El día siguiente era sábado y Ben Joe se despertó con una sensación de vacío y aburrimiento; estuvo dándole vueltas al desayuno hasta que se le quedó frío y luego volvió a su habitación a leer al revés una novela de misterio en la cama sin hacer. A media mañana una de las chicas llamó a la puerta de su habitación y dijo:
—¿Ben Joe?
—Mnnm.
—Soy yo, Lisa. ¿Puedo entrar?
—Supongo.
Asomó la cabeza por la puerta y sonrió. Era mucho más tranquila que su gemela; Ben Joe había aprendido a distinguirlas por eso.
Llevaba un bonito vestido azul y tacones altos.
—Nos vamos a la ciudad —dijo—. ¿Quieres venir?
—¿Y tienes que vestirte tanto sólo para ir a la ciudad?
—Nunca sabe una con quién puede encontrarse.
Esbozó una amplia sonrisa y se acercó a la cama para tenderle una postal.
—Tu correo —dijo—. ¿Quién es Jeremy?
—Mi compañero de habitación. ¿Por qué siempre tienes que leer mis cartas?
Miró la postal —una vista del museo Guggenheim en un tono amarillo-blancuzco completamente irreal— y luego le dio la vuelta y comenzó a leer la letra grande y redondeada:
Querido Ben Joe:
Espero que te estés descongelando ahí abajo. Te cogí la chaqueta de etiqueta prestada. La chica del pelo rizado no hace más que llamar preguntado que cuándo vuelves y le dije que el lunes o por allí, ¿está bien? Mete a una de esas hermanas tuyas en una maleta y tráetela.
Jeremy
—¿A cuál vas a meter en la maleta?
—¿Qué?
—¿A qué hermana?
—Ah. No lo sé. ¿Por qué? ¿Es que te apetece irte de casa?
—Por supuesto que sí —dijo Lisa.
Se sentó de un pequeño salto en los pies de la cama y se miró los zapatos.
—Ya he agotado todos los chicos de la ciudad, ése es el problema.
—¿Y qué pasa con esos dos con los que estabais Jane y tú la otra noche?
—Me estoy cansando de ellos. No hago mas que pensar que podía empezar de nuevo en otro sitio, en otra ciudad.
—Bueno, sé como te sientes —dijo Ben Joe.
Volvió a darle la vuelta a la postal y la miró, meditando.
—Me pregunto si me habré perdido algún examen. Jeremy tiene razón. Tengo que volver en seguida.
—Bueno. ¿Quieres venir a la ciudad sí o no?
—No. Supongo que no.
Lisa se puso de pie y se fue y Ben Joe se quedó viéndola marchar, pensativo.
—No te preocupes —dijo cuando estaba ya llegando a la puerta—. Siempre aparecen chicos nuevos.
—Lo sé. Da un grito si cambias de opinión sobre lo de venir a la ciudad, Ben Joe.
—Está bien.
Siguió mirando la puerta cerrada unos instantes y luego se levantó y se dirigió descalzo al escritorio. El cajón superior tenía el mismo aspecto que tenía el de Jeremy en Nueva York, lleno de postales, sobres y cheques cancelados. Tiró la postal encima del montón y luego ojeó distraídamente las que había debajo. Al fondo había un paquete de cartas de Shelley, escritas desde Savannah, cogidas con una goma. Y unas cuantas postales de las veces que su padre había ido a algún congreso de medicina. Eran secas y formales; a su padre le costaba trabajo expresarse por escrito. Amontonó de nuevo todo de cualquier manera y estaba a punto de cerrar el cajón cuando vio algo rosa en el rincón de la derecha. Era un tono de rosa inconfundible —un rosa oscuro casi magenta que jamás debería haberse usado como papel de escribir—, un tono que llevaba grabado en el cerebro desde hacía casi seis años. Incluso ahora, cada vez que veía un color siquiera parecido en un vestido o una revista, le daba un vuelco el estómago. Sacó la carta y se obligó a examinarla. Una letra grande e inclinada, escrita a lápiz, la atravesaba en línea recta; iba dirigida a su padre a su consulta de la Calle Mayor. Sólo que su padre nunca llegó a verla; Ben Joe la había sacado del buzón un día que había ido a buscar a su padre para comer. Había visto el remite «L. B. M.» en la esquina superior izquierda y se la había metido calladamente en el bolsillo. Ahora permaneció de pie, mirándola sin abrirla, sosteniéndola horizontal en la palma de la mano. Cuando la hubo mirado durante tanto tiempo que podía verla con los ojos cerrados, se la metió de repente en el bolsillo de la camisa, cogió las playeras tiradas en el suelo delante del escritorio y salió de la habitación dando un portazo.
