III

GRAN MUNDO

Aquí está usted entre amigos, entre hermanos; e hizo la señal masónica de reconocimiento como masón del rito escocés.

Los contrastes de la vida.

CUANDO ya me encontraba bien decidí presentarme en casa del barón de Colins. Como estaba receloso y el recibimiento del embajador español me inclinaba a la suspicacia, fui primero a ver la casa donde vivía el barón y, si se terciaba, a preguntar en algún café o taberna próxima qué clase de hombre era.

Vivía el protector de Fanny en un hotel antiguo y lujoso de la calle del Bac. Al quedarme parado a contemplar el hotel, una carretela, ocupada por una señora muy distinguida, ya no joven, estuvo a punto de atropellarme.

La señora mandó parar y muy amablemente me preguntó si me había ocurrido algo. La tranquilicé y, después de saludarla, seguí andando.

Al otro día por la mañana, tras del almuerzo, tomé un coche y fui a visitar al barón.

La casa de la calle del Bac tenía un portal ancho que daba a un patio renacentista con columnas y galerías y, en el patio, una escalera lujosa de piedra.

Por lo que vi, la casa del barón estaba alhajada con riqueza y con rumbo; abundaban los muebles elegantes, los espejos dorados, las alfombras mullidas. Todo espléndido y de buen gusto.

Me presenté y me hice anunciar por un criado de casaca. Fanny había comunicado al barón el aviso de mi visita.

El barón de Colins era un señor de más de setenta años, de pelo blanco; hombre muy bien conservado; vestido de manera impecable. Era de origen flamenco; parecía hombre simpático y llano.

Tomó una lente y leyó la carta de Fanny.

—¿Por qué no ha venido usted antes? —me preguntó—. Veo que lleva usted días aquí.

—He estado enfermo.

—¿Ya está usted bien?

—Sí.

—Comerá usted conmigo.

—Muchas gracias. Estoy ahora a régimen.

—Yo también me alimento la mayor parte de los días del año con verduras, así que no hay obstáculo para que usted cumpla en mi casa sus prescripciones médicas.

Después de convenir en esto, Colins me llevó a un saloncito. El salón, estilo de la época, con algunos muebles ingleses, tenía en las paredes varios cuadros de pintores flamencos, paisajes y escenas campesinas. Entre los cuadros había uno de Brueghel el viejo.

El barón me preguntó:

—¿Le gusta a usted la pintura?

—Sí. Este Brueghel es muy bonito.

Lo contemplé un instante.

—¿Y qué clase de negocios le traen a usted a Paris? Estoy muy obligado a servir a mi amiga Fanny.

Hice entonces el signo de reconocimiento masónico, al cual contestó él, y le dije recomendándome a su discreción:

—Aunque en la carta de Fanny aparece mi segundo nombre y apellido, yo me llamo Eugenio de Aviraneta y soy un agente político del gobierno español.

—¿Es que Fanny Stuart se ha metido a política? —me preguntó riendo el barón.

—No.

—Porque la pobre muchacha no creo que tenga ni gran inteligencia ni gran astucia para eso.

—Indudablemente, por lo menos no tiene afición. Yo vengo con el designio secreto de buscar la pista de una conspiración que creo que se está tramando contra la reina Cristina por algunos españoles residentes en París amigos del infante don Francisco, en complicidad con otros de Madrid y con algunos personajes extranjeros.

—¡Ah!, ya caigo en la cuenta —repuso el barón—; usted querrá enterarse de las maniobras del amigo de Fanny.

—¿Del amigo? —pregunté yo haciéndome el sorprendido.

—De su amigo o protector —repuso Colins—; veo que no está usted todavía en autos. Sin duda ignora usted que a Fanny Stuart le sostiene hoy el conde de Parcent, grande de España, y que este es el principal agente de don Francisco de Paula. Yo sé algo de todo ello, pero no con suficientes detalles, y como veo que a usted le interesa el asunto, me enteraré al por menor por las personas que tienen relaciones con la política española. El gobierno de Madrid y la reina Cristina, ¿saben algo de estos manejos?

