De un día para otro el tiempo se volvió mucho más frío. El viento gemía y sacudía el esqueleto de la casa y las hojas secas se arrastraban por la acera. Por la tarde, cuando Ben Joe comenzó a vestirse para su cita con Shelley, la familia entera se le echó encima por puro aburrimiento, empeñada en saber a dónde iba.
—A dar una vuelta —dijo.
Estaba en el cuarto de estar, abrochándose la camisa que le acababa de planchar Jenny.
—Pensé que a lo mejor me llevabas a ver a Jamie Dower esta noche —dijo la abuela.
—¿Con este tiempo?
—Bueno… Es domingo. Es un buen día para hacer visitas.
—Te llevaré mañana —dijo—. No me explico por qué no nos ponemos de acuerdo en este asunto de Jamie Dower. Cuando estoy dispuesto a ir, tienes una excusa a prueba de bomba para no ir, y ahora que tengo cosas que hacer, prácticamente estás ya metida en el coche pitándome para que vaya. ¿Dónde está Susannah? Te apuesto lo que quieras a que me ha cogido los gemelos.
—Está arriba en el desván —dijo Tessie—. Cazando ardillas.
—Ah.
—Me ha cogido la única pistola que dispara y lleva ahí desde la hora de la cena. Tiene una lata entera llena de perdigones.
—Bonita manera de perder el tiempo para una mujer adulta ¿Te has fijado si llevaba mis gemelos?
—Las ardillas han estado anidando ahí. Alguien tiene que librarse de ellas. Además, esa camisa tiene botones.
—Ah. Bueno, pues entonces no es la que yo quería. Le pedía la de los gemelos franceses.
Jenny, que estaba sentada en la alfombra leyendo un libro levantó la vista y le puso mala cara.
—Te habría estado bien empleado si te hubiera dejado que te la plancharas tú mismo —dijo.
—Ésa está igual de bien, Ben Joe.
—Está bien, está bien. ¿Cómo puede cazar ardillas a oscuras?
—Tiene una lámpara extensible —dijo Tessie—. Está hecha una auténtica furia con ellas.
—No le acertará a una en la vida.
—Ben Joe, llevas los faldones de la camisa por fuera.
—Lo sé.
Se los remetió por dentro del pantalón y se fue al espejo del recibidor a ponerse la corbata. Vio su cara reflejada en el cristal ondulado, taciturna y embotada por el aburrimiento de todo un día en casa. Detrás de él se veía a la mitad de su familia, tan aburrida como él mismo. Su madre estaba sentada en una mecedora, hojeando distraídamente un periódico; una falla del espejo hacía que su cuello pareciese torcido y extraño. A su lado se sentaba Tessie, sin hacer absolutamente nada excepto mirar con admiración sus zapatos nuevos e inclinarse de vez en cuando a limpiarse alguna mancha imaginaria con un dedo mojado en saliva. Los zapatos no se veían, pero le habían pedido su opinión sobre ellos tantas veces en el último día y medio que le parecía que seguiría viéndolos para siempre en sus sueños —unos «oxfords» bastos y demasiados blancos, lo bastante nuevos aún para parecer enormes en sus pies—. En el espejo se veían también las piernas de Jenny, pero no el resto. Pensó que incluso las piernas parecían aburridas.
Terminó de hacerse el nudo de la corbata, puso cara de ferocidad en el espejo para ver si necesitaba lavarse los dientes y regresó al cuarto de estar a por la chaqueta.
—Me voy —dijo.
—¿Vas a pasar cerca del almacén?
—¿O del puesto de periódicos?
—No —dijo—. No voy a pasar cerca de nada.
—Bueno, eso es difícil de creer con lo guapo que te has puesto —dijo la abuela—. Ven a darme un beso de buenas noches.
Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, y luego le dio un beso en la cabeza a su madre y a Tessie para curarse en salud.
—No volveré tarde —dijo.
—Muy bien, Ben Joe.
