Al llegar la tarde Ben Joe había comenzado ya a sentir de nuevo el peso del hogar sobre los hombros, haciéndole sentirse pesado, viejo y cansado. Había comido demasiado; le dolía el estómago y no quería confesárselo a nadie ni demostrarlo acostándose, por miedo a que su madre o su abuela se sintieran dolidas después de todas las molestias que se habían tomado con la comida. Así que vagó sin rumbo por la casa, en busca de algo que hacer o en qué pensar. Tessie y Jenny estaban en el estudio viendo la televisión, mirando absortas la pantalla, y no levantaron la vista cuando se quedó parado en la puerta. Las gemelas, vestidas de colores distintos ahora que ya eran mayores, pero por lo demás tan exactamente iguales como siempre, estaban en la cocina, haciendo palomitas de maíz con los chicos con los que se habían citado, y Susannah y la abuela estaban jugando al bridge. Ninguna de ellas le prestó la más mínima atención. Subió arriba, con la esperanza de encontrar a alguien que hablara con él, pero su madre estaba cosiendo a máquina, con la boca llena de alfileres y los ojos fijos en la manga del vestido que estaba cosiendo para Tessie. Joanne estaba bañando a Carol. Las oía a pesar de que tenían la puerta medio cerrada —los gritos y los chapoteos de Carol y los susurros tranquilizadores de Joanne y, de vez en cuando, las risas mezcladas de ambas.
—¿Puedo entrar? —gritó Ben Joe.
—¿Carol, te importa si entra un hombre a ver cómo te bañas?
Carol produjo un chapoteo aún más fuerte, probablemente con el borde de la mano, y se rió.
—Bueno, no ha dicho que no —dijo Joanne.
Ben Joe abrió la puerta y entró. La habitación estaba caliente y cargada de vapor y llena de toallas y ropa sucia por todas partes. Joanne estaba arrodillada al lado del baño, con un albornoz de felpa y el pelo húmedo colgándole en mechones por el cuello, y la cara brillante tras su propio baño. Se había arremangado las mangas hasta el codo para poder bañar a Carol, que estaba sentada en medio de un montón de juguetes de goma que tapaban casi por completo el agua del baño, y se rió al ver a Ben Joe.
—Es imposible que sea una Hawkes auténtica. No se está dando un baño de espuma.
—No te preocupes, no tardará mucho —dijo Joanne.
Ben Joe se apoyó en el lavabo con un pie sobre un pequeño y viejo taburete en el que se leía: «Para hacer trabajos más grandes que yo.» Probó a dejar caer todo el peso de su cuerpo sobre el borde del lavabo, decidió no arriesgarse y se puso en pie otra vez.
—Quería decirte —dijo Joanne— que no lo tomes a mal.
—¿Qué?
—Que no te tomes a mal lo que dijo la abuela, que tu mente era un revoltijo. Lo he tenido todo el día en la cabeza para decirte que no lo decía en serio. Lo dijo simplemente por discutir.
—No me ha sentado mal.
—Bueno.
Empezó a enjabonarle el pelo a Carol con habilidad, haciendo que el tono rosáceo-rojizo se volviera castaño oscuro con sus rápidos y firmes dedos. Se dio cuenta por primera vez de que no llevaba puesto el anillo de casada. ¿Qué habría hecho con él? Se la imaginó tirándoselo a Gary a la cara, pero le pareció improbable. Joanne nunca se había comportado así, ni siquiera en su época de veleta. No, sería mucho más propio de ella el no decirle siquiera que se iba. O a lo mejor había sido Gary el que la había dejado a ella. ¿Quién sabía?
—¿Dónde está tu anillo de casada?
—En el joyero.
—¿Y para qué demonios está ahí?
—Bueno, no lo sé. Pensé que quizá debería de ponérmelo para no parecer una madre soltera, pero cuando llegué aquí mamá dijo que no tenía sentido. Me dijo que ella nunca se pone el suyo. No haría más que recordárselo.
Cogió a Carol por la barbilla y la nuca y la sumergió con rapidez en el agua. Antes de que pudiera dar más que un grito agudo, estaba de nuevo derecha, con el pelo aclarado y chorreando agua.