—¡Lisa! —gritó.
Su abuela estaba en el descansillo, dándole brillo a la barandilla y cantando sólo un poco más bajo de lo habitual, porque estaba concentrada en sacar brillo:
Cuando estaba soltera
Iba y venía a mi antojo
Ahora que estoy casada,
tengo a un hombre pies planos
a quien complacer…
—Abuela —dijo Ben Joe—, ¿se ha ido Lisa a la ciudad ya?
La abuela dobló el trapo y sonrió mirándolo, sin dejar todavía de cantar porque estaba en el tono más alto y nadie podía pararla en el tono más alto de una canción:
Y es así, oh, Señor,
Que ojalá no fuera, mas que una chica
soltera otra vez…
—Oh, demonios —dijo Ben Joe.
Salió pitando escaleras abajo, saltándolas de dos en dos, con las playeras todavía en la mano.
—¡Lisa!
—¿Qué quieres, Ben Joe?
Pasó por encima de Carol, que estaba clavando palillos en la alfombra del pasillo. Lisa estaba en el cuarto de estar discutiendo con Jenny y con Joanne sobre la lista de la compra.
—Si quiere todas esas cosas estrambóticas —estaba diciendo Jenny—, que vaya ella misma y se las compre, eso es lo que yo digo.
Joanne le quitó la lista y la repasó con el dedo.
—Bueno —dijo por fin—, no creo que nos vaya a hacer daño si empezamos a beber borgoña en las comidas.
—Pero es a mí a la que Ben Joe dejó encargada del dinero. ¿Qué le pasa a la abuela últimamente? Ben Joe, ven y mira esto.
Ben Joe se sentó en el sofá y empezó a ponerse las playeras.
—He decidido irme a la ciudad contigo —dijo.
—Que mires te he dicho, ¿quieres, Ben Joe? Ahora la abuela quiere que sea yo la que salga y le compre todas las tonterías que se le ocurren. Un cuerno le voy a traer borgoña. Y ahí sigue, cantando a todo pulmón a propósito; lleva toda la mañana cantando sin tomar aliento para que nadie la interrumpa y le pregunte para qué demonios quiere borgoña y las galletas de ostras y los arenques ahumados.
—Simplemente está cansada de tomar siempre lo mismo —dijo Ben Joe—. ¿Os vais ahora mismo? Porque si no, me iré andando en lugar de…
—No, nos vamos. Venga, Joanne.
Jenny abrió la marcha, dando una impresión de sensatez y seriedad con su trenca abierta. Al llegar a la puerta cogió las llaves del coche, que colgaban de un gancho en la pared, y se las metió en el bolsillo.
—¿Dónde está Tessie? —le preguntó Lisa.
—En el coche. Dice que vais a ir las dos a comprar zapatos y tiene prisa por empezar.
—Está bien. Cierra la puerta cuando salgas, Ben Joe.
Cruzaron el descuidado césped hasta el camino próximo a la casa, donde estaba aparcado el coche. Dentro, en el asiento delantero, Tessie daba saltos vestida con un vestido a cuadros de manga corta.
—¿Dónde tienes la chaqueta? —preguntó Jenny mientras abría la puerta.
—En casa.
—Bueno, pues será mejor que vayas y te la traigas.
—¡Oh, Jenny!
—Jenny, por Dios —dijo Ben Joe—. Tengo prisa.
—Bueno, eso yo no puedo evitarlo. Venga Tessie, ve corriendo a cogerla.
Tessie salió del coche dando un portazo y Jenny encendió el motor para que se fuera calentando. Parecía resignada a todos aquellos inconvenientes; esperó sentada pacientemente, mientras que Ben Joe, apretujado entre Joanne y Lisa, tamborileaba con los dedos en las rodillas y se removía inquieto. Cuando Tessie salió de la casa, arrastrando lentamente los pies mientras se ponía una vieja chaqueta de pana, Ben Joe se inclinó hacia delante y gritó:
—¡Venga ya, Tessie!
—¿Qué demonios te pasa? —preguntó Jenny.
Se inclinó hacia el otro lado para abrirle la puerta a Tessie.
—¿A qué viene ahora esa prisa de repente?
—Tengo mucho que hacer.
—Hace diez minutos te ibas a quedar en casa todo el día —dijo Lisa.
—Bueno, pero ya no.
—¿Adónde vas?
—A dar una vuelta.
