El vagón del tren sólo estaba medio lleno; mientras avanzaba con rapidez en la oscuridad producía un sonido hueco y metálico. El interior, con sucios asientos acolchados y el techo de hojalata pintada, era estrecho y estaba desconchado. En la parte delantera había una inmensa fotografía en blanco y negro de un grupo de gente en una playa de Florida, para demostrar que aquel era el tren que se dirigía al sur. Puede que la fotografía hubiera resultado brillante y excitante alguna vez, haciendo que los pasajeros contasen las horas que faltaban para poderlo ver con sus propios ojos. Pero ahora la cubierta de plástico que la cubría estaba rayada y opaca y la gente que aparecía en la fotografía —docenas de figuras diminutas vestidas con trajes de baño antiguos inmovilizadas para siempre en el acto de correr cogidas de la mano hacia las grises olas o sentadas muy juntas bajo las sombrillas blancas y grises— parecía tan triste y silenciosa como las inmóviles palmeras planas que sobresalían por encima de sus cabezas. Durante un tiempo Ben Joe se abandonó a su contemplación, hasta que desapareció la extraña sensación que le producía para transformarse de nuevo en una simple fotografía. Luego se volvió y examinó a la gente que compartía el vagón con él.
La mayoría eran amas de casa negras, erguidas y llenas de energía, protectoramente aposentadas como amplios árboles de sombra sobre su racimo de niños. A sus pies había una colección de bolsas de pañales, paquetes y bolsas de merienda; sobre sus cabezas, en las redes de equipaje, gran número de sombreros de plumas y bufandas de lana y sufridos abrigos de color oscuro. Lo mismo que Ben Joe, que llevaba sobre sus rodillas una chaqueta de piel vuelta, habían venido preparadas para el momento en que la caliente y cargada atmósfera del vagón se volviera de repente demasiado fría para dormir. Parecían cluecas, hablándoles sin cesar a sus niños, dándoles limonada caliente y pañuelos de papel sacados del fondo de las bolsas de la compra en cuanto oían sorberse los mocos a uno, ya fuese su propio hijo o el de otra.
—Aquí tienes el chupete, Bertie.
—Ahora le toca a Sadie en la ventana. Tú ya has estado bastante.
Un hombre rubio y delgado con una chaqueta verde pasó por el vagón con una caja de juguetes en que podía leerse un letrero que decía «80 céntimos» escrito con laca de uñas morada.
Al llegar a la altura de los niños que estaban justo al otro lado del pasillo del asiento de Ben Joe sacó un juguete de la caja. Un burro de goma con un tubo de plástico terminado en una perilla. Los niños se lanzaron a cogerlo, con las cuatro manitas, como cuatro diminutas arañas negras.
—¿Lo queréis? —preguntó el hombre.
Los niños miraron a su madre. Era una mujer agradable y sonriente sentada en el asiento de delante con una amiga. Al oír la voz del hombre se volvió a mirar a los niños, esbozó una sonrisa aún más amplia y luego frunció el ceño y negó suavemente con la cabeza.
—Mire —dijo el hombre.
Apretó la perilla y el burro se arqueó, sacudió la cabeza y soltó dos coces. Luego las pequeñas rodillas de goma se doblaron por un sitio imposible y el burro quedó tendido en la mano del hombre, flácido y ridículo.
—Sólo ochenta centavos —repitió el hombre.
Los niños lo miraron con los ojos muy abiertos. La niñita comenzó a acariciar la cabeza de su madre con una mano, dándole suaves golpecitos en los rizos del pelo.
—¿Cuánto dice que vale? —preguntó la madre.
Se había vuelto sólo a medias, de forma que parecía que le estaba preguntando a la mujer que se sentaba a su lado.
—Ochenta centavos, señora. Ochenta moneditas de cobre.
—No, señor —dijo la madre.
Se volvió hacia los niños y dijo:
—No, señor. Esperad, niños, y nos compraremos algo en Efram. Ya lo veréis, nos lo compraremos en Efram.
—Ochenta centavos —dijo el hombre.
—No, señor.
