6

Cuando bajó por fin las escaleras se dio otra vuelta por la casa, para ver si ya había alguien dispuesto a hablar con él. Empezó por su madre, que se había reunido con las otras en el cuarto de estar y estaba dando pequeñas puntadas a un cuello blanco.

—¿Has terminado el vestido de Tessie? —le preguntó.

—Obviamente no, puesto que eso es lo que estoy cosiendo.

Se quedó parado de pie en mitad de la habitación, mordiéndose la uña del dedo gordo mientras trataba de pensar en otra forma de empezar la conversación.

—Bueno. ¿Cómo va la librería? —preguntó por fin.

—No va mal. ¿Qué te pasa Ben Joe, no tienes ningún plan para esta noche?

—Ahora mismo no.

—Se te ve muy inquieto.

Se tomó aquello como invitación a sentarse y lo hizo en seguida en la hamaca de cuero situada al lado de su madre. En el sofá de enfrente Susannah y la abuela recogieron las cartas que había extendidas entre las dos y empezaron a barajarlas. Las cartas hacían un rápido movimiento restallante en sus dedos.

—Carol no parece una Hawkes, ¿verdad que no? —dijo.

Su madre levantó el vestido con el brazo extendido y lo miró con el ceño fruncido.

—No, supongo que no —dijo al fin.

Volvió a poner el vestido en su regazo y luego, viendo que esperaba algo más de ella, dijo:

—Todavía es demasiado joven para decirlo.

—Yo no diría eso —dijo la abuela—. En mi opinión, tiene la nariz de los Hawkes, pequeña y puntiaguda. Y la barbilla pequeña y puntiaguda de Joanne.

Hubo un nuevo silencio. Susannah empezó a dar las cartas, echando una carta con fuerza para la abuela y una suavemente para ella, en un ritmo regular. Ben Joe se levantó de nuevo y se movió sin rumbo fijo hacia el juego.

—He pensado que podíamos ir a ver a Jamie Dower esta noche, abuela. El coche está libre.

—No, esta noche no, Ben Joe. Esta noche no.

—¿Por qué no?

—Bueno… —dijo, mirando con atención las cartas que tenía en la mano—. Prefería esperar un poco, todavía no habrá terminado de instalarse.

—¿Qué es lo que tiene que instalar?

—Mal puede uno hacer de anfitrión cuando todavía se siente uno como un huésped, ¿no te parece? Dale un par de días más.

—¿Un par de días más? —dijo la madre de Ben Joe—. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte Ben Joe?

—No lo sé.

—Bueno, a mí me parece que ya deberías haberte ido para entonces. Columbia no va a seguir esperándote eternamente.

—Oh, bueno —dijo Ben Joe.

Estaba dando paseos de un lado a otro con las manos en los bolsillos, dándole de vez en cuando una patadita a una de las mesitas de café al pasar.

—Susannah —dijo.

—Hmm —contestó ésta.

—¿Dónde está la guitarra y el reloj de arena y todas las otras cosas?

—No estoy segura.

—¿Qué quieres decir con que no estás segura?

Se quitó un mechón de pelo de la cara con el dorso de la mano y luego pasó una carta del lado derecho del abanico que sostenía en la mano al izquierdo.

—Te pregunté si las querías —dijo Ben Joe—. Te pregunté si te ocuparías de ellas.

—«Sí, Ben Joe. Claro que sí, Ben Joe» —convirtió su voz en un graznido tonto, imitándola. De todas sus hermanas, Susannah era con la única con la que era grosero a veces, quizá porque siempre era tan fría y eficiente que le parecía que nunca cambiaría su actitud hacia él, no importaba lo que él hiciera.

—Ya veo que lo has hecho —dijo a continuación—. Me apuesto a que todo ello se ha podrido por ahí en algún lugar ¿A que sí?

—¿En invierno? —dijo la abuela.

—Declaro dos picos —dijo Susannah—. Ben Joe, estoy segura de que todo está exactamente donde lo dejaste. Excepto la guitarra. En cuanto al resto de las cosas, aún no me había hecho a la idea de que eran mías.