Se recostó con las manos entre las rodillas y miró por las ventanillas cómo se deslizaba el coche por el camino hasta la casa.
—Tengo un par de cosas que hacer —dijo—, y la postal de Jeremy me ha recordado que no tengo todo el año para hacerlas.
—Será mejor que vayas a ver a tu profesor de música —dijo Lisa—. Y a la señorita Potter, la que te dio clase en tercer grado. Me pregunta por ti siempre que me ve.
—Está bien.
—Quiere saber si ya eres un poeta famoso. Dice que escribiste tu primer poema en su clase.
—Yo no me acuerdo de eso.
—Pues ella, sí. Dice que empezaba «Mi pez, mi gato, mi pequeño mundo», y lo está guardando para cuando seas famoso.
—Vaya por Dios —dijo Ben Joe—. Jenny, ¿hasta dónde vas exactamente?
—Sólo hasta A & P.
—Y a la zapatería —le recordó Tessie.
—Y la zapatería. ¿Por qué quieres saberlo?
—¿Sólo? —preguntó Ben Joe.
—Sólo. ¿A dónde querías que fuera exactamente?
—¿A dónde es a donde vas tú, de todos modos? —preguntó Joanne.
Ben Joe la miró con el gesto torcido y permaneció en silencio, y Joanne se volvió a mirar por la ventanilla. Estaban aún entre jardines y casas; Jenny conducía tan despacio que hasta un hombre a paso ligero hubiera podido adelantarla. En un momento dado Joanna dijo:
—¿No era ésa la casa de los Edmonds?
Ben Joe se inclinó hacia adelante para ver a dónde señalaba.
Entre las dos casas había un espacio abrasado en el que sólo se mantenían de pie unos escalones de cemento y una chimenea de ladrillo amarilla.
—Sí. Se quemó el año que te fuiste.
—No me lo dijisteis. Solías salir con su hijo, ¿no?
Los había sorprendido besándose en el estudio una noche; Bobby la estaba abrazando y besándola en el cuello y Ben Joe había vuelto a salir de la habitación sin hacer ruido.
—Lo había olvidado —dijo Joanne.
Algunas veces pensaba que sus hermanas habían nacido seniles. Cuando llegaron a A & P, en la Calle Mayor, Jenny aparcó el coche.
—Estaremos dentro de un rato y luego iremos a la zapatería Barton a por los zapatos de Tessie —dijo—. Si estás en el coche cuando lleguemos, te llevaré a casa. Si no, te vas andando cuando te apetezca. Date prisa, Ben Joe, no dejas salir a Lisa.
Ben Joe estaba echado para adelante, pero no salía. Lisa le dio con el codo, impaciente.
—¡Venga, Ben Joe! ¿No eres tú el que tenía tanta prisa?
—Bueno, bueno.
Salió despacio del coche y luego se quedó parado en la acera al lado de Joanne con las manos en los bolsillos.
—Bueno —dijo.
Joanne lo miró con curiosidad, Jenny y Tessie se dirigían ya hacia A & P y Lisa estaba mirando un jersey en el escaparate de al lado.
—A lo mejor me voy contigo a donde vayas —dijo Joanne.
—No.
—Bueno, pues ¿a dónde vas?
—Hmmm. A visitar a la señorita Potter, entre otras cosas. Tú vete a hacer las compras. A lo mejor te veo en el café de Stacy para tomar café más tarde.
—Está bien.
Se quedó allí, mirándolo con aquella su media sonrisa. Ojalá no fuera tan cotilla. Las otras no sabían el significado de la palabra intimidad, entraban continuamente en su habitación sin llamar y le leían todas sus postales, pero por lo menos no se dedicaban a husmear por ahí a ver qué era lo que estaba pensando, como hacía Joanne. A veces incluso le parecía que tenía éxito en sus pesquisas, como hoy, al verla absolutamente inmóvil, con aquella sonrisa de complicidad. La miró con el ceño fruncido.
—Hasta luego —le dijo.
—Hasta luego.
Como aún seguía parada allí, se dio la vuelta bruscamente y se dirigió al almacén a paso decidido. Una vez dentro, oteó a través de la puerta de cristal y vio que estaba vuelta de espaldas a él; estaba esperando tranquilamente a que pasara un coche para cruzar la calle.
