Cuando Ben Joe se fue de casa le regaló a su hermana Susannah una guitarra usada, seis estanterías llenas de números de la revista National Geographic, un microscopio estropeado y un reloj de arena de un pie de alto. En cuanto llegó a Nueva York empezó a echar de menos todas estas cosas. Pensó en escribir a casa y pedir que se las mandaran —probablemente Susannah ni siquiera estaba escuchando cuando se las dio— pero se imaginó que se reirían de él.
Su familia era de las que pensaba que sólo los niños tenían derecho a echar algo de menos en el primer campamento de verano de su vida. Así que no mencionó lo que echaba de menos y se limitó a mandarle una postal a Susannah, una vista del edificio de las Naciones Unidas de noche, preguntándole si había aprendido ya a tocar la guitarra. Y seis semanas después le llegó la respuesta, una tarjeta postal sin fotografía con matasellos de Sandhill N.C. y deformada por la lluvia. Le dio la vuelta y se enteró, por la letra irregular en tinta negra de Susannah, que acababa de cambiarse a un trabajo en la Biblioteca de la Escuela de Sandhill y se estaba haciendo rica, y que a partir de ahora podría ir a la peluquería todas las semanas. La firmaba «hasta luego», y a continuación una postdata en la que decía que iba a empezar a aprender a tocar la guitarra mañana. Ben Joe la leyó dos o tres veces, aunque lo que decía estaba bien claro: acababa de acordarse en aquel momento de la existencia de la guitarra. Seguramente se habría levantado a mitad de lo que estuviera haciendo para sacarla de su armario y pulsar las cuerdas destensadas, pero una vez descubierto que no había nacido sabiendo tocar, y que tendría que trabajar bastante para lograrlo, la habría dejado otra vez en su sitio y se habría dedicado a cualquier otra cosa que se le hubiera ocurrido. Ben Joe pensó si debía enviar toda una serie de tarjetas en cadena —preguntarle en la siguiente, por ejemplo, si el reloj de arena todavía daba bien la hora— hasta que se enfadase con él y lo embalase todo y se lo mandara a Nueva York. Pero Susannah era muy inconstante, como casi todas sus hermanas, y nunca terminaba de leer lo que empezaba, aunque fuese algo tan corto como una postal; no creyó que cayese en la cuenta de que echaba algo de menos. Así que dejó de escribir postales y a partir de entonces se limitó a las cartas de costumbre, dirigidas a la familia en conjunto, interesándose por la salud de su madre y de todas sus hermanas y diciendo que pensaba en ellas a menudo.
Para entonces estaban ya en noviembre. Había salido de casa a últimos de agosto, justo después de cumplir los veinticinco, para ir a estudiar Derecho a la universidad de Columbia, y aunque le iba bien, a pesar de los tres años transcurridos desde que dejó los estudios, no le gustaba Columbia. Cuando estaba en el Campus, el viento procedente del río le calaba hasta los huesos se pusiese lo que se pusiese, y sus compañeros eran todos listos y vivos y le dejaban sin contestación. Se parecían a los modelos masculinos que anunciaban chaquetas de lana italiana en las revistas de moda para hombre; él avanzaba a su lado, delgado y tiritando, y trataba de pensar en cosas cálidas. Tampoco le gustaba el Derecho: era todo de empollar. La única razón que le había movido a cogerlo fue que por lo menos era práctico, a diferencia de todas las otras ideas que se le habían ocurrido, y ésa es una cualidad muy importante cuando se es el cabeza de familia en una casa con seis mujeres. Así que durante todo el mes de septiembre, octubre y casi todo noviembre asistió a las clases de Derecho de Columbia con una pierna cruzada sobre la otra y mordiéndose las uñas.
