Cuando se despertó, su madre estaba en la puerta observándolo. No estaba seguro de si había pronunciado su nombre o no; le pareció haber oído su voz entre sueños. Pero puede que fuese simplemente el peso de su mirada lo que le había despertado —de sus grandes ojos, tan negros como los de sus hijas, pero rodeados ya de pequeñas arrugas en los bordes—. Era el tipo de mujer que no adquiere demasiadas arrugas al envejecer, tan sólo se le marcaban unas cuantas alrededor de la boca y de los ojos, pero éstas eran tan profundas que formaban auténticos surcos incluso cuando tenía la cara quieta. Ahora sonreía ligeramente, así que las arrugas de la boca resultaban aún más curvas y marcadas, y tenía una mano apoyada en la cadera y otra en el pomo de la puerta mientras miraba a Ben Joe.
—Ben Joe Hawkes —dijo por fin—, ¿qué demonios estás haciendo aquí?
Ben Joe se incorporó en la familiar cama de madera y se quitó el pelo de la frente.
—Ya te lo dije —dijo—, te dije el motivo por teléfono.
—Eso no es ningún motivo —sacudió negativamente la cabeza—. No se te podía haber ocurrido nada mejor… ¿Qué va a pasar ahora con tus estudios?
—No es necesario que esté todo el tiempo allí.
—Para conseguir buenas notas sí. Si quieres ser un abogado medianamente decente.
Ben Joe se encogió de hombros y puso la almohada contra el cabecero para poder apoyarse en ella. Las sábanas olían a limpias y recién planchadas; su madre las había alisado con cuidado y había abierto el embozo especialmente para él, y ese pensamiento le proporcionaba una sensación de seguridad, aún cuando estuviera regañándole por haber regresado. Con su madre había que ser una especie de detective; había que descubrir la cama recién hecha, las flores sobre la cómoda y la mesa sobriamente dispuesta con la cena favorita de uno, y entonces se le olvidaban a uno sus modales bruscos. Se preguntó, mientras la observaba, si sus hermanas lo sabrían. O si acaso necesitaban saberlo. Quizá era sólo Ben Joe, que aún continuaba observando a su madre con ojos de detective, a pesar de que era ya un adulto y debería de haber dejado de preocuparse.
—¿Has desayunado? —le estaba preguntando.
—Sí. Desayuné con las chicas antes de que se fueran a trabajar.
—Bueno, yo acabo de llegar para almorzar. ¿Quieres algo de comer?
—Supongo que sí.
Entró en la habitación y abrió la puerta del armario. Sacó una bata de la estantería delantera y se la lanzó sin molestarse en comprobar donde aterrizaba, y luego se dirigió a abrir la persiana. Ben Joe vio que todavía llevaba una de esas amplias faldas hasta media pierna que habían estado de moda hacía quince años. En ella, con su figura alta y huesuda y sus andares oscilantes, aún parecían de actualidad. El pelo, en tiempos tan rubio como el suyo y el de Tessie, era ahora gris claro; lo llevaba corto y un poco demasiado rizado alrededor de los agudos ángulos del rostro, pero no tenía el aspecto de una mujer vieja. Dejó de observarla y, ajustándose la bata, puso los pies descalzos en el suelo.
—Estás más delgado —dijo ella.
Había dejado de trastear en la persiana y ahora estaba pasándole revista a él, con las manos metidas hasta el fondo en los bolsillos de la falda.
—Me apuesto a que te has estado haciendo tú mismo la comida.
—Sí. ¿Qué hora es?
—Las doce o por ahí.
—¿Se ha levantado Joanne?
—Sí. Creo que está con Carol en el estudio.
—¿Está bien?
—Por supuesto que está bien. Y es asunto suyo, Ben Joe, no tienes derecho a meter las narices. Que no me entere que te metes en eso. Date prisa y vístete. ¿Quieres? El almuerzo está casi listo.
