8

Cuando terminó lo que tenía que hacer en el banco, Ben Joe se dirigió al café de Stacy. Era pequeño y de apariencia desagradable, pero él y sus amigos casi vivían allí en una época de sus vidas, cuando iban a la escuela secundaria. Podían estar seguros de encontrarse con cualquiera que desearan ver si esperaban el tiempo suficiente. Ahora, mirando la fachada gris sucio del edificio mientras esperaba a que cambiara el semáforo, Ben Joe se preguntó cómo demonios les había gustado alguna vez. El escaparate era oscuro y estaba manchado, lleno de anuncios de cerveza de neón y letreros de pizza escritos a mano. Delante del escaparate, apoyados indolentemente, había dos estudiantes de secundaria con pinta rara viendo pasar a la gente. Cuando Ben Joe cruzó la calle y se acercó a ellos, dejó de mirar en su dirección y miró fijamente y sin vacilar al tirador de la puerta del café, para evitar la mirada burlona de sus ojos. Pero una vez dentro la cosa no mejoró; apretujados en la penumbra, iluminados sólo durante unos segundos por la luz giratoria de la máquina tocadiscos, había más chicos indolentemente acomodados y más chaquetas de cuero. De vez en cuando distinguía a una chica o dos, con el pelo formando una fantástica pila rizada sobre la cabeza y la falda muy por encima de las rodillas. Hasta que no parpadeó un par de veces y esforzó la vista para distinguir los rincones más lejanos, no vio a Joanne.

Estaba sentada en un apartado, con el abrigo rojo tirado detrás de ella y una taza de café en la mesa. Pero no le estaba prestando atención al café; estaba mirando la vacía pista de baile con la boca entreabierta y los ojos pensativos.

—Hola —dijo Ben Joe.

Se sobresaltó un poco y lo miró.

—Ah, hola —dijo.

Se volvió hacia la caja y gritó:

—¡Stacy!

Stacy era una mujer rubia y gorda que odiaba a todos los menores de cuarenta. Nadie sabía por qué era a su local adonde iban todos los estudiantes de secundaria. Avanzó hacia ellos, bamboleándose por el pasillo y mascullando algo por lo bajo, mientras dejaba caer pesadamente los pies en el suelo a cada paso que daba.

—Qué —dijo.

—Ya ha llegado Ben Joe.

—Hmm.

Lo miró sin expresión, con los ojos entornados.

—¿Qué quieres?

—Café. Con doble de crema.

—¿Con qué?

—Con doble de crema.

—Con doble de crema. Ja. Doble de crema. Y un cuerno, doble de crema.

Se alejó de nuevo de la misma forma, todavía murmurando.

—Siete años y no ha cambiado un ápice —dijo Joanne—. ¿Cuánto tiempo hace que no venías aquí, Ben Joe?

—Pues no lo sé. Un par de años. ¿Por qué?

—Por nada. Me da la sensación de que solía estar más animado.

—Mmm.

—¿A ti no? ¿No te da esa impresión?

—Supongo.

—En una de esas mesas hay grabada una inscripción —dijo ella—. Dice «A la memoria de Joanne, por su valor». Lo grabó Buddy Holler el día que me fui de clase de química porque era aburrida.

Ben Joe le sonrió desde el otro lado de la mesa. No estaba escuchando lo que decía; le bastaba con poder oír su alegre cháchara. Antes había estado pisando un terreno peligroso, en el que las fronteras entre el mundo de Lili Belle y el de su madre parecían no existir. Ahora tenía a Joanne para ayudarle. Estaba hablando en un tono corriente, de las cosas de todos los días, y procedía de casa, recordándole que de ahí era de donde procedía él también.

—Joanne —dijo—. ¿Cuánto crees que conoces a Jenny?

—¿Te refieres a Jenny, nuestra hermana?

—Sí.

Frunció el ceño.

—No lo sé. Qué edad tenía cuando me fui… Sólo once años. Apenas estaba empezando a vivir.

—¿Entonces no crees conocerla bien?

—No, muy bien, no.

—Bueno, y qué… ¿Qué te dice en las cartas?