Aquel jueves en particular, el viento era tan frío que el enfado de Ben Joe consigo mismo se convirtió en una cuestión personal. Salía de la facultad de Derecho, subiéndose el cuello del abrigo para taparse las orejas, cuando de pronto le dio de lleno el viento en la cara, dejándolo sin aliento. Aquello le hizo decidirse; cambió de dirección y se dirigió a su apartamento. Últimamente le había dado por pasarse los días verdaderamente fríos en la cama, leyendo novelas de misterio, y estaba comenzando a pensar que eso es lo que debería haber hecho aquella mañana.
En Broadway se mantuvo pegado a los edificios, con la esperanza de que soplara menos el viento. Pasó por delante de una placa de bronce clavada en una de las paredes de cemento y durante un instante vio su propio rostro reflejado en ella, amarillento por el metal, con las mandíbulas encajadas y los dientes apretados contra el frío. Si hubiera sido cualquier otro día habría sonreído, y quizá se habría parado a observarse en el espejo de bronce, hasta que los que pasaran por allí se hubieran preguntado qué estaría haciendo, pero hoy no. Hoy se limitó a ajustarse aún más el abrigo gris y continuar caminando.
Su apartamento estaba a cinco manzanas del campus, en un edificio viejo, oscuro y pequeño, de techos con moldura de escayola increíblemente altos. Necesitó emplear todas sus fuerzas para abrir la puerta principal. Y mientras subía los tres pisos de escaleras, pudo oler lo que había comido cada una de las familias en el último día y medio —principalmente bacón y judías quemadas, dedujo—. Normalmente los olores le ponían enfermo, pero hoy le parecieron cálidos y reconfortantes. Subió más deprisa, haciendo crujir los escalones de madera bajo sus pies. Cuando llegó a la puerta de su piso estaba ya silbando por lo bajito, a pesar de que aún tenía la cara rígida de frío.
—¿Eres tú? —gritó su compañero de piso desde la cocina.
—Soy yo.
Sacó la llave de la puerta y la cerró tras de sí de un portazo. Dentro hacía casi tanto frío como en la calle: lo único que faltaba era el viento. El cuarto de estar era más alto que ancho y muy oscuro, con muebles tapizados de respaldo alto y ventanas altas y estrechas que vibraban cuando soplaba el viento. La repisa de la chimenea y la mesita de centro estaban desprovistas de adornos y polvorientas. No había en ellas ni las macetas, ni las fotografías, ni las figuras de porcelana a los que estaba acostumbrado en el hogar lleno de mujeres donde se había criado, pero desparramados a su alrededor había una ingente cantidad de otros objetos: periódicos, chaquetas tiradas, libros de texto, naipes. En medio del suelo oscuro de madera había una alfombra cuadrada con dibujos blancos y negros, como un tablero de ajedrez y, tiradas sobre ella, sin orden ni concierto, se veían unas piezas de ajedrez de plástico ridículamente pequeñas, como si hubieran sido abandonadas allí en mitad de un juego.
Ben Joe se quitó el abrigo y la chaqueta del traje y las echó encima de una butaca. Se desabrochó la corbata y la metió echa un lío en el bolsillo de la chaqueta. Cogió de encima del sofá cama un edredón casero hecho de retales unidos entre sí sin ningún orden, geométrico o de colorido, y comenzó a envolverse en él, cabeza incluida, haciéndose un ovillo en su interior.
—Por Dios santo —dijo su compañero de habitación desde la puerta de la cocina.
—¿Y qué quieres que haga? Tengo frío.
Fue de espaldas hasta el sofá cama y se sentó. Era muy ancho; reculó hasta apoyarse contra la pared y quedar sentado, con las piernas dobladas al estilo indio, y luego frunció el ceño.
—Se me ha olvidado quitarme los zapatos —dijo.
Desenvolvió sin prisas el edredón y se desabrochó los zapatos, que cayeron al suelo con dos golpes secos. Apretando los pies fríos contra el calorcillo de las piernas, agarró de nuevo el edredón y comenzó a arrebujarse en él.
—Eh, Jeremy, agarra esa punta, ¿quieres? —dijo.
Su compañero de habitación se alejó de la entrada de la cocina y se acercó con una taza de café en la mano.