Alargó la mano para enderezar el cuello del más pequeño, la niña, y luego le dio un suave golpecito en el hombro y le sonrió.
—¿Y usted? ¿No quiere uno? —le dijo el hombre a Ben Joe.
—No.
—¿No tiene niños en casa?
—No.
—Ah, bueno, entonces…
El hombre siguió su camino. Al fondo del vagón comenzó a oírse más jaleo; allí era donde estaban sentados los hombres. Al parecer, algunos de ellos eran los maridos de las mujeres, mientras que otros —los más jóvenes y más descuidadamente vestidos, repantingados en los asientos mientras empinaban las petacas— no pertenecían a nadie. Habían empezado a ofrecérseles tragos a los hombres casados y la conversación entre ellos estaba haciéndose más animada y más ruidosa. En la parte delantera del vagón, las mujeres empezaron a chasquearse la lengua unas a otras.
—Lemuel Barnes, como no te calles voy a ir por ahí a por ti —dijo una en voz alta.
—¡Cuidado con lo que hacéis, muchachos, cuidado!
Era la mujer situada delante de Ben Joe la que había hablado, una mujer joven y rellenita que llevaba en brazos un bebé cuya cabeza descansaba en el hombro de su madre como un champiñoncito moreno. Estaba sentada sola, pero no había parado de hablar desde que subió al tren, alzando la voz para dirigirse a su marido, sentado al fondo del vagón, murmurando palabras de consuelo al bebé y charlando con las otras pasajeras. Ahora se puso de pie llevando aún al bebé sobre el hombro, se colocó de frente al fondo del vagón y gritó con voz estridente:
—¡Entre todos vais a despertar a la niña, Brandon, me oyes! ¡Vais a despertar a Clara Sue! ¡Quieres que vaya para allá o qué!
Hizo amago de dirigirse hacia allí, obviamente sin intención alguna de completar el movimiento. Y se paró cuando oyó el grito de respuesta de Brandon:
—Venga, Matilda, es ese chiquillo de Jackie. Es él el que está armando todo el jaleo.
Las otras mujeres se rieron.
—Ese Jackie ha empezado ya a dar la lata, sin esperar siquiera a que saliésemos de la estación.
—Se ha traído nada menos que dos botellas. Ha dicho que nadie iba a ganarle a traer botellas.
—Ese chico necesita una mujer que lo meta en vereda.
—¡Ay, señor!
Matilda les sonrió y se sentó lentamente.
—Me voy a traer a ese Brandon aquí si no se comporta como debe —le dijo en voz alta a la ventanilla—. Y hablo en serio.
Ben Joe intentó sonreír a los niños sentados al otro lado del pasillo, estirando la boca más de lo que ésta quería hacerlo, pero los niños se le quedaron mirando muy serios y con un gesto de preocupación en la cara. Delante de ellos su madre abrió una bolsa de papel y les tendió dos trozos de pollo frito. Los niños los cogieron maquinalmente, sin apartar la vista de Ben Joe.
—Cuando llegue a casa —le dijo la madre a la mujer de al lado— me voy a preparar un buen plato de verduras.
—Ha tenido usted una idea estupenda —dijo Matilda.
La mujer se volvió a mirarla y afirmó solemnemente con la cabeza:
—En Nueva York no saben alimentarse —dijo—. No entiendo cómo puede sobrevivir alguien en Nueva York.
—¡Cuánta razón lleva usted!
Permanecieron calladas un momento, pensado en sus hogares. Durante un minuto Ben Joe lo imaginó también, sabiendo casi con certeza el aspecto que tendrían. ¿Quién hubiera podido estar tan seguro del hogar del que él procedía? Hacía cien años se podía mirar a un hombre blanco de Carolina y adivinar lo que iba a cenar aquella noche, en qué tipo de casa y con qué tipo de familia a su alrededor. Pero ya no era posible hacerlo —por lo menos no en su caso—. De repente se sintió pálido y simple, de regreso a una gran casa pálida que nadie podía adivinar que le pertenecía. Miró su imagen reflejada en el oscuro cristal de la ventana y frunció el ceño, viendo tan sólo los ángulos planos de sus mejillas y las bolsas de preocupación bajo los ojos.