—Bueno, ¿y dónde está la guitarra ahora que ya la consideras tuya? ¿En la bañera? ¿O fuera en el jardín, sosteniendo una tomatera?

—¿En invierno? —dijo la abuela de nuevo—. ¿Una tomatera en invierno?

Ellen Hawkes se rió. Cuando se volvieron a mirarla, se concentró de nuevo en la costura, aún sonriendo.

—Te digo —dijo la abuela— que no tienes ningún sentido de las estaciones, Ben Joe.

—¿Dónde está la guitarra?

—En el estudio debajo del sofá.

—¡Ajajá! No estaba muy equivocado. Justo donde debería estar.

—Ben Joe —dijo su madre—, no hay motivos para enfadarte tanto por unas cuantas pertenencias que ya habías regalado ¿Qué te pasa esta noche?

—Pero son mis pertenencias favoritas. Las he echado de menos todo el tiempo que he estado fuera.

—Entonces no deberías haberlas regalado. Y de todas formas, eres demasiado mayor para echar de menos cosas. ¿Por qué no dejas de pasearte y lees algo?

Ben Joe cogió el periódico de la mesita y empezó a leerlo sin interés, de pie en el mismo sitio en que estaba.

—Y no lo leas al revés —dijo su madre.

—¡Oh, porras!

Tiró el periódico y se volvió hacia el estudio.

—Necesitas a alguien que te saque a dar un paseo con una correa y un collar en el cuello —dijo Susannah—. ¿Vas a declarar o no abuela?

—Paso.

Ben Joe asomó la cabeza por la puerta del cuarto de la tele.

—Tessie —dijo.

—Chsss.

—Tess, quiero preguntarte algo.

—Estoy viendo la tele.

—Sólo es un anuncio de cigarrillos.

—Déjala en paz —dijo Jenny—. Y no dejes la puerta abierta o el ruido va a molestar a las otras.

—¿No queréis ninguna de las dos ir al cine?

Tessie movió negativamente la cabeza sin apartar la vista de la pantalla.

—Ponen lo mismo de siempre. «El fantasma de la ópera».

—¿Por qué no entras y ves la televisión? —preguntó Jenny.

—No me apetece. Me siento vacío por dentro.

—Bueno, pues cierra la puerta entonces.

Cerró la puerta y regresó al cuarto de estar.

—¿Qué pasó con todos aquellos muchachos con los que salías? —le preguntó su madre.

—Se fueron todos al norte hace un montón de tiempo.

—¿Y las chicas?

—Ellas también.

—¿Qué?

—Que ellas también se fueron al norte.

—¡Ah!

—Abuela —dijo Susannah—, si sigues sosteniendo las cartas así, voy a tener que cerrar los ojos para no ver lo que tienes.

—¿Y qué pasa con Shelley Domer? —preguntó su madre.

—Oh, mamá, Shelley fue mi primera chica. Su familia se fue a Savannah hace siete años.

—Abuela, ¿no era Shelley Domer la que vimos el otro día?

—Sí que lo era —dijo la abuela—. Tienes otro diamante Susannah,

lo sé.

—Pues no. ¿Quieres ver qué mano tengo?

—¿Y qué está haciendo aquí? —preguntó Ben Joe.

—No lo sé —dijo su madre—. Su familia conservó la casa de tenían aquí, creo. Tenían pensado regresar algún día.

—¿Quieres decir que está viviendo en su antigua casa?

—Si no estuviera viviendo allí no hubiera estado barriendo el porche, ¿no crees?

—Yo que tú iría a verla si no tienes nada mejor que hacer —dijo la abuela—. Te mantendría ocupado. Y hubo un tiempo en que la veías mucho.

—Oh, no estaba mal.

—¿Eso es lo que se te ocurre decir? Los picos ganan, Susannah. Préstale atención al juego. Lo único que no me gustaba de Shelley Domer era su familia, para ser sinceros.

—¿Qué tenía de malo su familia, por Dios santo?