—Yo les he comunicado mis sospechas.

—Hay que manejarse con mucha precaución y cautela. La cosa es delicada, porque Luis Felipe interviene, según se dice, por intereses de familia. Dentro de algunos días le daré a usted los datos que le interesan. Déjeme usted las señas de su hotel y descuide usted de lo demás. ¿Supongo que habrá usted almorzado?

—Sí.

—¿Qué, no tendrá usted nada que hacer por la tarde?

—No.

—Bueno, pues permítame usted un momento y espéreme usted media hora leyendo los periódicos. Invitaré a algunas personas con las que pueda usted hablar en la comida. Antes daremos una vuelta en coche.

Esperé contemplando los cuadros holandeses del salón, algunos preciosos. El barón de Colins, con sus amistades, podía darme datos auténticos de la intriga para ver claramente sus proporciones.

Cuando apareció de nuevo el barón, salimos, bajamos al patio; montamos en un landó; cruzamos a la otra orilla del Sena, y fuimos por la Avenida de los Campos Elíseos al Bosque de Bolonia.

Hacía una tarde muy hermosa de primavera. El barón me mostró las notabilidades del mundo elegante: las grandes damas, las actrices, los generales, los banqueros, los jóvenes que estaban a la moda, y me contó una serie de historias de unos y de otros.

Nos detuvimos un momento en el Pabellón de Armenonville a tomar un refresco.

—¿Tiene usted curiosidad por ver algunos de estos cosmoramas? —me preguntó.

—No, la verdad; no me interesa actualmente más que la política.

—¿No quiere usted ver las figuras de cera?

—No.

—Pues es un espectáculo cómico. Hay una mezcla de personajes que en su vida no se verían nada contentos por estar juntos. Luis Felipe y Napoleón, María Cristina y el infante don Francisco. ¿Sabe usted con quién está emparejado don Carlos y sentado a la misma mesa?

—No.

—Con Abd-El-Kader.

—¡Qué mezcla! Un árabe valiente y generoso con un Borbón egoísta y cobarde.

No se me hizo nada largo el paseo. Volvimos a casa del barón y pasamos al saloncito elegante, donde había varias personas que me fueron presentando. Primeramente lo hizo a tres señoras. Una de ellas era la dama que días antes estuvo a punto de atropellarme en la calle con su coche. La señora quedó bastante sorprendida al verme allí. El barón me preguntó después si la conocía y yo conté lo ocurrido.

—¿Por qué no vino usted ese día a verme? —me preguntó.

—¡Qué quiere usted! No le conocía a usted y tenía cierta suspicacia.

—¿Y el aspecto de mi casa le tranquilizó?

—Si, algo.

Le conté lo que me había pasado con el embajador de España, y se rio.

—Esta señora, a quien le acabo de presentar, —me dijo después—, es una dama de la aristocracia de aquí, muy amiga de la infanta Luisa Carlota y de un español, un tal Valdés, a quien llaman aquí el Bello Valdés y los españoles Valdés de los Gatos, no sé por qué. Esa señora puede que esté enterada de lo que a usted le interesa; pero si no le conviene no le hablará de ello, porque es muy discreta y muy diplomática. ¿Conoce usted a ese Valdés?

—Poco.

—Creo que es cubano, hijo natural de algún personaje. No se sabe de qué vive, pero vive bien. La señora conocía a Valdés y a otros muchos españoles. A Valdés lo tenía por hombre amable y divertido.

La otra dama era una señorita de la rancia aristocracia francesa, de cerca de cuarenta años: alta, de buena figura, con un apellido y un nombre sonoros: Blanca de Clermont. Esta señorita, después de un proyecto de matrimonio con un político realista de fama, había comenzado a intrigar, a jugar a la Bolsa y a favorecer los proyectos de los carlistas españoles. Quizá pensaba que iba a galvanizar el carlismo. Vestía con cierta originalidad, con aire de amazona, y hablaba también con mucha viveza.

Solía recibir en su casa a algunos forajidos de Cabrera, que le acompañaban, y tenía el proyecto de entrar en España si se encendía de nuevo la guerra.