—Nunca he visto nada igual —dijo—. Ya verás cuando entre de verdad el invierno.
—¿Cuál?
—La que tengo en la mano izquierda. Ésa. Gracias.
Se apoyó de nuevo en la pared y Jeremy se fue hacia la ventana, mientras sorbía su café. Era más joven que Ben Joe —tendría veintiún años como mucho y aún no estaba licenciado—, pero a Ben Joe le gustaba más que a la mayoría de la gente que había conocido allí. Quizá porque tampoco él tenía un aspecto impecable. Era de Maine, y se ponía playeras y petos y chaquetas Brewster de un rojo sucio para ir a clase. Tenía el pelo tan negro que resultaba chocante; le daba un aspecto feroz incluso cuando sonreía.
—Creí que los jueves tenías dos clases —dijo Jeremy.
—Y las tengo. Pero sólo he ido a una. Me entró frío.
—Ah, vaya.
Se sentó en el borde del alféizar y balanceó un pie adelante y atrás.
—En Maine —dijo— estaríamos nadando con este tiempo.
—En Sandhill le hubiéramos pedido ayuda al Gobierno federal.
—Oh, vamos, no pretenderás que me lo crea.
Se puso de pie y comenzó a tirar de la ventana, que se abrió con un chirrido; un golpe de viento arrastró la sección de ecos de sociedad del periódico hasta el regazo de Ben Joe.
—¿Quieres cerrar la ventana? —dijo Ben Joe.
—En seguida, en seguida. Estoy tratando de ver lo que marca el termómetro. Treinta y cuatro. ¡Treinta y cuatro! Ni siquiera está helando.
—Es el viento —dijo Ben Joe.
La ventana se cerró de nuevo y el silencio se restableció de pronto en el apartamento.
—¿Me acompañas al súper, Ben Joe?
—Ni hablar.
—Tengo que comprarme un cepillo de dientes.
—Que no.
Jeremy dio un suspiro y se dirigió al dormitorio, dándole vueltas por el asa a la taza de café.
—Anoche —dijo mientras caminaba— se me ocurrió la palabra más bonita que existe. De verdad, se me ocurrió. Y ahora no consigo recordarla.
—Hmmm —dijo Ben Joe.
Alargó la mano hacia atrás para darle a la llave de la luz y alisó el periódico sobre las rodillas. Era del domingo anterior, pero hasta ahora no había llegado al grado de desesperación necesario para leer los ecos de sociedad. Al extenderlo produjo un sonido sordo y, a la luz mortecina procedente de la lámpara del techo, le pareció gris y borroso.
—Quiero decir —dijo Jeremy desde el dormitorio— que normalmente se le ocurren a uno palabras que son unas de las más bonitas que existen. Pero no, ésta era La Palabra. La palabra por antonomasia. Pensé en decírselo a ese profesor de redacción que me encuentro en la cafetería. Y entonces me levanté esta mañana y se me había borrado. Tenía una ese, creo. Una ese.
—Pues con ese dato seguro que la encuentras —dijo Ben Joe con sarcasmo.
Sonrió y echó la cabeza para atrás, hasta apoyarla en la pared.
—¿Quieres quedar esta noche, Ben Joe?
—¿Con quién?
—Con esa ricura de novata, pelirroja y con ojos marrones, mi combinación favorita, y que es de… mmm…
—Demasiado joven.
Abrió el periódico por los ecos de sociedad y lo dobló, dejando que los brazos asomasen a medias de la manta.
—Gracias de todos modos —dijo tras pensárselo un poco.
—Oh, de nada.
Jeremy se encontraba ahora en la puerta del dormitorio, sosteniendo la punta de una almohada en la boca.
—He decidido limpiar el dormitorio —dijo.
Las palabras le salieron deformadas pero todavía inteligibles.
—No me había cambiado de sábanas desde hace tres semanas.
Sacudió una funda para extenderla, la sostuvo debajo de la almohada y abrió la boca para hacer que la almohada cayera en la funda. Luego tiró la almohada hacia su cama y desapareció de nuevo de la vista.
