XV

PEREGRINACIONES CON EL PADRE ATANASIO

El señor de Rohan era alto, cano, afeitado, muy humilde y muy místico; tendría unos cincuenta años, el pelo blanco, la cara roja, con un sarpullido blanquecino. Solía andar con un gabancito raído, una bufanda de lana y un sombrero de copa metido hasta las orejas. Cuando marchaba deprisa cortando el viento con su nariz afilada y roja y sus brazos largos, cojeando un poco, parecía un galgo a quien le hubieran pegado una pedrada en una pata.

Los caudillos de 1830.

YO no conocía bien París y, para salir de noche, el conserje de la casa, Baltasar, me recomendó como compañero a un exclaustrado español, miserable y raído, que se llamaba el padre Atanasio Pajarín. El padre Atanasio era alto, flaco, escuálido y zancudo; parecía una cigüeña vieja y apolillada. Tenía las mejillas hundidas, la boca sin dientes. Iba vestido como de prestado, de negro, con sombrero de copa y unas prendas mal atadas, como se les pone a los muertos. Podía contar lo mismo cincuenta que sesenta años; hablaba con cierta unción. Sabía latín y tenía un aire de dómine que trascendía a la legua.

El tal tipo, triste y elegíaco, estaba de profesor de español en un colegio de la calle de la Montaña de Santa Genoveva. El ex fraile Atanasio me acompañaría en mis paseos nocturnos.

El padre Pajarín era hombre culto; había leído mucho y estaba formando su biblioteca. Iba a la librería de una callejuela del Barrio Latino que se llamaba El Unicornio. Me llevó allí. La librería era un espacio como un sótano, sin armarios ni estantes, con pilas de libros hasta el techo. Una vieja era la dueña, una vieja bastante siniestra. Los estudiantes la llamaban la tía Unicornio. La vieja sucia, mal vestida, con los pelos blancos desgreñados tenía un aire de lechuza; ojos negros brillantes y una expresión de astucia, de malevolencia y de burla. La tía Unicornio compraba los libros que le ofrecían y los ponía en montones en el suelo. No sabía leer, y cuando le pedían algo, lo buscaba en seguida y sabía dónde estaba. Su memoria era prodigiosa.

El padre Atanasio me recordaba a mi amigo Chamizo y algo a don José Segundo Flórez.

El exclaustrado era hombre muy pobre y de recursos muy escasos; vivía en un piso cuarto parecido al mío, en una calle tan mala o peor que la mía, la calle Galande, calle miserable de tabernas y de rincones siniestros. Estaba el ex fraile en una pensión, en la cual los pensionistas más distinguidos eran un enfermo del hospital, del Hótel-Dieu, y un mozo del depósito de cadáveres, de la Morgue.

Todo el ajuar del padre Atanasio consistía en un baúl pequeño con cantoneras de latón. Su biblioteca la formaban quinientos o seiscientos volúmenes, algunos antiguos, de valor, colocados en pilas en los rincones.

En compañía de su caja de latón, el padre había recorrido medio mundo. El exclaustrado era un aventurero tímido. Profesaba una filosofía humilde y resignada.

El padre Atanasio Pajarín, a pesar de su humildad, manifestaba bastante malicia. Tenía también mucha memoria. Recordaba poesías enteras de Horacio, en latín. Sabía de memoria las Sátiras de Juvenal y me traducía trozos que a mí me dejaban estupefacto.

Yo le decía:

—Veo, amigo Pajarín, que en vicios nosotros no somos más que unos niños de teta ante esos romanos antiguos.

—Y en virtudes, lo mismo —replicaba él.

Al padre Atanasio le habían pasado cosas muy raras en la vida.

Hay, evidentemente, como un clima especial para los aventureros que dura una determinada época. Pasada esa época ya no se dan.

El padre no poseía, al parecer, condiciones externas de aventurero; pero las tenía sin duda internas y había andado por el mundo danzando en situaciones muy raras no sólo sin buscarlas, sino huyendo de ellas.

Me contó muchas historias estrambóticas. Una de las que recuerdo y que me sorprendió fue esta, ocurrida en México: El exclaustrado vivió en un pueblo de Texas varios años. La dueña de la casa en que habitaba era una mujer llegada de un poblado de a orillas del Orinoco en Venezuela.

En la casa habían muerto varias personas paralíticas. Una vez que la dueña, la venezolana, cayó enferma, con delirio y fiebre, el ex fraile, que sabía algo de medicina, fue a verla. La examinó, le tomó el pulso, vio que tenía mucha calentura y dijo a la criada, que era una india:

—Al ama le convendría ahora tomar quinina.

—Ahí, en ese armario, tiene mi ama un botiquín con algunos remedios —contestó la india—. Ahí está la llave del armario.

