REVOLUCIONARIOS
En las esferas donde germinan las ideas nuevas no hay que esperar encontrase con hombres de gravedad y peso. En los nuevos caminos es más fácil toparse, entre locos, perdidos y granujas, con algún santo o con algún héroe.
Con la pluma y con el sable.
DÍAS después me encontré con Isaac Rodríguez y hablamos. Tanteó mis ideas y mis planes y me llevó al café Cardinal de la calle de Richelieu, donde tenía su tertulia, a la que acudía con frecuencia Martínez López. Luego fuimos de paseo a los muelles del Sena, a ver los puestos de libros, y después me llevó a la tienda de un trapero de la calle de Buci, llamada La Brújula.
«Aquí encontrará usted gente que quizá le sirva y le dé datos para sus maniobras.»
El trapero de La Brújula se apellidaba Capet. Por su casa pasaba mucha gente, la mayoría compradores y vendedores y algunos políticos, desde legitimistas hasta republicanos.
Fui varias veces a La Brújula. Capet me presentó a sus conocidos revolucionarios. Sin duda me clasificó en el grupo. Entre ellos intimé con un joven de origen vasco, Marcial Duhart, muchacho efusivo, de oficio mecánico, que peroraba en las reuniones políticas con furia y se mostraba radicalísimo.
Duhart tendría unos veintitrés años. Era rubio, de cara juanetuda y cuadrada, manos velludas y fuertes; daba la impresión de violento y de acometedor. No era hombre culto, pero sí noble y esforzado. Me proporcionó muchos datos sobre la causa política de mayo del año anterior que se estaba viendo por entonces.
Marcial, cuando no tenía trabajo, lo que era muy frecuente, solía ir a un café de la calle Mazarina, un café con un entresuelo cochambroso, divanes raídos, cortinas viejas y mesas de billar con paño verde y troneras grandes en los rincones. Allí solía estar jugando y discutiendo en una atmósfera irrespirable de calor y de humo de tabaco.
Le fui a ver varias veces a aquel entresuelo desastrado. Uno de los asiduos a este billar era un señor de grandes melenas, que me dijeron era un martinista de la secta de Saint-Martín y de Martínez Pascualys. Le oí hablar al martinista y me pareció que no decía más que tonterías con mucha solemnidad; pero como las tonterías, expresadas en tono campanudo, siempre se cotizan, el señor melenudo tenía crédito entre la gente. Marcial Duhart parecía hombre triste y desesperanzado, y bebía con exceso.
Me contó Duhart que era hijo de un vasco de San Juan Pie de Puerto. Había tomado parte en los movimientos revolucionarios del año anterior con suerte, pues no fue perseguido por la policía. Seguía conspirando contra el gobierno y actuando entre revolucionarios y posibles regicidas. Me habló el joven mecánico de los organizadores de las dos sociedades revolucionarias del tiempo, la de las Familias y la de las Estaciones. Lo peor, desde su punto de vista, era la hostilidad existente entre los jefes.
Capet me contó que Marcial Duhart había tomado parte muy activa en la insurrección de mayo de 1839. Colaboró en el asalto de las armerías y contribuyó a apoderarse de la Prefectura y del palacio de Justicia. Estuvo después preparando las barricadas en las callejuelas estrechas y tortuosas, próximas a la iglesia de Saint Merry y de la calle Greneta.
En 1834, de chico, había presenciado una terrible matanza en una casa de la calle de Transnonain, matanza que se hizo célebre en la cual los soldados exterminaron hombres, mujeres, viejos, niños y hasta a los enfermos que estaban en las camas. Aquel recuerdo le exaltaba y le daba ideas de venganza.
Entre los amigos de Marcial había comunistas, y uno de ellos me indicó que días después se iba a ver un proceso contra los jefes de su partido.
Me dieron una alocución, en la que se decía:
El fin hacia el cual tienden los trabajadores es la igualdad verdadera por medio de la comunidad de bienes. La nueva dirección se dedica a hacer conocer en el pasado, y sobre todo en la historia de la revolución, los acontecimientos favorables a la causa del pueblo, a rendir homenaje a los hombres virtuosos y a abominar de los miserables de aquella época. En cuanto a la hora actual, inspiramos a los trabajadores el odio de todo lo existente, les aconsejamos alejarse de estos pretendidos demócratas que, sin tocar el fondo de la sociedad, no quieren más que una exterior reforma política.
Ante estas ideas, yo, con mis preocupaciones puramente políticas y nacionales, daba la impresión de un hombre viejo y de concepciones pasadas.
Con aquellos exaltados, amigos de Marcial, se reunían algunos tipos idealistas y gentes poco recomendables, ambiciosos que iban a pescar en las aguas turbias de la política, fanáticos y chanchulleros.
Los hombres que habían tomado parte en el movimiento republicano del año anterior, y que prepararon y dirigieron los atentados contra Luis Felipe, vivían como desocupados, solían ir con frecuencia a cenar al Cuadrante Azul, a los Hermanos Provenzales y a otras fondas a la moda. El dinero debía de proceder de la masonería y de las asociaciones secretas.
Muchos de los directores de la agitación republicana manejaban los fondos de la sociedad titulada Los Derechos del hombre. Hacían repartir folletos y papeles políticos. La gente obrera de acción frecuentaba una taberna de un tal Lespinasse, de la calle del Faubourg Poisonniére, y otra de la mujer Bertrand, en La Chapelle, adonde me llevaron.
Marcial Duhart consideraba la revolución muy próxima. Era un optimista, un iluso. Isaac Rodríguez seguía con curiosidad lo que hacían los exaltados, pero no tenía confianza en sus esfuerzos. Para Rodriguez, los debates doctrinarios sobre la forma de gobierno debían acabar y comenzar una nueva era de lucha metódica por las prerrogativas del trabajo y del capital.
Yo iba viendo con sorpresa cómo la política se iba transformando en una cuestión de clases. Naturalmente, el desarrollo de esta acción necesitaría decenios o quizá siglos para madurar. Yo no estaba, ni estaba tampoco España, para entrar en esta evolución novísima, que podía darse principalmente en países industriales. Yo me contentaba con ser un viejo liberal y no pensaba pasar de ahí.
Solía ir a buscar con frecuencia a Isaac Rodríguez al café Cardinal, de la calle de Richelieu, donde tenía su tertulia. Algunas veces iba también nuestro Sancho Gobernador el cínico. Se sabía entre los contertulios que el libelista ejercía de polizonte casi por afición. Isaac Rodríguez lo despreciaba.
—Se puede decir de él —aseguró una vez— lo que un político decía de otro para expresar su desprecio. «Es el penúltimo de los hombres». «¿Por qué el penúltimo?», le preguntaban. «Para no desilusionar a nadie».
De Marcial Duhart, Rodríguez, no hablaba mal, pero decía: «A Marcial le pasa como a aquel gentilhombre napolitano que se batió quince veces para defender la superioridad de Dante sobre el Ariosto, y cuando iba a morir, confesó cándidamente: “La verdad es que no he leído ni al uno ni al otro”».