Ben Joe comenzó a leer los ecos de sociedad sosteniendo el periódico al revés. Había empezado a aprender a leer a los tres años, pero sus padres querían que esperara hasta que tuviera edad para ir al colegio; cuando le leían cuentos antes de irse a la cama, le hacían ponerse mirándoles de frente, de forma que el libro quedaba en la dirección contraria. Cuando se dieron cuenta de que los estaba leyendo al revés ya era demasiado tarde. Normalmente leía al derecho, a no ser que estuviera aburrido, pues entonces las palabras leídas al contrario le resultaban más fáciles de entender. Mantuvo el periódico a la distancia de los brazos extendidos y arrugó el entrecejo mientras estudiaba una descripción al revés de unas bodas de oro en las que el matrimonio había celebrado de nuevo la ceremonia de la boda.
—¿Qué hace esta porquería de judías en el suelo del armario? —gritó Jeremy desde el dormitorio.
—Oh, déjalas, ya me ocuparé yo de eso.
—Lo sé, pero ¿qué están haciendo ahí?
—No me acuerdo. Oye, Jeremy, si fueses a festejar tus bodas de oro, ¿volverías a celebrar la boda otra vez?
—¡Qué demonios, no! Pero tampoco hubiera celebrado la primera.
En la página siguiente había muchos anuncios que examinar, pequeños y detallados dibujos de diseños en plata y porcelana y montura de anillos. Bostezando, se entretuvo en elegir una montura y, al final, se quedó con un gran diamante de forma extraña y un anillo de casado que no estaba mal, si no fuera porque tenía una línea de puntos en los bordes que no le gustaba. Luego eligió la plata y una porcelana muy cara, con un borde de platino, pero, como ya se estaba comenzando a cansar del juego, puso de repente el periódico del derecho, eligió una esposa que cumpliera todas sus condiciones y, una vez elegida, tiró los ecos de sociedad al suelo y se puso de pie.
—¿Dónde está el crucigrama del domingo? —gritó.
—Lo he hecho yo ya.
—También lo hiciste la semana pasada.
—¡Sí, pero he esperado hasta el miércoles antes de hacerlo!
Ben Joe fue al dormitorio. Jeremy estaba sentado en el suelo con uno de los cajones del escritorio al lado; estaba revisando con cuidado un montón de fotografías y tirando alguna de vez en cuando, pero se quedaba con la mayor parte. El resto de la habitación era un caos; la cama de Ben Joe estaba sin hacer, la de Jeremy estaba hecha pero llena de todo lo que Jeremy había decidido tirar, y había un montón de sábanas sucias en el suelo entre las dos camas.
—Está peor que antes —dijo Ben Joe.
—Ya lo sé. Eso es lo malo de limpiar.
Ben Joe se apoyó de codos en la cómoda y se miró al espejo con la barbilla entre las manos. El espejo estaba ondulado y lleno de manchas, pero por lo menos se podía reconocer a sí mismo; la cara, delgada y de ángulos planos, que casi nunca necesitaba afeitarse y se volvía amarillenta en invierno; los penetrantes ojos grises, tan estrechos que daban la sensación de que sospechaba permanentemente de la gente; y el pelo, rubio oscuro y colgándole en mechones sobre la frente. Estaba empezando a estar demasiado largo por detrás y a los lados; parecía un huérfano. Y andaba como un huérfano, con los hombros echados para adelante y las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, para poder poner los brazos tiesos y los codos pegados a los costados. Una de sus hermanas le había dicho una vez, con buena intención, que era verdad que era feo, pero que tenía un aspecto que inspiraba confianza; que si la gente pudiera hacer lo que le apeteciera por la calle, se pararían y le darían cachetitos en la cabeza. Suspiró, se puso derecho y comenzó a dar vueltas por la habitación, dándole patadas a las bolas de polvo con los pies, en los que sólo llevaba calcetines.
—Creí que ibas a salir a por un cepillo de dientes —le dijo a Jeremy.