El barón de Colins indicó con una mirada al mayordomo en dónde debía sentarse cada uno de los comensales, y comenzó en seguida una conversación un poco de fuegos artificiales, en la cual se habló en broma de política, de literatura, de teatro, todo bastante superficialmente y adornado con anécdotas a estilo francés.

De los invitados eran: uno el marqués de Montigny, alto empleado en el ministerio de la Guerra; otro un diplomático viejo, D’Aumesnil, que había estado en España, y varios jóvenes elegantes.

El comedor era rico, ostentoso, estilo Luis XV, con grandes tapices y cuadros de caza. Tres criados de frac servían la mesa.

El marqués de Montigny

Poco después tomó la palabra el marqués. Este señor se hallaba muy enterado de los asuntos políticos de Francia y de España. Tendría ya unos cincuenta años y se mostraba muy atildado, muy empolvado y muy lleno de pomada.

—¿A usted, como español —me dijo—, le parecerá la vida de París un poco chusca?

—No. ¿Por qué?

—El español es muy austero. Esta es la época más desvergonzada de costumbres, del agio y de la intriga que se ha conocido. Los políticos de Francia, y de fuera de Francia, maniobran en la Bolsa de una manera cínica y descarada. El que quiere vivir tiene que hacer lo mismo que ellos. Ya no vale ser un hombre de calidad, hay que ser un hombre de cantidad. La diplomacia actual nace en los despachos de los banqueros.

—¿Y esto no pasaría antes? —pregunté yo.

—Lo mismo que ahora —contestó el viejo diplomático D’Aumesnil.

El marqués me pidió mi opinión acerca de la vitalidad del carlismo y de la exactitud del libro de un periodista inglés y judío, un tal Mitchell, publicado en Bayona.

En este libro se atacaba crudamente a los moderados carlistas, a Maroto, al padre Cirilo y a Elio, y sólo salían bien librados los puros, a los cuales los contrarios llamaban obisperos.

—Ese libro es el libelo de un fanático y de una parte interesada en el asunto —contesté yo.

—¿Cree usted?

—Me parece indudable.

—Y el padre Cirilo, ¿qué le parece a usted?

—El padre Cirilo es el tipo del fraile listo e intrigante, del hombre que se cree genial, que se considera un segundo Cisneros y es sólo habilidoso. En el fondo, es un hombre sin nervio, incapaz de arrastrar a nadie. Le faltan dos cosas importantes para ser un político de altura: la intuición y el valor.

La señora amiga de la infanta Luisa Carlota y de Valdés de los Gatos dijo que me mostraba muy severo. Yo le contesté que esta era mi opinión y que quizá mis expresiones eran duras, porque el que habla con dificultad un idioma, como hablaba yo el francés, no puede dominar bien los matices y se expresa siempre con cierta exageración.

Los jóvenes

Poco después, uno de los jóvenes, que apenas tendría veinte años, muy atildado y petulante, desvió la conversación de los asuntos políticos y habló del gran mundo y del mundo alegre.

Contó en broma que su padre le había dicho que tenía que visitar a los grandes hombres y oír religiosamente sus palabras, para completar su educación.

Como gran cosa, consiguió su familia que fuera a una comida de una lady inglesa, a la cual acudirían damas de la aristocracia y, sobre todo, el príncipe de Talleyrand. Escúchale, le había dicho su padre. Le pusieron en la mesa cerca del príncipe, y un diplomático le hizo preguntas para que el viejo intrigante luciera su genio. Talleyrand, con un aire un tanto estúpido, comía como un tiburón, y en toda la cena no dijo más que frases como esta: La sopa está buena, esta ternera es blanda, y cosas igualmente profundas. Después, siguió diciendo el joven, fue a visitar al vizconde de Chateaubriand en un hotel de la calle del Infierno, y allí le vio al grande hombre en un sillón, rodeado de duquesas, escuchando las adulaciones del público. El gran hombre decía a todos los que se le acercaban: «Yo no quiero que el mundo se ocupe de mí. Yo he cumplido mi misión modesta». Y mientras decía esto, madama Recamier, su primera sacerdotisa, bostezaba de fastidio.