—Bueno, no es que yo diga que no tuvieran dinero, o que no fueran agradables. Pero el dinero y la amabilidad no lo es todo. La señora Domer seguía yendo a la compra con unas zapatillas viejas adornadas con pensamientos cosidos, y la misma Shelley, bueno, era una niñita muy dulce y no era culpa suya, pero la he visto muchas veces vestida con una falda de percal y una blusa a cuadros, como una campesina, y en invierno llevaba un guardapolvo bajo el vestido; lo típico, lo típico. Como si no tuviese bastante con tener esos ojos azules transparentes de mirada vacía como los de los malos Dower.

—Bueno, para empezar, ¿quién se pone zapatos de deporte negros para ir a la compra? —empezó Ellen Hawkes.

—Puedo permitírmelo. Mi familia es diferente, y yo no tengo que preocuparme de que me tomen por lo que no soy.

La madre de Ben Joe cortó un hilo con los dientes al cuello blanco que estaba cosiendo.

—Bueno, pues yo no veo que las zapatillas tengan nada que ver con eso —dijo—. Shelley Domer no puede evitar su ascendencia, eso está claro. No, lo que no me gustaba de ella era que se pasaba el día detrás de Ben Joe. Ninguna de mis hijas se ha dedicado nunca a perseguir a los chicos, tengo que reconocérselo. Se ha criado para tener orgullo y…

—Tonterías —saltó la abuela—. Lo mejor de esa chica era que le gustara tanto Ben Joe. Recuerdo que solía esperarlo todos los días al salir de la escuela. Incluso en invierno. Hasta que salía Ben Joe, a la hora que le apeteciera decirle hola.

—A eso es a lo que…

—Oh, venga, dejadlo —dijo Ben Joe—. Iré a verla mientras seguís discutiendo.

Fue al armario del recibidor y sacó la chaqueta de la percha.

—¿Quiere alguien algo de fuera?

—No, gracias. Que te diviertas.

—Gracias.

Friera estaba empezando a hacer frío, lo sentía en el cuello, justo donde se le abría el cuello de la chaqueta, pero se limitó a andar más deprisa para compensar. Con las manos en los bolsillos y los labios contraídos en un silbido silencioso, se dirigió al oeste, pasando por delante de filas y filas de casas de mediano tamaño y mediana edad que resonaban levemente con el ruido de los televisores y las radios encerrados en su interior. De vez en cuando captaba escenas de familias que se movían tras las cortinas de encaje, pero no había nadie en la acera. Pasó un perro corriendo, arrastrando una correa, pero nadie intentó seguirlo. Y en una casa, una vieja vestida con un abrigo de hombre se columpiaba en el frío porche.

—Hola —dijo la vieja.

—Hola —dijo Ben Joe.

—Esta noche no hay luna.

—No.

Torció en la calle Evers y caminó más despacio. No tenía que preocuparse de por dónde iba. Aquel camino se había convertido en una segunda naturaleza cuando estaba en la secundaria, como bajar las escaleras por la mañana para ir a desayunar y darse cuenta, una vez abajo, que no recordaba para nada el haberlo hecho. Las primeras veces que fue iba temblando, literalmente, con el pelo bien repeinado y la cara contraída por el esfuerzo de evitar que le castañearan los dientes. Y en la media hora anterior había ido al cuarto de baño seis o siete veces, sólo de nervios. Pero poco a poco el paseo se convirtió en algo corriente. Solía ir incluso cuando no habían quedado en nada concreto, simplemente a sentarse en el cuarto de estar con Shelley y charlar con ella. No era muy lista y no lo entretenía con conversaciones ágiles y risas, como hacían sus hermanas con los chicos con los que salían, pero sí que sabía escuchar. Le escuchaba no importaba de lo que hablara, sonriéndole alegremente todo el rato, y cuando terminaba, lo abrazaba o le decía cuanto le gustaba cómo le había cortado el pelo el peluquero aquella semana, pero de todas formas había oído lo que él tenía que decir. Sonrió en la oscuridad al pensar en ello y acortó el camino atravesando un solar hasta la calle Holland y la casa de los Domer.