—¡La forma que tienen de cocinar el pollo en Nueva York! —dijo Matilda—. Lo meten en el horno sin nada de nada y lo dejan un rato. Yo misma he visto como lo hacían. Con el pollo troceado para freír lo he visto.
—Sí que lo hacen así, sí.
—Los billetes, por favor.
Ben Joe levantó la vista hacia el revisor, firmemente apoyado sobre sus pies delante de él y sonriéndole por encima de un estómago enorme. Le alargó el billete, un poco sobado ya en los bordes, y el revisor le arrancó un trozo.
—No tendrá que cambiar —dijo.
Le devolvió el resto del billete y se dirigió balanceándose hacia el siguiente pasajero.
Alguien se sentó a su lado tan de repente que, por un instante, Ben Joe casi se asustó al crujido de los muelles. Dejó de mirar por la ventana y se dio la vuelta, encontrándose a menos de tres pulgadas de la puntiaguda nariz de un muchacho de pelo rizado, tan inclinado hacia él para verle la cara que prácticamente estaba pegado a su costado.
—Discúlpeme —dijo el muchacho.
Se incorporó de nuevo, dobló el abrigo sobre las rodillas y se quedó mirando fijamente al bebé de Matilda.
Ben Joe se recostó mejor contra el respaldo de su lado del asiento y examinó la cara del muchacho. Le calculó unos quince años, pero quince años de Nueva York; parecía muy seguro de sí mismo y su rostro, a excepción del instante en que se había animado inquisitivamente, era impenetrable y sereno. Cuando se dio cuenta del examen de Ben Joe, se volvió de nuevo hacia él y dijo, a modo de explicación:
—Sólo quería ver cómo eras. En vista de que no hablabas mucho ni estabas bebido ni nada.
—No hablo y no estoy borracho —contestó irritado Ben Joe.
—Bueno, bueno. Pero es que estaba sentado al lado de un viejo y no paraba de hablar en todo el tiempo. Me puso nervioso. Todos estos tipos me ponen nervioso.
—Es problema tuyo —dijo Ben Joe.
—El viejo se está muriendo.
Ben Joe miró alarmado a su alrededor.
—¿Cuál? —preguntó.
—Un tipo blanco que está sentado al fondo del todo. No se le ve desde aquí.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Qué…?
—Tranquilízate. Se está muriendo poco a poco, de puro viejo.
—Pero…
—Está bien, de verdad.
Ben Joe se recostó en el asiento y miró por la ventanilla. El ruido del tren en marcha y la profunda oscuridad del exterior hacía que todo pareciese irreal como un sueño. Resultaba difícil creer que el tren se dirigiera de verdad a algún sitio; en realidad, estaba quieto y se balanceaba ligeramente contra un fondo oscuro y móvil, salpicado de vez en cuando por algún punto de luz. Se dijo a sí mismo que por fin iba de vuelta a casa, después de tanto preocuparse por su familia y tanto desear volver a verla. Se repitió a sí mismo algo que era aún más cierto que lo anterior: que en cuanto llegara allí, volvería a sentirse triste y confuso de nuevo, como le ocurría siempre. Pero no, Joanne había vuelto. Joanne podía hacer que las cosas cambiaran. Simplemente esbozando esa sonrisa suya podía hacer que todo pareciese seguro y en su sitio. Cerró los ojos, imaginándose su casa. Se la imaginó como otra especie de tren, también iluminado y flotando en la oscuridad. Pero el sonido de su propio tren no le dejaba oír sus voces, estaba frente a las ventanas de su casa y veía los movimientos de su familia sin oír ni un solo sonido. Su madre se movería con rapidez por toda la casa, apretando los labios y agitando el pelo porque Ben Joe no podía volver a casa, no lo consentiría, y después yendo a su habitación a ponerle sábanas limpias en la cama. Su abuela estaría subida en la encimera de la cocina para ver qué podía gustarle a Ben Joe de su reserva especial de comida, que guardaba en la estantería de arriba. Y dentro del cerrado círculo de sus vaporosos y perfumados mundos, sus hermanas se enterarían de que llegaba Ben Joe para volver en seguida a olvidarlo de nuevo, hasta que su vuelta se hiciera realidad y les proporcionara un momentáneo motivo de excitación. Joanne se reiría. Se miraría los pies, que tendría descalzos y apoyados en el cojín de cuero de su padre, y se reiría sin ningún motivo en especial.
