XI

MIS CONOCIMIENTOS EN PARÍS

Domingo Ronchi era un italiano que hizo una aparición rápida en la primera época de María Cristina, seguida de un eclipse no menos rápido.

Siluetas románticas.

POR Martínez López supe que iba a ser perseguido. No tenía persona influyente a quien recurrir. Conocía a Fabvier, entonces teniente general, que iba a ser par de Francia. No me decidí a escribirle.

Comuniqué mi situación a González Arnao, que me contestó: «Estoy enfermo; no puedo hacer nada, y menos contrarrestar la influencia de la embajada de España en París».

También fui a visitar a Mahul, director general de policía, que vivía en la calle Grenelle Saint-Germain y a quien conocía de Tolosa por haberle visitado con Lenormand. No supo qué aconsejarme.

Dos raposos

A Lafolie, el jefe del comedor del Hotel de Angulema, le contaba mis apuros y dificultades. Cuando le expliqué que querían expulsarme, me dijo que conocía a dos agentes de policía secreta que quizá podrían darme un buen consejo. Le pedí que les avisara. El uno se llama Gigot, y como había servido a veces en las cárceles de espía con los prisioneros políticos, y a esto se llama en francés mouton (cordero), le llamaban Gigot-Mouton, o sea Guisado de Cordero; al otro le decían Gustavo la Science, o la Ciencia.

Los dos tenían fama en la policía de ser muy inteligentes y ladinos. Gigot era un cínico, y Gustavo un filósofo. Ambos estaban a las órdenes de un inspector joven, severo y decidido, que no permitía transgresiones de ninguna clase; pero ellos eran perros viejos, encanecidos en el oficio, y sabían como pocos la aguja de marear.

Yo les expliqué mi caso y cómo querían expulsarme de Francia.

«El prefecto de policía actual es una buena persona —me dijeron— y de excelentes intenciones; pero en una cuestión diplomática extranjera no podrá hacer gran cosa.»

Me dieron después el nombre de un comisario que se ocupaba de esta clase de asuntos y que tenía su despacho en la prefectura de la policía, que estaba por entonces en la calle de Jerusalén, cerca del muelle de los Orfebres.

Comprendí por la conversación con los dos agentes que no se podía hacer nada.

Ronchi, el protéico

Dos días después fui a almorzar al café de Corazza, de la plaza del Palais Royal, donde me había citado Pagés, el secretario de González Arnao. Allí, en un rincón, en una mesa alumbrada con un mechero de gas, estuvimos charlando algún tiempo, y al salir me encontré de manos a boca con Godoy. Le conocí por los retratos y porque me había dicho el mozo del café que solía pasear por aquella arcada los días de mal tiempo. Estaba el antiguo favorito grueso y pesado; llevaba redingote azul, una cinta de alguna cruz en el ojal y se apoyaba en un bastón nudoso.

Le miré alejarse, y en este momento me agarraron de los hombros y me volví sorprendido. Era Domingo Ronchi.

—¿Contempla usted a Godoy? —me preguntó.

—Sí.

—El Muñoz de la época.

—No creo que fuera tan bruto como Muñoz.

—Muñoz no es tan bruto y no acabará tan miserablemente como este.

—Es posible.

Paseamos por los arcos de la plaza, y Ronchi me llevó delante de un escaparate de libros antiguos y de estampas.

Ronchi era un hombre proteico, divertido, en continua ebullición. Cada año o cada dos años cambiaba de oficio y de aficiones. Por entonces, según me dijo, pensaba coleccionar estampas y cuadros y quería poner en Madrid una industria de imprenta y de litografía. Me explicó la marcha de sus asuntos y yo le conté mi caso. Me dijo que conocía gentes del ministerio del Interior y que ya vería la manera de arreglar mi asunto.

Ronchi me habló después de Teresa Valcárcel, que le contó que me había conocido a mí en un gabinete de lectura y que estaba muy preocupada con lo que yo podía tramar. Al parecer me tenían por hombre muy peligroso.

Ronchi pensaba que María Cristina, la Padrona, como decía él, iría a vivir a París más tarde o más temprano. Esto me hizo pensar que la cosa se hallaba prevista.

Denuncia de un policía

Al día siguiente vino Ronchi a buscarme a la fonda.

—Acompáñeme usted —me dijo.

—Vamos donde usted guste.

Tomamos un coche de punto. Me indicó que iba al ministerio del Interior.

En el camino pasamos por delante de un café.

—Espéreme usted aquí —me advirtió—. Si averiguo algo de su asunto vendré a buscarle.

Tardó tanto en volver, que me decidí a almorzar en el café. Estaba ya impaciente y desesperado, pensando que el italiano se habría olvidado de mí, cuando apareció con su aire sonriente y fanfarrón.

—Amigo Aviraneta —me dijo—, he averiguado lo que hay en el fondo de su asunto.

—¿Sí?

—Todo. Aquí tiene usted el motivo de su expulsión. El 27 de abril, el subsecretario de Estado del ministerio del Interior, monsieur León de Maleville, ha dicho al embajador de España, en una carta cifrada, lo siguiente:

Ronchi sacó un papel del bolsillo del pecho y se puso a leerlo.

Se encuentra en París Eugenio de Aviraneta, que en su calidad de emisario de las sociedades secretas de Madrid organizó en 1836, en diversos puntos de España, movimientos en los cuales una multitud de personas, y sobre todo de eclesiásticos, fueron asesinados.

—El subsecretario del ministerio del Interior —siguió diciendo Ronchi— supo esta noticia por una carta que con fecha 21 de abril de 1840 envió desde Tolosa el comisario especial de la policía Labrière.

—Este Labrière, reaccionario, es rival y enemigo de otro jefe de policía llamado Lenormand, el cual es liberal y amigo mío —indiqué yo.