Había luz en la casa. El sitio estaba lo mismo que siempre —grande, deteriorado y confortable, con años de hojas muertas apiladas a su alrededor—. Le extrañaba que el señor Domer no las hubiese limpiado todavía; el señor Domer era de baja estatura y pulcro aspecto. Cuando Ben Joe cruzó el césped de la parte delantera, las hojas se arremolinaron crujiendo alrededor de sus tobillos. Subió los altos escalones hasta el porche. Hacía años, en verano, se paraban en el último escalón cuando regresaban de una cita y miraban a la ventana abierta en el piso de arriba, y allí estaba la sombra de Phoebe, con su pequeña carita triangular y su camisón de franela blanco, espiándolos. Debía de tener unos siete años aquel primer verano. Debía de pensar, de tanto ver los tebeos del Saturday Evening Post, que todos los chicos besaban a las chicas a la puerta de sus casas, y todas las noches montaba guardia en su habitación, observando esperanzada. ¿Qué edad tendría ahora? Dieciséis o diecisiete, calculaba. Ya no estaba en la ventana. En su lugar sólo había un cristal cerrado y las eternas cortinas de organdí blanco tras él.

Llamó dos veces a la puerta. Se acercó una figura que miró por la ventanilla de cristal de la puerta; tan solo una silueta recortada contra la cortina de malla. Luego abrió la puerta y le dejó pasar. Durante unos instantes pareció aturdida, con la boca ligeramente entreabierta.

—¡Ben Joe! —dijo—. ¿Eres tú?

—Claro que soy yo. ¿Tanto he cambiado?

—No. No, sólo que hace tanto tiempo… Bueno, hola de todos modos.

—Hola.

Shelley permaneció de pie torpemente delante de él, empezando a mostrarse contenta y un poco asustada. Nunca había sabido cómo saludar a la gente. Si hubiera sido una de las chicas con las que había salido después de ella, se hubiera lanzado sobre él gritando «¡Por Dios santo!» y le hubiera dado un sonoro beso en la boca, incluso aunque no recordase su nombre. Pero Shelley, no. Shelley se quedó tiesa delante de él, haciéndose con las manos pequeños pliegues a los lados de la falda, y le sonrió.

—Mamá me dijo que te había visto barriendo el porche —dijo—. Me vuelto a casa de vacaciones. Se me ocurrió venir a verte y ver cómo te iba.

—Oh, bueno, estoy bien. Sólo que me resulta extraño verte, creo que…

Se movió casi sin hacer ruido para cerrar la puerta a sus espaldas y él se volvió a observarla. Había cambiado poco, podía verlo incluso a la escasa luz del recibidor. El pelo, que solía caerle casi hasta los hombros, en mechones tan lisos y rubios que le hacían pensar en jarabe de maíz, lo llevaba ahora recogido en un moño detrás de la cabeza, sujeto con unas cuantas horquillas y muy parecido al de la abuela. Tenía la cara más bonita y mejor definida, pero aún daba la impresión de una delgadez de niño abandonado que le hacía parecer de quince años en vez de veinticinco. Esto se debía en parte a que estaba pálida y sin maquillar, y a que sus ojos eran de un azul muy claro y en parte a que llevaba puesta ropa vieja que debía haber pertenecido a su madre y le estaba demasiado grande. La falda era de un rosa sucio, plisada y demasiado larga; el jersey era viejo y grueso, de color marrón y, por algún motivo, hacia que los huesos de los hombros le sobresalieran más por la espalda de lo que los pechos lo hacían por delante. Pero todavía se movía de la misma manera, casi como si estuviera asustada, sin hacer ruido y siempre a cámara lenta. Ahora abría lentamente las manos, que mantenía plegadas a los costados, como si estuviese haciendo un esfuerzo consciente para relajarse, y se miraba la ropa.

—Bueno, Ben Joe —dijo—, tengo que ir a ponerme otro vestido. No sabía que iba a tener compañía. Espérame en el cuarto de estar, ¿me oyes? No tardaré ni…

—Pero si sólo voy a estar un momento. Sólo he venido a decirte hola.

