EL TÍO CAPET
El viejo Chipiteguy se paseaba de arriba abajo por su tienda; recorría los almacenes, los cobertizos del patio, inspeccionándolo todo, dando sus órdenes siempre con la pipa en la boca.
Las figuras de cera.
EL padre Capet, o el tío Capet, como se le hubiera llamado en España, era prendero, usurero y anticuario. Tenía una tiendecilla oscura y abarrotada de género.
Capet prestaba dinero a gente rica y a gente pobre, y se quedaba con objetos que sabía que se podían vender perfectamente, como tabaqueras, abanicos, relojes, cuadros, instrumentos de música antiguos y ejecutorias. También tenía libros de coro miniados y pergaminos con escudos. Decía con frecuencia, en broma, que el mundo había perdido la brújula y que no quedaba más aguja de marear que la de su establecimiento.
El viejo Capet se hizo amigo mío. Le hablé al prendero de mis asuntos, y me dijo: «Si tiene usted sospechas de que le va a perseguir la policía no venga usted a mi tienda; vaya usted a mi casa de la calle de la Pergaminería, número 10, y si lo necesita, le cederé un cuarto. Allí no le encuentra a usted nadie».
Acepté su ofrecimiento para el caso de estar perseguido.
Capet se hallaba atacado por la fiebre mercantilista de la época y era también un caso de avidez de oro.
Capet tenía relaciones con corredoras de alhajas a quien conocí. Entre ellas había varias viejas con aspecto de cortesanas jubiladas y un cierto aire de familia. Se dedicaban a prestar dinero, a correr alhajas y a vender muebles.
También solían rondar por La Brújula jóvenes rateros, algunos mal vestidos, otros elegantes, que entraban con precaución a hablar con Capet, y después de la entrevista y de dejar alguna prenda de valor, se marchaban con dinero en el bolsillo.
Capet debía de hacer desmontar inmediatamente las alhajas, quitar las piedras preciosas y fundir el oro o la plata.
Es difícil que los chamarileros no vivan en relación con gente de comercio ilícito, sobre todo, encubridores de objetos robados.
El viejo Capet tenía a su servicio falsificadores de cuadros, de papeles antiguos y de documentos. Si a él le encargaban un árbol genealógico, un cuadro antiguo o una ejecutoria, al mes o mes y medio estaban ya flamantes en su tienda y a disposición del comprador. Todo, según él, completamente auténtico.
Podía decir como un anticuario del Rastro de Madrid, conocido mío. Este aseguraba con cierta irritación: «Dicen que estos hierros no son antiguos. ¿Cómo se puede asegurar eso si los he tenido cuatro años metidos en la tierra del corral?».
A Capet le compré algunas alhajas de poco valor, cruces, medallas y camafeos. Pensaba regalárselos a las amigas, sobre todo a Josefina de Esperamons.
En casa del tío Capet conocí a un viejo llamado Martín Murlot, hombre a quien le faltaba una oreja, que perdió de frío en la retirada de Rusia.
Martín Murlot, por entonces republicano entusiasta; había sido durante algún tiempo ordenanza del marqués de Montigny, a quien conocí en casa del barón de Colins.
Este Murlot, antiguo soldado de Napoleón, tenía guardados varias estampas y folletos sobre la guerra de España, a cual más disparatados. Aunque había estado dos veces en España, una con Napoleón y la otra con el duque de Angulema, no recordaba lo visto y se atenía a sus papeles. Me prestó los que tenía, entre ellos unas Reminiscencias Españolas, firmadas por El Pequeño Diablo Cojuelo.
Eran un conjunto de tonterías y de mentiras sobre los guerrilleros y los bandidos españoles. Se hablaba de los caroucos, supongo que serían carrucos, de las recuas de bouros, de las navacas y de los puñales triangulares llamados rejones, los cuales llevaban las valencianas, aquí eran las valencianas, en la liga y los manejaban como las francesas los abanicos.
No era posible demostrarle al buen Murlot que en todas estas historias había mucha mentira. Él creía que aquellos detalles los había visto y comprobado.
El tío Capet me preguntó a los pocos días de conocerle si yo sabía de alguien que pudiera comprar una espada y un bastón del pretendiente don Carlos. Me llevó con gran misterio a la trastienda y allí me enseñó un espadín muy adornado y un bastón de concha con puño de oro, los dos con su estuche de terciopelo azul. En uno de estos había una carta firmada por un aristócrata francés. En ella se atestiguaba que la espada y el bastón eran de don Carlos.
Le pregunté al prendero cómo tenía aquellos objetos, y me contó la historia del hallazgo.
Cuando el pretendiente don Carlos fue huyendo en 1839 de Lecumberri a Francia, se detuvo tres días en Elizondo con su cuartel real. Parte del equipaje de don Carlos fue depositado en el desván de la casa donde habitaba. Había varias cajas con valores, el estuche con la espada de gala, obsequio de sus partidarios, y un bastón de concha con puño de oro, guarnecido de brillantes, regalo del padre Cirilo de la Alameda. En la huida, ya cerca de Urdax, recordó alguno al pretendiente la espada y el bastón. Habían quedado en Elizondo. Se envió al momento a un aldeano y fue a la casa, ocupada ya por Espartero.