—Oh, ya lo sabes —Joanne sonrió de repente—. Sólo números… Y se ha vuelto mucho peor desde que la dejaste a cargo del dinero.

—¿Te dice cómo gasta el dinero?

—Claro.

—No, quiero decir que si te dice las cuentas que paga por correo y las que paga personalmente. Quiero decir…

Le pusieron el café delante. Miró, por encima del humeante vapor que producía, la cara de extrañeza de Joanne.

—No te entiendo —dijo—. ¿Qué tiene que…?

—Bueno, ¿te dice cómo reparte el dinero, por ejemplo? Una cantidad para comida, una cantidad para ahorrar, etc. ¿Te ha dicho eso alguna vez?

—Ni siquiera Jenny es tan exhaustiva —dijo Joanne—. ¿Qué pasa, Ben Joe?

—Nada. Yo sólo…

Cogió el café y se puso a beberlo, sin querer mirar a Joanne a la cara. Estaba sonriéndole de nuevo con aquella sonrisa burlona de estar enterada de todo; nunca averiguaría cuánto sabía exactamente. O no sabía ni media palabra, o no estaba dispuesta a decir lo que sabía, y nunca sería capaz de descubrir cual de los dos era el caso.

—No entiendo absolutamente a nadie en el mundo —dijo.

—¿Y por qué piensas que deberías entenderlo? Sobre todo a las chicas. Piensa lo que… Oye, hablando de chicas, ¿no es esa Shelley Domer?

Ben Joe se volvió. Shelley entraba en ese momento, vestida por entero de azul y con el abrigo al brazo. Detrás de ella venía un hombre que Ben Joe no conocía.

—¿Quién es ése? —preguntó Joanne.

—No lo sé.

—Me resulta una cara conocida.

—Bueno, puede que sea Jack Horner. Shelley dijo el otro día…

—Querrás decir John Horner —corrigió Joanne—. Me acuerdo de él. Solía vivir a las afueras de Sandhill, fue a la Murphy High School.

Apoyó la barbilla en la mano y examinó a John Horner. Lo mismo hizo Ben Joe, aunque intentó que pareciera que estaba observando otra cosa. Le sorprendió ver que Horner era un hombre de aspecto agradable, con la cara ancha y una mata de pelo castaño. Por alguna razón que no acertaba a explicar, se lo había imaginado delgado y siniestro. Shelley le estaba sonriendo con aquella sonrisa pequeña y formal que ponía siempre cuando se sentía incómoda, y cuando vio a Ben Joe pareció alegrarse y su sonrisa se hizo más amplia. Se dirigió inmediatamente a su mesa, dejando que Horner la siguiese si quería.

—Hola, Ben Joe —dijo—. Hola, Joanne. Me alegro de verte de nuevo.

—Y yo me alegro de verte a ti. ¿Por qué no te sientas?

—Bueno, sí.

Shelley miró a un lado y a otro, primero al asiento que había al lado de Joanne y luego al que había al lado de Ben Joe, y por fin eligió el de al lado de Ben Joe y se sentó tímidamente. John Horner se sentó enfrente de ella, al lado de Joanne, y comenzó a hablar con ella inmediatamente, sin esperar a que le presentaran a Ben Joe.

—Pareces deprimido —le dijo Shelley a Ben Joe.

—¿De verdad?

—¿Qué has estado haciendo para estar tan deprimido?

—Pues no lo sé. ¿Qué has estado haciendo tú, por cierto?

—Buscando trabajo. Pero no lo he encontrado.

—¿Dónde lo has buscado?

—En la imprenta Sesame —sonrió, inexplicablemente, mirándose las uñas—. Trabajé allí un verano corrigiendo pruebas, ¿recuerdas? Pero tiene tan poco trabajo, que el señor Crown, el jefe, no hace más que inventarse cosas para mantener a los cajistas ocupados. Esta mañana han sacado quinientas etiquetas en las que ponía «mermelada de fresa», cien etiquetas en las que ponía «manos de cerdo en vinagre», aunque la señora Crown las odia y no las haría fuera lo que fuese lo que le ofreciera el señor Crown, y siete forros para libros de texto que decían «De noche todos los gatos son pardos», porque ése es el dicho favorito del hijo del señor Crown. Esta tarde van a imprimir papel de cartas para los Crown, así que me imagino que no necesitarán ayuda.