El almacén olía como su casa cuando todas las chicas estaban preparándose a la vez para salir. Olía a especies y a perfume, con distintos tipos de olores mezclados unos con otros que le daban ganas de estornudar. Se fue hacia el fondo, donde estaban los productos de tocador. Eligió un paquete de cuchillas de afeitar de la estantería de encima del mostrador, perdiendo un montón de tiempo en comparar los precios y las marcas, y luego se fue al mostrador de revistas y se compró un libro de pasatiempos y crucigramas hecho de un papel mate parecido al de los tebeos que lo deprimiría en cuanto hiciera el primer pasatiempo. Pagó todo en la caja; le dio el dinero justo a un hombre de pelo blanco al que no había visto nunca.
—No se moleste en darme una bolsa —dijo.
Se metió las cuchillas de afeitar en el bolsillo de la camisa, al lado del sobre rosa y del paquete de cigarrillos. Enrolló el libro de crucigramas sin ningún cuidado y lo metió en el bolsillo de atrás del pantalón. Luego miró de nuevo a la calle. Esta vez no había ni una sola hermana suya a la vista. Le dijo adiós con una sonrisa al cajero y se dirigió a la salida.
Una vez pasado A & P, que era la última tienda de verdad en la Calle Mayor, empezaban de nuevo las casas de los trabajadores del textil. Al principio eran grandes casas antiguas construidas por las familias acomodadas, pero ahora estaban grises, con las paredes desconchadas y llenas de letreros de «Se alquila habitación». Los jardines, en otros tiempos plantados de césped y sombreados por grandes robles, eran ahora cuadrados de cemento en el que aparcaban furgonetas Esso. Y más allá comenzaban una serie de casas más pequeñas y más grises, la mayoría de ellas de dos pisos. Niños con la cara sucia y jerseys alicortos jugaban a la puerta y los patios estaban llenos de montones de neumáticos viejos y chatarra oxidada. Detrás de las casas, apenas visibles por encima de los tejados de cubiertas de alquitrán, estaban las altas chimeneas humeantes de las fábricas textiles donde trabajaba toda aquella gente. Fabricaban tela vaquera todos los días de su vida. Era hacia aquellas chimeneas hacia donde se dirigía Ben Joe. Cruzó un solar abandonado, lleno de pinchos y malas hierbas, y tropezó con una panzuda estufa oxidada que estaba tirada justo en medio del campo. Luego se encontró ya en el camino de gravilla que seguía el riachuelo de aguas lleno de barro donde estaba la fábrica. Enfrente de ésta estaba la casa de Lili Belle Moseley.
Ya había estado allí antes en muchas ocasiones. La primera vez fue aún en vida de su padre, cuando vivía en casa de Lili Belle como si fuera la suya y hacía que sus pacientes le llamaran allí en plena noche si lo necesitaban. Al principio había alquilado una habitación allí; la gente decía que una noche acababa de curarle el brazo a un obrero y se disponía a irse a casa, cuando de repente se dio cuenta de que no podía soportar volver a casa de nuevo, así que se había parado allí y había alquilado una habitación. Su mujer, al enterarse, apretó los labios y dijo que era asunto suyo y que ella no podía hacer nada. Dijo lo mismo cuando se enteró de que le había dado por compartir la habitación con la hija de la patrona; y lo mismo cuando se enteró del nacimiento del pequeño Philip. Pero Ben Joe, que nunca pudo resignarse a que fuera sólo asunto de su padre, había ido a verle a casa de Lili Belle una noche, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho y los ojos desorbitados de vergüenza. Le habían dado de cenar judías verdes con lomo de manteca, patatas machacadas con Mazola y chuletas de cerdo recubiertas de grasa que se volvían blancas cuando las dejaba enfriar en el plato. Todo el mundo se reía y su padre comió más de lo que lo había visto comer desde hacía años. Y Ben Joe no había sido capaz de decirle que volviera a casa. Ni lo había intentado.