Salió por la puerta y desapareció, tarareando algo mientras bajaba las escaleras. A sus espaldas, Ben Joe suspiró y se ató el cinturón de la bata. Era un buen momento para afeitarse. Ninguna de las mayores regresaba a casa a almorzar.
Cuando bajó las escaleras olía ya al almuerzo —los distintos olores de las diferentes sobras guardadas en el frigorífico y recalentadas ahora en pequeñas cazuelas—. A pesar de que se sentía descansado, todavía tenía el estómago un poco revuelto del viaje y puso cara de asco cuando el olor del almuerzo le dio de lleno en las escaleras. Debía de tocarle guisar a la abuela; como buena sureña, cocinaba las verduras haciéndolas flotar en la grasa de freír. Abrió de un empujón la puerta de la cocina y vio a su abuela de pie junto a la cocina, levantando la tapa de una cazuela humeante. Era la madre de su padre y tenía ya casi ochenta años, pero había en ella una resistencia bruñida, como de acero. Joanne solía decir que su abuela le recordaba las cuerdas de un piano. Era pequeña y huesuda; llevaba zapatos deportivos negros de hombre atados a los tobillos desnudos y su vestido, como de costumbre, era un desastre: una especie de abrigo vaquero atado con una cuerda por la parte de atrás del cuello y abierto por todo el resto de la espalda, hasta dejar al descubierto unas bragas de encaje negro (la ropa interior era su único lujo; tenía de siete colores distintos en el cajón de su cómoda). Cantaba mientras removía las sobras, como hacía siempre, con un rugido atronador que salía sin esfuerzo alguno del fondo del diminuto tórax:
No voy a llamar en tu ventana nunca más,
no voy a llamar a tu puerta…
—Hola, abuela —le dijo Ben Joe al oído.
Se volvió en redondo y por poco le da con la tapa de la cazuela.
—¡Ben Joe! —dijo—. Me han dicho que has llegado esta mañana y ni siquiera me has dicho hola. ¿Es eso verdad?
—Estabas arriba en el desván haciendo una cartuchera —dijo él. La abrazó y ella le devolvió el abrazo con tanta fuerza que sintió como se le clavaba el duro y huesudo pecho y la punta de la barbilla, justo debajo del hombro.
—Tenemos sobras —dijo la abuela—. Ya sé lo que opinas de las sobras, pero espera hasta esta noche y verás. Verás lo que estamos preparando.
Volvió a colocar la tapa en su sitio y se soltó el pelo. Tenía la costumbre de quitarse las tres horquillas del pelo por lo menos veinte veces al día y dejar que el liso pelo blanco le cayese casi hasta los hombros. Luego, con las tres horquillas bien agarradas en la boca, se enroscaba con habilidad el pelo en un dedo, se lo aplastaba en forma de moño en lo alto de la cabeza y se lo volvía a sujetar con las tres horquillas, todo ello en menos de un minuto. Y mientras lo hacía no dejaba de hablar, pasándose las tres horquillas a un lado de la boca para que no le estorbaran al hacerlo.
—Vamos a comer pavo —dijo— y menudillo aliñado y boniatos. Ben Joe, tienes que hablar con Jenny sobre la compra. Se ha vuelto rutinaria por completo. Siempre compra lo mismo. No tiene imaginación. Y eso que es una buenísima cocinera; desearía verla casada cuanto antes. No me gusta que las chicas queden en casa y se dediquen a cuidar de la familia y a ser una secretarucha toda la vida, cuando les gusta tanto la casa como a Jenny. Tiene que fundar su propia familia. ¿Pero quién va a querer casarse con una mujer que le da de cenar hamburguesas todas las noches? Claro que sabe aderezarlas de cincuenta formas distintas para cambiarles un poquito el sabor, pero siguen siendo hamburguesas, y de las baratas además. Desde que te fuiste y la dejaste a cargo del dinero se ha vuelto tacaña; sí, señor, eso es lo que se ha vuelto; se lo ha tomado demasiado en serio. Llámalas para comer ¿Quieres? Tu madre está arriba y las demás están en el estudio.
