Cuando Ben Joe llegó a Sandhill era todavía muy temprano. El edificio de madera de la estación parecía desierto y el aparcamiento situado tras él estaba blanco y vacío, con los pálidos rayos de sol reflejándose en los trocitos de mica revueltos en la grava. Más allá del aparcamiento había una delgada fila de árboles y a continuación, tras ellos, la Calle Mayor, que corría paralela a la vía del tren y estaba flanqueada por los pequeños comercios que constituían la parte baja de Sandhill. Desde donde se encontraba Ben Joe, junto a la vía, lo único visible de Sandhill eran las humeantes chimeneas y las blancas torres. La ciudad parecía pequeña, limpia y perfecta, como si fuera una de esas ciudades en miniatura hechas de plástico que se colocan a los lados de los trenes eléctricos de los niños.
Los únicos pasajeros que se bajaron en Sandhill fueron la familia de Brandon y un diminuto anciano blanco que mascaba tabaco y al que Ben Joe no había visto antes. Todos se quedaron formando un grupo al lado de la vía, inmóviles, dejándose bañar por los tempranos rayos del sol y oyendo cómo el sonido del tren se desvanecía a lo lejos tras de ellos. Cuando el aire estuvo de nuevo en completo silencio Brandon dijo:
—¡Qué diferencia con Nueva York!
Todos se volvieron a mirarlo.
—Parece todo más suave, supongo —dijo—, no sé.
Asintieron con la cabeza y se volvieron de nuevo. Ben Joe tenía la sensación de que casi formaban una familia, los cinco juntos, tan próximos lo unos a los otros y en actitud vigilante. La somnolencia y el repentino silencio parecían haber dejado una extraña dulzura en él mismo y en los otros, que lo volvía reacio a abandonar la estación.
—Desde aquí no parece que hayan cambiado mucho las cosas —dijo Brandon—. Veo que todavía no han arreglado el reloj de la torre de los Baptistas de Sand-Bottom.
Ahora era él el que llevaba en brazos a la niña, mientras que en la otra mano sostenía una gran maleta de cartón a rayas. A su lado su mujer sujetaba contra el estómago una bolsa de pañales. A la luz del día los dos parecían mucho más jóvenes; Brandon estaba arrebujado en una cazadora marrón con cuello de lana como las que llevan los niños pequeños y su mujer llevaba una chaqueta marrón muy fina, sin gracia ninguna y demasiado corta de mangas, y un sencillo vestido azul, un poco desvaído. A su lado se encontraba el viejecillo, también desvaído, pero aún así pulcro y reluciente, como si alguna nuera enérgica le hubiera sacado brillo con un trapo limpio, como se hace con las manzanas, antes de meterlo en el tren. Respiraba de una forma extraña —con inspiraciones cortas y rápidas terminadas en una especie de maullido, como el de un gatito—. Ben Joe se preguntó si sería a él a quien se refería el muchacho del pelo rizado cuando dijo que había un hombre que se estaba muriendo.
—¿Sabe alguien dónde está la calle Setdown? —estaba preguntando el viejo.
—Yo lo sé —dijo Ben Joe.
—Necesito encontrarla. Le estaría muy agradecido si me indicara dónde está.
—Lo haré.
Un Chevrolet negro y polvoriento entró en el aparcamiento. Parecía abarrotado de negras caras sonrientes, apiñadas de tres en fondo; antes incluso de que se parara del todo, se abrieron las puertas y comenzó a salir una pandilla entera de negros vestidos de colorines. Brandon dejó escapar una risotada de alegría que más parecía un grito y dijo:
—¡Eh!, muchacho. ¡Eh!, Matilda, ¡mira quién ha venido! —y la niña se despertó y fijó en Ben Joe sus parpadeantes y redondos ojos.
—Has despertado a Clara Sue —dijo Matilda.
—¡Han venido todos, muchacho, todos!
—Señor Ben Joe —dijo Matilda, volviéndose a medias mientras parecía mirar aún hacia el Chevrolet—. ¿No va a venir su familia a buscarle? Podemos llevarlo sino en el chevy, ¿sabe? El que va al volante es el hermano de Brandon.