El amo de esta, carlista, registró el desván y no encontró nada. Un empleado del cuartel real se llevó la espada y el bastón y los ha empeñado aquí. Como no los ha rescatado, son míos —terminó diciendo Capet—. Y esta es la historia. ¿Usted cree que se podrán vender bien?
—No me parece fácil —le dije yo—. Si quiere usted vender eso por el valor que tenga, sí; ahora, como reliquia no lo creo.
Capet dijo que aunque fuera de este modo no perdía en el trato, lo que ya me lo suponía yo.
Capet me habló después de sus amigos. Tenía mucho afecto por Marcial Duhart. Por lo que me dijo, este muchacho era desgraciado. Su madre, una vasca, había sido nodriza de una hija del general Lefevre, y Marcial estaba enamorado como un loco de su hermana de leche, que se había casado hacía un año con un hijo del marqués de Montigny.
—Al marqués le conozco —le dije yo—; he comido el otro día con él.
—Es un canalla —me contestó violentamente el prendero.
Una tarde me avisó Fanny Stuart para que fuera al gabinete de lectura de la calle de la Michodière, de donde marcharíamos a cenar a un restaurante del pasaje de los Panoramas.
Fui a buscar a Fanny. La encontré en compañía de una bailarina española muy guapa y muy inteligente, la Perlita, que había tenido éxito en París.
Fanny me preguntó.
—¿Qué tal van sus asuntos aquí?
—Van bien.
—¿Y el barón de Colins?
—Ha estado muy amable conmigo.
—¿Se divierte usted? Cuénteme usted lo que hace.
Le hablé de las personas que iba conociendo y del prendero Capet.
—¡Hombre, le conozco mucho! —me dijo—. He ido algunas veces, en mis malos tiempos de Paris, a venderle cuadros y muebles. Es un usurero.
—¡Claro, qué va a ser!
Nos marchamos al restaurante del pasaje de los Panoramas, donde cenamos espléndidamente. Fue una cena de despedida, porque al día siguiente Fanny Stuart y su amiga española, la Perlita, partían para Toulouse. Éramos siete u ocho los comensales. Entre las damas, Fanny, la Perlita, una amiga de esta, segunda tiple del teatro del Palais Royal, llamada Annette Fleury, y madama Ernestina, la dueña del gabinete de lectura de la calle de la Michodière. Annette Fleury tenía los ojos pequeños, la boca grande y una gracia un poco endiablada. De los hombres, estaban un tal Fouquier, agente de negocios y fundador de pequeños periódicos reaccionarios, chantajista y juerguista; Cohn, que se hacía llamar Delcour, cómico, empresario y corredor de alhajas y cuadros, con un almacén en la calle del Temple, y un tal Paragot, hombre grueso, barrigudo, de tipo socrático, que era un bufón, y que decía seriamente que su oficio era vender ideas y noticias.
Annette Fleury y Fouquier hablaron por los codos y contaron una porción de anécdotas de la vida parisiense.
Madama Ernestina pretendía dirigir la conversación. Era una vieja intrigante y trapalona, amiga de enredos y de tercerías más o menos interesadas. Madama Ernestina se dedicaba a jugar a la lotería las ganancias que le daba su gabinete de lectura, esperando hacerse rica en un momento de suerte. Esta vieja vivía en la misma casa donde tenía su establecimiento, en un piso alto y abuhardillado. Coleccionaba periódicos, folletos y hojas. Pretendía publicar sus recuerdos y encontrar alguno que se los escribiese. Decía que la autora de las Memorias de una Contemporánea, Ida de Saint-Elme, había ganado mucho dinero con su libro. No debía de ser verdad, porque, según Fouquier, la autora estaba por entonces asilada en un hospicio de monjas, cerca de Bruselas.
Madama Ernestina daba noticias detalladas de todo el mundo; pero sus noticias parecían inventadas en su mayor parte. Me dijo que muchas veces iba a su establecimiento a leer periódicos don Manuel Godoy, el príncipe de la Paz, que vivía en la misma calle.
También paraba cerca el canónigo Álvarez, amigo de confianza de don Carlos. El canónigo recibía la correspondencia a nombre de Mr. Rouge, calle de la Michodière, número 10.
Por último, me dijo que con frecuencia veía a Teresa Valcárcel, que había sido dama de la reina María Cristina y se había indispuesto con ella.
—No, no fue dama de la reina, fue su modista y un poco su alcahueta —le repliqué yo.
—Me lo habían dicho, pero yo no tenía datos para creerlo —contestó la vieja dama—. ¿Quiere usted verla?
—Ella no querrá verme a mí, yo no la conozco.
—Sí, sí querrá; deme usted las señas de su hotel y su nombre y yo le avisaré.
Mientras los jóvenes charlaban de sus asuntos, madame Ernestina me quiso monopolizar y convencerme de la importancia de sus amistades.
Al final de la cena se presentó una mujer vestida de hombre, que era amiga de la cómica Annette y a quien llamaba la Gran Nina. Fue muy bien acogida por todos. Se sentó, participó de los postres y habló por los codos.
Para final se hizo una gran tortilla al ron, se bebió champaña, se brindó, y concluida la cena, cada cual se fue a su casa.