LOS COMPADRES ZORROS Y LAS PEQUEÑAS RAPOSAS
En el mundo de la intriga yo creo que el mérito principal es no dar batacazos mortales. Si se cae, hay que caer siempre de pie, como los gatos. Caer de cabeza no sólo demuestra que es uno desgraciado, sino que es uno tonto; dos cosas que no acreditan nada a una persona.
Los confidentes audaces.
HACIA mediados de mayo un día de fiesta apareció una mañana en mi fonda, en una elegante carretela, el barón de Colins.
—Amigo Avinareta —me dijo—, vamos al campo, fuera de las fortificaciones, a comer en un restaurante como dos buenos ciudadanos. Charlaremos de los asuntos políticos que nos interesan sin testigos y sin temor a los curiosos.
En el camino, bastante largo, el barón me habló de la conjuración de los franciscanos.
—Al parecer —dijo— se trata sólo de trabajos ocultos a favor del infante don Francisco de Paula, a fin de que las Cortes españolas le nombren corregente en unión de María Cristina y de que se concierte el matrimonio de su hijo mayor con la reina Isabel. Este es el plan de la conjura. No hay otro. El principal director es el conde de Parcent. Su agente es ese Valdés, que creo que hace tiempo fue periodista en Madrid y actualmente está ligado con el conde. La señora que el otro día comió con nosotros en casa, la condesa D’Orval, es muy amiga de la infanta Luisa Carlota. Ha averiguado ya quién es usted y le tiene por hombre muy peligroso. ¿Usted conoce a Valdés?
—Sí, le conozco.
—Es un pájaro de cuenta.
—Eso parece.
—Desconfíe usted de él.
Yo sabía muchas cosas de Valdés. Estaba, en parte, a mis órdenes a sueldo del Gobierno. Tenía la misión de redactar un boletín de noticias políticas de Paris y enviarlo a Madrid. Yo le pagaba, con autorización de Pita Pizarro, mil francos mensuales por conducto de mi agente en Bayona, José García Orejón. Este me remitía a Tolosa una copia de su boletín, y el original lo enviaba a don Pío Pita Pizarro, quien lo ponía en manos de la reina gobernadora. Valdés y García Orejón eran de procedencia carlista y, como tales, no podían merecer mucha confianza.
Estos detalles no se los quise contar al barón de Colins. Quizá hubiera desconfiado de mí.
—¿Y los franciscanos, van en aumento? —pregunté al barón.
—Sí, eso parece; hay franceses e ingleses metidos en la trama a favor del infante y muchos ex carlistas; pero se ignoran sus nombres, o al menos a mí no me los han querido indicar.
—Y la policía francesa, ¿no toma cartas en el asunto?
—La policía hace como que los persigue. El plan, según dicen, está en sus comienzos; pero se me ha asegurado que se trabaja sin parar y que sólo aguardan los conjurados a que suceda en España un gran acontecimiento político para poner en ejecución su proyecto.
—¿Qué acontecimiento puede ser ese?
—No sé; quizá la expulsión de la reina madre… En apariencia, la intriga la dirigen solamente el infante don Francisco y el partido exaltado de España. Según dicen, el Gobierno francés no tiene la más mínima participación en ello.
—Por lo menos debe saber lo que se trama.
—Dicen que no. Eso me han asegurado, porque los conspiradores se manejan con mucha cautela y reserva; más tarde quizá se pueda averiguar algo con más detalles.
Llegamos a un merendero a orillas del Sena, que tenía dos largas galerías encristaladas hacia el río, y hacia la carretera un gran letrero que decía:
Entramos; había gente bullanguera: parejas de París, dependientes de comercio y muchachas de almacén.
Nos pusieron la mesa en la galería baja, sobre el río. Veíamos deslizarse el agua oscura y verdosa a nuestros pies. Pasaban algunas lanchas llenas de gente.
