EL HOTEL DE ANGULEMA
Los agentes provocadores no se contentaban con traficar con las confidencias sorprendidas a las gentes de buena fe, o con las calumnias lanzadas contra los hombres proscritos por sus ideas liberales. Los agentes provocadores urdían ellos mismos conspiraciones; excitaban a los locos, a los ilusos, y los empujaban al cadalso o a la prisión.
La veleta de Gastizar.
EL día 24 de abril de 1840, al anochecer, llegué a París y fui a hospedarme al Hotel de Angulema.
El hotel, barato y próximo al centro de la ciudad, era una fonda muy parisiense y muy provinciana, con un aspecto raído y rancio. La dueña no tenía gran interés en conservar en su casa huéspedes estables; prefería la gente volandera que iba y venía.
No se comía mal en el hotel; los cuartos, aunque de moda atrasada, eran bastante grandes y cómodos.
Los huéspedes fijos almorzaban a las doce en punto en un comedor pequeño en mesa redonda, y comían de seis y media a siete. Yo me incorporé a ellos.
Esta parte del comedor, destinada exclusivamente para nosotros los de pensión, se hallaba separada por un biombo del comedor general. Se servían las comidas allí por una puerta aparte. Tenía este departamento papel raído y roto en varias partes; ventana de guillotina a un patio no muy claro; mesa larga cubierta con hule; varias sillas, todas distintas, armario y un casillero para las servilletas usadas por los huéspedes.
El restaurante del hotel, más modernizado que el resto de la casa, era bastante grande, con ventanas que daban a la calle, mesas separadas de mármol y colgadores para los abrigos. En las paredes se veían litografías iluminadas con vistas de los Alpes. Acudían allí comisionistas, zurupetos de la Bolsa, contratistas de los mercados, pescaderos, fruteros y corredores de alhajas.
A la dueña del hotel, mujer pálida, de aire gótico, la llamaban en broma los huéspedes madama Angulema, Tenía esta señora tipo de abadesa antigua: rígida, fría e indiferente. Sus palabras eran siempre amables; su mirada, en cambio, era dura, clara e inquisitorial.
De esta madama Angulema se decía que había sido una mujer entretenida de cierto renombre. Al ama de llaves del hotel, Adelaida, la llamaban madama Adelaida, como a la hermana de Luis Felipe, y esto se prestaba a chistes entre los huéspedes, que algunos eran republicanos.
Madama Angulema y madama Adelaida se las manejaban muy bien para aumentar el número de los extraordinarios en las facturas, y las cuentas de velas, de cafés y de aguas minerales subían como la espuma si no se revisaban constantemente.
Había en el hotel, entre los huéspedes estables, tres empleados de Banco muy alborotadores hablaban de más en la comida y en la sobremesa, y alardeaban de republicanos. Lo hacían sin discreción alguna, y muchas veces madama Angulema se veía en la precisión de llamarles al orden con su manera fría, circunspecta y aristocrática.
Los demás tipos habituales del hotel, quitando estos empleados de Banca, eran, como yo, gente un poco sospechosa y suspicaz; tipos un tanto raídos, de aspecto y de traje. En las conversaciones reinaba una apacible y triste ironía de personas que no han obtenido mucho éxito en su existencia.
Según los maldicientes, madama Angulema había tenido aventuras en su juventud; había estado en Viena y en Constantinopla, y había sido la Bella Coralia, o la Bella Leonor o la Bella Rebeca. Ella no hablaba de su pasado, pero por muchos detalles se veía que era una mujer corrida.
Madama Angulema no quería hombres jóvenes en su pensión: le parecían informales, imprudentes y bulliciosos. Prefería los viejos rentistas, zurupetos, corredores, retirados y militares. En cambio sí le gustaba sentar a la mesa algunas damas jóvenes, para las cuales tenía grandes atenciones. Sin duda las llevaba como cebo.
El conserje del hotel era un señor rubio, muy serio, muy malhumorado, de ojos de felino, con la mirada irritada y bigotes largos a lo galo. Parecía encontrarse siempre en un acceso de ira. Su mujer, señora gruesa y sonriente, iba y venía y no estaba nunca quieta.
Había en la casa tres criados: un viejo frailuno, dos mozos jóvenes, con aire torpe y embrutecido; el cocinero y su ayudante, dos camareros y el jefe del comedor.
Este, llamado Lafolie, uno de los tipos útiles de la casa, dirigía el restaurante con arte. Me contaron de él que había sido durante mucho tiempo de la policía, después de cocinero, agente de negocios, comparsa de teatro y otras muchas cosas. Por entonces, piloteaba el restaurante del Hotel de Angulema.