—Sí.
Salió de la cocina y se fue hacia el estudio, que estaba nada más pasar el cuarto de estar, al otro lado de la casa. Antes había sido el despacho de su padre y, aunque hacía mucho que los libros de medicina habían desaparecido de las estanterías, todavía quedaba el teléfono supletorio que habían instalado en la mesa de despacho cuando las chicas se hicieron lo bastante mayores para tener el teléfono normal de la casa todo el santo día ocupado. Desde la muerte de su padre se usaba como cuarto de la tele y en aquel momento estaba puesta tan alta que Ben Joe la oyó mucho antes de cruzar el cuarto de estar. Y una vez dentro de la habitación el sonido le hizo daño en los oídos. Las persianas estaban bajadas y al principio estaba demasiado oscuro para ver nada excepto las siluetas de los que veían la televisión y, más allá de ellos, la pantalla azulada y con motitas de nieve. Un tipo gordo gritaba: «¿Qué decís, niños, eh, qué decís?», y tras su voz se oía el fuerte y desagradable sonido del aparato mismo. Ben Joe parpadeó y miró a su alrededor.
Lo único que podía ver de Joanne era el perfil, delineado por una línea blanca procedente de la luz de la televisión. Tenía los ojos fijados en algo que tenía en el regazo —un trozo de tela—. Y estaba cosiendo, clavando la aguja y estirando el brazo todo lo que podía para tensar el hilo. Era el tipo de persona que usaba un único hilo enormemente largo en vez de tres o cuatro más cortitos y prácticos. La silla de caña situada delante de ella estaba ocupada por Tessie, también ella visible tan sólo como un perfil plateado, pero con toque de amarillo sobre la frente, en el lugar en que la luz iluminaba su pelo rubio. Y todavía más adelante, de forma que quedaba de espaldas a Ben Joe, había una niña pequeña sentada en una mecedora de niño. Ben Joe no podía distinguir ningún detalle de la niña, excepto su pequeñez (acababa de cumplir los dos años en junio pasado). Los pies le sobresalían de la mecedora y se estaba meciendo con todas sus fuerzas. Distinguió las manitas agarradas con firmeza a los brazos de la mecedora; echaba la cabeza hacia adelante y luego hacia atrás para hacer que la mecedora se moviera. Desde allí hubiera jurado que era pelirroja, aunque era muy improbable. Dio un paso más en la habitación y dijo:
—¿Tiene el pelo rojo?
Joanne dio un respingo y le miró.
—Hola, Joanne —dijo.
—¡Ben Joe, ven aquí! No, espera. Sal mejor al cuarto de estar. Esto está oscuro como boca de lobo.
Se levantó y lo arrastró hasta la luz, besándolo con fuerza en ambas mejillas y abrazándolo mientras lo agarraba por la cintura. Todavía llevaba el vestidito que estaba cosiendo en una mano, pero la aguja se había salido del hilo y estaba tirada en la alfombra a sus pies. Era curioso cómo todo lo que hacía Joanne, incluso las cosas más mínimas, tenía su sello característico, incluso ahora, incluso después de todos aquellos años. Otra cualquiera de las hermanas hubiera clavado la aguja en la tela para que no se perdiera antes de ir a darle un beso a su hermano.
—Dios mío, qué delgado estás —dijo.
Lo había dicho riéndose y tenía el pelo alborotado de tanto abrazarlo.
—No me puedo creer que seas tú de verdad. ¿Has vuelto a hacerte vegetariano?
—No. Mamá dice que es porque me hago yo mismo la comida.
—Mmmm. También estás más mayor. Pero eso está bien. No creo que te vayan a salir arrugas nunca.
—Eso es porque no tengo carácter —dijo distraídamente.