Después otro jovencito nos contó lo ocurrido hacia días con la famosa bailarina Lola Montes. En una cena, el guitarrista español Trinidad Huerta había tocado un bolero. Lola Montes, después condesa de Lansfeld y favorita del rey Luis de Baviera, escuchó entusiasmada el bolero brillante y desordenado del guitarrista, y al terminarlo le dijo:

—Huerta, me tiene usted que dedicar ese bolero.

—El caso es que se lo he prometido ya a la Cerrito. La Cerrito era una bailarina del teatro de la Opera.

Lola Montes cogió un cuchillo de la mesa y se puso a perseguir al guitarrista. Se desarmó a la bailarina furiosa y sólo se tranquilizó cuando le aseguraron que se daría su nombre al bolero.

Otro joven hizo un chiste sobre un general, amigo de la casa, de quien se aseguraba que maltrataba a su mujer.

—Es más tambor mayor que otra cosa —dijo.

—¿Por qué?

—Porque, según dicen, siempre está batiendo a la generala.

El chiste, aunque no muy original, se celebró mucho.

Aquellos jóvenes, por lo que vi, empezaban a tener como doctrina única la extravagancia. El no pensar como los demás, el no vestir como los demás, constituía para ellos el gran mérito. Yo comprendo que no parecerse al resto de los mortales, cuando estos son necios, es un mérito; pero disentir de los demás en comer, en beber y en vestirse, es una bastante estólida originalidad.

El viejo diplomático

Al terminar la cena me puse a hablar con el viejo diplomático D’Aumesnil, que estaba muy enterado de los asuntos de España. No pude comprender en la conversación si era carlista o liberal, amigo o enemigo del infante don Francisco de Paula y de su mujer. Me contó muchas cosas, algunas que yo conocía y otras que no conocía.

—La diferencia de caracteres de los hermanos de Fernando VII se explica —me dijo—, porque dadas las costumbres de María Luisa de Parma, se puede suponer que no eran hijos del mismo padre y seguramente ninguno de Carlos IV. María Luisa lo aseguró así varias veces a su confesor, a quien persiguió y encarceló Fernando VII por atreverse a decirlo. Don Francisco se supone, con muchos visos de verdad, que es hijo de Godoy, y por eso Fernando le tenía muy poca simpatía. A este hombre egoísta le producía una gran preocupación la idea de que la corona de España pudiera pasar a su hermano Paco, hijo de Godoy.

—Yo he oído eso muchas veces, como una murmuración que no se sabe lo que puede tener de verdad —dije yo.

—Pues es cierto. A Esmenard, el amigo de Godoy y traductor de sus Memorias, le he oído contar que el viejo favorito guarda todavía en su cartera, entre los retratos de sus hijos con Pepita Tudó, una miniatura de don Francisco de Paula cuando era niño, y que suele besarla. La gente en Madrid, hace años, al comienzo del reinado de Fernando VII, daba como seguro que el infante era hijo de Godoy.

—Yo no viví en ese tiempo en Madrid —le dije.

—Cuando Godoy quiso dividir Portugal pensaba repartirlo en dos coronas, una para él y otra para su hijo el infante don Francisco. Las Cortes de Cádiz en 1812 afirmaron que el infante don Francisco de Paula y su hermana la infanta doña María Isabel eran incompatibles con la sucesión de la corona por circunstancias particulares que en ellos concurren, decían. Las circunstancias particulares eran el considerarlos hijos de Godoy.

—¿Y el infante sabrá de quién desciende?

—Sí. Se ha tenido que dar cuenta. Hubo un momento en que se quiso casar a don Francisco con una hija de Godoy, y Fernando, muy joven aún, que sabía la consanguinidad, se opuso al matrimonio.

—¿Y la infanta Luisa Carlota?

—La infanta Luisa Carlota se parece mucho a su madre, la infanta María Isabel, reina de Nápoles, hija de María Luisa de Parma y oficialmente de Carlos IV; pero en realidad de Godoy. A María Luisa de Parma se le hizo un padrón de sus amantes oficiales, que llegaron a diez o doce. Usted lo sabrá mejor que yo.