—Bueno, pero espérame.

Se dio la vuelta y salió corriendo escaleras arriba y Ben Joe tuvo que ir solo al cuarto de estar. Eligió el asiento del sofá más cercano a la chimenea apagada. La habitación le pareció enorme, como la habitación principal de una casa de veraneo largo tiempo en desuso; cuando se trasladaron al sur, los Domer habían dejado allí todas las cosas que ya no usaban, pero que eran demasiado buenas para tirarlas. Sillones de mimbre y sofás deshilachados descansaban en el suelo de madera completamente desnudo y los pocos adornos que había desparramados alrededor carecían de valor —un espaniel de porcelana con tres cachorros atados a un collar por diminutas cadenas de oro; una enorme fotografía enmarcada de un antiguo equipo de béisbol, un macetero de porcelana con dibujos de capullos de rosas, rajado y lleno de tierra, pero sin planta—. Ben Joe se estremeció. En otros tiempos, cuando todavía iba a la escuela, había sido una habitación alegre.

Oyó los zapatos de Shelley en las escaleras y un instante más tarde estaba en el cuarto de estar, pasando por delante de él con una acogedora sonrisa y una falda y un jersey blancos que le sentaban mejor que los anteriores. Se había peinado, aunque sintió que aún llevara el pelo recogido en un moño, y se había pintado un poco los labios.

—Voy a hacerte un poco de café —dijo.

—No, no quiero café.

—Ya está hecho, Ben Joe. Espera aquí y…

—No, por favor, No quiero, de verdad.

—Bueno, está bien.

Se sentó en el borde de un sillón de mimbre con las manos en las rodillas.

—¿Dónde está Phoebe? —preguntó Ben Joe.

—Phoebe.

—Phoebe, tu hermana.

—Ah —dijo.

Pareció quedarse sin aliento; dio una pequeña boqueada y dijo:

—Phoebe, mamá y papá, todos han muerto, no debes de haberte enterado, hace poco que sucedió…

—Oh, yo no…

—Tuvieron un accidente.

—Lo siento —dijo Ben Joe.

Pensó en la pequeña sombra blanca en la ventana de arriba, todavía casi más real que la misma Shelley.

Observó cómo los dedos de Shelley retorcían un botón de perla de su jersey.

—Nadie me lo dijo —dijo impotente.

—Hace poco que he regresado. Todavía no lo sabe mucha gente.

—Fue… ¿Qué edad tenía Phoebe?

—Diecisiete.

—Ah.

Se quedó callado de nuevo y tiró suavemente de una de las bolitas de la tapicería del sofá.

—¿Cómo están tus hermanas? —preguntó de repente Shelley.

—Están bien.

Casi inmediatamente se sintió culpable; pensó un poco y luego dijo:

—Joanne ha dejado a su marido, sin embargo.

—¿Lo ha dejado?

—Sí.

—Vaya.

—Ha vuelto a casa.

—Vaya.

—Ella y la niña.

—Voy a traerte café —dijo Shelley.

—No espera, tengo que estar…

—Está ya caliente.

Se puso de pie y se fue casi corriendo a la cocina, consiguiendo de todos modos hacer que pareciera a cámara lenta. Ben Joe se removió incómodo en el asiento y cruzó las piernas.

—Me apuesto a que también tienes hambre —dijo Shelley al entrar de nuevo en la habitación.

—No. Estoy bien.

—Te encuentro demasiado delgado, Ben Joe. Tengo un bizcocho de chocolate comprado en el Piggly-Wiggly. No es como el hecho en casa, por supuesto, pero de todas formas…

—Shelley, de verdad que no lo quiero.

—Bueno, está bien, Ben Joe.

Llevaba en las manos una bandeja de lata rayada con dos tazas de café, un azucarero y una jarra de crema que no hacían juego. Cuando la puso en la mesa hicieron un «clink» demasiado fuerte, como hacían los servicios de té en las películas.