Estaba tratando de decidir qué era lo que había cambiado en ella; había algo que producía que se sintiera un poco tímido, como si estuviera con una extraña. Probablemente la forma en que iba vestida tenía parte de la culpa. En lugar del rojo chillón de los viejos tiempos, llevaba una especie de saco de un amarillo suave que le colgaba suelto desde los hombros. Seguía estando delgada, sin embargo, con la cara sólo un poco más redonda que la de sus hermanas. En seguida decidió en qué consistía el cambio; seguía siendo igual de bonita, con la misma risa cálida y ahogada, pero tenía una forma distinta de demostrarlo. Una forma más sutil, pensó. Sin embargo, todavía llevaba brazaletes en las muñecas y conservaba la misma chispeante forma de sonreír, bajando la barbilla. Le devolvió la sonrisa.
—Veo que todavía no eres vieja —dijo.
—Casi, casi. ¿Has hecho un buen viaje?
—Supongo. Por cierto, vengo a llamaros para comer. La abuela está preparando la comida.
—Voy a traer a las niñas.
Entró de nuevo en el estudio, descalza, y volvió a salir con Carol en brazos y Tessie siguiéndola, mientras parpadeaba por efectos de la luz. Se habían olvidado de la televisión. El sonido de una música de acordeón subía y bajaba con estruendo en la habitación vacía.
—¿Has visto a Carol antes? —preguntó Joanne.
Ben Joe la miró, fijándose primero en el pelo, porque tenía curiosidad por ver si era rojo o no. Lo era. Lo llevaba cortado como una taza alrededor de una carita pequeña y redonda y tan joven aún que a Ben Joe no le decía nada.
—¿Sabes hablar? —le preguntó.
La niña sonrió sin responder.
—Sólo cuando le apetece —dijo Joanna—. Tiene que pronunciar la palabra exactamente como es o no quiere decirla. Es una perfeccionista. No sé de dónde lo habrá sacado.
—¿Y el pelo?
—¿Qué?
—Que de dónde ha sacado el pelo.
Joanna frunció el ceño.
—De donde se saca cualquier tipo de pelo. De los genes —dijo por fin.
—Ah.
—No sabes cuánto me alegro de verte, Ben Joe —dijo mientras cruzaban el cuarto de estar—. Me alegro mucho. No sabes cuánto.
Avergonzado, Ben Joe la miró sonriendo y sin decir nada. Al llegar a la escalera se paró y gritó: «¡Mamá!» Y luego siguió para la cocina, sin mirar a Joanne ni esperar a que su madre contestase. Pero justo antes de que llegaran a la puerta dijo:
—Bueno, yo también me alegro de verte a ti.
—Estupendo —dijo Joanna alegremente.
En la cocina su abuela iba de un lado para otro, echando la comida en los platos. Joanna trajo la vieja sillita y sentó a Carol. «No vayas a empezar a escurrirte» —le dijo, dándole un ligero golpecito en la rodilla—. Ver a Joanna con Carol lo hacía sentirse extraño. Nunca se le había ocurrido pensar que ya era madre, que tenía su propio hijo.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó la abuela.
—Ya viene.
—Bueno, se le está enfriando la comida. Siéntate, Joanna. Siéntate, Ben Joe, Tessie, tienes que darte prisa. ¿Qué le ha pasado a tu servilleta?
—Está en el porche.
—Pues no debería estar allí. No, no vayas a por ella. Es mejor que te comas la comida caliente, así no coges microbios. Ben Joe, cielo, ¿no estás muerto de cansancio?
—No, ya no.
—Bueno, pues ponte una buena ración de judías. Carol acaba de tirar el babero al suelo, Joanne.
Echó otra cucharada de judías al plato de Ben Joe, sacudiendo con fuerza la cuchara. Al ver sus manos, mucho más viejas que el resto de su persona, se acordó del viejo del tren. Dijo:
—¿Abuela, tú has conocido alguna vez a un tal Dower?
—Dower…
Se sentó en su sitio, alisándose el delantal sobre el regazo.