—Y lo voy a hacer. En cuanto termine este cajón. Uno rojo.
—¿Un qué rojo?
—Un cepillo.
Jeremy tiró un montón de postales a la papelera.
—Siempre me compro un cepillo de dientes rojo en invierno.
—¡Ya!
Ben Joe se sentó en el borde de su cama y contempló las sábanas tiradas en el suelo con el ceño fruncido. Al cabo de un minuto dijo:
—¿Has visto alguna vez uno de esos cepillos de dientes que llevan un pájaro en el extremo? ¿Esos que suenan cuando soplas?
—Claro. Son para niños, para que les guste lavarse los dientes.
—Sí, ya lo sé.
Se tumbó atravesado en la cama mirando al techo.
—Mi hermana tuvo uno una vez —dijo—. Mi hermana mayor, Joanne. Ya no vive con nosotros. Pero tenía un cepillo rosa con un pájaro en un extremo y ya no era ninguna niña. Era cuando iba a la escuela secundaria y le había dado por ponerse vestidos rojos y pendientes de aro de oro y por agitar la melena negra de un lado a otro. Una noche estaba haciendo un trabajo de filosofía cuando salí de mi habitación a beber un vaso de agua; me sentía fatal, cansadísimo, con la cabeza hecha un lío y dándome vueltas como una noria. Y justo en ese momento salía Joanne del cuarto de baño, no con su vestido rojo sino con una batita blanca guateada y tocando el silbato del cepillo como si estuviera sonámbula. Ni siquiera me vio. ¡Pero me resultó tan tranquilizador! Me fui a la cama y dormí como un tronco, sin que me diera más vueltas la cabeza.
Se quedó callado un minuto, siguiendo con la vista las molduras del techo.
—¿Qué estaba diciendo?
—Estabas hablando de cepillos de dientes.
—Ah, bueno, pues eso era todo.
Se dio la vuelta y se apoyó en el codo para ver lo que estaba haciendo Jeremy. Estaba leyendo todas las postales que había guardado.
—Oye, Ben Joe —dijo.
—¿Si?
—¿Quieres oír una historia graciosa?
—¿Cuál?
—Es esta postal de este amigo mío que va a la universidad en el oeste, se ve un precipicio, bien hondo y con un río en el fondo, y dice: Este precipicio crea adicción. Tiré una pelota de bolos para oír cómo sonaba y sonaba tan bien que empecé a tirar cosas cada vez más grandes y mejores y la otra noche unos amigos y yo tiramos un piano. Un piano. ¿Te imaginas el ruido que haría al caer, Ben Joe?
Ben Joe levantó la vista.
—No estás escuchando —dijo Jeremy.
Metió la postal en el cajón y cogió la siguiente. Ben Joe se levantó y se pasó la mano por el pelo.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—No sé. Las once o por ahí.
Alargó la mano y abrió el cajón de su escritorio. A la derecha había un montón de cartas; sacó la primera, la miró para asegurarse de que estaba firmada por su hermana Jenny (era la encargada oficial de escribir las cartas en la familia) y se volvió a tumbar sosteniendo la carta por encima de su cabeza, al derecho, para leerla:
Querido Ben Joe:
Recibimos la tuya del doce. Sí, por supuesto que todos estamos bien. No sé por qué te empeñas en seguir preguntando, puesto que sabes tan bien como yo que la última vez que alguien de la familia estuvo en el hospital fue hace cinco años, cuando a Susannah le sacaron las cuatro muelas del juicio de golpe. Mamá me dice que te diga que te preocupas demasiado. Nos va todo estupendamente y esperamos que a ti también.
Tessie está dando clases de dibujo después del colegio a dos dólares la lección, que creo que podemos costeárnoslo, y el único gasto extra este mes ha sido que se ha caído el canalón del tejado de debajo de la ventana de la habitación de Tessie y mía porque Tessie se puso de pie encima de él. Ella no, sin embargo. Que ella no se cayó, quiero decir. No me explico por qué.