Lafolie era servicial y amigo de dar informes. Tenía la cara un poco cómica, de francés del pueblo: los ojos pequeños, la nariz remangada, la boca grande, la expresión jovial y burlona. Hubiera podido ser un excelente cómico de teatro de bulevar o cantor de café concierto. Hablaba un parisiense muy cerrado, sincopando casi todas las palabras.
Lafolie me contó su vida y yo le expliqué mis asuntos. Me dio consejos útiles, porque conocía muy a fondo París y su gente.
Lafolie trabajaba sin distraerse. A pesar de no ser el comedor del Hotel de Angulema grande, se servían muchos almuerzos y comidas a diversas personas, sobre todo a comisionistas y empleados. Lafolie tenía que moverse, para dejar satisfechos a los parroquianos y predispuestos a volver al restaurante. Siempre atento a todo, como el capitán en el puente del barco, suplía las faltas de los mozos, llevando a una mesa el pan que faltaba, la botella de vino o de agua medicinal, poniendo un banquillo de madera para que apoyara en él sus pies una señora u ofreciendo una pajuela de azufre al caballero que iba a encender su cigarro.
Lafolie sabía una porción de historias.
—¿Ve usted a ese? —me dijo una vez señalando a un viejo.
—Sí.
—Pues ese es uno que era espía hace treinta años. Ese otro que va con él es un aristócrata asiduo al Café de París, que se casó con una aventurera que le sostiene.
Un día me habló de su vida con detalles.
—Yo de joven —me dijo—, recién llegado de una aldea de Normandía, estuve de mozo de un agente de negocios. Este hombre me daba con frecuencia monedas de oro y billetes para cambiar. Una de las veces me detuvieron, me registraron y me encontraron billetes y monedas falsas. Yo no lo sabía; me defendí mal y con torpeza, y me condenaron a presidio, y como tuve buena conducta me sacaron para llevarme a la policía secreta, a lo que llama la gente del pueblo la Roja.
—¿Y ha estado usted en la policía mucho tiempo?
—Durante veinte años he sido de la Brigada de Seguridad, constituida casi toda ella por gente salida de presidio.
—¡Buena compañía!
—En verdad no tan mala como se cree. Se nos dejaba poner en la calle rifas y billares romanos, con los que sacábamos algunos cuartos, nos mezclábamos con el público y le hacíamos cantar. Había también policías que vigilaban en la calle, fingiéndose vendedores ambulantes, a los que llamábamos indicadores. Unos eran fijos y se colocaban en algún sitio estratégico, otros eran ambulantes y seguían a las personas que les señalaban de antemano. Era aquella una época de denuncias y de delaciones. Los conservadores y clericales querían vengarse de los revolucionarios.
—¿Y lo conseguían?
—Sí; se hacían muchas canalladas, falsas denuncias, se inventaban complots. Se perseguía a la gente honrada por sus ideas políticas. Aunque se ha dicho que no existía el Gabinete Negro, la realidad es que existía y funcionaba; se abrían las cartas no sólo de los particulares sospechosos, sino también las de los diputados y las de los embajadores.
—¡Es terrible! En todos los países pasa lo mismo.
—Los que más carrera hacían entre nosotros eran los agentes provocadores, sobre todo si tenían algún defensor en miembros de iglesia y de las congregaciones. Estos agentes provocadores eran muchas veces los que publicaban hojas y ponían pasquines contra el gobierno e inventaban complots. Un encuentro que hubo entre el pueblo y las tropas, en la calle de San Dionisio, lo preparó la policía.
—Se ve que en todas partes es igual.
—Es lógico que así sea. La imaginación de las personas es la misma. Estuve yo algún tiempo dependiendo de la banda de Vidocq, que tenía su centro de reunión en una casucha baja y negra de la calle de Santa Ana, hasta que se llevó la dirección de la prefectura a la calle de Jerusalén y se quiso adecentar la policía y se nos dejó a los antiguos como suplentes, con cincuenta francos al mes.
—¡Poca cosa para vivir!
—Muy poca. Los antiguos ya no podían manejárselas bien. Los periódicos iban tomando mucha importancia, no era fácil explotar a la gente con perfecta impunidad. Al menor abuso venían denuncias y los jefes tenían mucho miedo a los periódicos.
—¿Y qué hicieron los viejos de la policía?