En el umbral de la puerta se volvió a mirarlas de nuevo. Estaba en uno de estos estados de ánimo ausentes en los que todo lo que veía parecía estar dentro de una pecera muy brillante, y de repente se dio cuenta de lo cerrada que era su familia. Ellos siguieron tranquilamente con lo que estaban haciendo; Ben Joe, una vez fuera de su vista, podría muy bien no existir. Cuando salió fuera, dio un portazo tremendo a la puerta, sólo para conseguir seguir existiendo un minuto más.
El viento le mordió la cara y las manos desnudas. Estaba muy oscuro, sin luna, pero podía ver cómo pasaban las nubes blancas por encima de las casas a toda velocidad. Y antes de que llegara a la verja principal, el frío le estaba empezando a penetrar por todas partes. No le importó. Se alegraba de salir después del largo y enclaustrado día, y se alegraba de dirigirse a casa de Shelley, aunque no sabía decir por qué. Había veces en que hasta la lentitud y la timidez de Shelley eran exactamente lo que necesitaba. Y le gustaría la forma en que lo saludaría en la puerta, con la cara tan seria.
Se dio prisa, dejando colgar los brazos a los lados del cuerpo en lugar de apretarlos contra él, porque el aire frío todavía le resultaba agradable. Una ramita desprendida de uno de los árboles de la acera le dio en la cara. Se apartó y luego volvió a la acera, silbando ahora, para subir los largos escalones de la casa de Shelley.
Shelley contestó en cuanto llamó. Vio su silueta recortada contra la cortina de malla, corriendo para dejarlo pasar rápidamente. En cuanto abrió la puerta le cogió con las dos manos del brazo y dijo:
—Entra, Ben Joe, ¿no estás helado?
Asintió con la cabeza, sonriéndole, y entró para que pudiera cerrar la puerta tras él.
—Vamos entra —dijo Shelley—. Entra. Vaya, creo que te has quedado tieso y mudo del frío. Quítate el abrigo. Así.
Le quitó el abrigo de las manos y le miró a los ojos sonriendo. Hacía mucho tiempo que no la había visto tan bonita. Se había dejado el pelo suelto, como lo llevaba cuando estaba en la escuela, bien cepillado y brillante, y se había dado algo en la cara además de la pintura de labios —colorete, le pareció— que la hacía parecer excitada y le daba brillo a los ojos. Lo estaba mirando con aquella mirada medio asustada.
—De verdad que me alegro mucho de verte —dijo él de repente.
—Bueno, gracias a Dios que has dicho algo. Pensé que a lo mejor te ibas a quedar callado toda la noche.
Sacó una percha del armario para colgar el abrigo, y Ben Joe se fue al cuarto de estar. Había fuego en la chimenea, un fuego alto que crepitaba y se reflejaba en el desnudo suelo de madera. La idea de tener que salir de nuevo, de alejarse de aquel calorcillo, le resultó deprimente. Pero en cuanto Shelley entró en la habitación, se volvió y dijo:
—¿Quieres que vayamos a alguna parte?
—No me importa. ¿A ti qué te apetece?
—Bueno, lo que quieras tú.
—No, dilo tú.
Ben Joe abrió las manos en un gesto de impotencia.
—Decídelo tú —dijo.
—De verdad que me da absolutamente lo mismo, Ben Joe.
—Seguro que algo te apetece.
—Bueno…
Juntó las manos y miró fijamente al fuego.
—Odio tener que ser yo la que decida —dijo por fin.