—Los consejos de mamá serían los últimos que se me ocurriría seguir —dijo Ben Joe.
—No seas rastrero.
—No lo soy. Mamá quiere que digas que te importa un bledo Gary y que consideres que así está resuelto el problema. Y ya has visto de lo que le ha servido a ella.
—Mamá no tiene el corazón tan duro como dice la abuela, Ben Joe. Tú lo sabes.
—Sí, claro que lo sé.
—Además, mi caso no es el mismo.
—¿Cuál es entonces? —preguntó Ben Joe.
Joanne cogió un pato de goma y lo empujó hacia Carol, que no le hizo caso. Estaba subiendo y bajando la redonda rodillita, mirando cómo aparecía, brillante y reluciente, y bajándola de nuevo cuando sólo le quedaban unas cuantas gotas de agua sobre la piel. Joanne la observaba también, pensativa, y Ben Joe observaba a Joanne.
—Siempre me gustaron las primeras citas —dijo al cabo de un rato—. Lo hacía muy bien. Sabía qué ponerme, ni tan arreglada que los hiciera sentirse tímidos ni tan descuidada que pensaran que me importaban un pimiento, y cómo comportarme y qué decir cuando llegaba la hora de volver a casa, los tenía perdidamente enamorados de mí o sabía por qué no lo estaban. Pero las siguientes citas son distintas. Una vez que estaban enamorados de mí, ¿qué se suponía que tenía que hacer yo? Una vez que has logrado eso, ¿qué más hay que hacer? Así que terminé por limitarme a primeras citas. Me hice tan experta que podía tener una primera cita con cualquiera. Quiero decir, incluso con la gente que ya iba por la séptima cita conmigo o incluso con la gente con la que ni siquiera salía. Podría haber tenido una primera cita hasta con mi propia familia, limitarme a averiguar qué haría que me amaran en un determinado momento y luego hacerlo, así de fácil.
Se inclinó hacia adelante de repente, apoyando los codos en el borde del baño y mirando al agua, a la sonriente cara de Carol.
—Y entonces me casé —dijo.
Ben Joe esperó, sin agobiarla. Joanne se puso de pie, cogió una toalla y luego se quedó allí, parada, con la toalla olvidada entre las manos.
—Lo malo es —dijo— que después de cierto tiempo hay que dejar de agitar las pulseras y de bailar como una loca. Tienes que descansar de vez en cuando. Lo cual puede que esté muy bien para Gary, pero no para mí. Yo no sabía qué hacer una vez que me senté a descansar, así que simplemente me dediqué a ser insoportable. A seguirle por todas partes diciéndole lo mala esposa que era. Despertándolo a medianoche para acusarle de que no se creía que yo lo amaba. Él estaba completamente dormido y no sabía qué demonios pasaba. Decía que sí, que por supuesto que me creía, y se volvía a quedar dormido, dejándome a mí despierta y contando las motas de polvo que flotaban en la oscuridad, y haciendo planes para ir a la peluquería a peinarme y que luego me llevara a bailar.
Miró la toalla con el ceño fruncido.
—Al final no podía aguantarme a mí misma —dijo—. Y me fui.
Envolvió a Carol en la toalla y la sacó en brazos del baño, dejándola sobre la alfombrilla.
—¿Y por qué has regresado aquí? —preguntó Ben Joe.
Durante un minuto Joanne se dedicó a secar a Carol en silencio. Luego dijo:
—Bueno, quiero que Carol esté con gente que la conozca si tengo que encontrar trabajo. Por eso.
Había terminado de frotar a Carol con la toalla y ahora estaba metiéndole un camisón de franela blanco por la cabeza, mientras decía: ¿Dónde está Carol? ¡Ay, que no puedo encontrar a Carol! ¿Dónde está Carol? Hasta que la cara de Carol apareció por el cuello del camisón, pequeña, redonda y sonriente.
—Además —dijo Joanne, atando el lazo bajo la barbilla de Carol—, no estoy regresando al mismo sitio, no lo sería ni siquiera aunque yo deseara que lo fuese.
—¡Oh, por Dios bendito! —dijo Ben Joe.
—¿Qué pasa?