La verdad, no lo sabía tan bien como él. Exceptuando la historia de los sucesos de mi tiempo en que había intervenido, lo demás lo conocía muy deficientemente.

Hablé con el diplomático D’Aumesnil de las pretensiones de don Francisco y de doña Luisa Carlota a la regencia, afirmando que creía que no tendrían éxito.

—¡Hum! ¿Por qué no? ¡Quién sabe!

—Si tuvieran la protección de Luis Felipe…, pero Luis Felipe no la dará —añadí yo.

—Eso ya lo veremos. El año pasado, hallándose recién llegado a París el infante don Francisco con su familia, en circunstancias muy apuradas, su mayordomo, el conde de Parcent, solicitó una conferencia con el banquero don Fermín Tastet. ¿Le conoce usted?

—Sí.

—En ella le manifestó el mal estado en que se encontraba la familia del infante y procuró que se interesase en un plan que podía remediar su estado precario, siendo ventajoso al mismo tiempo para Tastet. Consistía este en que, valiéndose de la influencia del banquero con el conde de Saint-Aldegonde, edecán de Luis Felipe, procurase inquirir de qué manera acogería el gabinete de las Tullerías el matrimonio del hijo mayor del infante con la reina de España. No recibió mal Tastet la insinuación del conde de Parcent.

—¿Pero no está el banquero comprometido en las causas de don Carlos y de don Miguel de Braganza? —pregunté yo.

—Sí, pero esto no es obstáculo para un banquero. El hombre pidió algunas explicaciones y ventajas para el caso de que le fuera posible alcanzar lo que se deseaba.

—¿Y se las dieron?

—Si, se las dieron cumplidas. Tastet habló de antemano con los Rothschild, que han financiado al gobierno de María Cristina para seguir la guerra, y con el beneplácito de los banqueros judíos comenzó sus gestiones. El conde de Saint-Aldegonde habló a Luis Felipe, quien comprendió que no se trataba de una pura curiosidad. El conde le explicó la gestión de Parcent con el banquero Tastet. Luis Felipe dijo: Me gusta esa boda; mi mujer, la reina, irá con la condesa de Saint-Aldegonde, su dama, a visitar de incógnito a la familia del infante don Francisco.

—¿Así que usted cree que la protección es seria?

—No cabe duda. Por otra parte, se ha firmado un contrato, en noviembre del año pasado, entre el infante don Francisco y Tastet, por el cual el infante pagará la suma de un millón doscientos mil francos a Tastet, a Mauguin, miembro de la Cámara y célebre abogado, y al mallorquín Palet, si estos señores interponen sus buenos oficios para casar uno de los hijos de los infantes con la reina Isabel. Si el 31 de diciembre de 1843 los banqueros no han cumplido sus compromisos, el acto se considerará nulo.

Me sorprendió esto, que tenía el aire de una combinación de joven calavera sin escrúpulos para casarse con una rica. Me chocó que se considerase un puro negocio lo que para nosotros, cándidos españoles, era una cuestión de política apasionada.

—¿Y qué cree Luis Felipe de España? —le pregunté al diplomático.

—Luis Felipe considera el estado político de España muy difícil y supone que la corona de Isabel II no se halla muy segura sobre sus sienes. Así se lo ha dicho al marqués de Miraflores hace poco. Este, dicen que le ha respondido: Yo creo más segura la corona en la cabeza de la reina de España que en la de Su Majestad. Sorprendido el rey de la brusca respuesta, preguntó: ¿Habla usted seriamente, marqués? Señor, con completa seriedad.

—¿Pero es que la corona de Luis Felipe está en peligro? —dije yo.

—A Luis Felipe le pasa algo como a María Cristina: no tiene partidarios incondicionales más que entre la burguesía, que es neutra. Los militares son bonapartistas; los aristócratas de la corte son realistas. La misma condesa de Saint-Aldegonde, dama de la reina y amiga de Luis Felipe, en su casa y como pariente de los Mortemart, se muestra partidaria de la rama mayor de los Borbones. El pueblo en Francia es republicano.