La luz del fuego no hacía más que moverse y trazar sombras sobre su cara. El pelo le llegaba justo al borde del cuello del vestido. Algo en ella —la forma expectante en que se mantenía de pie, el vestido azul marino de vestir, con su inmaculado cuello blanco— le recordó una noche que creía haber olvidado, en una época en que sus hermanas eran todavía muy jóvenes. Joanne había hecho una fiesta barbacoa, había invitado al parecer a miles de parejas y había dicho, como de pasada, que si alguien de la familia quería, podía participar también. En esa época Jenny no tenía más de once años, pero estaba empezando justo entonces a interesarse por los chicos y a leer revistas de belleza. La noche de la fiesta la casa entera apestaba a un aceite de baño de un olor muy penetrante y nadie sabía por qué; pero entonces apareció Jenny bajando las escaleras, con un vestido blanco de mangas de farol, el pelo perfectamente peinado y una densa nube de perfume acompañándola a dondequiera que iba. Había bajado y se había sentado tranquilamente en el césped con las parejas mayores, que llevaban todas bermudas y camisetas viejas, y no había dicho ni una sola palabra a no que ser que le hablaran primero, pero se pasó toda la noche viendo la fiesta con la misma mirada feliz y asustada. Le habían entrado ganas de llorar por ella, sin saber por qué —o por lo menos de abrazarla—. Le entraron ganas de abrazar a Shelley ahora, pero ésta acababa de despertarse de su abstracción ante el fuego y lo estaba mirando.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó.
—No lo sé.
—Bueno, hablaré yo. Una cosa que sé de Nueva York es que la mayoría de las veces no van al cine ni a patinar. Las chicas les sirven cocktails en sus apartamentos. Así que he comprado un poco de bourbon, por si estás acostumbrado a eso. ¿Está bien así?
—Es una idea estupenda —dijo Ben Joe.
Shelley se fue en seguida corriendo a la cocina; por algún motivo, aquella noche no parecía moverse a cámara lenta. Ben Joe se sentó en el sofá y se relajó feliz en los almohadones. El fuego le estaba quitando el frío poco a poco y se sentía abrigado y cómodo. Oyó el tintineo de los vasos en la cocina.
—He puesto un poquito de hielo y un poco de agua —dijo Shelley al entrar.
—Perfecto.
Se había traído la botella en una bandeja y al lado de la botella había dos vasos, el suyo muy pálido. Cuando Ben Joe cogió su vaso, ella le observó la cara con atención para ver si le gustaba y sonrió cuando él le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Justo en su punto —dijo.
—Me alegro.
Cogió su propio vaso y, tras dilucidar para sus adentros el problema de dónde sentarse, eligió un lugar al lado de Ben Joe en el sofá, sentándose tan delicadamente que la bebida apenas se agitó en el vaso.
—¿Vas a ser tú el que hables? —preguntó.
—Bueno, no lo sé.
—Yo creo que sí.
—¿Por qué?
—Bueno…
Tomó un sorbo de su bebida y comenzó a darle vueltas al vaso en la mano, mirándolo con una sonrisa.
—Cuando llegas despacio y sonriente, sueles tener algo en la cabeza. Y también si vienes justo al contrario. Y además, yo no tengo muchas ganas de hablar hoy. Así que me imagino que serás tú el que hables.
—Quizá tengas razón.
Se recostó en el sofá, deslizándose, de forma que los pies le llegaban debajo de la mesita con el peso del cuerpo apoyado en la parte baja de la espalda, y se rascó la cabeza.
—Estoy pensando en ello —explicó cuando ella se rió.
—Bueno, dime que has estado haciendo hoy.
—Hoy. ¡Dios! Nada que merezca la pena. Era domingo. Todos teníamos la depresión del domingo. Tan fuerte que Susannah está ahora mismo en el desván, cazando ardillas con una escopeta de perdigones. No ha salido nadie. Yo no he hecho más que dormir, leer dos veces el suplemento del periódico y luego terminar una novela de misterio y ayudar a la abuela a pelar patatas. Ha sido un día horrible, ahora que lo pienso.
Se incorporó un poco y tomó un trago de whisky.
—¿Sabes una cosa? —dijo—, excepto un domingo de vez en cuando, ya no hacen los días como solían. Quiero decir, que no los hacen completos ¿Te habías fijado?
Miró a Shelley, pero ella se limitó a negar con la cabeza, extrañada.