—Cielos, sí. En otros tiempos hubo un montón de Dower aquí, aunque la mayoría han ido muriendo o se han marchado. Había buenos y malos. Los buenos eran grandes amigos de la familia. Casi vivía en su casa cuando andaba por los quince o dieciséis años. Creo que han muerto todos ya. Pero los malos todavía viven aquí. Era de suponer. No eran parientes de los buenos, desde luego. Vivían del campo y dejaban que las gallinas entraran en la cocina. Este tipo de gente dura y dura. No sé por qué. Con unas piernas tan delgaduchas y unas caras tan blancas, pero siguen vivos mucho después de que hombres mucho más fuertes que ellos se hayan ido a la tumba.
Se paró a tomar aliento. La madre de Ben Joe entró en la cocina y se acercó una silla para ella. Carol volvió a tirar el barbero al suelo y dijo:
—Zanahoria.
—Te vamos a tener que hacer un nudo doble en el barbero a partir de ahora, —dijo la madre de Ben Joe.
Cogió una zanahoria cruda de un plato que había en la mesa y se la dio.
—¿Qué son esas cosas que hay en aquel plato, abuela?
—Ostras ahumadas. Y no deberías haberle dado zanahoria a la niña.
—¿Ostras ahumadas?
—Eso he dicho. No estoy dispuesta a aguantar la rutina de la compra de Jenny ni un día más. Lo he decidido. Ellen, quítale la zanahoria.
—¿Por qué? Tiene dientes.
—Pero es una zanahoria demasiado grande y demasiado gruesa.
—Bueno, no vamos a criarla entre algodones. Las niñas toman zanahorias a su edad.
—Estando yo no —dijo la abuela—. Se va a atragantar.
Joanne alzó la vista preocupada y la abuela le hizo un gesto de confirmación.
—Se va a ahogar con todos los trocitos pequeños. Yo he visto cómo pasaba otras veces.
—Vamos, no seas tonta —dijo Ellen Hawkes.
Joanne alargó la mano y le quitó la zanahoria a Carol sustituyéndola en seguida por un trozo de galleta, de forma que no tuviera tiempo de empezar a llorar. La madre de Ben Joe volvió a su comida, resignada. Ni ella ni la abuela le daban mucha importancia a aquellas discusiones. Estaban acostumbradas a ellas. La abuela decía que Ellen Hawkes era dura de corazón y Ellen Hawkes decía que la abuela era demasiado blanda. El resto de la familia estaba tan acostumbrado a la discusión como ellas mismas. También en aquella ocasión continuaron comiendo alegremente, y Carol empezó a mordisquear su galleta.
—Mi pregunta sobre los Dower —dijo Ben Joe— es porque he conocido a un viejo que se llamaba así en el tren. Me dijo que había nacido aquí mismo, en Sandhill.
—Qué extraño. ¿Era de los buenos o de los malos?
—Bueno, abuela, dudo mucho de que él me lo hubiera dicho. Hubiera dicho que era un buen Dower.
Joanne se rió.
—Dijo que había una calle que llevaba el nombre de su padre —dijo Ben Joe—. Me acuerdo de eso. Dijo que cuando él estaba aquí, la calle Mayor y la Dower eran las únicas calles propiamente dichas de la ciudad.
La abuela alzó la vista, interesada.
—Es cierto —dijo—. Es verdad, así era.
Carol derramó la leche, que resbaló desde la bandeja de la sillita a su regazo, y comenzó a gritar cuando sintió la frialdad del líquido.
—Iré a por un trapo —dijo Tessie.
Hizo ademán de ir al fregadero, pero su madre alargó la mano y la cogió por el vestido.
—Tú te quedas sentada aquí, señorita. Tienes que estar en la escuela dentro de quince minutos.
—No tardaré mucho, mamá.
Pero Joanne ya se había levantado, había cogido una servilleta de papel y estaba levantando a Carol de la sillita para limpiarla. «Venga, venga», decía, aunque Carol chillaba ya por el simple placer de oír su propia voz y se estaba dedicando a arrancarle todas las horquillas del pelo.
—Se fue a ayudar a su tío a hacer ropa de cama en Connecticut —gritó Ben Joe por encima del jaleo.