—Bueno, me imagino que mi familia ni siquiera se habrá levantado todavía —dijo Ben Joe—. Pero el paseo me sentará bien. Gracias de todos modos.
—¿Y usted, señor? —le dijo al viejo.
—Oh, yo me voy con él. Siempre que no esté demasiado lejos.
Miró a Ben Joe, interrogándolo con la mirada, y éste negó con la cabeza.
—Bueno, encantada de haberlos visto —dijo Matilda.
Se dio la vuelta para correr a situarse junto a Brandon y la niña. Las voces de sus parientes sonaban alegres en el aire frío de la mañana; se encontraban ahora en un apiñado grupo que sonreía con torpeza al lado de las puertas abiertas del coche, como si quisieran darle tiempo a Brandon y a Matilda a acostumbrarse de nuevo a ellos antes de echárseles todos encima al mismo tiempo. Y Brandon y Matilda no parecían tener prisa. Caminaron lenta y dignamente, orgullosos de tener tanta gente esperándoles. La niña agitó los puñitos impotente por encima del hombre de Brandon.
—Será mejor que emprendamos el camino —dijo el viejo.
—Supongo que sí.
—¿Estás seguro de que no está lejos?
—Seguro.
El viejo cogió una maleta grande y nuevecita y Ben Joe abrió la marcha, balanceando sin esfuerzo en una mano su propia maleta ligera.
—Está justo lo bastante lejos para abrirle a uno el apetito para el desayuno —dijo por encima de su hombro.
—Me alegra oírlo. Llevo viajando demasiado tiempo para mi gusto.
Atravesaron la estación por la enorme y calurosa sala de espera, atestada de filas y filas de bancos de madera oscuros y vacíos. Ben Joe no había entendido nunca por qué Sandhill había hecho una sala de espera con sitio para tantos pasajeros. La sala estaba dividida en dos por un esbelto poste; la mitad estaba reservada para blancos y la otra mitad para negros. Puesto que los tiempos habían cambiado, los letreros de madera en que se leía «Blancos» y «De color» habían desaparecido, pero las letras habían dejado en la pared unos espacios más claros que continuaban diciendo lo mismo. Una señora gorda y pelirroja estaba sentada en la taquilla situada entre las dos mitades de la sala de espera; frunció el ceño al ver al viejo y a Ben Joe y se golpeó los dientes con un lápiz.
En cuanto estuvieron fuera, subiendo el corto sendero de grava que llevaba entre los árboles hasta la Calle Mayor, el viejo se volvió muy hablador.
—No deberías haber mencionado el desayuno, muchacho —dijo—. Dios mío, qué hambre tengo. Me pregunto qué me darán de desayunar.
—¿Quién? —preguntó Ben Joe.
—Oh, ellos. ¿Y sabes qué estarán haciendo ahora los negros que se apearon del tren con nosotros? Estarán sentados a la mesa con sus parientes, compartiendo las tortitas de trigo con mantequilla y jarabe y las salchichas. Me entra hambre sólo de pensarlo.
Su respiración se había vuelto más ruidosa; las ventanas de su pequeña y doblada nariz palpitaban, abriéndose y cerrándose conforme inhalaba cantidades de aire cada vez mayores.
—Mi hijo me compró esta maleta especialmente para este viaje. Es cara de verdad. Yo le dije «Sam —le dije— no hace falta que te gastes todo ese dinero en mi, hijo», pero él me dijo «Es lo menos que puedo hacer» —me dijo—. Quería hacer el viaje conmigo, pero yo sabía que tenía muchas cosas que hacer y no podía permitirlo. Qué caramba, tengo ochenta y cuatro años y todavía puedo valerme por mí mismo, es lo que no me canso de repetirle. Todavía puedo arreglármelas solo. Aunque debo admitir que el tren saltaba un poco y me dio miedo de que me fuera a descolocar las entrañas. Tengo la manía de que un día por accidente se me hagan un nudo los intestinos, como si fueran cordones de zapatos. ¿A ti se te ha ocurrido eso alguna vez?