—Tú y mamá. Tú y las chicas. Incluso el señor Dower. Claro que es el mismo sitio. ¿En qué si no se podía haber transformado? Siempre utilizáis los mismos argumentos estúpidos para engañaros a vosotros mismos.
—Vamos, vamos —dijo Joanne conciliadoramente.
Cogió a Carol en brazos.
—Es cierto que no es en el mismo sitio ¿no?
Se dio por vencido, impotente, y la siguió fuera de la habitación. Ninguno de los argumentos que podía esgrimir la convencerían; iba dándole besitos en la mejilla a Carol y hablándole feliz mientras cruzaba el recibidor, con una alegría ciega. Al llegar a la puerta de la habitación de su madre se paró y miró adentro.
—Se ha ido abajo —dijo—. Ven, Ben Joe, quiero preguntarte algo.
—¿Qué? —preguntó él con tono suspicaz.
—¡Ven!
La siguió a su habitación. Estaba inundada de cosas de Joanne y al lado de la cama estaba la vieja cuna blanca que habían bajado del desván. Por lo demás, estaba casi lo mismo que cuando se fue, con el asiento de la ventana lleno de enormes animales de peluche ganados por antiguos novios de Joanne en las ferias del estado y el escritorio plagado de tarros de perfume, cintas de pelo y horquillas. Joanne puso a Carol en la cuna con mucho cuidado y dijo:
—¿Dónde estabas cuando murió papá?
—¿Que dónde…? ¡Oh, no! —dijo Ben Joe—. No, por favor, no empecemos con eso.
—¿Por qué no?
Se incorporó después de darle las buenas noches a Carol con un beso y se volvió a mirarlo.
—No es justo, Ben Joe, nadie quiere decirme nada. Llegué incluso a escribir una carta pidiéndoles que me lo contaran. Nadie contestó.
—Bueno, tú no estabas —dijo Ben Joe.
—Eso no cambia nada —extendió una manta sobre Carol y empezó a atarla a las esquinas—. Pasó justo después de que Jenny empezara a escribir todas las cartas de la familia —dijo—. Sólo que ésa precisamente nunca llegó a escribirla. Tuvo una etapa en que no mencionaba para nada que papá estuviera muerto. Fue Susannah la que me lo dijo. Así que las gemelas tuvieron que hacerse cargo de escribir las cartas. Jane y Lisa se ocuparon de todo, a pesar de que en circunstancias normales no se les ocurriría tocar un bolígrafo para nada y se nota perfectamente en sus cartas. Tanto mejor, supongo, que escribieran ellas las cartas quiero decir, porque creo que Jenny se hubiera limitado a enviar una lista de los costos del funeral. ¿O no lo habría hecho en aquel entonces? ¿Cuándo aprendió Jenny a ser tan práctica? Bueno, de todas formas, recibí una nota de Lisa que decía «Papá murió anoche pero no sintió dolor», como si alguien pudiese saber lo que sintió, y eso es todo lo que sé. ¿Qué ocurrió, Ben Joe?
—¿Qué importancia tiene? —preguntó él.
—¿El qué?
—Quién ganó. Mamá o la otra.
—Bueno, ahí está el…
—Lo sé.
Joanna le dio la vuelta a la lámpara para que no le diera en los ojos a Carol y se sentó a los pies de la cama.
—Es horrible preguntárselo todo el tiempo. No es asunto mío, de todos modos. Pero es importante saberlo por muchas razones.
Ben Joe empezó a rebuscar un cigarrillo en el aplastado paquete, sin mirarla.
—Ten, coge de los míos.
—No, son de mentol.
—No te van a matar.
Le tiró el paquete; cayó al suelo delante de él y él lo recogió y se recostó contra el escritorio.
—Dos semanas antes de que muriera —dijo Joanne— estaba en casa. Sé que lo estaba. Jenny lo decía muy bien en la carta que me escribió. Decía: «Te alegrará saber que papá ha vuelto de su viaje», (viaje, una elección de palabras muy interesante) «…y ahora está viviendo en casa». Pero, ¿dónde estaba cuando murió? ¿Todavía en casa?
—En casa de Lili Belle —dijo Ben Joe.
—Eh… ¡Ah!
Movió la cabeza de un lado a otro.