(¿O no? Hacía ya siete años que no veía a Joanne. ¿Por qué nunca se daba cuenta de cuándo sucedían las cosas? Seguramente que habría cambiado —estaría más calmada y más serena—. ¿O acaso se seguiría poniendo un vestido rojo escotado y sugerente para sacar a pasear a la niña? ¿O sacudiendo el pelo y esbozando aquella sonrisa picara mientras planchaba las camisas de su marido?)
—¡Un plato de okra! —gritó Matilda—. Eso es lo que tengo yo planeado.
—Seguro que estará bueno. Lo diría si no lo estuviera.
Ben Joe hurgó en el bolsillo de su camisa. De detrás de un paquete de cigarrillos aplastado y un viejo encendedor de su madre sacó la carta de esa misma mañana, que ya empezaba a estar rozada en los dobleces. La sostuvo en alto bajo la diminuta bombilla que se suponía que debía servir como lámpara de lectura y la leyó una vez más:
Querido Ben Joe:
Recibimos la tuya del veintiuno y nos alegramos de saber que estás bien. Es una pena que la vacuna contra la gripe asiática te hiciera cogerla. También sentimos enterarnos de que pasas frío.
La noticia bomba, por supuesto, es que Joanne está en casa. Ha dejado al marido, aunque no esta muy claro por qué, y por supuesto lo primero que le preguntó mamá fue si él le había sido infiel, porque todos lo son, y Joanne se limitó a reírse de ella. La niña es una auténtica preciosidad y se va a echar a perder con los mimos.
Tessie va a tener que ponerse un aparato en los dientes que va a costar bastante dinero. La abuela te va a hacer un jersey para que no pases frío, pero se le han olvidado tus medidas de las mangas y quiere que se las digas. También quiere que le digas cuál es tu color favorito, pero dice que si todavía es el morado que lo olvides, porque siempre que te hace un jersey morado termina viendo puntitos enfrente de los ojos al ir a acostarse por la noche.
Ben Joe, no escribiste diciéndole a la abuela que no hiciera más la compra. Anoche cenamos guiso de carne de cangrejo y aceitunas negras. Además, opina que no estoy llevando bien las cuentas, así que ayer repasó los recibos del banco y decidió que nos habían ingresado ciento doce dólares de más, así que fue y los sacó rápidamente para meterlos en otro banco antes de que se dieran cuenta. Tuve que ir esta mañana y volver a cambiarlos de nuevo.
Mándanos noticias tuyas y no te preocupes.
Se despide
Jennifer
Ben Joe volvió a guardarse la carta en el bolsillo de la camisa. Tiró de la palanca situada bajo el brazo de su sillón y empujó con la espalda contra el respaldo del asiento para inclinarlo más. No tenía sentido permanecer despierto preocupándose de las cosas.
Alguien se sentó encima del chico de pelo rizado. El chico se despertó sobresaltado y dijo «¡Eh! ¿Qué…?» e intentó defenderse, lanzando golpes a ciegas en todas direcciones y alcanzando sobre todo a Ben Joe. Quien quisiera que fuera el que se había sentado encima de él era grande, sólido y tranquilo, vestido con un pesado abrigo de tweed, y se estaba llevando una botella a los labios con toda tranquilidad.
—¡Brandon! —aulló Matilda.
Se puso de pie y, sujetando todavía al bebé contra su hombro con una mano, alargando la otra, agarró un puñado de pelo de Brandon y le dio un buen tirón.
—¡Tú, inútil, tú, Brandon…!