—No, que yo recuerde —dijo Ben Joe.
Estaba empezando a preocuparse; la voz del viejo se había convertido en un mero silbido y estaba tan sin aliento que Ben Joe sintió la garganta apretada, dificultándole la respiración, como si se estuviera solidarizando con la del viejo.
—Pues a mí sí. Y muy a menudo. No sé si habrás conocido a mi hijo Sam. Es un hombre de negocios como los de Wall Street, sólo que él vive en Connecticut. Y además tiene una familia realmente agradable. Desde luego, pienso que podía haber elegido una esposa mejor, pero, claro, Sally es muy bonita y comprendo por qué la ha elegido. Sólo que es un poco mandona. Y su familia pertenece a los Testigos de Jehová. No es que yo tenga nada en contra de ninguna religión, excepto contra unas cuantas quizá, pero he oído decir que los Testigos de Jehová apagan todas las luces y se ponen a buscar a Dios debajo de las sillas y las mesas. De verdad. Y todavía no lo han encontrado. Por supuesto que Sally se ha reformado, pero a pesar de todo, a pesar de todo…
En la Calle Mayor se calló de repente. Caminaba casi de puntillas, mirando alrededor con la cara pálida y expresión atónita. De vez en cuando susurraba: «¡Dios santo, mira eso!», y apretaba los labios y abría los ojos ante el escaparate de alguna tiendecilla vulgar y corriente. Ben Joe no lo entendía. ¿Qué tenía de extraño Sandhill? La Calle Mayor era ancha y blanca y estaba casi desprovista de coches; unos cuantos tenderos silbaban alegremente mientras barrían la acera delante de sus comercios y una chica muy guapa que Ben Joe no había visto nunca pasó de largo, sonriendo. Excepto el hotel nuevo, no había ni un solo edificio de más de tres pisos en toda la ciudad. Los dueños de las tiendas vivían en el piso por encima de las mismas, detrás de cuyas estrechas y oscuras ventanas colgaban acogedoras cortinas floreadas. En la tercera esquina torcieron a la izquierda y comenzaron a subir la cuesta de una pequeña y sombreada calle. La Calle Mayor era la única zona comercial del pueblo; en cuanto salieron de ella se encontraron en medio de grandes casas unifamiliares con enormes pacanas[2] que se elevaban muy por encima de ellas. El viejo había dejado de soltar exclamaciones, pero todavía continuaba andando de puntillas con los ojos muy abiertos. Aunque el holgado abrigo que llevaba parecía fino como el papel y la mañana estaba fresca, tenía la cara brillante de sudor. Dando un pequeño gruñido, se cambió la maleta a la otra mano, golpeándose la rodilla al hacerlo.
—Le cambio la maleta durante un rato —dijo Ben Joe.
—No, no, no. No. ¿Sabes? Cuando yo era muchacho ya habríamos dejado atrás la ciudad a estas alturas.
—¿Qué?
—Digo que la ciudad ha crecido bastante.
—¿Quiere decir que ya había estado antes aquí?
—Nací aquí. Pero no había vuelto a verla desde que tenía dieciocho años, te lo aseguro. Me fui a ayudar a mi tío a fabricar ropa de cama en Connecticut. Aunque por aquel entonces no quería irme. Quería ir a África.
—¿A África?
—A África.
Se paró y dejó la maleta en el suelo para limpiarse el sudor de la frente con un pañuelo cuidadosamente doblado que sacó del bolsillo del pecho.
—En aquel entonces sólo había dos calles que estuvieran pavimentadas —dijo—, la Calle Mayor y la calle Dower. Yo me llamo Dower. Le dieron el nombre a la calle por mi padre, que se fue al oeste poco después de que yo me fuera al norte porque la humedad de aquí era mala para los tobillos de mi madre. La calle Setdown no existía entonces. No tengo ni idea de dónde puede estar.
—Bueno, no está lejos —dijo Ben Joe—. ¿Tiene usted parientes que vivan allí?
—No. No.
—¿Dónde va entonces?
—A una residencia de ancianos.
—¡Ah!