Mientras permanecía allí, de pie frente a lo larga y chata casa con su sucio porche delantero, casi podía imaginarse el aspecto que debía de tener al salir de ella. Con la cabeza gacha, cara de asombro y arrastrando los pies. No una vez, sino muchas, porque había vuelto una y otra vez. Primero había ido a ver a su padre. Luego su padre murió y dejó en el testamento una cláusula para que se le entregara una cantidad de dinero al mes a Lili Belle y a su hijo, a lo que su madre podía haberse opuesto, pero no lo hizo; dijo que no merecía la pena. Así que Ben Joe le llevaba el dinero en persona una vez al mes. Y una vez al mes su madre le preguntaba: «Ben Joe, ¿has echado al correo todas las cuentas del mes?», y Ben Joe decía: «Sí», sin dejar traslucir jamás que lo había llevado en persona. 1 había hecho todos los meses hasta que se marchó a Nueva York y le dejó las cuestiones monetarias a Jenny. Ahora Jenny mandaba el dinero, como se suponía que debía hacer, en un sobre comercial. No tendría aquel sentimiento de culpa que Ben Joe experimentaba al mirar a su madre a la cara y preguntarse de nuevo por qué seguía mintiéndole y visitando a una mujer cuyo nombre nunca se mencionaba en aquella casa. No hubiera sabido explicar la razón. Cuando estaba en el último año de secundaria, su padre llegó a casa un día (después de llevar un año viviendo fuera) y se estuvo una hora para decir que había estado toda su vida ahorrando para que Ben Joe pudiese ir a Harvard y que ahora tenía suficiente. Ellen Hawkes dijo que si no regresaba a casa no tocaría ni un céntimo y él contestó que, en fin, que no creía que le importase en realidad si volvía o no. Ellen Hawkes no contestó. Así que Ben Joe fue a la Universidad de Sandhill. Pero aun así, aun sabiendo que Lili Belle era la razón por la que tuvo que ir allí, todavía seguía yendo a sentarse en casa de Lili Belle y a hablar del tiempo con ella, y todavía lanzaba al aire al pequeño Philip para recogerlo, riendo, en los brazos.
Cruzó el sucio y pequeño patio y subió las escaleras hasta el porche. Las tablas de madera del suelo crujieron con un sonido hueco bajo sus zapatos. Una vez en la puerta llamó y esperó, y luego volvió a llamar. Uno de los picos de la cortina de «chintz» se alzó con lentitud. La puerta se abrió.
—¿Lili Belle? —preguntó.
—Soy yo, chico.
Era su anciana madre la que se erguía en las sombras de detrás de la puerta. Ben Joe la había visto en muy pocas ocasiones con anterioridad. Era gorda y jadeaba, pero tenía dignidad y se había mantenido apartada de todo el mundo desde que nació el niño de su hija, de pura vergüenza. Ahora cerró la puerta bruscamente detrás de él y dijo:
—¿Qué quieres, si puede saberse?
—Quiero ver a Lili Belle.
—Hmmm.
Cruzó los brazos por debajo del pecho, que, embutido en el vestido de crepé negro, parecía una estantería.
—Lili Belle está muy cansada, Benjamín —dijo—. Tiene sus propios problemas. ¿Para qué quieres verla?
—Señora Moseley, no tardaré mucho. Sólo quiero verla un momento. Es importante.
—Bueno, se lo diré. Pero no sé, no sé.
—Gracias, señora.
La siguió por el pequeño recibidor, impregnado de olor a ratón, hasta el cuarto de estar, casi totalmente a oscuras. Recortada contra la luz procedente de la ventana cubierta por la cortina pudo distinguir la silueta de doble globo de una lámpara con colgantes que permanecía apagada. La señora Moseley se elevaba como una montaña, impidiéndole ver el resto de la habitación; habló en voz alta en dirección al interior:
—Ha vuelto.
Lili Belle estaba a oscuras, sentada en una silla de caña. Se movió un poco y dijo:
—¿Has dicho algo, madre?
—Ha vuelto de nuevo a darnos la lata.
—¿Quien?
—Él —señaló con el pulgar detrás de ella—. Ben Joe.
—Oh, Dios mío. ¡Benjy, cielo, entra, por favor!
Se puso de pie y corrió a la ventana a subir la persiana. Llevaba un tazón de sopa en la mano derecha y tuvo que pasárselo torpemente a la izquierda cuando intentó manipular la persiana. De repente, la habitación se llenó de luz de nuevo. Y, con la luz, una sensación de alivio invadió a Ben Joe; después de todo, no iba a ser tan difícil como había pensado. Siempre se le olvidaba lo cómodo que se sentía en presencia de Lili Belle.
—Está bien, madre —estaba diciendo ahora—. Puedes irte ahora. Ven, entra, Benjy, cielo. Disculpa que estuviera sentada a oscuras de esta manera, pero es que tengo los ojos cansados.
—No te preocupes —dijo Ben Joe.