—Bueno, lo que quiero decir es que ahora parece como si los días vinieran en trozos. Solían venir en bloques de un solo color. A veces había semanas enteras en bloques. Se podía preguntar «¿Cómo ha sido esta semana?» y sin dudarlo un momento contestabas «Fatal. Mi padre no me deja coger el coche porque el otro día me pescó haciéndole un arañazo enfrente del café de Stacy». O sería una semana fantástica por cualquier otra razón, tan clara como la anterior. Las cosas ya no son lo mismo ahora.
—Bueno… —dijo Shelley.
Lo intentó, pero al final se dio por vencida y dijo:
—Creo que no me había dado cuenta de tal cosa, Ben Joe.
—No, supongo que no.
—Explícame eso de los trozos, entonces.
—Está bien.
Volvió a recostarse en el sofá y pensó un momento.
—Lo que me gustaría saber —dijo—, es si mamá se preocupa de mirar el libro de cuentas del banco. Nunca la he visto hacerlo. Es muy extraña en ese sentido. A veces creo que es Jenny la que dirige la familia ahora, como si mamá no estuviera allí. Jenny le cuenta todo lo que pasa, pero sólo para mantenerla informada, no para pedirla que tome ninguna decisión. Así que a lo mejor no sabe nada del libro de cuentas.
—¿Y qué importa si lo sabe? —preguntó Shelley.
—Bueno, he sacado dinero cuando no debía haberlo hecho. No sé lo que haría si se enterara. Estoy preocupado por eso.
Terminó de beberse su copa y luego sostuvo el vaso en equilibrio sobre la rodilla. Hizo un redondel frío y oscuro en la tela de los pantalones.
—No sé por qué me resulta siempre tan difícil decidir de qué lado estoy —dijo.
—Deja que te sirva otra copa, Ben Joe.
—También me he enterado de que Joanne va a pedir el divorcio —dijo Ben Joe.
Observó las manos de Shelley mientras le servía el bourbon; eran manos largas y delgadas y parecía como si estuvieran inseguras de lo que tocaban.
—Dice que simplemente dejó a Gary sin siquiera decirle que se marchaba. El abogado va a ponerse en contacto con él ahora. A veces tengo la esperanza de que Gary diga que no, que no le va el divorcio, y de que Joanne se vaya de Sandhill y regrese a Kansas a ser feliz. Pero la mayor parte de las veces me gustaría que se divorciara y se quedase con nosotros. No sé si me gusta el tal Gary o no. Qué demonios, ni siquiera lo he visto nunca. Excepto en una instantánea borrosa de él con Carol en brazos que Joanne nos envió cuando acababa de nacer la niña. Hubo una gran excitación cuando nació Carol. Las chicas iban de un lado para otro llamándose tía, incluso Tessie, y a mamá la llamaron abuela durante no sé cuánto tiempo. Luego se olvidaron de ello. Pero Gary envió esas postales de nacimiento que dicen eso de que hay un producto nuevo en el mercado y dan el nombre de los fabricantes. Los padres, claro.
—Me parece una idea bonita —dijo Shelley.
—Bueno. Sólo que resulta un poco extraño en una familia como la nuestra, eso es todo. Como esa carta sentimental que nos escribió después de que Joanne llamara para decir que se habían casado. Empezaba «Querida mamá», con una letra ilegible, y mamá miró el saludo y luego la despedida para ver quién era el extraño que la llamaba mamá y dijo: «¿Quién es Gary?» Hasta que no terminó de leerse la carta no lo adivinó. No, sí que es una idea bonita, pero, por algún motivo, no pega en nuestra familia y casi creo que me alegraría si le diera el divorcio a Joanne.
Se incorporó otra vez y se quedó mirando fijamente al fuego.
—¿Por qué no dejan de una vez que sea yo quien me ocupe de ellas? Mis hermanas son tan independientes… Me gustaría cuidarlas yo.
—Lo sé —dijo Shelley en tono consolador.
Le sonrió. Estaba sentada muy tiesa y muy quieta, casi tocándolo, y escuchando en cuerpo y alma lo que decía. Cualquier otra persona de las que conocía hubiera comenzado ya a impacientarse.
—Ahora te toca a ti —dijo.
—No tengo nada que decir, Ben Joe.