—Muchos volvieron a la mala vida, a la estafa y al robo. A mí no me tentaba esto. Había tenido una terrible enseñanza con el oficio; anduve con lo peor de Paris; pero sentía ganas de trabajar y de dejar una vida así, de emboscadas y de intrigas; me casé con una obrera, me hice sucesivamente comparsa, mozo de café, cocinero y, por último, mayordomo de hotel.
Lafolie fue uno de mis amigos y en parte también mi confidente.
Me contaba unas historias muy complicadas de crímenes, en las cuales él había intervenido como policía, y de asuntos de alta política, que parecían un tanto fantásticos. Tenía una credulidad un poco ingenua.
—Una noche —me contó una vez—, en 1830, nos avisaron que teníamos que ir al castillo de Saint-Leu-Taverny. Al príncipe de Condé, el último de los Condé, padre del duque de Enghien, se le había encontrado ahorcado con una cuerda en la falleba de una ventana. Se pensó si una señora que vivía con él habría impulsado al suicidio a aquel viejo medio tonto. Esta señora se llamaba madama Feuchères. Unos meses después estaba la dama en el palco de un teatro, cuando un barón de Saint-Cricq, que era un aristócrata extravagante, exclamó: «¡Esa señora tiene sangre en el traje!», y la mujer, al oírlo, cayó desvanecida.
—¿Y tendría alguna participación en el suicidio del príncipe?
—Es muy posible.
—¿Y había algún objeto visible?
—Quizá el de heredarle.
—¿Y quién era esta madama Feuchères?
—Era una inglesa, hija de un pescador borracho. Después de la muerte del príncipe tuvo un proceso, que ganó, y fue defendida por Luis Felipe.
—En París ha tenido que haber en estos últimos tiempos crímenes políticos oscuros.
—Sí, ha habido muchas muertes misteriosas. La muerte de la emperatriz Josefina, en la Malmaison, se debió, según afirmaron, a que había dicho repetidas veces al rey de Prusia y al emperador Alejandro que el delfín, el hijo de María Antonieta, el auténtico Luis XVII, vivía. Por esta afirmación imprudente, Luis XVIII, entonces candidato al trono, la envenenó enviándole un ramillete con un perfume ponzoñoso.
—¡Pero esto tiene aire de novela, Lafolie! —le decía yo.
—Pues yo creo —me replicó él— que en este asunto del delfín hubo algún misterio impenetrable. Un cirujano, llamado Desault, que asistió al príncipe en el Temple, murió envenenado porque había dicho que el niño que vio él en la prisión no era el delfín, sino otro. Este médico había contado a un cirujano y farmacéutico amigo suyo, llamado Chopart, la sustitución. Chopart contó lo dicho a sus amistades, y poco después moría también de una enfermedad desconocida.
—Habría que comprobar todo eso, amigo Lafolie.
—La mujer del zapatero Simón —siguió diciendo el ex policía— aseguró siempre que el niño muerto en el Temple no era el delfín. Por último, un cirujano, el doctor Pelletan, que cuando murió el niño encerrado en el Temple fue de los que le hicieron la autopsia, le sacó el corazón para guardarlo y dio un mechón de los cabellos al comisario Damont, que se los había pedido. Cuando, llegada la Restauración, el doctor Pelletan y el comisario Damont ofrecieron el corazón y los cabellos, primero a Luis XVIII y después a Carlos X y a la duquesa de Angulema, todos ellos rechazaron las reliquias como si creyeran que el muerto en el Temple no era el verdadero delfín y como si tuvieran casi la evidencia de ser suplantadores del heredero legitimo.
—¿Pero eso cómo se puede saber? —le decía yo.
—Lafolie me contó que una vez el duque de Berry se había presentado a Luis XVIII muy emocionado, y le dijo:
—Señor, he recibido una carta de Luis XVII y creo que es auténtica.
—¡Imposible! Luis XVII murió, hay pruebas de su muerte —contestó el rey.
—Pues en esta carta se dan pruebas de que vive.
—No es posible. Además, si no ha muerto en la realidad, ha muerto civilmente. ¿No sabéis que después de mí seréis llamado a ocupar el trono, duque?
—Señor. La justicia antes que la corona —contestó el príncipe. El rey le mandó salir y a los pocos días el duque de Berry moría a puñaladas por razón de Estado.
No creía yo en estas cosas, pero las consideraba como una manifestación muy expresiva de la manera de pensar y de sentir de la gente del pueblo.
Unos días después de llegar yo a Paris apareció Fanny Stuart y fue a hospedarse a un hotel de la calle Vivienne, bastante más elegante que el mío.