Si pudiera ir pensando en dar por terminada la visita…
Estaba parada en la puerta, con las manos cruzadas delante de ella, y cuando la miraron, les sonrió. Ben Joe, que estaba apoyado en silencio en el alféizar de la ventana, asintió con la cabeza. Cuando se fue se volvió a mirar la vista, pero la abuela y Jamie siguieron mirando el sitio donde había estado, con expresión vacía. Tenían el rostro consternado y pálido. Por fin la abuela consiguió esbozar de nuevo una gran sonrisa forzada y empezó a retorcerse las manos una contra otra con ansiedad.
—Oye, Jamie —dijo—. ¿Te acuerdas aquella vez que tu primo Otis compró un caballo?
—¿Un caballo?
—Me estuve acordando la otra noche mientras veía una película del oeste. Compró un caballo salvaje que nadie podía domar y se fue cabalgando en él, prácticamente boca abajo por las coces que daba el caballo, pero él siguió agitando el pañuelo y gritando de todas formas, mientras tu madre y tu tía lo miraban, lloraban y se retorcían las manos. Y cuando se hizo de noche regresó sano y salvo y cantando, con el caballo totalmente domesticado, y desmontó en el jardín Heno de agujeros y se rompió la pierna por dos sitios. Oh, cielos, creo que nunca olvidaré…
—¿Sabes? —dijo Jamie—. No consigo acordarme.
—Bueno, a mí se me ocurrió de repente, como si dijéramos.
Él asintió, y por unos instantes sólo se oyeron los roncos maullidos de su respiración.
—Entonces supongo que te acordarás de cuando al abuelo Dower le dio por la religión —dijo por fin.
—No, así de pronto no.
—Seguro que sí. Llegó un predicador evangelista que se llamaba Hezekiah Jacob Lee predicando que nada material existe de verdad y que lo único que cuenta son las cosas del espíritu. Sólo estuvo tres días predicando, pero el abuelo Dower se quedó completamente convencido. Dejó de pavonearse al andar y de coleccionar viejas canciones americanas de saloon y se portaba de forma que resultaba imposible vivir con él. Y un día, cuando hacia aproximadamente un mes que se había ido Hezekiah Jacob Lee, a mi bisabuela Kazi le picó una abeja en la muñeca y, naturalmente, fue a ver a mi abuelo, puesto que era médico, y él dio una patada en el suelo y gritó: «¡No me molestes con cosas materiales, mujer; ponte barro!», cuando, de repente, parpadeó y pareció como que se le abrían los ojos y le dijo: «¿Por qué?» Fue y le dijo: «¿por qué crees que Hezekiah Jacob Lee se largó y me dejó a mí apechugando con el mochuelo?» Menuda fiesta hubo esa noche, con el alcohol flotando en el camino del jardín…
—Digo —dijo la abuela—, que me parece que me suena. Me acuerdo muy vagamente.
Se quedaron callados de nuevo, pensando. Jamie Dower tiró del borde de la sábana con sus pequeños y quebradizos dedos.
—La única que queda es Arabella —dijo la abuela.
—Arabella.
—Tu prima, la gorda. La pequeña de la tía Adams.
—Ah, ésa.
—No la veo mucho —dijo la abuela—. Siempre fue un poco remilgada.
—Sí que lo era, sí. Me acuerdo que se fue a estudiar a Virginia antes incluso de que me fuera de casa. Recibíamos noticias suyas regularmente, pero dejamos de leer las cartas.
—Creo que era por culpa de su madre —dijo la abuela—. Era lo mismo que ella. Le decía a Arabella que tuviese cuidado con los gérmenes en los sitios públicos. Todas las cartas que nos escribía Arabella después de eso sonaban como si las hubiera escrito un inspector de sanidad. Todas aquellas larguísimas y detalladísimas descripciones de… ¿Te acuerdas de eso? La tía Adams le contestó por fin diciéndole que se fiaba de la palabra de Arabella, que no hacía falta que se lo contase, pero no recuerdo que Arabella le hiciera ningún caso.
—¿Y qué fue de su hermano Willie? —preguntó Jamie.
—Oh, él era remilgado también. Toda esa rama de la familia era remilgada.
—No, quiero decir, ¿qué está haciendo ahora?
