III

EL PABELLÓN VERDE

Ella habló por los codos, y don Eugenio sacó en consecuencia que el conde de Parcent se agitaba mucho y que tenía entre manos negocios políticos de gran importancia para España.

Aviraneta. Biografía.

UNA noche que había estado en la logia de la calle del Lobo vi bajar las escaleras de la casa a una mujer joven de gran belleza y elegantemente vestida.

Le pregunté al zapatero de viejo quién era aquella mujer, y me contestó que debía de ser una cliente de la echadora de cartas que vivía en la vecindad.

Unos días después paseaba una mañana por la plaza de Lafayette, en compañía de Lenormand, cuando cruzó por delante de nosotros la mujer elegantemente vestida a quien había visto en la calle del Lobo.

Era una rubia esbelta, con los ojos azules y los dientes muy blancos. Los hombres de mi tiempo hubieran dicho que era una diosa, y los jóvenes, que parecía un caballo de carreras.

Iba la rubia acompañada de un pajecillo o groom de catorce o quince años. Yo quedé sorprendido de su belleza, y dije a Lenormand:

—Amigo, ¡vaya una mujer!

—Sí; es muy guapa.

—No parece de este país. Se me figura que debe de ser inglesa.

—Sí; es de origen inglés.

—¿Lo sabe usted?

—Sí. Me ha presentado sus papeles hace unos días. Se llama Fanny Stuart. Es anglobelga, hija de inglés y nacida en Amberes. Viene de temporada a Tolosa y luego se va a Bagnères de Bigorre. Creo que es una mujer galante. Viaja a expensas de un aristócrata español, que debe de ser hombre de dinero.

—¿Y quién es ese desgraciado que sostiene a una mujer tan guapa?

—No sé, no recuerdo su título. Si a usted le interesa, me puedo enterar.

—Sí; entérese usted.

A los pocos días Lenormand me dijo que el aristócrata que sostenía a Fanny Stuart era un grande de España titulado el conde de Parcent.

—¡Hombre, el conde de Parcent!

—¿Le conoce usted?

—Muy poco. El conde de Parcent es actualmente el hombre de confianza del infante don Francisco de Paula y de la infanta doña Carlota. Quizá por esa mujer se pueda averiguar lo que se trama entre los enemigos de la reina.

—No creo que sea muy difícil entrevistarse con esa dama.

—¿Usted podría presentarme a ella?

—Le proporcionaré una entrevista por medio de la mujer que le plancha la ropa y que está casada con un escribiente de la policía.

Pocos días después el comisario Lenormand me dijo:

—Ya se ha hecho la gestión con la inglesa Fanny Stuart. Le recibirá a usted. No tiene usted más que presentarse con mi tarjeta.

Me pareció que había que tomar una actitud clara para acercarse a la bella Fanny.

Echárselas de galanteador no siendo joven ni rico, y pretender engañarla, era probablemente recurso de poco éxito. Decidí hablarle claro y de primera intención exponerle mis proyectos.

Aquella dama estaba hospedad en el Hotel de Europa, en la plaza de Lafayette. Me recibió con amabilidad y me dijo:

—Tengo muchos amigos españoles; usted será uno más.

Le di las gracias por su gentileza. Me preguntó si conocía yo a los españoles que ella había tratado en París.

—¿Conoce usted al conde de Parcent y a Valdés de los Gatos?

—Poco.

Miss Fanny Stuart, la anglobelga, hermosa de estampa, pero no muy refinada de espíritu, era una mujer tosca a quien salía con frecuencia a flote en sus palabras su falta de cultura y de principios y su repertorio de frases espigado en el mundo bohemio pobre de París, donde había vivido.

Era una mujer que no ganaba con el trato. En la calle parecía una diosa; en casa era muy vulgar. Presumía de conocer a la Fanny Essler, a la Taglioni, a la Grisi y a Lola Montes, bailarina luego más célebre aún, cuando llegó a ser condesa y favorita de un rey, y a otras mujeres del teatro y cortesanas famosas.

Hablamos Fanny y yo de Francia y de los franceses, y ella manifestó después gran deseo y curiosidad de conocer España. Yo intenté llevar la conversación hacia cuestiones políticas, y ella, siguiendo la corriente, se refirió al conde de Parcent, a Valdés de los Gatos, a un tal Cerro, Montoya y a otros españoles contertulios de la casa del conde.