La miró con atención, notando lo cansada que parecía. Era difícil decir qué edad tenía. Nueve años antes, cuando su padre la conoció, tenía unos veinte años. Parecía como si su rostro nunca hubiera terminado de definirse por completo, sino que se había quedado tan vago y sin formar como cuando era niña. Tenía el pelo escaso y sin color, y nunca había sido otra cosa que fea, pero tenía una constitución enorme y huesuda que hacía que la gente se volviera a mirarla por segunda vez cuando se cruzaba con ella por la calle. No tenía ni un gramo de grasa en todo el cuerpo. Al andar, los huesos parecían balanceársele, como si estuvieran sueltos; nunca pisaba fuerte sobre la tierra y, a pesar de ser tan huesuda, no parecía en absoluto angulosa. Y, sin embargo, podía ver ahora las arrugas de preocupación que habían comenzado a formársele alrededor de la boca y los ojos, y cómo se le había vuelto blanca y seca la piel del rostro.
—Siéntate, siéntate —estaba diciendo—. Espera un momento…
Buscó con la mirada entre las sillas de respaldo recto, en busca de la más cómoda. Cuando la encontró, le puso el tazón de sopa en la mano y corrió a cogerla.
—Si lo hubiéramos sabido —dijo—, habría limpiado un poco la casa. ¿Cómo es que no nos han dicho que habías vuelto?
—Bueno, sólo hace un día que llegué.
—Siéntate aquí. ¡Oh, cielos! Déjame que te quite ese tazón de sopa de las manos. ¿Qué te ha parecido Nueva York?
—No está mal.
Se sentó en la silla y estiró las piernas. En la mesita situada bajo la ventana, entre los tapetes y los jarrones y los zapatitos de niño de bronce, había una fotografía de su padre. Estaba tomada cuando todavía llevaba bigote, mucho antes de conocer a Lili Belle, pero tenía casi el mismo aspecto que cuando murió —pelo alborotado, negro en aquella época, con sólo unos toques de blanco, ojos grises entornados y una sonrisa amplia y fácil—. A excepción del dormitorio de la abuela, donde la madre de Ben Joe jamás ponía los pies, aquél era probablemente el único lugar en el mundo en donde todavía quedaba una fotografía de Philip Hawkes. Ben Joe alargó la mano y la volvió ligeramente, de forma que quedara mirando hacia él, y la contempló pensativo.
—Tienes que perdonar a mi madre por ser tan grosera —estaba diciendo Lili Belle—. Se está volviendo cada vez peor. El otro día un huésped nuestro se paró a hablar conmigo porque quería saber dónde se guardaban las toallas limpias, y madre le golpeó en el pecho con el atizador de volver las tortas en la parrilla. No le hizo ningún daño, pero tuve que darle un montón de explicaciones.
—¿Tenía razón cuando me ha dicho que tenías un problema? —preguntó Ben Joe.
—Yo diría que sí. Por eso estoy sentada aquí, a oscuras como un espectro. El pequeño Philip está en el hospital con neumonía y estaba descansando los ojos de pasarme las noches sentada a su lado en el hospital. No sé dónde la habrá cogido. La gente dice que lo cuido demasiado, así que no puede haber sido de que cogiera frío, Pero le gusta demasiado jugar en los charcos, ahí sí que puede haberla pillado. Se lo dije una y mil veces. Cuando se puso grave y empecé a tener motivos para preocuparme, me volvía loca de pensar en esos charcos. Se me metió en la cabeza, en un sueño que tuve una noche, conseguir un aspirador y salir a aspirarlos todos. Pero ya ha pasado lo peor. El doctor dice que dentro de diez días o dos semanas más estará fuera.
—¿Cuánto tiempo lleva en el hospital?
—Dos semanas.
—¿Cómo te las estás arreglando con los gastos?
—Pienso pagarlo poco a poco. He estado trabajando algunas horas en la fábrica desde que el pequeño Philip empezó el colegio, pero no la jornada entera, porque me gusta estar en casa cuando me necesita. Madre cuidaría de él, desde luego, dice que se avergüenza de que naciera, pero yo sé que lo quiere mucho. Pero prefiero hacerlo yo. Trabajaré toda la jornada hasta que termine de pagar la deuda y luego volveré a la media jornada otra vez.
—Tenemos algún dinero en el banco —dijo Ben Joe.
—No cielo, no lo quiero.
—Pero si nunca lo tocamos. Es el dinero que ahorró papá, y mamá no lo tocaría por nada del mundo, dice que es sólo para emergencias. Tienes razón, no deberías trabajar cuando el pequeño Philip está en casa.
—No lo tomaría, Benjy. Ya me disgusta quitaros el que os quitamos. Tu hermana Jenny lo ha estado trayendo sin falta.
—¿Que ha estado qué?
—Tú ya sabes a lo que me refiero, el dinero del mes. No ha fallado ni una sola vez.
—Pero yo creía… ¿No lo manda por correo?
—Claro que no.
Lili Belle dejó de jugar con los pliegues de la falta y lo miró.