—Échate mucha azúcar —dijo—. Te repito que estás muy delgado.

Se quedó erguida observándole, como una sombra que se cerniese sobre él, mientras cogía la taza de café. Podía oler su perfume —ligero y olor a rosa— y cuando se inclinó por encima de la mesa para pasarle el azucarero pudo incluso oler la fragancia de su cabello. Luego se volvió a sentar en su sitio y él se relajó en los cojines del sofá.

—Parece como si tuviera que acostumbrarme de nuevo a ti, después del tiempo que ha pasado —dijo Shelley—. ¿Tienes ganas de hablar?

Lo había olvidado. Siempre le hacía aquella pregunta, para darle una oportunidad antes de lanzarse a su propia charla, lenta e indirecta. En aquella ocasión permaneció callado, prefiriendo que fuera ella la que llevara la conversación, y le sonrió de repente por encima de la taza de café, porque le gustó que se acordara. Shelley esperó un rato más, sentada tranquilamente en su silla. Una vez transcurridos los torpes minutos iniciales, Shelley sabía estar tan relajada como la que más.

—No sé si hice bien o no —dijo por fin—, regresando aquí así. Pero la muerte de mi familia fue algo tan repentino. Me dejó como si estuviese colgada de unas cuerdas en el vacío. Y decidí venirme a Sandhill. No sé por qué, salvo porque en Georgia estaba ayudando a llevar una guardería para hijos de madres trabajadoras y estaba tan harta como no tienes idea, y no veía la forma de salir de allí. Creo que tengo algo en contra de Georgia. De verdad. Si hay algo que me pone enferma, son esos carteles de circo rotos, pegados en los establos viejos, ¿sabes? Y los anuncios de seven-up. Bueno, pues Georgia está llena de ellos, aunque una vez la chica con la que trabajaba me dijo que era muy esnob de mi parte decir una cosa así. Y eso era lo malo allí. La basura creía que éramos esnob y los esnob creían que éramos basura. Ya sé que mi padre tuvo que subir a fuerza de trabajo, pero tú sabes lo bueno que era, y además, la familia de su madre eran Montagues, y eso ya es algo. Y no teníamos nada de que avergonzarnos por parte de la familia de mi madre tampoco. Pero de todas formas, me sentía sola allí. No se puede decir que hubiera ningún grupo al que pudiéramos decir que pertenecíamos. Estábamos mejor en Sandhill. Siempre me he acordado de Sandhill. Y todavía llevo tu fotografía.

Sonrió feliz a Ben Joe.

—Ésa en que pareces un auténtico bobo —dijo—, que te hicimos en el fotomatón. Mamá me solía tomar el pelo por conservarla, decía que haría mejor en tirarla. Aunque siempre le gustaste. Cuando me escribiste aquella carta, después de irnos, en que me decías que habías empezado a salir con Gloria Herman, pensé que mamá iba a echarse a llorar. Dijo que Gloria era una fresca y una basta, aunque mi opinión es que tú sabías mejor que mamá quién te convenía. Y por lo menos fuiste sincero y me lo dijiste. Así se lo dije a mamá. Y luego, un mes después, Susan Harpton me escribió para decirme que Gloria había empezado a salir con otro y tú habías empezado a salir con Pat Locker. Llegó un momento en que ya no podía seguirte la pista. Pero no me enfadé. Esas cosas pasan cuando la gente se separa.

—Bueno, eso fue hace mucho tiempo —dijo Ben Joe.

—Sí. Lo sé. Bueno, no te preocupes, Ben Joe, ahora estoy saliendo con un chico muy bueno. Te gustará. Se llama John Horner y está montando una empresa de construcción en Sandhill. ¿Lo conoces?

—Horner —reflexionó Ben Joe—, así de pronto, no —dijo.

—Bueno. Pero te gustará. Por supuesto que todavía no va demasiado en serio, sólo llevo un mes o así en la ciudad. Pero es de lo más amable. Todavía no se si me casaría con él.

—¿Te lo ha pedido?