—Últimamente he dejado de pensar en ella por su nombre —dijo—. Con eso de que la abuela la llama siempre la casa de la otra.
—Bueno, él no tenía intención de ir a morir allí —dijo Ben Joe—. Simplemente había estado bebiendo un poco, eso es todo. Salió a comprar cubitos de hielo y se le olvidó a qué casa tenía que volver. Mamá se lo explicó así a Lili Belle.
—¿Que mamá se lo explicó a Lili Belle?
—Bueno, sí. Fue a ella a quien llamó Lili Belle en cuanto murió papá. Llegó a casa de Lili Belle con un dolor en el pecho y murió poco después. Así que Lili Belle llamó a mamá y mamá fue a explicar que en realidad era a nuestra casa a la que él quería regresar y no a la suya; fue sólo una equivocación. Así que, después de todo, Lili Belle no había ganado.
—A mí me parece que sí.
—Pero fue por equivocación por lo que fue allí.
—¡Oh, venga! —dijo Joanne.
—Se volvió a ver cómo estaba Carol y luego miró de nuevo a Ben Joe.
—¿Y qué hay del niñito, el de papá y Lili Belle? ¿Al que le pusieron su nombre? Eso es más de lo que hicieron contigo. No veo que tú te llames Philip. ¿De verdad crees que se hubiera ido y hubiera dejado a un niño que llevaba su nombre para siempre?
—Eso no tiene nada que ver ¿Sabes, Joanne? A veces me pregunto de qué lado estás.
Joanne sonrió, aplastó el cigarrillo y se puso de pie.
—No vayas a perder el sueño preguntándotelo —dijo—. Vamos, no dejamos que se duerma Carol. Yo voy a pintarme las uñas y me imagino que tú tendrás gente a la que querrás visitar.
—No sé a quién.
Pero se incorporó de todas formas y siguió a Joanne fuera de la habitación. En el pasillo ella le dio un golpecito cariñoso en el brazo y luego se volvió para dirigirse al cuarto de baño, y él se fue hacia las escaleras. Se paró en el rellano donde desembocaba el tramo largo y puso la mano en la barandilla.
—¿Sabes dónde están las limas? —gritó Joanne desde el cuarto de baño.
No contestó; apoyó ambos codos en la barandilla y miró hacia abajo, pensativo.
—No importa, ya las he encontrado.
Estaba recordando una noche de hacía seis años; aquel sitio siempre se la recordaba. Había estado estudiando en su habitación y alrededor de las diez había decidido bajar por una cerveza. Con la mente llena aún de datos y números, había salido al pasillo, había puesto una mano en la barandilla e iba a dar el primer paso hacia abajo cuando comenzó el ruido. Aún podía oírlo, aunque siempre hacía lo posible por olvidarlo.
Al principio pensó que parecía como si hubiera un toro furioso bufando y berreando por toda la casa. Pero era demasiado agudo y penetrante para ser eso; entonces pensó que debía ser la bocina de un coche. Kerry Hamison tenía una bocina de coche como aquélla. Sólo que Kerry Hamison era un chico bien educado que no tocaba el pito cuando venía a visitarlo. Y ciertamente no metía el coche en el bien cuidado césped de los Hawkes.
Las chicas habían ido saliendo de las distintas habitaciones, preguntando qué era todo aquel jaleo. Tessie, que apenas era más que un bebé en aquella época y debería haber llevado horas dormida, abrió la puerta de su habitación una rendija y asomó la cabecita para preguntarle a Ben Joe si podía bajar con las otras, porque había una trompeta sonando que no quería callarse. Hablaba en un susurro. Su madre estaba leyendo en la cama en la habitación contigua a la de Tessie y seguro que habría dicho que no si hubiera oído lo que estaba preguntando. Pero lo que ni Ben Joe ni Tessie sabían era que en aquel preciso momento su madre estaba contestando el teléfono en su habitación, escuchando a Lili Belle decirle que su marido había muerto. En aquel momento no le hubiera importado que Tessie no volviera nunca a la cama, pero Tessie no podía saberlo, así que siguió en el mismo tono de voz susurrante:
—¿Puedo, Ben Joe? Di que sí. ¿Puedo?