Colins me habló con gran extensión de la vida y de la fiebre de oro que dominaba París. Todos los políticos consideraban necesario hacer su fortuna rápidamente. Así lo habían hecho Talleyrand, Soult y otros muchos en su tiempo. Se seguía el precepto de Guizot, encerrado en este imperativo: Enriqueceos. Guizot, calvinista, austero, orgulloso, contento de sí mismo, había dado a la burguesía la consigna de la época: Enriqueceos.
Este hombre tenía también, para el trabajo del pobre, una frase brutal y antipática: El trabajo penoso, repugnante y mal retribuido es para el pueblo un freno necesario.
—La época de Thiers —siguió diciendo el barón— supera en intrigas a las anteriores.
—Yo creo que intrigas hay siempre.
—Hablo de intrigas financieras y bursátiles. Thiers, hijo de un obrero del puerto de Marsella, es de una seguridad en si mismo inaudita. Es partidario de la aristocracia y, sobre todo, de la burguesía rica. Es hombre egoísta. Tiene una hermana dueña de un restaurante medio taberna, y no la favorece. Él, en cambio, vive en gran señor en un hotel lujoso de la plaza de San Jorge.
—Sí; he pasado por delante de su casa. ¿Thiers y Guizot se entienden bien?
—A medias. Siempre se habla de enemistades y de riñas entre ellos. Hace años, durante una crisis, Thiers visitó a Guizot y le dijo: «Usted, que es padre de familia, tiene hijos y poca fortuna, debía usted pretender la presidencia de la Cámara, que va a quedar vacante». Esta idea halagó a Guizot, que habló a sus amigos, y cuando comenzó sus tanteos se encontró con que Thiers se había adelantado y trabajaba para ser él el presidente.
—La eterna perfidia.
—Lo que usted dice. Thiers es el hombre de los enredos hechos en colaboración con la prensa; en esto supera a Talleyrand, que no pudo manejar la prensa y que fue sólo hombre de salón. En el fondo, creo que Thiers es un hombre un poco vacío, superficial como historiador y como escritor.
—¿Y como político?
—Como político, dependerá de las circunstancias. A veces estos hombres superficiales son los que llegan más alto. ¡Qué más superficial que Napoleón! Thiers es de esos hombres que animan, que empujan a una sociedad.
—¿Usted cree que la representa bien?
—Sí. Hoy la avidez del oro y del mando domina a los políticos de París. Se está en la época de las sociedades cooperativas. Los financieros, como ha dicho un escritor, sostienen a los países como la cuerda sostiene al ahorcado. Casi todos los políticos piensan hacerse ricos en la Bolsa. Roberto Macaire, tipo del granuja de melodrama, es la caricatura de la época de la comandita. Vivir del dinero y del trabajo de los demás; lanzar acciones, verdaderas o falsas, de ferrocarriles y de minas; cultivar la gran estafa legal es el hallazgo de nuestro tiempo. Los lobos se reúnen en sociedad para devorar a los corderos; se piensa en explotar todo, y sobre todo la credulidad de las gentes. Así, las sociedades nacen como los hongos.
—Es lo que decía el otro día el marqués de Montigny en su casa.
—Ese señor no debía decir nada.
—¿Pues? ¿Por qué?
—Porque es uno de los hombres más depravados y más cínicos de nuestro tiempo. Es de los que llevan a la práctica una frase que se atribuye al mariscal Villeroy y que corre mucho por ahí.
—No la he oído.
—Pues el mariscal Villeroy decía: «Il faut tenir le pôt de chambre aux ministres tant qu’ils sont en place et le verser sur la tete des qu’ils n’y sont plus».
—Eso habrá sido siempre.
—¡Ah, claro! Lo actual no es la adulación, que es eterna, sino principalmente el engaño. La esfera del engaño se ha ensanchado en nuestro tiempo, y en una época en que se duda de todo, es donde se encuentran más tontos a los que se puede engañar.
—Es verdad.
—Los españoles se han contaminado también. La corriente iniciada en París y en Londres corre por España, y las cotizaciones de Madrid y de Barcelona reflejan las parisienses. ¿Usted no va a la Bolsa?