Ronchi sacó otro papel del bolsillo y me dijo:

—Aquí tiene usted la copia de la carta de ese Labrière.

—¿Y cómo ha podido usted sacar este documento? —le pregunté asombrado.

—Amigo, yo lo puedo todo.

Y después de pavonearse se dispuso a salir y me dijo:

A rivederci! A rivederci!

Con esta frase Ronchi se despidió de mí, porque, según dijo, tenía mucho que hacer.

Cogí el documento de Labrière y me puse a leerlo con atención. Decía así:

Eugenio de Aviraneta, español, debe llegar a París el viernes 24 de abril, en la silla de postas. Reside en Tolosa desde hace cerca de dos meses. Durante este lapso de tiempo ha tenido una correspondencia seguida con el marqués de Miraflores, de París, y con uno de los ministros de la reina, en Madrid.

Este español, que, según se ha sabido, ha venido a Francia a cumplir una misión desconocida del gobierno de la reina, es, según se dice, uno de los agentes más activos de las sociedades secretas de España y ha llegado a ser tristemente célebre por el papel que ha presentado en las disensiones políticas de su país. Se le acusa de haber provocado en Madrid la matanza de frailes en 1834 y los trastornos de Barcelona en 1836, a consecuencia de los cuales fueron muertos más de cien prisioneros carlistas en la Ciudadela.

Se llega a afirmar que en una y otra matanza figuraba en primera línea entre los matadores. Se pretende que en 1838 tomó una parte activa en los desórdenes militares de Hernani y de Bilbao.

Este español es enemigo personal del general Espartero, quien, por su parte, le odia y le persigue con este carácter de venganza sañuda peculiar de nuestros vecinos.

Detenido últimamente en Zaragoza, donde todavía estaba preso el 9 de febrero último, Aviraneta escapó a la muerte con que le amenazaba el duque de la Victoria, por la intervención de María Cristina y del ministro del Interior y de la Guerra, que le procuraron un pasaporte y le facilitaron la fuga.

La vigilancia continua de que ha sido objeto en Tolosa ha hecho conocer: primero, que ha recibido en Bayona una suma bastante crecida, que ascenderá a veinte mil francos; segundo, que ha sido acreditado por el señor Falcón, comerciante de Bayona, cerca de monsieur Autier, banquero de Tolosa, que le ha entregado varias remesas de cinco mil francos y que a su partida le ha dado una carta de crédito de tres mil sobre la casa Bagenaut y Compañia, de París, y tercero, que ha frecuentado los cafés y sitios públicos donde se reúnen de preferencia las cabezas más exaltadas del partido republicano de esta ciudad.

He consultado yo mismo con monsieur Autier, miembro del Consejo Municipal y hombre afecto al gobierno, y me ha asegurado que Eugenio de Aviraneta ha mostrado en todas sus relaciones mucha moderación y reserva, que ha hablado poco de política y se ha limitado a leer los periódicos españoles y las cartas que ha recibido de Madrid, París y Bayona. Monsieur Autier, al darme los informes acerca de la correspondencia y de las sumas recibidas por Aviraneta, me ha afirmado que no ha mostrado jamás la exaltación de que se le acusa.

A pesar de esta información y pensando que Aviraneta, conociendo los principios de monsieur Autier, ha podido muy bien moderarse en sus palabras, la policía local persiste en creer que este hombre, cuya presencia en Tolosa nada justifica, se halla en relaciones con la masonería de esta ciudad, con un grupo de carbonarios, cuyo domicilio se desconoce todavía, y que busca reorganizar las sociedades secretas en el mediodía de Francia y estrechar los lazos entre las de España y las de nuestro país.

Aviraneta tiene amistades con una mujer galante llamada Fanny Stuart, de origen belga, que está sostenida por el conde de Parcent, secretario o apoderado del infante don Francisco de Paula, hermano del difunto Fernando VII y de don Carlos.

Dentro de algunos días podré enviarle las notas y datos que he recogido en noviembre último en París y que me hacen pensar que hay unidad de proyectos y de fines entre los demagogos de los dos países.

Hay motivos también para pensar que Eugenio de Aviraneta es uno de los agentes del partido inglés en España, llamado de los exaltados; al cual, según opinión del señor Simó, pertenecen el embajador de España, en Paris, marqués de Miraflores, y don Juan Hernández, cónsul de España en Perpiñán.

El inspector especial de policía:

J. Labrière.

El policía no estaba mal enterado; se notaba que tenía datos de algunas cosas, pero en otras se podía comprender que no veía claro. Muchos de aquellos informes debían de proceder del campo carlista por conducto de Mejía.

Llegaran de donde llegasen, era el caso que me hallaba en vísperas de una persecución y probablemente de una expulsión. Estas persecuciones no eran nuevas. A principio de 1840 se recibió, como he dicho, un oficio del ministerio del Interior en Tolosa, para que saliera inmediatamente de Francia.

No me encontraron en París. Se dijo que estaba en Marsella. Luego se supo que vivía en Tolosa, enfermo de reuma. Aquella vez ya atribuí la denuncia a Cea Bermúdez; esta última pensé que procedía de los carlistas de Tolosa.

Al contarle a Lafolie lo que me había ocurrido y cómo Ronchi me había proporcionado la carta de Labrière, dijo:

—Ronchi, ¿un napolitano?

—Sí.

—Pero si ese era un espía al servicio de Vidocq. Ese ha vivido en París.

—No creo. Será algún otro Ronchi.

—El que digo yo era un hombre grueso, moreno, intrigante. En mi época de policía denunciaba las casas de juego clandestinas y era vendedor de cuadros.

Puede que fuera verdad lo que decía Lafolie, porque en Ronchi era posible todo.