Fuera la oscuridad era absoluta, envolviéndolo junto con el viento. Bajó lentamente los escalones de Shelley, deteniéndose al llegar a la calle para abrocharse el cuello del abrigo. Pero caminar era demasiado tranquilo. Le apetecía correr. Y si hubiera estado fuera del alcance del oído de todo el mundo, se hubiera puesto a cantar también, o reírse por nada, porque se sentía feliz y relajado. Pero era justo la hora de acostarse, cuando todo el mundo tenía algo que hacer fuera de casa —pasear al perro, sacar las botellas de leche, o simplemente aspirar una bocanada de aire fresco en el patio antes de encerrarse en casa para pasar la noche—. Así que corrió en silencio, apretó los puños y salió pitando por la acera, con las hojas formando remolinos detrás de él y la gente parándose de vez en cuando en los porches para volverse y verlo correr.
Alguien salió por el sendero del patio delantero y colocó un gato al otro lado de la verja. Era un gato pequeño, de color indefinido, con los rasgados ojos brillando en la oscuridad, y cuando su amo se volvió para meterse dentro, el gato se arqueó hoscamente en la acera, como resentido de que lo echaran fuera por la noche. Se quedó mirando a Ben Joe sin parpadear. Ben Joe se inclinó a acariciarlo.
—Hola, hola, gato —dijo.
Alargó la mano para acariciar al gato casi a ciegas, apuntando simplemente a una borrosa mancha oscura contra el fondo más claro de la acera. Cuando sintió la cabeza del gato con la mano, lo acarició suavemente.
—Yo te cuidaré —dijo.
El gato estaba acostumbrado a la gente; empezó a ronronear inmediatamente y a restregar la cabecita contra la mano de Ben Joe. Ben Joe lo cogió y comenzó a caminar de nuevo, sosteniendo al gato contra el pecho para mantenerlo caliente. No se atrevía a correr, por miedo a que el gato se asustara, pero estaba cansado, de todos modos, y se conformó con caminar deprisa.
Algunas casas estaban ya a oscuras; la mayoría todavía tenían suaves luces amarillas en las ventanas. Veía a la gente moviéndose en el piso de arriba, bajando las persianas o simplemente andando por la habitación en bata. En una casa una mujer estaba de pie cepillándose el pelo, y Ben Joe se paró a observar el ritmo hipnótico del movimiento. Entonces el gatito se removió inquieto, y Ben Joe continuó su camino. Por encima de las luces de las casas, el cielo era de un profundo negro-azulado, pero cuando se bajaba de la acera a la calle y mantenía los ojos apartados de las luces, era pálido y resplandeciente, y se extendía casi blanco tras los negros esqueletos de los árboles. Iba casi corriendo de nuevo, y el gato empezó a maullar y a retorcerse en sus brazos.
—Vamos, no te preocupes, gato —dijo Ben Joe—. No hay de qué preocuparse.
Se rió sin ningún motivo en especial. La risa hizo que se le enfriaran los dientes. Cerró la boca y sintió los dientes fríos y secos contra el interior de los labios.
—¿Eres tú, Ben Joe? —preguntó alguien.
Se volvió; había una figura oscura en la acera.
—Soy yo —dijo—. ¿Quién es?
—Jenny.
—Ah. ¿Qué estás haciendo fuera?
—Nada.
Bajó de la acera y se acercó a él.
—Me fui temprano a la cama y lo único que conseguí fue hacerme un lío con las sábanas —dijo—. Pensé que me vendría bien dar un paseo y tomar un vaso de leche caliente antes de irme de nuevo a la cama. ¿Qué tienes ahí?
—Un gato. Hay algo de lo que quería hablarte.
—¿De dónde lo has sacado?
Se inclinó hacia adelante para ver al gato, y luego lo tocó. Lo único que podía ver de ella era la cara pálida y los oscuros huecos de los ojos.
—No le gusta que lo lleven en brazos —dijo.
—Lo estoy manteniendo caliente. Quería preguntarte…
—No quiere que lo mantengan caliente.
—Sí que quiere, Jenny, es una cuestión de dinero. Me gustaría…
—Es mejor que lo dejes, Ben Joe.
—Te digo que le gusto.
—Tiene su propio abrigo cosido a él, ¿no? ¿Para qué querría que lo mantuvieran caliente? No, cuando se retuercen así, Ben Joe…
Se dio por vencido, sabiendo que ella tenía razón, y se inclinó para dejar que el gato saltara y se alejara corriendo.
—Ahora es mucho más feliz —dijo ella.
—¡Jenny!
—Bueno, te estoy escuchando.
Él sonrió de repente, sin saber por qué.
—Bah, no importa —dijo—. Qué demonios, qué demonios.
—Bueno, buenas noches, Ben Joe.
—Buenas noches.
Echó a correr de nuevo, alejándose a toda velocidad de Jenny por la resquebrajada acera. Le dio tres veces la vuelta al árbol que había en la esquina de su casa, como hacía siempre cuando era pequeño para darse buena suerte. Luego se precipitó por la verja y subió por el sendero hasta el porche. La corteza del árbol le había dejado la palma rasposa; se la limpió en el pantalón mientras subía los escalones. En la puerta principal, a oscuras ahora excepto por un ligerísimo resplandor amarillo procedente de la redonda ventana de cristal esmerilado, se tropezó con una chica y un chico.
—Perdonad, perdonad —dijo.
Y se dio cuenta de que estaba sonriendo de nuevo.
—No os había visto. Qué casa ésta. Nunca se les ocurre dejar las luces encendidas para cuando vengas. Se olvidan de que existes en cuanto te…
Abrió la puerta exterior con una reverencia, dándose casi de bruces con la pareja, y se volvió de nuevo, con la mano puesta en el pomo de la puerta interior.
—Perdonad —dijo.
John Horner y Joanne le miraron con las caras serias y débilmente iluminadas por la pálida luz amarilla. John Horner tenía la mano de Joanne entre las suyas, apoyada contra el pecho, pero se olvidaron de ello mientras permanecían allí, mirándolo con fijeza.
—No hay de qué —dijo John Horner.
El calor del interior de la casa quemó la fría cara de Ben Joe. En cuanto cerró la puerta de un portazo, se arrancó el abrigo de encima, lo tiró sobre una silla en el recibidor, y empezó a desabrocharse el cuello mientras subía las escaleras.
—¿Eres tú, Ben Joe? —llamó su madre.
—Sí.
—Ven al cuarto de estar y di hola, ¿no?
—No puedo —dijo Ben Joe.
Se paró en las escaleras al oír los pasos de su madre por el pasillo y se volvió a mirarla.
—¿Por qué no? —dijo ella.
—Porque no. Porque no. No me apetece en este momento.
—No puedes ser tan…
Subió el resto de las escaleras a paso regular y lento, con la corbata colgándole de una mano. Hasta que no estuvo en el pasillo del piso de arriba no permitió que la imagen de la pareja del porche volviera a su mente, y entonces lo único que hizo fue mirar cansadamente el papel pintado de la pared. Un instante más tarde, se volvió y se dirigió obstinadamente a su habitación.