—Yo, nunca.
—Aguado y los suyos iniciaron la tendencia. Salamanca y sus amigos han puesto en marcha esta máquina de la Bolsa, que en España no estaba aún bien conocida. Hay allá mucha ilusión, y eso que en Madrid la Bolsa está instalada en la calle del Desengaño. Allá tiene un carácter más nervioso que aquí en París. Hay menos base, la imaginación está más exaltada y a todos les arrastra con facilidad el acontecimiento. La gente que ve una Bolsa cándida, impresionable a los sucesos y a los rumores, queda entusiasmada. Para el especulador de instinto, de genio, es una ocasión única. El poder ganar y quedarse rápidamente con grandes sumas, la posibilidad de perder y de no pagar, todo eso halaga más que un cuento de hadas.
—Sí, se comprende.
—Se presenta la edad del oro y del agiotaje, la edad admirable para los listos de pocos escrúpulos. Toda la gente ansiosa de dinero se reconcentra en las Bolsas. Se cree que los banqueros pactan con los carlistas y con los republicanos y los impulsan a moverse para hacer oscilar los valores. Todo el elemento iniciado en estas cuestiones se acerca a la Bolsa con entusiasmo. María Cristina y Muñoz han demostrado una gran avidez de oro, y llevan camino de hacer una fortuna inmensa, empleando toda clase de procedimientos. En el Norte, Lasala y Collado; Gamboa desde Bayona, y otros muchos, han hecho grandes negocios con los suministros militares.
—Sí, es verdad.
—Salamanca y los suyos ponen a contribución los ferrocarriles; otros, las minas, y hay capitanes generales que van a Cuba a hacer allí fortunas enormes, favoreciendo la trata de negros. En su tiempo, no era así la gente de España.
—Había de todo, claro es. Muchos hemos vivido modestamente, pobremente.
—Pues ahora se quiere vivir como grandes señores, tener mujeres, lujo, cuadros, ostentación. Los políticos van camino de sustituir a los aristócratas. La verdad es que se considera al pueblo, a pesar de toda la palabrería democrática, como un rebaño de borregos. Igual da que sea Espartero, Olózaga o Narváez; todos ellos, políticos o militares, quieren ser grandes señores y pasarse las leyes por debajo del sobaco.
—Es verdad.
—Los comerciantes y banqueros no les van a la zaga —siguió diciendo el barón de Colins—, y Aguado, Salamanca, Tastet y los demás quieren vivir como bajás.
—Eso pasará aquí aún en mayor escala.
—¡Ah, claro! Casi vale más que así sea, porque la roñosidad entre millonarios es repugnante. Es lo que pasa al barón de Rothschild, que sale a la calle llevando en el portamonedas unos céntimos. Los dos hermanos Pereire, Pereiras de origen, descendientes del Pereira español que fue el primer instructor de sordomudos, son más generosos y geniales. Ahora hay un joven banquero de Burdeos, también judío, Mirés, que va a dar mucho que hablar. La adulación por los millonarios toma caracteres cómicos. Se dice que en casa de Rothschild un solicitante se descubrió viendo a un lacayo que pasaba con un bacín en la mano. La amabilidad del barón de Rothschild es proverbial. Un agente de Bolsa le preguntó un día: «¿Qué tal, señor barón, cómo está usted?». «Y a usted qué le importa», le contestó él. «Es verdad, nada. La vida de un cerdo judío no me interesa».
Hablamos mucho de la ambición de la infanta Luisa Carlota. El barón de Colins me preguntó por su genealogía. Le expliqué que era hija de Francisco I, rey de las dos Sicilias, y de María Isabel de España, que había nacido en 1804 y casado a los quince años con don Francisco de Paula, el hermano de Fernando VII.