—Ninguno de vosotros lo ha mandado nunca por correo —dijo—. La primera vez que vino dijo que lo traería lo mismo que tú lo habías hecho siempre.
—Por Dios santo.
Ben Joe se inclinó hacia adelante en la silla y colocó los codos sobre las rodillas.
—Me pregunto cómo se enteró.
—Oh, las chicas son más listas de lo que te imaginas —se rió Lili Belle, y luego se calló de nuevo y se miró las manos.
—Es una chica buena de verdad —dijo—. La primea vez que vino sólo fui cortés con ella, sabes, porque me pareció que lo que es de tu madre es de tu madre, y no quería que pareciera que estaba tratando de hacerme amiga de su propia hija. Pero fue tan cariñosa… Vino y le enseñó al pequeño Philip ese juego de las tijeras que cortan la roca y la roca que cubre el papel, o una cosa así. Es muy buena con los niños, ya lo creo.
—Sí, sí que lo es —dijo Ben Joe.
Permaneció en silencio durante un momento y luego se aclaró la garganta y dijo:
—Lili Belle.
—¿Hmm?
—Quiero hablar contigo de una cosa.
—Bueno, te estoy escuchando.
—He pensado que sería mejor dejarlo dicho, en caso de que no vuelva a Sandhill en mucho tiempo. Me figuré…
Se quedó callado.
—Adelante, te estoy escuchando —dijo.
Su rostro era dulce y mostraba interés; Ben Joe se preguntó si reflejaría enfado cuando él terminara de hablar. ¿Se enfadaría Lili Belle alguna vez?
—Tengo una carta —dijo con angustia.
—¿Una…?
—Carta. Una carta. —Y se tocó el bolsillo, en el que asomaba el borde del sobre rosa—. La, hmm…
—Ah, sí.
—¿Cómo?
—La carta.
—Sí. Y quería enseñártela porque…
—Bueno, ya la había visto antes, Benjy, cielo.
—Ya sé que la has visto. Eso es lo que estoy tratando de…
—No, quiero decir que ya te la había visto a ti antes —rió suavemente, sobresaltándolo—. De verdad. La vi la primera vez que viniste después de la muerte de tu padre. Un pedacito de rosa en el bolsillo, como ahora. Hacía dos meses enteros que no venías y de repente apareciste, pero no dijiste nada de la carta. Me figuré que la habías encontrado en la consulta de tu padre y la habías leído. Le pedía que volviera conmigo y con el pequeño Philip. Temí que vinieras con ella a burlarte de mí.
—¿Por qué a burlarme?
—Por la ortografía, por supuesto.
—¿La qué?
—La ortografía. Nunca he escrito demasiado bien.
—Ah —dijo Ben Joe. No se le ocurrió nada más que decir; estaba demasiado sorprendido. Durante un instante se quedó mirando, sin ver, a Lili Belle, y luego tuvo que devolverle la sonrisa.
—Cuando vi que no la mencionabas para nada —dijo—, me imaginé que aquella vez la habías traído para demostrarme que la tenías a salvo. Para demostrarme que te la habías llevado de la consulta para que nadie más la viera. ¿Por eso la trajiste, Ben Joe?
—No.
—¿No?
—No, cogí la carta antes de que muriera. Lo que he venido a decirte es que cogí la carta antes de que llegara a verla.
Tenía miedo de mirarla. Cuando por fin lo hizo, cuando ella había permanecido en silencio durante tanto tiempo que no tuvo más remedio que mirar, vio que no parecía impresionada ni enfadada, sino que todavía estaba tratando de asimilar la noticia, moviendo ligeramente la cabeza, tratando de hacerla encajar con lo que ya sabía.
—Lili Belle, lo siento muchísimo —dijo—. Me ha atormentado durante tanto tiempo, que no veía el modo de librarme de ello si no era diciéndotelo y contándote lo mucho que lo siento.
—Bueno, no te preocupes, Ben Joe.
Se pasó la lengua por los labios con ademán nervioso, mirando aún al vacío con el ceño fruncido.
—No te preocupes… No cambió las cosas, ¿no es así? Todo hubiera sucedido de la misma manera, me parece, con carta o sin carta.
—Pero yo…
—Tú no hiciste nada malo, Benjy, ¿sabes? A veces creo que tu familia es un poco rara. Sin ánimo de ofender. No es nada normal que vengáis a verme y todo eso, ni tampoco que me habléis por la calle, pero lo hacéis, y creo que hasta es un alivio ver que sois capaces de poneros de parte de vuestra madre alguna vez, como haría la mayoría.