Me gustaría que le escribieras una carta a la familia sugiriendo que volviéramos a la política de ser yo la que haga la compra. Sobre todo porque fue a mí a la que dejaste encargada del dinero. Últimamente la ha estado haciendo la abuela y los resultados son desastrosos. Compra lo primero que le apetece, almejas picadas y corazones de alcachofa en vinagre y manos de cerdo, y cuando le pregunto que dónde están la carne y las patatas dice que ya era hora de que tuviéramos un poco de variedad en la casa. Nos está arruinando.
Te mando el cheque para tus gastos y demás dentro del sobre. Espero que esta vez te acuerdes de mandarme un recibo, porque así me quedan mejor las cuentas.
Sinceramente,
Jennifer.
Ben Joe dobló la carta y se incorporó de nuevo.
—Ojalá hubiera alguien más encargado de escribir las cartas en mi familia además de Jenny —dijo.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Empezó a dar vueltas por la habitación con las manos metidas en los bolsillos.
—Nunca sabes qué está pasando exactamente. Sólo te cuenta cosas como lo del condenado canalón.
—¿El qué?
Jeremy se apoyó en la cama y le miró fijamente y cuando Ben Joe no le contestó dijo:
—Ya vas a empezar otra vez con tu familia, ¿no? ¿Por qué estás preocupado?
Ben Joe se paró delante de la ventana y miró afuera. Había una persiana veneciana entre él y el exterior: los edificios situados al otro lado de la calle estaban divididos en cientos de tiras horizontales.
—Alguien ha perdido un globo. Debe de haberse escapado de una ventana, por lo alto que está.
—A lo mejor lleva gas.
—A lo mejor. Lo que me preocupa es que a veces me da la impresión de que mi familia no sabe cuándo tiene que preocuparse, pasan las cosas más increíbles y no se molestan en decírmelo. Trato de no hablar de ello, pero estoy todo el tiempo pensando: me pregunto qué les estará pasando. Me pregunto si no debería mandarlo todo a la porra y volver a comprobarlo por mí mismo, para quedarme tranquilo de una vez de que no…
Se encontraba ya sentado en la cama de Jeremy, dispuesto a coger el teléfono.
—¿Vas a llamar a casa? —preguntó Jeremy.
—Eso creo.
—¿Quieres que me salga?
—No, no hace falta. Operadora, póngame con Sandhill, Carolina del Norte, dos cuatro cero…
—Tiene usted acento sureño —contestó la operadora.
Su voz sonaba irascible y enfadada, con el tonillo típico de Nueva York.
—No sé si ha dicho cuatro o cinco[1]. No…
—No tengo ningún acento. He dicho, dos, cuatro, cero.
—Sí que lo tiene. Ha dicho na en lugar de no. Na tengo.
—No he dicho tal cosa. Además, mi madre es del norte.
—Número, por favor.
—Dos, cuatro, cero, seis, siete, cinco, cuatro. Si tuviese acento hubiera dicho cuato, sin la r. Pero he pronunciado la r.
—Y su número, por favor.
—Academia cuatro, seis, cinco, cinco, nueve.
—¿De centralita a centralita?
—Sí, señora.
El teléfono tenía el acostumbrado olor a plástico; sentía el auricular cálido y un poquito húmedo en la mano. Odiaba hablar por teléfono. La idea de hablar con alguien y escucharle sin poder verle la cara le daba tanto pánico como si no fuera capaz de respirar. ¿Cómo podía saber cómo estaba una persona si no podía verla? A veces pensaba que debía tener algo en los oídos; las cosas que oía no le decían casi nada. Y normalmente le parecía que la voz era demasiado desabrida. Podía perfectamente colgar el auricular sintiéndose herido y confuso durante días enteros para descubrir semanas más tarde, cuando había preguntado qué había hecho para que se enfadaran con él, que es que habían estado gritando para hacerse oír por encima del ruido de la televisión. Así que ahora, para que le resultara más fácil, trató de imaginarse lo que estaba ocurriendo al otro lado del hilo. Se imaginó su casa de Sandhill a las once de la mañana de un jueves, con el pálido sol otoñal dando en la sala de estar a través de los altos miradores. Todas sus hermanas estarían trabajando, menos Tessie, que todavía iba a la escuela secundaria. ¿O serían las once la hora del almuerzo? No, demasiado temprano. Eso quería decir que sólo estaría en casa su madre, y a lo mejor ni siquiera ella; trabajaba por horas en una librería. El teléfono sonó dos veces. Esperó en tensión, apoyado contra las almohadas.