—Doña Luisa Carlota —le dije— es una mujer de una ambición sin límites. Ha querido llegar a todo trance y de cualquier manera al trono, y tiene gran envidia de su hermana Cristina. Esta, quizá menos inteligente, dice que Carlota es un genio maléfico, que no ha habido conspiración en que no esté metida, ni intriga de la que no tenga los hilos, ni acto de su Gobierno que no haya combatido a la chita callando. Así como Luisa Carlota pone a su hermana como a una perdida de malas costumbres, esta, a su vez, dice a su hija Isabel, refiriéndose a Carlota: «No te fíes de esa mujer; lleva consigo la desgracia y la ruina; sus palabras son mentirosas, sus protestas de amistad son asechanzas, su presencia es un peligro, y no tendrá nunca interés más que en apoderarse de ti y en engañarte».
Por lo que había averiguado el barón de Colins, además del conde de Parcent, trabajaban en España en preparar el matrimonio del hijo del infante don Francisco con la reina niña, don Joaquín María López, don Juan Muñoz Bueno, don Rafael Degollado, don Antonio Collantes y don Francisco Mendialdúa. Mendialdúa tenía idéntico nombre y apellido que otro que se sublevó en Málaga en 1821 y pretendía proclamar la república ibérica y que le nombraran a él nada menos que primer cónsul. No creo que fuera el mismo. Este segundo Mendialdúa fue director del Eco del Comercio, fundado por Iznardi, y colaboró después en un periódico literario titulado La Poliantea.
Al parecer, Espartero no era, en principio, muy partidario del matrimonio de Isabel II con el hijo de don Francisco; pero los progresistas pensaban convencerle, asegurándole que la influencia que tenían en la masonería el infante y su mujer serviría para elevarle a la regencia.
Los Parcent, al decir del barón de Colins, eran también muy ambiciosos de poder y de dinero. Se decían descendientes de familias reales y aseguraban qué podían ir desde Valencia hasta Francia, a caballo, por tierras de su propiedad.
El conde de Parcent fue al principio adicto de María Cristina, y después se convirtió en incondicional de la infanta Luisa Carlota y de su marido don Paco. Si los motivos de este cambio eran los que asignaba Martínez López, yo no lo sabía.
Dejamos el merendero de las orillas del Sena y volvimos a París. El barón me llevó a tomar un refresco al café de Tortoni, del bulevar de los Italianos, punto de reunión de los elegantes del tiempo.
A la puerta se veían landós, faetones y cabriolets con armas pintadas en las portezuelas.
Subimos a la gran sala del piso principal, en donde los mozos, de frac y de corbata blanca, iban y venían en silencio. El salón estaba casi lleno de dandys con levita y pantalones blancos y de algunas damas pálidas y elegantes. Nos sentamos al lado de un ventanal.
—Esa parte de ahí enfrente del bulevar —me dijo Colins— es el punto de reunión de los zurupetos de París. El Gobierno pretende hacer desaparecer estos modestos corredores que operan en calles y cafés. Hace unos días, en el pasaje de la Opera, uno de ellos gritaba: «¡Vendo Mobiliario! ¡Tomo Ferrocarriles!». Un agente de policía que le oyó le dijo: «Amigo, venga usted conmigo a la inspección. Hace usted un negocio prohibido». El zurupeto se presentó al comisario de policía y le dijo: «Es verdad… Vendo Mobiliario…, el mío. Y tomo Ferrocarriles… cuando tengo que viajar». «Bueno, bueno; váyase usted, le dijo el comisario riendo».
Estuvimos media hora en el café de Tortoni.
—¿Quiere usted que le deje en su casa? —me preguntó al salir el barón.
—No, muchas gracias —le contesté—. Prefiero ir andando.
Me despedí de Colins y marché a casa por los bulevares, y luego tomé por la calle de Montmartre. Me bailaban en la cabeza las historias que acababa de oír. Me había propuesto prolongar mi estancia durante un mes en París, y pensaba, con el auxilio del barón, desentrañar los manejos de franciscanos, esparteristas y carlistas. Me habría convenido tener una persona en el seno de los conspiradores para conocer sus futuras maniobras.