El padre Atanasio abrió el armario y encontró el botiquín con algunos ungüentos y vendas; luego registró mejor el estante y en un rincón muy oculto vio un botecito de tierra cocida, con un papel amarillento, pegado, y un letrero que decía: «Urari».

El padre Atanasio Pajarín sabía que Urari es el nombre que dan algunos indios al curare. Inmediatamente le vino a la imaginación las personas muertas en la casa de parálisis. Espantado, cogió sus bártulos y no paró hasta Nueva Orleáns.

La noche de París en la calle

Con aquel exclaustrado que llevaba mucho tiempo en París, y que lo conocía muy bien, comencé yo a salir de noche y a tomar el aire.

No era fácil que por aquellos rincones, en donde no había apenas extranjeros, los agentes de la policía política me conocieran y me detuvieran.

El barrio donde yo vivía era sórdido, un ovillo de callejuelas sucias y negras, pobladas por gente pobre y maleante. Entre esta población siniestra abundaban los bohemios. Había cafetines y tabernas en donde se cantaba y se recitaban poesías. En este tiempo, Beranger, Lamartine y Víctor Hugo eran los poetas preferidos.

La calle de la Harpe y la plaza Maubert constituían nuestros puntos centrales. La calle de la Harpe era muy típica, muy clásica, con sus casas negras ahumadas, sus tiendas con cobertizo de tejas o de cinc, sus hoteles antiguos, con fachadas ornamentadas; sus edificios, unos apoyados en otros, como baldados, como paralíticos; sus enseñas chirriantes al viento, sus jardines sombríos y sus paredes con enredaderas.

Estas calles góticas parecían de viejas ciudades alemanas medievales; se oían por las noches gritos, riñas y cánticos de los estudiantes turbulentos y alborotadores.

La plaza Maubert era el centro del barrio, en cuyas tabernas se reunía la escoria de París: traperos, mendigos, ladrones y criminales de todas clases.

Había también en esta plaza casas de comida, en las que se asaban a la vista del público patos, capones y corderos y donde grupos de aire estúpido y hambriento miraban fascinados los manjares.

En las tabernas y cafetines estallaban, reyertas y alborotos entre la gente maleante, que obligaban a la policía a intervenir con frecuencia.

El padre Atanasio y yo no frecuentábamos aquellos tugurios: nos dedicábamos a pasear y a tomar el aire. Unas veces íbamos hasta el campo de Marte y volvíamos por la orilla del río; otras cruzábamos la isla de la Cité y tomábamos por la calle del Temple, la de San Martín o la de San Dionisio.

Este barrio de los mercados, entre el Sena y los bulevares, era como un pólipo de callejuelas enrevesadas e inmundas, En aquellos rincones todo lo malo parecía posible.

Veíamos, al pasar, tabernas con el mostrador de cinc, y un hombre grueso, con las mangas remangadas, ante un público de cargadores. Cruzábamos por delante de casas de comidas llenas de obreros, por entradas de prostíbulos iluminadas con luces de colores, cervecerías, cafetines, fumaderos, billares y cabarets con mujeres rubias y morenas de aire desvergonzado y atrevido.

Al padre Atanasio le gustaba leer los rótulos de estos establecimientos: El Cisne, El Conejo blanco, El Cerdo fiel, El Perro que fuma, La Bella alsaciana, La Espada de madera…

«¡Qué mal gusto!», solía decir.

Para el padre Pajarín sólo lo romano era depurado y selecto.

Algunas tabernas tenían cortinas negras y otras los cristales empañados con yeso o con greda, para que no se viera desde fuera el interior.

Cuando avanzaba la noche, pasaban carros llenos de hortalizas por las calles próximas a los mercados. Con las coles, las remolachas y las zanahorias se formaban verdaderas barricadas. Los cargadores entraban a beber en las tabernas. El cuadro era el de la vida misterios y siniestra del subsuelo de la gran ciudad.

El espectáculo no era muy alegre. Se veía gente dormida en los escalones de las puertas, borrachos que cantaban, mujeres del arroyo que se insultaban, viejos desastrados y viejas gordas que pasaban en chanclas con una botella en la mano.

Al mismo tiempo, los noctámbulos, pálidos y elegantes, salían de algún restaurante en compañía de mujeres envueltas en gasas y en pieles y tomaban el coche que les esperaba.

Otras veces marchábamos Pajarín y yo hacia Montrouge, al caer de la tarde, por la calle Saint-Jacques o por la d’Enfer. Costeábamos el jardín del Luxemburgo y nos acercábamos a las afueras.

Contemplábamos las fábricas, los talleres, los restaurantes de obreros; veíamos barracones y solitarias chimeneas que arrojaban columnas espesas de humo negro.

Solíamos llegar más allá de las fortificaciones. Aquel aire desolado de las afueras le gustaba al padre Atanasio. A mí me daba todo ello una impresión de lugar peligroso con sus corrales, sus merenderos, sus casuchas construidas con planchas, las parejas de amantes, las bandadas de chiquillos vagabundos y las siluetas de hombres desastrados y siniestros que esperaban la caída de la tarde para cometer alguna terrible fechoría.