—No. Pero me imagino que lo hará uno de estos días.

La idea de que Shelley se casara con otro le sorprendió. De repente la miró como si fuera una extraña, sopesándola. Ella le sonrió de nuevo.

—Desde luego —dijo—, al principio me sorprendió que quisiera salir conmigo. Pero pensé que si aguantaba las primeras veces que saliésemos juntos, hasta que me sintiera cómoda con él y no me portase como una tonta, ni me cortase tanto al hablar, todo iría bien. Y así lo hizo. Aguantó.

—Bueno, me alegro de oírlo.

Ella asintió con la cabeza, terminó con aquella noticia y luego se quedó mirando al vacío, como si estuviese buscando en su mente qué contarle a continuación.

—Ya sé —dijo por fin—. Ya sé. Ben Joe, lo sentí tanto cuando me enteré de lo de tu padre. Te escribí para decírtelo y no me contestaste. Pero espero que muriese en paz. Era un buen hombre tu padre.

—Gracias —dijo Ben Joe.

—Me lo dijo Susan Harpton. Y también que ibas a trabajar al banco después de clase y que tu hermana Joanne se había casado, y todo lo demás. Me dijo que toda la ciudad echaba de menos a tu padre.

—Yo también —dijo Ben Joe—. Me dio por montar en tren.

—¿Qué?

—En tren. Por montar en tren. Me pasaba el tiempo montando en tren. Una vez gasté el sueldo de un mes así. A mamá casi le da un ataque de histeria en aquella época yo era el único apoyo económico de la familia.

—Oh —dijo Shelley.

Frunció el ceño. No se sentía segura del terreno que pisaba.

—Bueno, de todas formas, sólo quería decirte que lo sentí. Y no creo que la gente le tuviera en cuenta que viviera de un modo distinto a la mayoría. A tu padre, no. ¿Te acuerdas cuando bebía? Siempre quería que alguien le cantara «La vida es como un ferrocarril de montaña», ésa era la que le gustaba. Se la canté muchas veces.

—Y «Nadie sabe los sinsabores que he pasado» —dijo Ben Joe.

—Sí, ésa también.

Sonrió mirando la taza de café y luego levantó la vista de nuevo, con un nuevo tema de conversación ya decidido.

—Me he enterado de que estás yendo a la facultad de derecho en el norte —dijo—. Me lo dijo la señora Murphy. Es la que ha estado echando un vistazo a la casa de vez en cuando todos estos años. Es agradable, aunque cuando llegué descubrí que había mirado todos los álbumes de fotografías y las cartas de amor de mamá. Cuando pasaron tu madre y tu abuela por delante del porche mientras barría les grité «Hola», con la intención de preguntarles por ti, pero me costó un poco de trabajo que me oyeran, porque tu abuela estaba cantando como suele hacerlo y tu madre estaba intentando callarla como podía. Tu abuela me reconoció en cuanto me vio, sin embargo. Me dijo a gritos que todavía no te habías casado, cosa que ya sabía, y en seguida tu madre se acordó de mí. Tu madre es un poco lenta para reconocer a la gente, pero yo no estoy de acuerdo con la señora Murphy en que lo hace a propósito. Toda la ciudad ha pensado siempre que es fría de corazón, pero yo creo que es porque tu padre era un niño mimado y no les gustaba que lo hiriesen. Y no es que yo diga que ella lo hiriera a propósito. Creo que simplemente es un poco orgullosa y se cree que el orgullo es lo mismo que la dignidad y por eso no intenta cambiar. La señora Murphy dice que ella misma fue muchas veces a casa de tu madre a decirle que lo que tenía que hacer era darse una buena llorera y luego, en cuanto se hubiera puesto a llorar de verdad, ir a… eh… a donde vivía tu padre y decirle que quería que volviera, pero tu madre se limitaba a sacudir el pelo y a decir que a quién le importaba, y a ofrecerle a la señora Murphy un trozo de tarta de cabello de ángel. Eso era asunto del doctor y de nadie más, decía, aunque si no era también asunto de la mujer del doctor, ¿para qué se casaron entonces? Bueno, de todas formas, no llegué a preguntar cómo te iba en el norte, porque tu abuela y tu madre tenían prisa. Pero sé que puede sentirse uno muy solo. Estuve allí una vez, para trabajar con la iglesia presbiteriana, y me quedé un mes compartiendo una habitación con una chica que conocí, que resultó estar un poco tocada de la cabeza. Se paseaba a las cuatro de la madrugada con un camisón de gasa y una vela en la mano y hablaba de sacar su cuello de cisne a la lluvia. Regresé a casa. Siempre he sido muy casera. No sé qué voy a hacer sin mi familia. Incluso Phoebe, con lo traviesa que era. La última noche que Phoebe estuvo… estuvo viva, la última noche que la vi, estaba en la cocina con su novio y cuando…