—Sólo me estaba sentando Matilda —dijo Brandon.
—¡Te estabas sentando encima de alguien!
Brandon se dio la vuelta y miró debajo de él.
—¡Uy, uy!, dijo.
—Se está usted sentando encima de mí —dijo el muchacho. Respiraba fuerte y parecía a punto de echarse a llorar.
—Lo siento de verdad, señor. No le había visto en absoluto, señor, yo había venido a decirle hola a este caballero rubio…
—Quítate de encima de él, Brandon.
Brandon se levantó, confuso, y se inclinó sobre el maltrecho compañero de asiento de Ben.
—Espero de corazón que no le haya hecho daño —dijo—. De verdad que lo siento, de veras.
—Bueno, olvídelo —dijo el muchacho.
Se puso bien la chaqueta y luego se arrellanó aún más en el asiento y cerró los ojos con determinación.
—¿No te da vergüenza, Brandon?
—Sí, señora.
—Nunca se porta así —le dijo Matilda a Ben Joe—. Es ese Jackie el que lo malmete. Brandon siempre ha sido un auténtico apoyo para mí, un auténtico apoyo. Ven aquí y siéntate, Brandon.
—Sí, señora, sólo un momento. Quiero hablar un momentito con este chico rubio…
Se sentó pesadamente en el brazo del sillón de Ben Joe pero con cuidado de no tocar al muchacho, y se inclinó por encima de él para mirar a Ben Joe.
—Me parece que tú eres Ben Joe Hawkes —dijo.
Se pasó la botella a la mano izquierda y estrechó varias veces la mano de Ben Joe, moviéndola vigorosamente arriba y abajo. El aliento le olía a ginebra, pero aparte de aquella primera equivocación no se portaba como un borracho. Su rostro parecía despierto y alerta y, aunque parecía muy joven, estaban empezando a marcársele las primeras arrugas en la comisura de la boca, unas arrugas hacia abajo que hacían que pareciera que le dolía algo.
—Yo soy Brandon Hayes. Y ésta de aquí es mi señora, Matilda. Matilda, éste es el hijo del doctor Hawkes. Del doctor Philip Hawkes…
—¿De verdad? —dijo Matilda.
—Se volvió hacia Ben Joe, aún insegura, y cuando éste hizo un gesto de asentimiento pareció aliviada.
—Parece que sabes algo después de todo Brandon, tengo que reconocerlo. Me acuerdo de cuando tuvo el hijo, aunque hasta ahora no lo había conocido.
Se cambió la niña al otro hombro y se volvió a sentar, de medio lado, para poder verlos por encima del respaldo del asiento.
—Tu papá le curó la pierna a Brandon —dijo—. La tenía rota por dos sitios, hace mucho tiempo, cuando era un muchacho y yo una niña que iba a la misma clase de los domingos que él. Me acuerdo bien.
—Cierto —dijo Brandon, acomodándose más confortablemente en el brazo del sillón—. Cuando te vi, estabas en la consulta con él y querías que se fuera contigo a casa a cenar. No debías de tener más de doce años, año arriba año abajo, pero lo recuerdo. Soy muy bueno recordando caras, sí señor. Hace ya ocho años que no he estado siquiera en Sandhill, pero me acuerdo de mucha gente, aunque puede que ellos no se acuerden de mí. ¿Cómo está tu padre?
—Bueno… —dijo Ben Joe sobresaltado— … esto… está muerto. Murió hace unos seis años.
Brandon bajó la vista hacia sus rodillas y meneó la cabeza en silencio. Su esposa emitió un murmullo de tristeza.
—Tengo que decir —dijo por fin Brandon—, tengo que decir que siento de verdad oír eso. Llevamos tanto tiempo fuera y cuando escriben no nos cuentan todo lo que deberían contarnos… De verdad que lo siento.
—¿Cómo fue? —preguntó Matilda.
—Un ataque al corazón.
—Vaya, vaya.
Meneó también la cabeza tristemente, como lo había hecho Brandon.
—Bueno, estoy segura que tuvo una muerte digna. ¿A que sí?