—Bueno.
Ben Joe se calló, no muy seguro de cómo seguir.
—Lo que me preocupaba —dijo—, es que quizá papá hubiera regresado a tu lado en cuanto hubiese recibido la carta. Y en ese caso, quién sabe, a lo mejor no le habría dado el ataque al corazón una semana más tarde. La abuela no hace más que echarse la culpa por haberse olvidado de rellenar las bandejas de los cubitos de hielo. Dice que por eso fue por lo que murió, por irse a la ciudad a por cubitos de hielo. Aunque mamá dice que si hubiera estado lo bastante sobrio para ocurrírsele, habría ido a casa de los vecinos a por ellos. Pero a veces, cuando la abuela empieza otra vez con la manía de los cubitos de hielo, me dan ganas de enseñarle el sobre rosa para demostrarle que no fue culpa suya.
—Bueno, pues desde luego tampoco fue tuya —dijo Lili Belle.
Se inclinó hacia adelante para frotarse los ojos, con gesto de cansancio, y luego volvió a recostar la cabeza en el respaldo y le sonrió.
—No creo que mi carta le hubiera hecho cambiar de opinión en un sentido o en otro. Si tu madre hubiera dicho una sola palabra, se habría quedado con ella, se habría quedado desde el principio. Lo único que quería era que se lo pidiera. Pero no lo hizo. Esperó dos semanas, y me imagino que habría esperado ese tiempo aunque yo le hubiera enviado catorce cartas. Luego volvió conmigo sin siquiera haberlo planeado, sólo porque estaba borracho y cansado, y yo lo acepté.
—Pero no puedes estar segura —dijo Ben Joe.
—¿Qué?
—No puedes estar segura de que tu carta no le hubiera hecho regresar antes, no puedes estar segura de que…
—Benjy, cielo, no te preocupes. No puede uno estar seguro de nada, si no te pones a pensarlo. No te preocupes.
Ambos permanecieron un momento en silencio, mientras Lili Belle seguía meciéndose rítmicamente en la mecedora, llenando el silencio con su chirrido. Luego volvió a sentarse recta y dijo:
—Bueno, ¿cuánto tiempo te vas a quedar aquí?
—No lo sé todavía. No mucho más, me imagino.
—He oído que tu hermana mayor está en la ciudad.
—Así es.
—Bueno, se solucionará. Su marido vendrá a buscarla, ya verás. Es una chica guapa de verdad, la he visto algunas veces en el centro, y ya verás cómo viene a por ella. Ya verás.
—Bueno, a lo mejor.
—Eh… ¿Conoces a mi hermano? ¿Freeman? Bueno, pues Freeman…
—Creí que se llamaba Donald.
—No, se ha cambiado el nombre. Eso era lo que iba a decirte. Dijo que estaba harto de esta ciudad y harto de tela vaquera y que quería ser libre, así que se cambió el nombre por el de Freeman[3] y se fue a trabajar a un restaurante en Nueva York. Creo que le encanta. Nos mandó una postal que decía: «Nueva York sí que es una ciudad marchosa de verdad.» Eso decía, una ciudad marchosa de verdad. Me he acordado por eso de que tú también estás en Nueva York.
Había apoyado de nuevo la cabeza en el respaldo de la silla, dejándola oscilar cansinamente. Cualquiera sabía cuántas noches se había pasado sin dormir sentada al lado del pequeño Philip.
—¿Estás cansada? —dijo Ben Joe—. Será mejor que me vaya, Lili Belle. Aquí tienes la carta.
Sacó el sobre rosa y se lo puso en la mano. Ella lo tomó sin fuerzas, dejando de mecerse para mirarlo con atención.
—Ay, Señor —dijo—. Señor.
No siguió hablando, a pesar de que Ben Joe esperó. Dejó caer la carta en su regazo y siguió meciéndose.
—Yo mismo encontraré la salida —dijo Ben Joe por fin—. Y ya me ocuparé yo de la cuenta del hospital, Lili Belle. En cuanto saque el dinero del banco.
—No, Benjy, no…
Se había puesto de pie, con la intención de protestar, pero él se puso la chaqueta y se fue corriendo.
—¡Dile hola al pequeño Philip de mi parte! —gritó mientras se iba.
—Bueno…
Bajó corriendo los escalones del porche hasta el patio. El cielo se había encapotado y oscurecido sobre el río y se estaba levantando un viento helado. Mientras caminaba se metió las manos en los bolsillos y encogió los hombros para protegerse del frío.