Su madre dejó de masticar y se le quedó mirando.
—Me refiero al señor Dower. Y luego su familia se fue porque a su madre empezaron a dolerle los tobillos…
—Ben Joe —dijo su madre—, deberíais acordaros de cuando erais pequeños y yo os decía que nunca, bajo ninguna circunstancia, hablaseis con toda esa gente extraña con que siempre os reunís…
—¿Qué edad tenía cuando se dedicó a la ropa de cama?
—Dieciocho, me dijo.
—¡Dios mío de mi vida!
La abuela dejó el tenedor en la mesa y le miró fijamente.
—Cielos, ése no puede ser otro que Jamie Dower. Jamie Dower, cielo santo. Dios mío de mi vida.
—¿Era uno de los Dower buenos?
—De los mejores. Cáscaras, sí. Era seis años mayor que yo, pero ni te imaginas lo colada que estaba por él. Ése era el motivo por el que prácticamente vivía en casa de los Dower… Iba detrás de él todo el tiempo. Creía que era Adán en aquellos tiempos.
—¿Adán? —dijo Tessie—. ¿Cómo iba vestido?
Su madre le acercó el plato.
—Cómete las judías, Tessie. Deja de perder el tiempo.
—¿A dónde iba? —preguntó la abuela.
—Bueno, humm, la residencia de ancianos, es lo que me dijo.
—La residencia de ancianos.
Sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Madre, madre. ¿Quién lo hubiera creído? Era un chico guapo de verdad, ¿sabes? Alto para aquel entonces, aunque no se puede comparar con esos jugadores de baloncesto que se ven ahora. Y además le gustaba mucho vestir bien. ¿Qué hubiéramos pensado si alguien nos hubiera dicho entonces en donde terminaría Jamie Dower?
—Tessie —dijo Ellen Hawkes—, te doy cinco segundos para que termines de beberte la leche. ¿Qué mancha es esa que llevas ahí? ¿Judías?
—Nada —dijo Tessie.
Se terminó la leche que le quedaba y se limpió el bigote de espuma blanca con el dorso de la mano.
—Un nada muy extraño me parece.
—Bueno, de todas formas tengo que irme. Adiós, mamá. Adiós a todos.
Desapareció por la puerta de la cocina, cogiendo la chaqueta al paso. Su madre se quedó mirándola y meneó la cabeza.
—Prácticamente hay que llevarla arrastrando al colegio —dijo—. A veces creo que el cerebro en esta familia se ha ido diluyendo poco a poco.
—Pues es bien lista —dijo la abuela.
—Bueno, quizá. Pero no como Ben Joe y Joanne…, no como ellos.
—Tonterías —dijo la abuela.
Y empezó a recoger los platos y a vaciarlos sentada aún a la mesa.
—En esta familia se le da demasiada importancia al cerebro. ¿De qué les ha servido? Joanne dejó los estudios al año de estar en la universidad y los demás, excepto Ben Joe, nunca llegaron a ir. Y Ben Joe… ahí lo tienes. Se ha pasado la vida tratando de averiguar para qué le había dado Dios esa gran inteligencia y primero pensó que era para las ciencias, y luego para el arte, y después para la filosofía, ¿y qué ha conseguido? Un revoltijo, esto es todo. Nada de nada. Ya no lee otra cosa que no sean novelas de misterio.
—Ninguna de las dos sabéis de lo que estáis hablando —dijo alegremente Ben Joe.
No era la primera vez que su madre y su abuela tenían aquella discusión. Las escuchó sólo a medias, con la silla echada para atrás mientras observaba cómo limpiaba los platos su abuela.
—Y además, ¿para qué quieren las niñas ir a la universidad? Opino que hacen bien en no querer ir…
—Claro, claro que sí —dijo su madre—. Claro que piensas eso, porque la única universidad que conoces es la de Sandhill. Por lo que a mí respecta, igual te hubiera dado no ir.