—Ni yo tampoco, al parecer.
Se inclinó para desatarse los cordones y quitarse los zapatos. Luego subió las piernas y puso los pies sobre la mesita.
—Mañana vamos a ir a ver a Jamie Dower —dijo—. Tiene ochenta y cuatro años. ¿Cómo crees que debe sentirse uno cuando se tienen ochenta y cuatro años? ¿Crees que te darías cuenta de que eras tan viejo? Yo no me doy cuenta de que tengo veinticinco. Me empeño en seguir creyendo que tengo dieciocho o por ahí. Ni siquiera sé si la abuela se da cuenta de lo vieja que es. No sé por qué, me parece que no, o no seguiría montando números por cosas pasadas. Todavía continúa la vieja guerra con mamá. Nunca le gustó. El abuelo, sin embargo, pensaba que mamá era maravillosa. Decía que tenía carácter. La primera vez que vino de visita a casa, antes de que ella y papá se casaran, mamá bajó a desayunar diciendo que tenía sed y el abuelo le sirvió un vaso de agua. Sólo que resultó que no era agua, sino alcohol ilegal, ese claro que viene en jarras Masson. Mamá se llevó una gran sorpresa, pero se lo bebió de todas formas, sin toser, y el abuelo dijo: «Cielo, tú no eres una yankee», y desde entonces la quiso como a una hija. Pero la abuela dijo que aquello lo único que probaba era que no era una dama. Bueno, demonios, me estoy saliendo del tema. Cualquiera que fuera el tema.
—No importa —dijo Shelley—. No te preocupes, Ben Joe.
—¿Yo? No estoy preocupado.
—Bueno, no importa de todos modos.
Parecía triste y Ben Joe no sabía por qué. No sabía que hacer. Pasó un brazo por el sofá por detrás de ella, sin llegar a tocarla, sino simplemente protegiéndola, y la miró a la cara para ver que era lo que le estaba molestando. Había cantidades de cosas que podría hacer; podía decir algo gracioso para hacerla reír, por ejemplo. Pero por alguna razón no lo hizo. Movió el brazo más cerca de ella, alrededor de sus hombros, y luego se inclinó hacia adelante y la besó en la mejilla.
—No estoy preocupado por nada —dijo.
Ella volvió el rostro totalmente hacia él y él la rodeó con el otro brazo y la besó en la boca, que le resultó tan familiar como si hubiera sido la noche anterior la última vez que la hubiera besado, en vez de hacía casi siete años. Incluso el sabor de la barra de labios era el mismo, a fresas. Y tenía la misma forma de abrazarlo; en cuanto lo hacía, dejaba de parecer asustada y se volvía dulce y cálida, besándolo primero y dejando luego caer suavemente la mejilla contra la suya, como si él fuera un niño que necesitara consuelo. Durante un instante se relajó contra ella, pero enseguida comenzó a sentir un tirón en el cuello. Se puso derecho otra vez y se aclaró la garganta.
—Hmm… —dijo.
Se inclinó un poco hacia delante, con los codos en las rodillas.
—Me había olvidado de Horner —dijo.
—¿Qué?
—Horner. Que me había olvidado de él.
—Ah.
Encendió un cigarrillo y le dio unas cuantas chupadas antes de mirarla de nuevo.
—¿Tienes un cenicero? —le preguntó.
—Te traeré uno.
Se puso de pie y fue al escritorio. Era el tipo de persona que se desarreglaba en seguida; ya tenía el pelo revuelto, y el lápiz de labios un poquitín corrido. Cuando volvió con el cenicero dijo:
—Después de todo, no estamos prometidos. Sólo salgo de vez en cuando con él.
—Bueno, aún así.
—Claro que me gusta, pero…
—Oh, claro. Claro, parece una buena persona.
—Lo es. Es un hombre realmente agradable, sí que lo es.
—¿Dónde lo conociste? —preguntó.
—En casa de mi tía. Tenía amistad con su familia.
—Eso es. Joanne dijo que era de cerca de Sandhill. No sé donde lo conocería ella.