Al volver, oíamos las canciones de los callejeros y la música de los organillos llevados en un carrito, que desgranaban en el aire sus notas débiles y románticas.

Había charlatanes de la calle y cantores populares; algunos llevaban como instrumento musical una caña con dos cuerdas extendidas encima de una calabaza y un arco hecho con un palo de escoba. También solíamos escucharles.

No podría uno decir qué era más melancólico, si las afueras o los lugares próximos a mi casa. Estos eran tristes, aunque de otra clase de tristeza.

Las paredes grises y húmedas del hospital del Hotel-Dieu, que daban sobre el Sena, con sus ventanas enrejadas, que dejaban ver una cara pálida con un gorro blanco en la cabeza, me ensombrecían el espíritu.

Las dos islas, la de la Ciudad y la de San Luis, no eran tampoco nada alegres. En el muelle de los Orfebres desembocaba la calle de Jerusalén, por la cual tenía yo cierta curiosidad, al pensar que en la prefectura de Policía había quizá alguien que podía desear mi prisión. En el número 5 de esta calle había vivido, según el padre Atanasio, un canónigo que escribió la Sátira Menipea contra los españoles.

Pasábamos a veces por la Morgue, que entonces no estaba detrás de Nuestra Señora, sino delante, en el muelle del Mercado Nuevo.

Según el padre Atanasio, era conveniente entrar en el depósito de cadáveres de cuando en cuando por si había algún muerto conocido.

—¿Tantos conocidos tiene usted en París? —le preguntaba yo.

—No; pero puede ser uno de los pocos conocidos.

También íbamos al Jardín de Plantas y a las proximidades del hospital de la Salpetriere.

Allí se veían viejos derrotados, viejas arrugadas con sus mantones, sus cofias, su bastón o su paraguas, y un aire suspicaz.

El tipo parisiense del pueblo me daba una impresión triste. Me figuraba que aquella gente no se movía más que por apetitos brutales, por ansia de ganar sobre todo. La avaricia y la gula parecían sus pasiones predominantes. Creía advertir en ellos la indiferencia absoluta de unos para otros. Esto, evidentemente, lo da la gran ciudad.

Siempre me ha parecido un error considerar a París como un pueblo latino. No lo es más que por su cultura; por su raza, no. Cierto que yo no sé si hay o no raza latina.

En los pueblos de España y del Mediodía de Francia se ven holgazanes que tienen un cierto aire de filósofos contemplativos. En París, no; todo el mundo va a algo, y esa dirección unilateral les hace caricaturescos, porque la especialización es un poco caricatura.

Yo le mostraba al padre Atanasio caras de buey, de cerdo, de perro y de rata. La expresión de roedor la encontraba con frecuencia en las viejas. Las jóvenes me recordaban más a los patos y a los caballos.

El padre Pajarín contestaba a mis observaciones diciendo:

—Es la falta de religión y de espiritualidad la que produce estos tipos.

Yo sospechaba que el buen exclaustrado llamaba falta de espiritualidad a no cumplir con la iglesia y, sobre todo, a no pagar a los curas y frailes.

A la vuelta de nuestras excursiones el padre Atanasio me llevaba a una taberna de la calle Galande, El Buen Rincón, en donde solíamos tomar un ponche caliente.

La verdad es que estas grandes ciudades como París serán magníficas para los ricos y para los franceses que van a trabajar y a ver de enriquecerse, pero para los extranjeros pobres son pueblos aburridos y crueles. Vivir en París es condenarse a ver siempre la parte baja de las cosas, a chapotear en el fango sucio de la calle, a sufrir la lluvia eterna y monótona, a ver el coche elegante que pasa y la entrada de los teatros y de los palacios.

Ese París famélico y patibulario, fangoso y húmedo, no es precisamente un lugar de vida muy agradable.

Cuando creí que había demostrado a mis perseguidores y enemigos que si quería esconderme y desaparecer tenía medios para hacerlo, me decidí a presentarme en la embajada de España. No estaba el marqués de Miraflores. Me recibió el secretario, le dije mi nombre y me miró con un aire de estupefacción bastante cómico.

—¿Pero de dónde sale usted? —me preguntó.

—He estado enfermo en un hotel lejano.

El secretario me dijo que la policía seguía mis pasos y que me convenía marcharme a Tolosa lo más pronto posible.

El gobierno francés y la embajada española habían movilizado sus sabuesos de la policía política para seguir mis huellas. Supe después que Cea Bermúdez había pedido de nuevo que me expulsaran de París y que los agentes que trabajaban a mis órdenes intentaban darme la zancadilla.

Me despedí de Capet y del padre Atanasio Pajarín, y me dispuse a volver a Tolosa.