—No —dijo Ben Joe—. Bajaré y haré que se calle, sea lo que sea. Vuélvete a la cama, Tessie.
—Pero me da tanto miedo, Ben…
La puerta de la habitación de su madre se abrió. Tessie se metió corriendo en su habitación, justo cuando Ellen Hawkes salía volando de la suya; parecían las dos figurillas de un reloj de cuco. Ellen llevaba puesto un pijama de algodón azul, tenía el pelo revuelto y luchaba por ponerse un impermeable color caqui de su marido mientras corría.
—Tu padre ha muerto —dijo, y salió corriendo por las escaleras.
Ben Joe puso las dos manos en la barandilla y miró hacia abajo. Su madre había dejado atrás el pequeño rellano de la curva de las escaleras y estaba justo debajo de él, todavía corriendo escaleras abajo; pudo ver la parte de arriba de su cabeza y cómo se le levantaban los rizos conforme dejaba caer el pie con fuerza en los escalones.
—Vuestro padre ha muerto —le repitió a las niñas, que estaban abajo. Por encima de su voz se oía el angustioso sonido del exterior, berreando y jadeando en su camino alrededor de la casa.
Ben Joe soltó la barandilla y se lanzó escaleras abajo detrás de su madre. Llevaba la camisa abierta y los faldones volaban detrás de él mientras corría. Iba descalzo aunque llevaba aún los calcetines. Tropezó en uno de los escalones y casi se cae, pero recuperó el equilibrio a tiempo y siguió corriendo. Las niñas estaban esperándolo al pie de la escalera, con las caras descompuestas. Tessie había salido al rellano en el que Ben Joe había estado hacía un minuto y ahora miraba a los otros y empezó a llorar, sin saber por qué. 1 labia sacado la cabeza entre los barrotes, porque aún no era lo bastante alta para ver por encima de la barandilla. Su madre, agarrada al poste del final de las escaleras mientras trataba de calzarse los mocasines de Susannah miró un momento a Tessie y dijo:
—Seguro que se ha vuelto a pillar la cabeza entre los barrotes. Es mejor que la saquéis de ahí alguno.
La cabeza de Tessie era un pequeño círculo amarillo en el segundo piso, recortada contra la oscura cúpula que se elevaba sobre el hueco de las escaleras. De repente la casa parecía enorme. El mundo entero parecía enorme.
—¿A dónde vas? —le preguntó Ben Joe a su madre.
—A la casa de la amiga de tu padre —dijo sin expresión—. Ya volveré. La abuela está dormida. No la despiertes. E intenta pensar en un medio de sacarle la cabeza de ahí a Tessie sin tener que serrar los barrotes otra vez, ¿quieres?
Ben Joe asintió con la cabeza. Nada tenía sentido. Todo era como una horrible pesadilla y, sin embargo, seguían ocurriendo las pequeñas cosas de todos los días, como siempre. Su madre le dio un golpecito en el hombro y luego, de repente, desapareció por la puerta delantera adentrándose en la oscuridad de la noche otoñal sin luna. Mientras cruzaba el porche, el angustioso lamento procedente del exterior se hizo más fuerte; conforme bajaba los escalones hasta el camino del jardín, apareció un soldado tocando la gaita. Era de baja estatura y expresión seria y tenía instrumento. Cruzó en línea recta por el césped y a continuación siguió rodeando a la casa. Él y Ellen pasaron en su camino a unas pulgadas de distancia el uno del otro; ninguno de los dos se paró ni miró al otro.
Jenny, de pie en el porche como todas las demás, dijo:
—Es una gaita.
De la parte de atrás de la casa le llegó el sonido del coche de su madre al arrancar, elevándose por encima del penetrante sonido de la gaita. Un minuto más tarde los dos haces amarillos y llenos de polvo de los faros del coche pasaron de largo a su lado en su camino a la calle y luego giraron bruscamente y desaparecieron.
Susannah dejó de mirar el coche y se volvió hacia Jenny, tratando de poner orden en sus pensamientos y decidir que debía hacerse.
—Nunca había oído una gaita como ésa —dijo por fin—. Las gaitas tocan melodías. Ésta sólo da una nota.
—A lo mejor no sabe tocar —dijo Jenny.