—¿Y qué opinión tiene usted de la infanta Luisa Carlota y de sus relaciones con su hermana?

—Todo el mundo sabe —me dijo el diplomático— que desde la muerte de Fernando VII se estuvieron continuamente fraguando intrigas por la camarilla de la infanta Luisa Carlota en contra de María Cristina. Al comienzo, Carlota, a pesar de haber sido ella la que preparó el matrimonio de Fernando VII con su hermana, empezó a tener celos. Doña Luisa Carlota es una mujer despótica, iracunda, a quien se le sube la sangre a la cabeza. Ha soñado con el trono para sus hijos; ambiciosa y enérgica, ha conspirado contra don Carlos y el partido apostólico, y ahora contra Cristina. Automáticamente basta que una hermana se incline a un lado para que la otra vaya al contrario.

—Hacen de Espartero y de Narváez.

—Eso es. Ahora Carlota, desterrada en Francia, está intrigando para casar a uno de sus hijos con Isabel II. A medida que la lucha entre los moderados y los progresistas se ha hecho mayor, ha crecido la intriga hasta convertirse en una conspiración. Los disidentes progresistas tienen hoy por órgano en la prensa de Madrid al Eco del Comercio, que ha pasado a manos de los amigos del conde de Parcent, alma de estas tentativas. Hay ciento veinte logias en España que trabajan por el infante don Francisco y quieren acabar con la regencia de María Cristina para concedérsela al infante.

—No creo que lo conseguirán.

—¡Ya lo veremos! Ellos piensan dar por unos meses la regencia a Espartero y después al infante.

—¿Y esa divergencia política entre las dos hermanas, Cristina y Carlota, cree usted que es la causa de la hostilidad actual entre ellas? —pregunté yo.

—No.

—¿Entonces cuál es la razón de este odio?

—La razón es que Cristina, como decimos aquí, ha echado su gorro por encima de los molinos, entendiéndose con Muñoz y teniendo varios hijos con él.

—¿Usted cree que esto es lo que molesta a doña Luisa Carlota?

—Me parece que sí.

—¿La falta de conducta de su hermana?

—No, más bien su atrevimiento de tener un querido públicamente. La infanta Luisa Carlota tiene que aguantar a su marido, que es ya viejo, tonto y pesado.

—Entonces, ¿usted cree que María Cristina es una mujer ligera?

—Sí, ligera de cascos, aunque no de cuerpo, porque empieza a tener mucho peso.

—¡Vamos!, cree usted que es una pécora.

—La palabra no es protocolar.

—¿Pero supone usted que la idea es exacta?

—Me parece que sí. Ahora, sus partidarios dicen, para legitimarla, que se casó en segundas nupcias honestamente con Muñoz. Es mentira, porque estaba entendida con él pocos días después de que muriera Fernando.

—No puede ser fácil saberlo.

—Yo estaba en Madrid por entonces, y eso se aseguraba. Sus amigos afirman que se casó a los tres meses de viuda. No sé cómo. La ley no autoriza el matrimonio de las viudas hasta pasados nueve meses. Es una familia desatada esta de los Borbones de Nápoles. Su hermana, la duquesa de Berry, María Carolina, apareció, no sé si lo recordará usted, al principio del reinado de Luis Felipe, en la Vendée a soliviantar a los legitimistas. Produjo desgracias y ruinas sin cuento. La prendieron en Nantes, donde la encontraron metida en una chimenea mareada y vomitando, parte por el humo y parte por el embarazo de siete meses. La llevaron al castillo de Blaye y allí dio a luz ante los notarios que mandó Thiers. Estaba liada con un conde italiano. Con reinas así, en este tiempo, se acaba la monarquía. En un libro que un poeta alemán, Enrique Heine, ha publicado el año pasado sobre las heroínas de Shakespeare, dice: «A una cierta madama Carolina, que hace algunos años rodaba por las provincias, particularmente por la Vendée, no le faltaba ni talento ni pasión, pero tenía un vientre demasiado grueso, lo que perjudica siempre a una actriz encargada de representar el papel de viuda heroica de un rey».