Todos ellos se ocupaban casi exclusivamente de política. Otro día me contaría con detalles la vida que, llevaban, sus ocupaciones y sus extravagancias. Me despedí de la muchacha inglesa pensando si habría encontrado una pista en el asunto de la conspiración.

Tres días después fui de nuevo a ver a Fanny Stuart, ya muy entrada la mañana.

Se acababa de levantar. Estaba medio vestida. Una cartomántica, al mismo tiempo adivinadora, sin duda la de la calle del Lobo, le leía el porvenir en los naipes.

La echadora de cartas conocía muy bien las intrigas de los legitimistas franceses y españoles y de las personas relacionadas con ellos. Estuve hablando un poco con las dos mujeres, y cuando la cartomántica se marchó me quedé solo con Fanny.

El pabellón verde

Comenzó la anglobelga a pasearse por la habitación, tirando las ropas sobre los muebles, y de pronto, parándose delante de mí, dijo:

—Estoy aburridísima, don Eugenio. Tolosa es un pueblo insoportable. Los hombres de la ciudad son provincianos, cursis y roñosos.

—¿Pero qué le pasa a usted?

—Me fastidio. ¿Por qué no me lleva usted a almorzar al campo?

—Con mucho gusto, hija mía; vámonos.

Se levantó rápidamente y dijo:

—Me voy a vestir. Estoy preparada en un momento.

Hizo sonar la campanilla y apareció el criadito o groom; estas palabras en inglés tenían entonces mucha boga.

—Mira, trae un coche de la plaza del Capitolio —le dijo.

Fanny desapareció, y apareció al cuarto de hora muy elegante y pomposa.

Salimos del hotel y entramos en el carruaje.

—¿Adónde vamos? —preguntó el cochero.

—Al Pabellón Verde —contestó Fanny.

El Pabellón Verde era una fonda que estaba a tres cuartos de legua de Tolosa.

Salimos del pueblo. En el camino se estableció entre nosotros cierta amable fraternidad, como la que puede haber entre un viejo aventurero y una cortesana. Yo llevé la conversación al terreno de las confidencias. Fanny habló de sus relaciones con el conde de Parcent, que duraban ya más de dos años.

—¡Por Dios, no diga usted de esto nada a nadie! —me advirtió—, porque tengo una situación muy buena y no quisiera perderla.

Yo la tranquilicé. No era un chismoso ni un mundano amigo de contar cuentos.

—¿Le parece a usted mal? —me preguntó ella.

—No; ¿por qué?

—¡Como los españoles son tan severos!

—Si la reina de España puede sostener a un Muñoz, ¿por qué a usted no le va a sostener el conde de Parcent?

La comparación con la reina de España le hizo gracia y se rio a carcajadas. Tenía una risa un poco brutal.

—¿Usted no tiene fortuna? —me preguntó después.

—No; no soy rico. Soy agente del gobierno español y quizá podría hacerle ganar a usted algún dinero.

—Si es así —indicó ella—, nos entenderemos; pero yo le suplico que no vaya usted a mi hotel, para que no se entere el público. La echadora de cartas que acaba usted de ver en mi cuarto me ha dicho que hay un policía que vigila el hotel y le ha hecho preguntas sobre mí.

—Será un tal Labrière. Es un sabueso que está a sueldo de los reaccionarios franceses y de los carlistas españoles.

—¿Y qué puede tener que ver conmigo ese hombre?

—Se habrá enterado de que tiene usted relaciones con Parcent.

—¡Pues está bien! Yo no quiero intervenir para nada en cuestiones políticas.

—Descuide usted —le dije—. Por mi parte, yo no le produciré molestias. Desde ahora todo cuanto tenga que decirle se lo comunicaré por escrito.

—Yo, si tengo que hablarle, le avisaré.

Le di las señas de mi casa. Dejamos este punto de la vigilancia de la policía, que le asustaba.

—¿Y ese Parcent, como amigo, es un hombre interesante? —le pregunté.

—Nada de eso. Es un pelmazo; pero yo me he desquitado. La he corrido durante medio año con un muchacho joven en París, hijo de un marqués. Aquella era vida y diversión.

—¿Y qué ha sido de ese muchacho?

—Le ha dominado la melancolía.

Llegamos al Pabellón Verde, entramos y mandé preparar un buen almuerzo con vino de Burdeos y de Champaña de marcas selectas.