—Ben Joe permaneció en silencio durante un minuto, sin saber qué decir. Por fin carraspeó y dijo:
—Bueno, ahí es donde está, efectivamente.
—Por supuesto que es ahí donde está. Voy a morir ahí.
—Bueno. Bueno, humm, espero que tarde todavía mucho tiempo.
—No esperes demasiado —dijo el viejo.
La turbación de Ben Joe parecía irritarle; cogió la maleta de un tirón y continuaron subiendo la cuesta. Ben Joe no dejaba de mirarle de reojo mientras caminaban.
—No me mires de reojo de esa forma. A mí no.
—Bueno sólo estaba pensando.
—No hace falta que me mires de reojo para pensar, ¿no es así?
—Yo también he estado fuera algún tiempo —dijo Ben Joe—. Bueno, algún tiempo para mí por lo menos. Va a hacer cuatro meses. Parece que hace más, sin embargo; y me fui pensando en no regresar.
—¿Qué estás haciendo aquí entonces? —espetó el señor Dower.
—En realidad no lo sé —dijo Ben Joe—. Parece como si simplemente no fuera capaz de llegar a ningún sitio. A ningún sitio permanente.
—Yo sí que puedo, y lo hice. Me fui definitivamente y ahora he vuelto a morir definitivamente.
—¿Cómo puede usted haberse ido definitivamente si ha vuelto? —preguntó Ben Joe.
—Porque lo que dejé no existe ya para poder regresar a ello, ése el motivo. Así que mi partida puede considerarse permanente.
—Esto es lo que dice todo el mundo. Pero se engañan a sí mismos —dijo Ben Joe.
—Bueno.
El señor Dower se paró de nuevo a limpiarse el sudor de la frente.
—¿Cuánto falta, muchacho?
—No mucho. Está justo al final de la manzana.
—Tenéis unas manzanas muy largas. Muy largas. Esta de aquí —dijo el viejo, señalando una vieja casa de piedra—, es donde vivía Jonah Barlott, que se casó con mi hermana. Y de paso se divirtió rompiendo el corazón de la familia al hacerlo. Era un don nadie ese Jonah. Al final se hizo médico en Georgia, pero nunca tuvo pacientes que pudieran considerarse como tales. Padecía pie de atleta y decidió que eran los zapatos los que se le provocaban, así que se dedicaba a dar vueltas por la consulta vestido de blanco con los pies descalzos haciéndose el enfermo, hasta que se quedó sin pacientes. Mi hermana acabó por dejarlo y se volvió a casar con un abogado. Los abogados son mejores. No están tan preocupados por las cuestiones corporales. Así que ahora es Saul Bowens el que vive en esa casa. Supongo que a él sí que lo conoces.
—No, señor.
—¿Que no conoces a Saul Bowen? Un tipo gordo y viejo que se pasa todo el día dando vueltas por la ciudad comiendo pudin.
—No, señor.
—Bueno, no —dijo el señor Dower tras pensarlo un minuto—. Supongo que no. Supongo que no.
Permanecieron en silencio todo el resto de la manzana. Los zapatos del anciano arañaban la acera, haciendo ruido al arrastrarse, y el silbido de la respiración era tan fuerte e irregular que Ben Joe se asustó.
—Señor —dijo en la esquina—, está a una manzana de aquí hacia abajo, a la izquierda, pero me gustaría acompañarle el resto del camino.
—Puedo arreglármelas. Puedo arreglármelas.
—Bueno, es una gran casa amarilla con un letrero en el frente. ¿Está seguro de que está bien?
—Me estoy muriendo —dijo el viejo—, pero por lo demás estoy bien y me gustaría caminar solo durante un rato.
—Bueno, adiós, señor Dower.
—Adiós, muchacho.
El viejo comenzó a caminar calle Setdown abajo, con la maleta golpeándole las rodillas a cada paso. Ben Joe lo observó durante un minuto, pero la desgarbada figurilla avanzaba con obstinación sin su ayuda y no había nada más que pudiera hacer. Terminó por volverse y comenzar a caminar de nuevo en dirección a su propio hogar.