—En un partido de baloncesto —dijo Shelley—, cuando Joanne iba todavía a la secundaria.
—¿Cómo lo sabes?
—John me lo ha contado todo sobre su pasado.
Se acomodó en los cojines, sonriendo un poco ahora.
—¿Su pasado? ¿Y eso incluye hasta conocer a una chica en un partido de baloncesto? Debe de haber sido bastante exhaustivo.
—No, es que salió con ella durante un tiempo. Pero le pareció…
Se interrumpió y miró el vaso a medio vaciar.
—¿Le pareció que qué?
—Se me ha olvidado lo que iba a decir.
—Venga, Shelley.
Siguió mirando la copa, con los labios apretados. Por fin dijo:
—Bueno, supongo que simplemente es que la conoció en una edad en que las chicas están en una especie de, hmm…, estado salvaje. Quiero decir, de rebeldía. Eso es, un estado de rebeldía.
Ben Joe se incorporó.
—Bueno, Ben Joe, estoy segura de que él no tenía intención de…
—¿Quién se cree que…?
—Ben Joe, estoy absolutamente segura de que no quería contar chismes. Él no haría una cosa así.
—Bah, no importa.
Volvió a recostarse de nuevo.
—Sí que era una especie de ligona en la escuela —dijo—, su forma de vestir y demás. Supongo que si sólo hubieses tratado con ella un par de veces, pensarías que era una auténtica loca.
—Pero…
Shelley volvió a mirar su copa de nuevo.
—Bueno, Ben Joe, estoy segura de que eso es lo que quieres decir. ¿Quieres otra copa?
—No.
—Queda mucho.
—No. La gente que sólo ve el exterior no tiene ningún derecho a decir cómo son mis hermanas.
—Ya lo sé.
—Está bien.
Ella todavía lo estaba observando, tratando de adivinar si se sentía mejor. Él le devolvió la mirada sin ver.
—Ben Joe —dijo por fin—. ¿Tienes alguna chica en Nueva York?
—¿Por qué?
—Porque quiero saberlo.
—Una chica fija no. No.
Ella asintió, satisfecha.
—De todas formas —dijo—, siento haberte dicho lo que acabo de decirte. No quiero que te preocupes por nada.
—No estoy preocupado.
—Bueno.
Shelley le puso las manos sobre los hombros y él volvió a dejarse caer en el sofá a su lado, colocando la cabeza bajo su barbilla.
Sintió sus manos dándole suaves golpecitos en la espalda, tan ligeros que apenas los sentía.
—Lo malo es —dijo acurrucado contra su cuello—, que soy reversible.
Las palabras salieron amortiguadas. Ella se separó un poco, lo miró y dijo:
—¿Qué?
—No creo que pueda decirse siquiera que uno esté vivo cuando se está reversible como yo. La gente irreversible, sin embargo, siempre llega a algún sitio. Bueno o malo. El asesinato es irreversible, en ese sentido. Incluso si es malo, uno sabe que está llegando a algún sitio concreto. Pero yo, yo soy reversible.
—Anda, tonto —dijo Shelley—. Hablas como si fueras una especie de impermeable, Ben Joe. No te entristezcas, por favor.
Volvió a atraerlo hacia sí y a consolarlo con los mismos golpecitos. Poco a poco, Ben Joe fue cerrando los ojos y dejando caer todo el peso de la cabeza contra el pecho de ella.