Nos sentamos a la mesa y Fanny Stuart comió como una verdadera campesina. Bebió todo el vino de Champaña hasta vaciar la botella, y a lo último estaba tan alegre que se puso a cantar y hablar de cuanto sabía.

—Yo soy hija natural de un inglés —me dijo—; mi madre está empleada en una fonda de Amberes.

Después me habló de sus amistades de París; de aventureras y de jóvenes bohemios, entre ellos un periodista francés que andaba a la cuarta pregunta y con quien, al fin, probablemente se casaría si encontraba una posición.

Nos sirvieron el café, despedí al mozo del restaurante, le di una buena propina y nos quedamos solos Fanny y yo, a puerta cerrada.

—Vamos a ver, cuénteme usted algo. ¿Qué hace el protector de usted, el conde de Parcent?

—Ya sabe usted que es el apoderado del infante don Francisco de Paula y de su mujer, la infanta doña Carlota; apoderado o mayordomo.

—Sí, ya lo sé. ¿Y tiene con ellos mucha confianza?

—Mucha; yo hasta sospecho si estará liado con la infanta.

—¡Demonio! ¿Y entonces?

—¿Qué?

—Que no comprendo la protección que le dispensa a usted el conde.

—Quizá sea para despistar. A mí me abandona. ¿Usted cree que yo soy una mujer así para desdeñar?

—No, no; eso es evidente. Nadie puede dudar de que es usted una mujer soberbia. ¿Y qué negocios trae el conde entre manos?

—Tiene negocios políticos y bursátiles, al parecer de importancia; pero yo no sé de qué clase son.

—¿Y usted qué cree? ¿No tiene usted una idea de lo que busca?

—Yo, por ahora, sólo he comprendido que se trata del matrimonio del hijo mayor de los infantes, Francisco de Asís, con su prima Isabel, la reina de España. Esto hace reír.

—¿Por qué?

—Dicen que ese Francisco de Asís es un mariquita.

—¿Los infantes tienen dinero?

—No; eso es lo que busca Parcent. De eso se trata.

—¿De nada más?

—Así creo.

—¿Y Valdés de los Gatos?

—Valdés de los Gatos, o el Bello Valdés, como le llaman todavía en París, se mueve para sacar dinero con sus intrigas. Ya no puede sacárselo a las mujeres. Lo mismo andan a la husma Palet y los que le siguen: Pereira, Montoya, Cerro, Lamarque y Martinez López. Otro que también intriga mucho y anda siempre en casa del infante y le propone negocios es un aventurero que creo que es inglés, Enrique Misley.

—¿Y Parcent tiene relaciones de importancia?

—Sí; es hombre que se mete en todas partes. En Paris celebra entrevistas con el ministro del Interior y con el de Negocios Extranjeros, a nombre de los infantes. En el hotel donde residen Sus Altezas se celebran reuniones de españoles y de franceses; pero, naturalmente, yo no sé de qué tratan. Valdés es un agente muy activo del conde; conoce muy bien la vida parisiense y secunda los planes del infante don Francisco.

De los demás españoles de París, Fanny contó cosas escandalosas e interesantes, pero de poco valor político. Yo las anoté en mi Memoria Secreta.

Me habló también Fanny de un tipo, amigo de estos españoles, que se me figuró podía ser Manuel Salvador, mi enemigo de siempre; hombre a quien verdaderamente temía, pues le había encontrado en mi camino como un adversario inteligente, peligroso y sin escrúpulos.

Yo insistí. Hubiera deseado noticias más concretas que las que me daba Fanny.

—¿Sabe usted lo que debía usted hacer? —me dijo, por fin, ella.

—¿Qué?

—Ir a París. Tengo allí yo un amigo, el barón de Colins, y este sí que le podría proporcionar cuantos detalles quisiera.

—Es una proposición que tengo que pensar despacio.

—En el caso de que usted se decida, yo le daré una carta para mi amigo el barón, y puede usted tener la seguridad de que él le proporcionará todos los datos necesarios, y si se trama alguna cosa, se lo indicará.

No quise insistir más. Desde la ventana se veían las praderas verdes de los alrededores de Tolosa y las filas de árboles de la orilla del camino. Salimos del cuarto y dimos un paseo por el magnífico parque del Pabellón Verde. Tomamos después el coche y volvimos camino de Tolosa. Yo me apeé a la entrada de la ciudad, y Fanny siguió en el carruaje hasta su hotel.