—¿Y usted conoció y trató a María Cristina en Madrid?

—Muy poco. Durante algún tiempo apenas se la vio.

—¿Y por qué?

—María Cristina, que sólo pensaba en su nueva luna de miel con Muñoz, prefería la soledad de los sitios reales a la corte. En mayo de 1834 se fue a Aranjuez, de donde marchó a Carabanchel a principio de junio, con motivo de haberse declarado el cólera en La Carolina, y a final de este mismo mes pasó repentinamente a La Granja, porque el cólera se hallaba en Mora. Desde San Ildefonso fue a abrir las Cortes a mediados de julio y conocieron muchos su extraña obesidad, no obstante las fajas que sabíamos llevaba por disimulo.

—¿Y estaban enterados de eso?

—Y hasta de quién se las fabricaba. El mismo día de la inauguración volvió a dormir al palacio de Riofrío, donde hizo cuarentena hasta que regresó a La Granja. La súbita noticia de casos de cólera en Segovia la hizo marchar a escape, a fines de agosto, al Pardo, donde se aisló y encerró, aprovechando el rigor sanitario, para no ser vista en los meses mayores. El 17 de noviembre de 1834, a los once meses justos de conocer a Muñoz, entre once y doce de la noche, dio a luz una Gertrudis Magna Victoria, asistida de la tía Eusebia, su suegra, con tal felicidad, que a los nueve días ya pasó revista en el paseo de la Florida de Madrid al segundo escuadrón de guardias, que salía a incorporarse al ejército del Norte a pelear por su hija legítima y conocida. En la misma noche del alumbramiento sacaron a la recién nacida en un coche cerrado, por la puerta que da frente a Las Rozas, el administrador del sitio, don Luis, y el médico cirujano don Juan Castelló y la entregaron, cerca de Madrid, a la señora de Castanedo, viuda del administrador que fue de La Granja, llamado Villanueva. Esta señora fijó su residencia el verano siguiente en Segovia con la niña y un ama de cría, para estar cerca de los padres. También entendieron en estos negocios al italiano Ronchi y la paisana de este, doña Ana, entonces querida del médico de guardias Coll.

—Veo que está usted enterado como pocos.

—Al año siguiente se repitieron las jornadas y las escenas. En mayo de 1835 fue la corte a Aranjuez, de donde volvió la reina a Madrid para la clausura de las Cortes, volviéndose en el mismo día. En julio regresó de nuevo, y a los tres días se trasladó a La Granja con ánimo de vivir aislada y con más cautela que la primera vez. Por eso, el 17 del mismo julio salió una Real orden del mayordomo mayor, marqués de Valverde, suprimiendo los besamanos generales en obsequio, se decía, de los obligados a concurrir a ellos. Entre los palaciegos se comprendió bien que esto significaba que la reina se hallaba otra vez en estado de preñez.

—¿Y la niña primera?

—La veían con frecuencia. Desde La Granja salían todas las tardes Cristina y Muñoz para la granja Quitapesares, y desde Segovia venía al mismo punto la aya Castanedo con la niña y el ama en un coche. Esta cotidiana entrevista, el boato de la encargada de la pequeña Victoria, los guardias que salían de la ciudad a vigilar el camino antes de salir el coche de Segovia, y otros mil incidentes mal disimulados, hicieron tan pública la procedencia de la chiquilla, que hasta los chicos segovianos la llamaban al pasar «la hija de la reina».

—Es curioso que todo esto nos pasara inadvertido a los madrileños.

—En agosto asistió Cristina a un gran Consejo de ministros y magnates, que celebró Toreno en Madrid sobre el pronunciamiento de las provincias, sacrificio costoso para la reina por lo adelantado que se hallaba su embarazo. En septiembre volvió a encerrarse en El Pardo, a pretexto de que el cura Merino se acercaba. Ni los gentilhombres ni las damas llegaron a verla en mucho tiempo, y hasta se negó a los infantes más de una vez el permiso para visitarla, cosa que irritó a su hermana Carlota. En este otoño fue varón el que Cristina dio a luz, y a poco de robustecido, se le condujo con su hermana a París, comisión que cumplieron su abuelo el señor Juan Muñoz y el cura Caborreluz, tío del confesor que, por influencia del sobrino, era oficial de la biblioteca de Palacio y ahora director espiritual de la reina niña. Se hizo el viaje en enero de 1836, tomando como pretexto una comisión que se dio a Caborreluz para agenciar libros para la Biblioteca Real.