Oyó sonar la voz de Shelley por encima de él, lejana y suave, que decía:
—Tú fuiste la primera persona que deseé que me invitara a salir. Ya me habían invitado un par de chicos antes, pero no me gustaban y ya he olvidado a donde fuimos y lo que hicimos. Uno fue Júnior Gerby, uno gordo y más bajito que yo, y el otro Kenny Burke, que era tan grasiento y tan hortera. Aunque luego cambió. Su madre dice que ahora es un buen chico. Siempre estaba temiendo que terminara en Alcatraz. Pero cuando empezó a pensar en que me invitaras a salir, ahora que ya no eras un niño pequeño con el que jugar a la pelota, rezaba todas las noches para que me lo pidieras. Decía «Por favor, Señor, deja que Ben Joe me invite a salir y no volveré a pedirte nunca nada más». Aunque ya sabía que era casi imposible. Había otras tres chicas detrás de ti todas ellas mucho más guapas que yo, aunque tú nunca llegaste a enterarte, siempre estabas jugando al béisbol y trajinando con tu microscopio. Me dio por robar barras de labios, a pesar de que tenía dinero de sobra, y probarme todo tipo de tonos delante del espejo. Luego se me ocurrió que Dios estaría furioso conmigo por lo de las barras de labios y las enterré todas en el patio de atrás, y ahí siguen aún.
Ben Joe movió un poco la cabeza y Shelley dejó que se acomodara y comenzó a acariciarle el pelo con la mano. La voz continuó sonando por encima de él; apenas escuchaba lo que decía, pues sólo prestaba oído al sonido, lento y susurrante por encima de él.
—Y luego anunciaron que los Future Homemakers iban a dar una cena en el restaurante Parnel, al lado de la Universidad, y que podíamos invitar a una pareja y yo te lo pedí a ti, aunque temblaba tanto que tuve que apoyarme en la pared mientras te hablaba. Cuando dijiste que sí, me puse contentísima, pero luego, cuando llegó la hora de ir, estaba aterrorizada y deseé no habértelo pedido nunca. Tenía miedo de vomitar en la mesa. Y no sabía qué pedir. Podía pedir espagueti y encontrarme con una hebra larga e interminable que tendría que seguir chupando del plato para siempre. O una pizza y calcular mal cuánto tiempo necesitaba para enfriarse, como siempre hacía, y tomar un bocado demasiado caliente y tener que escupirlo. O pollo, y que se me escurriera del plato al empujarle con el tenedor y el cuchillo y saliera disparado al otro lado de la mesa, al plato de otra persona, como me había pasado una vez.
—¿Qué pediste? —preguntó Ben Joe con voz somnolienta.
—Un sandwich de ternera. Sólo que la carne estaba dura y cuando le di un bocado se salió el filete entero y me quedé con él colgando de los dientes.
Se quedó callada un momento. Ben Joe se removió de nuevo, sentándose más derecho, de forma que su rostro quedó al mismo nivel que el de Shelley.
—Te quiero, Ben Joe —dijo ella.
Aquella vez cuando la besó, su boca estaba más suave, sin el tacto pegajoso del lápiz de labios, y no le importó tener o no un tirón en el cuello. Quiso decirle que él también la quería, pero no pudo porque se lo impedía su boca, y después, cuando ella se retiró para acurrucarse contra su hombro, se sentía demasiado calentito y cómodo para decir nada. Se limitó a quedarse quieto, dejando que Shelley acomodara el rostro entre su cuello y su hombro. Sólo cuando se dio cuenta de que estaban a punto de quedarse dormidos habló de nuevo, y entonces lo hizo como si su familia estuviera aún viva y vigilante en algún lugar de la casa.
—Shelley.
—¿Qué?
—Será mejor que me vaya a casa.
—Es temprano todavía.
—Lo sé, pero de todos modos.
—Bueno, está bien.
Se pusieron los dos de pie, al tiempo que Shelley se arreglaba maquinalmente el pelo. En cuanto se levantó, Ben Joe se despertó por completo y casi se arrepintió de haber dicho que se iba a casa. Pero cogió el abrigo cuando ella se lo tendió, la besó en la cabeza y dijo:
—¿Cuándo puedo volver?
—El martes, ¿vendrás?
—Sí.
Ella abrió la puerta y una ráfaga de viento frío penetró en la habitación, dejándoles a ambos sin aliento.
—Date prisa —dijo Shelley—. Te vas a congelar, Ben Joe.
—Buenas noches —dijo él.
—Buenas noches.
Luego la puerta se cerró tras él y lo único que oyó fue el ulular del viento.