Sólo tenía once años entonces y era una niñita delgada y nerviosa que tiritaba y parecía que intentaba desesperadamente controlarse.
—Estoy segura de que es eso —dijo—. Estará practicando esa nota un rato y luego empezará con la siguiente y después seguirá…
—En nuestro jardín no, desde luego —dijo Susannah—. Ve corriendo a la parte de atrás y páralo, Ben Joe.
Pero no era necesario; el soldado había vuelto de nuevo al frente. Por lo visto, le gustaba tener público. Salió del lateral de la casa a todo correr, moviendo las cortas piernas tan rápido como podía, y en cuanto llegó a la luz del porche frenó el paso para poder desfilar por delante de ellos todo el tiempo posible. El pecho le subía y bajaba después de la carrera que se había dado y el horrible lamento sonaba ahora entrecortado y sin aliento.
—Hmm… —dijo Ben Joe.
Bajó del porche y el soldadito se detuvo.
—¿Cree usted que podría hacer eso en algún otro sitio?
El soldado sonrió. Tenía una cara pequeña y huesuda y la piel se le quedaba estirada y brillante cuando sonreía.
—No, señor —dijo—. No, señor. Él dijo que no.
—¿Qué?
—Tu padre. No —dijo—. No.
—No lo…
—Me vio haciendo auto stop, tu padre, sí señor, él ha sido. Me preguntó que si sabía tocar esto y yo admití que sí, pero que así no, con todas las boquillas rotas menos una, de forma que no hay más que una nota. Pero dijo que no importaba, que daba lo mismo, que la tocara alrededor de esta casa para gastar una broma, y que no dejara de tocarla hasta que él volviera. Cuando venga me va a dar una botella. Una botella gratis.
Sonrió de nuevo y se llevó la boquilla a los labios, pero Ben Joe alargó la mano y lo cogió suavemente por el brazo.
—No va a venir —dijo, y se volvió hacia Susannah—. Trae una botella de bourbon. ¿Estaría bien una botella de bourbon, amigo?
—Sí, sí, claro que…
Jenny reaccionó de repente. Echo a correr escaleras abajo y arrancó la mano de Ben Joe del brazo del soldado.
—Déjalo —dijo—, déjalo, déjalo tocar.
Tenía la cara blanca y contraída; Ben Joe pensó que si temblaba más se caería.
—Se está cansando de tocar —le dijo.
—Déjalo te he dicho.
Susannah salió de nuevo de la casa, cerrando la puerta de un portazo tras ella.
—Aquí tiene —dijo.
—Vaya, muchas gracias, señora. Le estoy muy…
—Toque, toque —le dijo Jenny al soldado.
Susannah le alargó la botella por encima de la cabeza de Jenny. Ésta trató de atraparla pero falló.
—Espere —dijo.
—No va a cambiar nada el hacer que siga tocando —le dijo Ben Joe con suavidad—. Aunque tocase hasta que tuvieses nietos no le haría volver…
—¡Espera, te he dicho que esperes!
Se había puesto rígida y ya no temblaba sino que tenía los puños muy apretados y la cara húmeda de lágrimas. Cuando Ben Joe le puso una mano en el hombro se volvió en redondo hacia él, no exactamente para rechazarlo, pero sí dejando el brazo rígido, de forma que el puño le dio fuerte en el estómago y lo dejó sin aliento. El soldado hizo chasquear la lengua y abrió mucho los ojos. Ben Joe empezó a toser y se dobló sobre sí mismo, pero no soltó a Jenny, apretándole los brazos a los costados y sujetándola con fuerza mientras él y Susannah la conducían hacia las escaleras.
—¡Te lo he dicho. Te lo he dicho y no me has hecho caso! —gritaba—. Ahora se ha ido y ya nunca volverá.
El soldado interpretando mal lo que quería decir, sonrió alegremente y agitó la botella delante de ella.
—Sí que volveré —dijo en tono consolador—. ¡No tiene de qué preocuparse, señora!
Se puso en marcha hacia la calle, silbando. En el porche, Jane y Lisa cogieron a Jenny de los brazos de Ben Joe, mientras él se inclinaba sobre la barandilla y tosía hasta hacerse daño en la garganta, tratando de recuperar el aliento. Susannah no paraba de darle golpecitos en la espalda.