Al otro lado de la mesa, Horner reía por algo que Joanne había dicho. Shelley los miró y dijo:

—Te presentaría a John si no estuviese hablando en este momento. Pero de todas formas, éste es el John Horner de que te hablé. ¿Te gusta?

—Bueno, lo poco que veo de él, sí —dijo Ben Joe.

—Vamos a ir los dos a patinar esta tarde. Estoy segura de que me voy a partir el cuello.

—¿Te lo ha pedido ya?

—¿Pedido el qué?

—Que te cases con él.

—No, todavía no.

—¿Qué le vas a decir?

—Oh…

—Venga, vamos —dijo Ben Joe.

Le estaba tomando el pelo, pero ella se puso seria de repente y empezó a hacerle dobleces a la servilleta de papel que había al lado del platillo del café.

—¿No lo has decidido todavía? —le preguntó más suavemente.

Ella negó con la cabeza.

—No vendría de nuevo aquí ni a rastras —le estaba diciendo Joanne a John—. Parece tomado por maleantes. Solía ser un sitio muy animado, donde todo el mundo bailaba con todo el mundo.

—¿Te acuerdas de Barney Pocket? —le preguntó John—. ¿Te acuerdas de cómo solía inventarse bailes él sólo? Era un tipo extraño de verdad. Y más adelante consiguió pagarse la universidad calculando cuándo se moriría la gente y pidiéndoles dinero prestado. Y le funcionó y todo.

—Un verano fue andando hasta Terranova —dijo Joanne—. Por una apuesta.

Ben Joe se aclaró la garganta.

—Joanne —dijo—, creo que la abuela nos espera para comer.

—Está bien, Ben Joe.

Shelley y John se pusieron de pie para dejarlos salir. Mientras Ben Joe se ponía la chaqueta, Shelley se le acercó y le dijo:

—¿Vas a venir mañana?

—Claro —dijo Ben Joe—. Me pasaré a las…

—¡Calla! —dijo mirando hacia donde John estaba hablando con Joanne y luego se volvió de nuevo hacia Ben Joe—. ¿Te quieres callar?

Le entraron de nuevo ganas de hacerla rabiar. Sonrió y le dijo.

—¡No me digas que no sabe que voy a ir! Vaya, Shelley Domer, eso es lo que se llama jugar con dos barajas. Juro que si no estás…

—¡Lo digo en serio!

La cara de Shelley estaba blanca y tenía una expresión de sufrimiento; Ben Joe se arrepintió en seguida.

—Después de todo, salimos juntos —dijo ella—. No quiero.

—Está bien, está bien.

Alargó el brazo para ayudarla a ponerse el abrigo y luego hizo un ademán de despedida hacia John Horner.

—Hasta la vista —dijo.

—Hasta luego.

Una vez fuera, Joanne se paró a terminar de abrocharse el abrigo.

—Está empezando a hacer frío —dijo—. Shelley no ha cambiado mucho, ¿verdad?

—No lo sé.

—Quiero decir, que todavía es un poco tímida e insegura. Claro que, ahora que lo pienso, siempre has alternado entre dos extremos, primero una chica tímida e insegura y a continuación una lanzada y bailona.

—Bueno.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?

Observó con paciencia el semáforo, sin prestarle atención.

—¿En qué estás pensando, Ben Joe?

—No lo sé, Joanne…

—¿Qué?

—¿Crees que con diez dólares al día habría suficiente para pagar la estancia en un hospital?

—Eso depende de las circunstancias.

—Bueno, no conozco las circunstancias, en realidad. Se trata de un amigo mío. Me preocupa saber cuánto dinero necesitará.

—Está verde.

Lo arrastró impaciente a la calzada, pero una vez que cruzaron caminó más despacio, considerando la pregunta.

—Me parece una suma acertada —dijo—. Sí, yo diría que sí.

—Bueno, no lo sé —dijo Ben Joe—. No sé por qué, pero tengo la manía de que debería ser más.

—Eso es problema tuyo —dijo Joanne.