Las casas de aquella zona eran grandes y confortables, pero la mayoría estaban mal cuidadas. En algunos jardines los árboles eran tan viejos y de troncos tan gruesos que a sus pies se formaba una pequeña mancha blanquecina de escarcha en la hierba, incluso ahora que habían perdido casi todas las hojas. Ben Joe comenzó a tiritar. Caminó más deprisa, dejando atrás los amplios y desiertos porches y las resonantes aceras. Y de pronto estaba ya en la esquina, y al otro lado de la calle estaba su propia casa. Una verja larga y baja se erguía frente a ella, aunque la valla que la acompañaba se había venido abajo hacía años, cuando el último niño había sobrepasado la edad de aprender a andar. El césped situado tras ella había crecido libremente, sin que nadie se ocupase de segarlo, y estaba lleno de malas hierbas que casi alcanzaban la mitad de la altura de un campo de trigo, y salpicado aquí y allá por pequeños y resistentes arbustos y flores tardías, llenas de semillas. Y la acera que conducía de la verja al porche delantero estaba resquebrajada y rota; la hierba había comenzado a crecer en las grietas. Elevándose por encima de semejante extensión de hierba descuidada, la casa adquiría una apariencia de semiabandono, a pesar de las pulcras cortinas de encaje que colgaban de todas las ventanas. Era una enorme casa pintada de blanco y necesitada de unos retoques con la brocha y fácilmente podía tratarse de la casa más fea de la ciudad. En los sitios más inesperados se abrían ventanas redondas de cristal esmerilado; el mirador delantero era demasiado alto y demasiado estrecho, y la pequeña torreta, coronada por una veleta de ridículo y barroco diseño, daba la impresión de que debía estar llena de murciélagos y telas de araña. La gente decía —aunque Ben Joe nunca lo había creído— que cuando su madre vio la casa por primera vez se había reído tan fuerte que le había dado hipo y que un vecino había tenido que llevarle un vaso de agua con menta. Y durante toda su infancia los niños le preguntaban con una nota de celos en la voz si su habitación estaba en la torreta. Él siempre decía que sí, aunque la verdad es que allí no vivía nadie; sólo era un enorme espacio vacío encima del hueco de las escaleras. Lo único que la salvaba de parecer una casa encantada era el porche, grande, cuadrado y acogedor, con un columpio de metal pintado de verde brillante. En verano, toda la barandilla del porche se llenaba de trajes de baño y botellas de coca-cola y de las indolentes figuras de los muchachos que estuvieran saliendo con sus hermanas en aquellos momentos. Ben Joe alcanzó a distinguir un periódico enrollado delante de la puerta. Eso le hizo volver de nuevo a la realidad; cruzó alegremente el patio, se paró en el porche para recoger el periódico y abrió la puerta delantera.
Dentro reinaba el mismo olor marrón y musgoso con el que se había criado, que parecía formar parte integral de la casa y era un olor maravilloso si te alegrabas de estar en ella e insoportable si no era así. Y mezclados con él estaban los otros olores, temporales y mucho más tangibles —bacón, café, radiadores calientes, vestidos recién planchados, polvos de talco—. Se encontraba en el estrecho recibidor mirando a la sala de estar, atestada de muebles feos, viejos y duraderos que habían aguantado la infancia de siete niños. En las paredes colgaban austeros óleos de barcos en el mar y paisajes veraniegos. Las mesitas de centro estaban cubiertas de cosas que llevaban allí desde que Ben Joe era capaz de recordar —pequeñas figurinas de porcelana, maceteros esmaltados, caracolas—. De vez en cuando su madre intentaba cambiarlas de lugar, pero su abuela volvía a ponerlas de nuevo en su sitio. En el suelo había un juego del palé a medio jugar, un par de mullidas zapatillas, una lata de cerveza y un jerseicito rosa de niño que le recordó a Tessie. Ahora debía de pertenecer a la niña de Joanne. Dejó la maleta y el periódico y entró en la sala para recoger el jerseicito con dos dedos. Le parecía que lo habían llevado todas las niñas de la familia. ¿Pero de verdad que había sido tan pequeñito?