—Te pondrás bien —repetía sin cesar—•. Te pondrás bien. Te pondrás bien.
Lo hacía lo mejor que podía, pero no era capaz de hacerlo tan bien como Joanne. Y en aquel momento deseó que ésta estuviera allí más que ninguna otra persona en el mundo. Pensó que probablemente todos lo deseaban. Si apareciera de repente, subiendo los escalones, les abrazaría muy fuerte a todos y lloraría y les daría golpecitos cariñosos en la espalda; y ellos podrían llorar también y podrían contarle todos los temores secretos que inundaban sus mentes en aquellos momentos, y se darían cuenta de lo que había ocurrido. Si alguna vez pudieran darse realmente cuenta de algo, las cosas podrían volver a mejorar de nuevo.
Pero Joanne no apareció por las escaleras y cuando se le pasó el ataque de tos, Ben Joe se enderezó y siguió a Susannah al interior de la casa. Tessie seguía llorando arriba, en el segundo piso.
—Manda a las gemelas le den a Jenny una de las pastillas de dormir de papá —le dijo a Susannah—. Yo trataré de sacar a Tessie de entre los barrotes.
Ahora, seis años más tarde, le parecía que todavía recordaba los dos barrotes donde Tessie se había pillado la cabeza. Los siete niños de la casa, empezando por Joanne y terminando por Tessie, se habían pillado la cabeza en aquellos barrotes por lo menos una vez en la vida. Pero a Ben Joe le parecía que sabía exactamente entre qué barrotes se había pillado Tessie la cabeza aquella noche, porque estaba aún absolutamente fresca en su mente. Tranquilizó a Tessie, que ya había pasado por aquello antes y no estaba demasiado asustada, y mientras trataba de sacarla pensó en lo que siempre pensaba cuando hacía esto; tenía que poner un poco de tela metálica allí para evitar todos aquellos ridículos problemas. A pesar de que la abuela dijera que estropearía la estética de la barandilla. Sentía bajo las manos el tacto de la cabeza de Tessie —el suave y fino pelo y los fuertes y pequeños huesos de la cabeza—. Le había torcido con suavidad la cara, sosteniéndole las orejitas pegadas a los lados de la cabeza, y la había soltado de entre los barrotes y cogido en brazos para llevarla de vuelta a la cama. Fue entonces, mientras estaba allí de pie, sintiendo el peso de la niña contra su hombro, cuando sintió la primera punzada de pena, un único y profundo dolor en las entrañas que le hizo contener el aliento. Todavía podía recordarlo. Eso y el pequeño camisón de franela que llevaba Tessie y el suave sonido de Jenny llorando en la habitación que compartía con Tessie…
Todo estaba todavía tan fresco en su memoria que podía habérselo contado a Joanne, y contándoselo hubiera probado que Lili Belle no había ganado. Porque si su padre hubiera planeado irse a casa de Lili Belle, no les hubiera gastado aquella broma de la gaita. Amaba a cada uno de sus hijos; no los hubiera abandonado con una broma cruel. Pero a pesar de que había pensado decírselo, Ben Joe se contuvo. Era una de las cosas que no se mencionaban en aquella casa. Ni él ni sus otras hermanas hablaron de ello. ¿Qué otras cosas se mencionaban? Miró escaleras abajo y frunció en ceño, preguntándose qué se les pasaría por la mente tras aquellas frías y brillantes sonrisas. ¿En qué pensaban antes de dormirse por la noche? Se inclinó aún más, escuchando. Las gemelas estaban charlando despreocupadamente en la cocina; alguien se rió en el cuarto de estar y Tessie dio un gritito. Comenzó a sentir una especie de admiración por ellas. Era como observar a un hombre que ha estado en África, bebiendo té en el salón y charlando de cosas triviales, llevando sobre sus espaldas todo el peso de los conocimientos adquiridos y de las hazañas realizadas, en los que ni siquiera se molesta ya en pensar. Tras él, Joanne volvía a su habitación con un paquete de limas de uñas en la mano, pero Ben Joe no se volvió a mirarla. Siguió sumido en sus propios pensamientos, con la mano apoyada de forma ausente en la barandilla de la escalera.