—¿Diga? —dijo su madre.
Era capaz de distinguir su voz de las de sus hermanas, a pesar de que eran casi iguales, por la forma que tenía de contestar el teléfono, como si esperara siempre lo peor.
—Hola —dijo.
—¿Qué?
—Soy yo, Ben Joe.
—¡Ben Joe! ¿Qué te pasa?
—No me pasa nada. Llamo para saber cómo estáis.
—¿Es que no has recibido la última carta?
—Sí, creo que sí. ¿La del canalón que se cayó?
—Sí, creo que es ésa. ¿La has recibido?
—Sí, la he recibido.
—Ah. Pensé que estarías preocupado porque no habías tenido noticias nuestras.
—No. Sí las he tenido.
—Menos mal. Estás bien entonces.
Ben Joe esperó, mirando con el ceño fruncido el auricular y dándole vueltas al cable del teléfono en el dedo índice. Intentó desesperadamente imaginarse qué aspecto tendría en aquellos mismos instantes, pero todo lo que pudo ver fue su pelo, del color de la ceniza y con los rizos aplastados contra los lados de la cara por el auricular del teléfono. Pero el pelo no le servía de nada. Cualquier cosa le hubiera servido —los ojos, la boca, incluso un trozo de mejilla—, pero no el pelo, ¡por Dios santo! Lo intentó de nuevo.
—Bueno —dijo—. ¿Cómo está todo el mundo?
—Bien.
—Eso está bien. Me alegro de oírlo.
—Es una pena que llamaras cuando no están las chicas. La única que está en casa es Joanne. Les hubiera gustado hablar contigo.
—¿Quieres decir Susannah?
—¿Qué?
—Quieres decir que la única que está en casa en Susannah.
—No. Susannah trabaja la jornada completa ahora. Creí que Jenny te lo había dicho. Trabaja en la biblioteca de la escuela. No entiendo por qué tiene que ser un trabajo cansado, pero por lo visto lo es. Llega a casa cansadísima e irritable, y anoche tenía una cita con el chico de los Lowry y acabó por aplastarle en la cara un cucurucho de palomitas de maíz en el cine Royal Crown. No me acuerdo qué película echaban.
—No importa —dijo Ben Joe—. Lo único que quiero saber es quién es la que está en casa además de ti.
—Joanne. Te lo acabo de decir.
—¿Joanne?
—Claro. Sí.
—Mamá —dijo Ben Joe—. Hace siete años que Joanne no vive en casa.
—Ah. Creí que Jenny te lo había dicho.
—¿Me había dicho el qué?
Se había levantado de la cama al oírlo; Jeremy lo miró con curiosidad.
—Me parece que, después de todo, no has recibido nuestra última carta —dijo su madre—. Ahora que lo pienso, la del canalón era la penúltima. La última debería de llegarte hoy más o menos. ¿Has recogido el correo de hoy?
—No.
—¿Por qué? ¿Qué hora es?
—Mamá —dijo Ben Joe—. ¿Está Joanne en casa o no?
—Sí, sí que está en casa.
—Bueno, y entonces, ¿por qué? ¿Y cuándo ha llegado? ¿Por qué no me lo…?
—Se ha ido —dijo vagamente su madre.
—¿Ahora mismo? ¿Es que no sabía que estaba yo al teléfono?
—No, quiero decir que se ha ido de Kansas.
—Resulta obvio que se ha ido de Kansas.