—Eso no es culpa suya —dijo la abuela.
—Ni tampoco mía.
—Si de mi hijo hubiera dependido —dijo la abuela—, Ben Joe hubiera ido a Harvard, sí, señor, ahí es a donde hubiese ido.
—Tu hijo hubiera podido salirse con la suya. Si hubiera vuelto, se habría salido con la suya y le hubiéramos dicho que buen provecho. Pero, ¿qué fue lo que hizo en vez de eso?
Se había incorporado en la silla y estaba sentada tiesa y muy erguida, con el tenedor agarrado con tanta fuerza que le blanqueaban los nudillos.
—¿Y quién lo volvió así? ¿Quién le hizo la casa tan fría que prefirió irse a vivir con otra?, ¡eh!, ¡dilo!
Ben Joe carraspeó:
—La realidad es que habría podido ir a Harvard con una beca si hubiera sacado mejores notas —dijo—. No veo que eso sea culpa de nadie excepto mía.
—¿Y a quién le importó un bledo que se fuera? —gritó la abuela en tono triunfal por encima de Ben Joe—. Responde a eso, anda, respóndeme.
—Ya está bien, abuela —dijo Ellen Hawkes.
Soltó el tenedor y se puso de pie, con recobrada calma.
—Estaré en casa a las seis —les dijo a Joanna y Ben Joe.
Asintieron en silencio; colocó la silla en su sitio y se fue. Joanne tenía la vista clavada en el mantel, como si le fuera imposible arrancar los ojos de allí.
—Galleta —dijo Carol.
Ben Joe le tendió una. La niña la cogió e inmediatamente empezó a desmigarla sobre la bandeja de la sillita.
—Lo siento —dijo la abuela al cabo de un momento—. No había motivo para actuar así. No tenía intención de sacarlo a relucir.
Joanna asintió, todavía con la vista fija en el mantel.
—Creí que habías resuelto ese problema de una vez por todas —dijo.
—Qué va. No, simplemente he dejado de tenerlo presente a todas horas, eso es todo. Te perdiste la peor parte. Las cosas siguieron igual que antes, incluso después de que te hartaras y te fueras de casa por eso, a pesar de que cualquiera hubiera pensado que ciertas personas deberían haber intentado cambiar un poco. Oh, bueno, cuanto menos se diga, antes se…
Suspiró y se levantó a llevar la pila de platos al fregadero.
—Ben Joe, cielo —dijo por encima de su hombro—, ¿crees que a Jamie Dower le gustaría recibir visitas?
—No veo por qué no, abuela.
—Entonces iremos tú y yo esta semana. Ya pensaré cuando.
Joanna se levantó para ayudar a la abuela, con la cara todavía pálida y demasiado seria. Ben Joe las observó durante un rato, siguiendo sus rápidos y seguros movimientos por la cocina, pero luego Carol empezó a soplarle las migas de galletas y tuvo que volverse y levantarla de la sillita.
—¿Se echa la siesta? —le preguntó a Joanna.
—Sí, pero mi libro dice que tiene que ser siempre la misma persona la que la lleve a la cama. Es mejor que te esperes y me dejes hacerlo a mí.
—Bueno.
Se dirigió al cuarto de estar, con Carol acurrucada en sus brazos.
—No me gustaría que terminaras siendo una inadaptada por mi culpa —le dijo.
La niña sonrió y se puso a chupar una punta de la galleta.
Al llegar al cuarto de estar se sentó en la mecedora. Le quitó a Carol la galleta de las manos, convertida ya en una masa húmeda e informe, y la echó en el cenicero, y luego empezó a mecerse sin darse cuenta. La cabeza de la niña se apoyó pesadamente en su pecho; el pelo rojo le estaba haciendo cosquillas en la barbilla. Sentía perfectamente el pequeño peso muerto del cuerpecillo, pero seguía sin convencerse de la realidad de su existencia, y durante un largo rato se limitó a mecerse en silencio, mirando el desvaído papel pintado de la pared con el ceño fruncido.