Ben Joe, cogido por sorpresa, no contestó.
—Estoy seguro de que sí, Matilda, de que fue muy digna —dijo Brandon en tono tranquilizador.
En el abarrotado espacio entre la pared y el chico del pelo rizado, Ben Joe cruzó con mucho cuidado un pie sobre la rodilla y comenzó a retorcerse el cordón del zapato, mirándolo con fijeza.
—Bueno, entonces —dijo Matilda cambiando de repente el tono de condolencia por uno mucho más vivo—, ¿cómo está tu madre?
—Oh, está muy bien.
—Y sois más hermanos, ¿no? ¿No tienes un montón de hermanas? Me parece recordar que sí. ¿Qué tal están?
—También están bien. La mayor tiene ya una niña y todo.
—Vaya, eso está bien. ¿Se casó con un chico de Sandhill?
—No. Se fue de Sandhill un poco antes de que muriera papá y consiguió un trabajo y luego, hace unos cuantos años, llamó para decir que se había casado con un chico de Georgia. No la he visto desde entonces, ni al marido tampoco. Viven en Kansas. Pero ahora está en casa.
—Bueno, sé que te alegrarás de verla. Me apuesto a que tu madre fue a Kansas cuando nació la niña, ¿eh?
—No.
—Tu padre era un hombre estupendo —dijo Brandon—, un hombre estupendo.
—Bueno —dijo Matilda—. Me imagino que tu madre tenía ya bastantes cosas que hacer cuidando de sus propios hijos. Quizá no pudiera hacer todo ese viaje a Kansas.
—Usted sí que tiene una niña preciosa —dijo Ben Joe.
—Vaya, gracias. Se llama Clara-Sue. Sabía que iba a ser niña. Me estuvo engordando el trasero todo el tiempo que estuve embarazada.
—Venga Matilda, seguro que no le interesa oírte contar todo eso.
—Bueno, sólo lo estaba mencionando. Usted necesita dormir, señor Ben Joe, y Brandon se está muriendo de ganas de volver a por la ginebra.
—Ha sido un placer verlos —dijo Ben Joe.
Él y Brandon se pusieron de pie y se estrecharon la mano y luego Brandon se fue y Matilda se dio la vuelta para quedarse mirando hacia adelante de nuevo.
Tras acomodarse otra vez en su asiento, Ben Joe apoyó la cabeza contra el cristal de la ventanilla y cerró los ojos, tratando de no hacer caso de la vibración del cristal contra su piel. Le hubiera gustado saber qué Estado estaban atravesando. La última parte de Nueva Jersey, quizá. No estaba seguro de su edad; en Nueva York era pequeño, libre y demasiado joven, y en Sandhill enorme, viejo y cargado de responsabilidades, pero, ¿qué edad tenía allí?
Con los ojos cerrados, la división entre el sueño y la vigilia se hizo confusa e indistinta. Vio el porche delantero de su casa de Sandhill, bañado por la luz del sol, venir flotando hacia él a través de la oscuridad reinante tras sus párpados cerrados. Su padre salió de la casa tarareando una canción y comenzó a atravesar el patio hasta la verja principal.
—Ven a recogerme a la hora de cenar, Ben Joe —dijo, hablándole al aire—. Estaré en la consulta.
El sol le dio de lleno en la cara surcada de arrugas y en el pelo blanco. Desde algún lugar distante Ben Joe gritó:
—¡Pero si no estoy ahí! ¡Estoy aquí!
Su padre le dio una palmadita en el hombro al vacío.
—Volveremos andando a casa los dos juntos —dijo.
Ben Joe echó a correr, tratando de llegar a la verja antes que su padre, pero ya era demasiado tarde. Cuando llegó a la verja su padre había desaparecido y su madre había salido al porche con un vaso de limonada en la mano que brillaba cegadoramente al sol.
—Ya has estado soñando con tu padre —dijo.
—No, no, no he soñado con él, nunca lo he hecho.
Se despertó y se encontró con que el alféizar de la ventanilla del tren le había marcado una profunda raya en la mejilla.