—¡Cuánto gatuperio! Es raro que todo esto no trascendiera.

—Cuando las ocurrencias de La Granja, en agosto de 1836 —siguió diciendo el diplomático—, se gritó contra Muñoz y la camarilla, y se oyeron algunos mueras. Se ocultaron los que bullían en Palacio, y Muñoz fue sacado ocultamente, por una galería de las fuentes, por el llavero de aquel sitio Dionisio Arias y conducido a Madrid, donde se escondió. Desde entonces no se le volvió a ver en público con la reina ni aun en Palacio: se le relegó a la oscuridad en el departamento que se conoce con el nombre de Jaula de Muñoz. A mediados de abril de 1838 tuvo Cristina un mal parto de una niña; después han crecido las precauciones y los medios de ocultar, y nada se conoce actualmente con certeza. Como sabrá usted, aunque la adulación y la timidez cerraron muchas veces los labios de los ministros, hubo ocasión en que se resolvieron a hablarla de este asunto, pero a lo último no lo hicieron.

—Esto último lo sabía.

Todo lo que contó el diplomático parecía cierto. A pesar de no ser yo un monárquico ferviente, me molestaba tanto descrédito. No había posibilidad de protesta.

—¿Y la actitud de Espartero con María Cristina? ¿Cómo se la explica usted? —le pregunté al señor D’Aumesnil.

—Yo creo que Espartero es un ambicioso y que le gustaría ser el amante de la reina y completar así su carrera, dándole un puntapié a Muñoz, a quien le tiene mucho asco.

—Me da usted unas explicaciones que, la verdad, no se me habían venido a la imaginación.

—Pues creo que encierran una realidad.

—¿Y la reina, llegará a hacer caso de Espartero?

—Antes quizá, ahora no.

—¿Por qué?

—Porque ya está vieja y está enamorada de Muñoz y celosa. Este tiene sus devaneos, y probablemente la causa de que la reina haya aceptado el proyecto del viaje a Barcelona es el separar a Muñoz de una mujer.

—Sí, eso se dice.

—Pues creo que es verdad.

—¿Y doña Jacinta, la mujer de Espartero?

—Esta aceptaría el que su marido fuese el amante de la reina como un éxito más del general. Ella podría tener compensaciones con algún ayudante más bonito.

La malicia del viejo diplomático me hizo bastante efecto.

La dama de negro

Al marcharse el diplomático hablé un momento con aquella señora que el día anterior estuvo a punto de atropellarme. Esta dama era la condesa D’Orval. Debía de haber sido muy rubia y por entonces era muy canosa. Tenía la cara sonrosada, los ojos azules y vestía de negro, con bastantes joyas. Hablaba con mucha precisión y seguridad.

—No haga usted mucho caso de lo que le digan estos señores —me indicó—, porque para ellos el gran mérito es hablar mal de todo el mundo.

—Sí, tiene usted razón —le dije yo—; es tan prudente desconfiar de lo que dice la gente que habla mal como de lo que cuentan los que hablan bien.

Como parte de los invitados se había marchado, y otros se preparaban a marcharse, me despedí del barón y salí de su casa. Fui despacio hacia el Sena y marché por los muelles pensando en lo que había oído. Ya era de noche; brillaban las luces en las aguas del río y en los puentes.

Comprendí, recordando las palabras de los invitados del barón, que en la supuesta trama política del infante y de sus partidarios había más que nada un negocio.

Como la intriga era una cosa proteica, sin plan fijo, me hubiera convenido contar con alguien en el medio parisiense que me pudiese comunicar el carácter que podía ir tomando aquella conjuración.