Una voz dijo en la cocina: «¿Sabes una cosa? ¿Sabes una cosa, Jane? Que cada vez que cojo un vaso de zumo de naranja helado me recuerda a las pastillas de vitaminas. ¿A ti no?»
Alguien contestó. Podría haber sido cualquiera de ellas; todas tenían la misma voz baja y clara de su madre. Y de nuevo sonó la primera voz: «Prefiero exprimir las naranjas yo misma con mis propias manos que tomar zumo de naranja congelado.»
Ben Joe sonrió y avanzó por el recibidor hacia las voces, sosteniendo aún el jersey en una mano. Se paró en la puerta abierta de la cocina y miró a las cinco chicas sentadas alrededor de la mesa.
—¿Hay alguien en casa? —preguntó.
Todas se volvieron a mirarlo a la vez y luego retiraron las sillas y cinco mejillas se apretaron brevemente contra la suya, mientras las preguntas le llovían de todas partes.
—¿Qué haces aquí, Ben Joe?
—¿Qué crees que va a decir mamá?
—¿Cómo demonios has entrado, si puede saberse?
—Sí, podía haber entrado un ladrón. No lo hemos oído en absoluto.
—¿Quién iba a entrar a robar antes de desayunar? ¿Y qué iban a robar?
—¿Dónde está tu equipaje, Ben Joe?
Permaneció de pie, sonriendo, sin poder meter baza entre todas aquellas preguntas. Habían formado un círculo a su alrededor y parecían delicadas y felices envueltas en sus batas de tono pastel, y si se hubieran quedado quietas un momento les hubiera dicho que se alegraba de verlas, aunque eso si que les hubiera dado vergüenza, pero no le dieron ocasión. Lisa le quitó el jerseicito de la mano y lo alzó por encima de su cabeza para que las otras pudieran verlo y reírse de él.
—¿Cómo, Ben Joe? ¡Nos traes un jersey! ¡Qué detalle! Aunque me parece que no nos va a estar bien.
—Lleva tanto tiempo fuera que se ha olvidado lo mayores que nos hemos hecho.
—¿No estás hecho polvo?
—Ya que lo preguntas, sí que lo estoy —dijo Ben Joe—. Parece como si me hubieran destornillado la cabeza del cuello.
—Te haré un poco de café —dijo Jenny.
Era la penúltima —había terminado la secundaria la primavera anterior—, pero de todas ellas era la más realista. Fue al armario y sacó el enorme pocillo de loza que Ben Joe usaba siempre.
—Mamá no sabía si hablabas en serio cuando dijiste que venías —dijo—, y dijo que esperaba que no, pero te cambió las sábanas de todas formas.
—Me voy a la cama en cuanto me termine el desayuno. Hola Tessie. Eres tan pequeña que casi no me había dado cuenta de que estabas ahí. A lo mejor es para ti para quien es el jersey.
—No, no es para mí. ¡Es pequeño hasta para Carol! —dijo Tessie.
—¿Quién es Carol?
—Carol es nuestra sobrina.
—¡Ah! ¿Dónde está Joanne?
—Durmiendo. Y Carol también.
—No me acordaba de que le habían puesto Carol —dijo Ben Joe. Otra chica más que recordar, ¡oh, cielos! Se quitó la chaqueta y se volvió para colgarla en el respaldo de la silla.
—¿Y mamá, se ha ido ya a trabajar?
—Sí. Van a llevar un cargamento de libros tempranísimo.
Colocaron el pocillo delante de él, lleno de café humeante. Tessie le pasó un plato de bollitos de canela y dijo:
—¿Notas algo distinto en mí?
—Bueno… —dijo Ben Joe.