—Cogió a la niña y dejó a su marido.
—¿Qué?
Ben Joe se dejó caer de nuevo en el borde de la cama de Jeremy. Jeremy lo miró de reojo y luego se levantó y salió de la habitación.
—¿Es que están las líneas mal ahí? ¿No oyes lo que te estoy diciendo?
—Lo oigo.
—Bueno, pues no te pongas tan dramático entonces. Lo hecho, hecho está y no es asunto nuestro.
Ben Joe cerró los ojos un momento; se preguntó cuántas veces en su vida le había oído decir eso a su madre.
—¿Estás ahí?
—Sí, sigo aquí. ¿Cómo está?
—Oh, está bien. Y la niña es un encanto. Se porta estupendamente.
—¿Ha cambiado mucho? Joanne, quiero decir. ¿Cómo está?
—Lo mismo que siempre.
—¿Puedo hablar con ella?
—Está dormida. Anoche se quedó hasta tarde para ver el programa de medianoche en la tele.
Ben Joe respiró hondo, vaciló y por fin dijo:
—Me voy a casa, mamá.
—Ben Joe…
—Perder unas cuantas clases no tiene importancia. Quiero ver cómo está todo.
—¡Está todo bien!
—Lo sé, pero prefiero quedarme tranquilo. He estado muy preocupado.
—Siempre estás muy preocupado.
—Mañana te veo, mamá.
—Ben Joe…
Ben Joe colgó con suavidad. Estaba ligeramente mareado, como le ocurría siempre que hablaba con su madre, y a veces incluso con sus hermanas; se sentía confuso e inseguro, como si él y su familia fueran un grupo de bailarines ejecutando un baile en el que tuvieran que golpearse las palmas de las manos unos con otros y fallasen por unos centímetros, golpeando al aire. No consiguió sentirse mejor hasta que no repasó mentalmente la conversación que había tenido con su madre, ordenándola en el orden lógico y tratando de convencerse a sí mismo de que realmente estaba todo bien. Se dirigió a la puerta y llamó:
—¿Jeremy?
—Sí, estoy aquí Ben Joe.
Jeremy entró y dirigió una rápida mirada a la cara de Ben Joe.
—¿Problemas?
—Me voy a casa unos cuantos días. Si llaman de la universidad, diles que volveré, ¿quieres?
—Por supuesto.
—Cogeré el tren de la noche y estaré allí por la mañana.
Tiró de la maleta que estaba debajo de la cama y se sentó, mirándola sin ver.
—¿Ves lo que quería decir? —dijo.
Abrió los ojos en un gesto de desesperación y miró a Jeremy, que estaba apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos del peto y cara de preocupación.
—Le mandan a uno todos esos alegres estados de cuentas y ¿qué está pasando mientras? Joanne ha dejado al marido y ha vuelto a casa, después de siete años durante los que sólo llamaba por teléfono o escribía cartas…
—¿Joanne? ¿La del vestido rojo y los pendientes?
—Sí, ésa. ¿Quieres recoger el correo cuando salgas a comprar el cepillo, por favor? Me apuesto a que me lo cuentan en una postdata, ya lo verás.
—¿Vas a intentar que vuelva con su marido?
—No, sólo voy a verla.
—Bueno, iré y traeré el correo —dijo Jeremy.
—Muy bien.
Ben Joe volvió a su escritorio. El cajón todavía estaba abierto; sacó un joyero de cuero grande y levantó la tapa. Estaba lleno de todas esas pequeñas cosas con las que nunca sabe uno qué hacer. Buscó entre los sellos de dos céntimos, los centavos canadienses, los trozos de papel con direcciones antiguas y las fotografías manoseadas hasta que por fin encontró la solapa arrancada de un sobre en la que tenía anotados los horarios de los trenes. Comprobó a qué hora salía el tren nocturno a Carolina del Norte. Luego, susurrándose a sí mismo la hora mientras andaba, se dirigió al armario a coger la ropa que se pondría para el viaje a casa.