—¿Tenía novio? —preguntó Ben Joe.

—Bueno, sí, y cuando entré estaban robando la hucha de mamá, una hucha en forma de indio con una ranura en la cabeza, donde guarda el cambio para cuando quiere comprar alguna chuchería; lo estaban robando para ir al cine. El novio había sacado una navaja para meterla en la ranura y Phoebe tenía la mano extendida y estaba diciendo «escalpelo»; y ésa fue la última vez que la vi. Me alegró muchísimo de haberme encontrado de nuevo contigo. Te he echado de menos todos estos años.

—Yo también me alegro de verte a ti —dijo Ben Joe.

Le sonrió en silencio durante un momento y luego miró el reloj y se puso de pie.

—Tengo que irme. Me he pasado la noche en el tren. Tengo que recuperar el sueño.

—Oh, no tengas prisa.

—Tengo que irme.

Cogió la chaqueta del sofá y se la puso mientras seguía a Shelley hasta la puerta. Estaba lloviendo fuera; la lluvia les sorprendió a los dos y se quedaron allí, viendo llover.

—No salgas —dijo Ben Joe.

—No me voy a derretir.

—No, quédate dentro.

—Quiero acompañarte hasta la calle —dijo Shelley.

Tenía la cara seria y parecía preocupada por él. Sin saber por qué, Ben Joe dijo:

—Hmm, ese Jack Horner…

—John Horner.

—John Horner. ¿Crees que le importará si vuelvo a verte?

—No lo sé. No… ven a verme de todas formas, Ben Joe. Ven de todas formas.

Sonreía ahora, mientras le miraba con la luz del porche reflejándose en los ojos azul cielo. Tenía la cara tan cerca que podía haberse inclinado y haberla besado. Nunca la había besado en el porche, a pesar de las esperanzas de Phoebe; la había besado en el viejo Buick de su madre, aparcado en algún lugar en la oscuridad, mientras el olor a rosa de su perfume le envolvía y sentía sus brazos delgados y cálidos alrededor del cuello. El rostro de Shelley flotaba bajo el suyo, muy próximo aún; ella le miró. Pero cuando iba a inclinarse para besarla, pensó que aquello podía comprometerlo de nuevo; quizá todo empezara de nuevo otra vez, y el tiempo se volviera aún más confuso en su mente de lo que ya lo estaba. Así que se alejó del pálido óvalo de su cara y dijo:

—¿Te viene bien el domingo por la tarde? ¿A las nueve?

—Sí.

—Bueno.

Siguió parado, mirándola un minuto más, y luego se irguió.

—Hasta el domingo entonces —dijo.

—Buenas noches, Ben Joe.

—Buenas noches.

Se volvió y comenzó a bajar los escalones, con cuidado de no resbalar en la empapada masa de hojas bajo sus pies. La lluvia sólo era ya un sonido de gotas discontinuas que, de vez en cuando, le caían frías en la cara. Una vez en la calle, se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y caminó muy lentamente, pensativo, tratando de poner en orden sus pensamientos. Pero no se dejaban; sentía como si nunca más fuera a saber los motivos que le hacían actuar. Los charcos de la acera comenzaron a empaparle los zapatos, así que echó a correr hacia casa.