Se le quedó mirando fijamente y ella le devolvió la mirada con la misma intensidad. De todos los Hawkes, ella y Ben Joe eran los únicos rubios. Los otros tenían el pelo oscuro y lo llevaban corto y rizado y tenían los ojos tan negros que era difícil adivinar hacia dónde estaban mirando. Y además, casi redondos, mientras que él y Tessie tenían los ojos excesivamente estrechos de su padre. Y había algo extraño en su torno de piel. Unas veces parecían muy pálidos y otras adquirían de repente un tinte oliváceo. Pero todas las chicas, incluso Tessie, tenían rostros pequeños y puntiagudos, de rasgos pequeños y bien definidos, un poco demasiado afilados; todas tenían una expresión despierta y vigilante y las manos, de uñas ovaladas, eran delgadas e inquietas. La gente decía que eran las chicas más bonitas de la ciudad y las más inconstantes. Ben Joe les sonrió mientras meditaba en ello y Tessie le tiró con impaciencia del brazo y le dijo:
—En ellas no, en mí.
—Tú —se volvió de nuevo hacia ella—. Tú has ido y te nos has casado.
—¡Oh, Ben Joe!
Su risa era como la de Joanne, ligera y contenida.
—Sólo tengo diez años —dijo—. ¿No ves nada distinto?
—No.
—¡Me he hecho los agujeros de las orejas!
—¡Ah! —dijo Ben Joe.
Le cogió el rostro entre las manos y lo volvió primero de un lado y luego del otro, examinando los diminutos aros de oro que le colgaban de las orejas.
—¿Para qué?
—¡Pues porque sí! Joanne y Susana y las mellizas los tienen ¿Por qué no voy a tenerlos yo?
—¿Te hicieron daño?
—Sí.
—¿Lloraste?
—No. Bueno, se me saltaron las lágrimas, pero seguí sonriendo.
—Buena chica —dijo Ben Joe—. Es mejor que te vayas corriendo a arreglarte para la escuela. Vas a llegar tarde.
—Vais a llegar todas tarde —dijo Susannah.
Las otras se levantaron y se fueron; los rosas y los azules de las batas se mezclaron durante unos instantes en la puerta y luego desaparecieron por el pasillo. Ben Joe oyó las suaves pisadas de las zapatillas subiendo las escaleras y en algún sitio se oyó un portazo.
—¿Y tú qué? —preguntó.
—Todavía me queda media hora.
—¿Se ha levantado la abuela?
—Sí. Está arriba en su habitación, haciendo una cartuchera para Tessie de una falda de cuero vieja.
Observó en silencio a Susannah durante un rato, siguiendo sus pequeños y rápidos movimientos por la cocina. No había cambiado nada: se dejó a medio vaciar los posos del café y se fue corriendo al exprimidor, y luego a pasar la esponja por la cocina, antes de volver a acordarse de nuevo de los posos.
—¿Has hablado con Joanne? —preguntó.
—Claro.
—¿Qué ha dicho?
—¿De qué?
—De por qué ha dejado a Gary.
—Ah.
Echó el contenido de la cafetera en el fregadero y cruzó rápidamente la cocina en busca de la jarra de la crema.
—No lo sé. No ha salido en la conversación.
—¡Oh, por Dios Santo!
—Bueno, no es asunto mío.
—Es tu hermana. ¿O no?
—Aun así sigue sin ser asunto mío.
—¿Y qué hace que lo sea entonces? —preguntó Ben Joe.
—Nada.
—Levantó una mano llena de jabón y se quitó un mechón de pelo de la frente con la muñeca.
—¿No eres tú el que está tan preocupado? ¿Por qué no hablas tú con ella si tan seguro estás de dónde va a ser más feliz?
—No es que yo quiera que vuelva con él —dijo Ben Joe despacio—. Gary es un nombre horrible. Me recuerda a un soldado con el pelo cortado a cepillo, un tatuaje en el pecho que ponga «Mamá» y un montón de fotografías recortadas colgadas en la pared de su habitación.
—Oh, venga, esto no tiene nada que ver —dijo Susannah—. Sube y duérmete un rato, Ben Joe. En cuanto se despierte Carol no habrá quién pare en la casa.
—Está bien. Que tengas un buen día en el trabajo.
—Gracias.
Se quedó observándola durante un momento, pero Susannah ya se había olvidado de él. Estaba metiéndose a gatas debajo de la mesa tratando de coger una de sus zapatillas, y era como si Ben Joe nunca hubiera estado allí.