—Ah, bueno, está muerto. Murió hará un año.
—No lo sabía.
—Y por supuesto, la tía Adams también. Murió.
—Me acuerdo que me lo dijo alguien.
—La única que queda ya —dijo la abuela—, es Arabella.
Los dos miraron a un punto en la manta de Jamie. Detrás de ellos la puerta se abrió suavemente con un chirrido y la enfermera asomó la cabeza y dijo:
—Es hora de que vayan despidiéndose.
—¿Te acuerdas? —dijo Jamie de repente—. ¿Te acuerdas de aquel banco tan extraño en forma de ele que había en tu porche?
—¿De qué color era?
—Verde. Verde oscuro. Verde bosque, creo que lo llaman. Los críos solíamos sentarnos todos juntos en él en las tardes de verano y comer melocotones frescos de un cesto. ¿Te acuerdas?
—Bueno, no.
—Yo sí. Yo sí. En aquella época teníais a Huida Ballew de criada y era ella la que nos traía los melocotones para que los cortáramos en trocitos chiquitines, con unos cuchillos de cocina muy afilados, y los comiésemos a bocaditos pequeñitos, y cada chico tenía que pinchar un trocito en la punta del cuchillo y ofrecérselo a la chica que le gustaba, y ésta tenía que cogerlo con los dientes del cuchillo con mucha delicadeza… en las tardes de verano. Tienes que acordarte.
—Pues no me acuerdo —dijo la abuela—. Me acuerdo de Huida Ballew, pero no recuerdo ningún banco verde.
—Tienes que acordarte.
—Señora —dijo la enfermera.
Su tono de voz indicó a la abuela que era hora de irse. Dejó caer los hombros con decaimiento y se quedó callada, pero siguió mirando a la manta.
—Dígale adiós a nuestros invitados, señor Dower.
—Ya me voy —dijo la abuela—. Volveremos, Jamie. Si tú quieres.
—Me gustaría mucho, Beth. Qué curioso —dijo, mirándola de repente—. Eras una niña tan gordita.
La abuela le golpeó cariñosamente las manos, que tenía sobre la sábana, y luego se puso de pie y salió de la habitación, tan de repente que los pilló a todos de sorpresa.
—Bueno, adiós —dijo Ben Joe.
—Adiós, joven.
—Ahora debe usted echarse una siestecita —dijo la enfermera. Cerró las persianas venecianas y salió de puntillas de la habitación detrás de Ben Joe, cerrando la puerta tras de ella.
—No está nada bien —susurró mientras se alejaban por el pasillo—. No sé cómo ha durado tanto, ni cómo ha conseguido llegar aquí él solo.
—Cállese —dijo Ben Joe.
Se estaban acercando a su abuela, que esperaba junto al ascensor. La enfermera asintió con la cabeza sin mostrar sorpresa y cerró la boca.
Cuando estuvieron de nuevo fuera, en el coche, Ben Joe dijo:
—Ponte el abrigo abuela, vas a coger frío.
—Está bien, Ben Joe.
—¿Quieres que encienda la calefacción?
—No, no.
Encendió el motor, pero lo dejó en «ralentí» mientras la observaba, tratando de decidir si había algo que decir o si había siquiera necesidad de decirlo. El rostro de su abuela, con el colorete de payaso, no le reveló nada. Siguió mirándola, y ella cruzó los brazos sobre el pecho y se volvió, de forma que se quedó contemplando la residencia por la ventanilla. Ben Joe dejó que el coche se deslizara por la calle de nuevo.
—Esa residencia —dijo la abuela, vuelta hacia atrás mirándola—, ni siquiera estaba aquí cuando Jamie Dower nació.
—Lo sé.
—Ni siquiera estaba aquí cuando éramos jóvenes, ¿lo sabías? No habían puesto ni el primer ladrillo. No habían echado los cimientos. Sólo había árboles aquí, árboles y arbustos espinosos de esos que tienen unas bayas pequeñitas y llenas de semillas que no sirven ni siquiera para hacer pasteles.
—Lo sé. Lo sé.
Se quedó callada. No sabía que aspecto tendría su rostro ahora. Y no intentó averiguarlo, tampoco. Se limitó a seguir mirando a la carretera y permaneció callado.