I

LA LOGIA DE LA CALLE DEL LOBO

Había en Tolosa clubs republicanos, logias masónicas y carbonarias, grupos de italianos que seguían las inspiraciones de Mazzini y de la Joven Italia, y algunos refugiados polacos organizadores de una sociedad secreta llamada «La Praga».

Los confidentes audaces.

POR aquel tiempo existía en Tolosa de Francia una logia masónica en la calle del Lobo. La logia se intitulaba «Los hijos de la luz».

En la misma casa había, además, una venta carbonaria, una sociedad de refugiados polacos llamada La Praga y una sección de la Joven Italia. La venta carbonaria La Praga y la sección de la Joven Italia eran completamente clandestinas y celebraban sus reuniones en un sótano del mismo edificio.

Como necesitaba auxiliares y colaboradores para desarrollar mi acción, decidí acudir a la logia a buscar apoyo. Pasé a media tarde a reconocer el lugar. La callejuela del Lobo era estrecha, sombría y empedrada con cantos agudos de río. La casa de los masones, de ladrillo rojo, parecía abandonada; el zaguán; oscuro, estaba con el postigo medio entornado. Había una zapatería de portal a la entrada, una muestra sórdida de un colegio en un balcón del primer piso y varios papeles en el segundo, con su letrero de Se alquila.

—¿A qué hora están los inquilinos? —pregunté al zapatero e hice el signo de reconocimiento de la masonería.

—¿Quiere usted hablarles? —me preguntó él con curiosidad mientras tenía una bota en la mano.

—Sí, si es posible.

—¿Es usted de aquí de Tolosa?

—No, soy español.

—Ah, ya.

—¿Puedo venir a visitar a esos señores?

—¿Pero es usted amigo?

—Sí, sí.

—Ah, bueno. Entonces venga usted pasadas las doce de la noche y llame usted dando en la puerta tres golpes seguidos y luego uno.

—Está bien.

El zapatero de viejo era hombre de unos cincuenta años, con el pelo canoso y la mirada viva y suspicaz.

Después de cenar y de leer un rato los periódicos, me dirigí a la calle del Lobo.

La noche de marzo era oscura y fría; soplaba un viento huracanado y tempestuoso; las ráfagas de aire silbaban en las esquinas; los faroles de aceite se balanceaban con furia colgados de sus cuerdas. La calle del Lobo estaba en aquel momento desierta. Sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Me metí en una taberna abierta y esperé. Cuando salí sería ya la una; pensé que en la logia habrían terminado de escribir el acta, que en el argot masónico se llama trazar la plancha.

Me acerqué a la casa y llamé dando los tres golpes y luego uno, como me había indicado el zapatero. La puerta se abrió sin ruido. En el zaguán negro se vislumbraba una débil claridad. Avancé por el pasillo, y una mano me cogió del brazo.

—Tiene usted que dejarse vendar los ojos —me dijeron.

—Está bien.

Me detuve y me ataron un pañuelo a la cabeza. Dirigido por una mano comencé a marchar por un corredor resbaladizo y largo, con el suelo de ladrillo; luego por una avenida de jardín con losas de piedra y después, nuevamente, por una galería interior.

—Puede usted quitarse la venda —dijo alguien a mi lado.

Me la quité. Estábamos en una habitación iluminada por dos bujías. Había en ella tres hombres ante una mesa, cada uno con su antifaz.

—Siéntese usted —me indicó uno de ellos. Me senté.

—No sabemos quién es usted —me advirtió uno de los enmascarados—. Denos su nombre, las señas de su casa, sus intenciones y qué desea usted de nosotros.

—¿Escribo o hablo? —pregunté yo.

—Será mejor que escriba —y el enmascarado me alargó una cuartilla y me señaló un tintero y la pluma de ave.

Escribí con la mayor claridad posible quince o veinte líneas en francés. Leí luego lo escrito y entregué el papel al enmascarado. Los tres hombres del antifaz salieron y me dejaron solo.

Encendí un cigarro en una de las velas y estuve paseando arriba y abajo por la habitación. Al cabo de un cuarto de hora, volvieron cuatro enmascarados. No pude distinguir si eran los mismos de antes. Debían de ser los visitadores y el experto. Este tenía el pelo muy cano y la barba blanca. Me hicieron las preguntas reglamentarias y, sin duda, mis contestaciones les parecieron suficientes y satisfactorias, porque el experto dijo:

—Venga usted con nosotros. Perdone usted que le vuelvan a vendar los ojos.

El señor del pelo cano volvió a ponerme la venda y me dijo:

—Apóyese usted en mí y siga adelante.

La Logia

Tomé su brazo y eché a andar. Pisé otra vez suelo de ladrillo, losas de piedra y tierra de jardín con hierbas. Al poco rato comenzamos a subir unas escaleras y llegamos a un rellano.

Alguno de mis acompañantes dio once golpes en una puerta: primero cinco y una pausa, luego tres y otra pausa, más tarde uno y por último dos.

La puerta se abrió, me hicieron avanzar en el templo, me quitaron la venda de los ojos, me dieron tres vueltas y me llevaron delante del jefe o Gran Maestre, que estaba con un antifaz. Se hallaba este señor sentado en una silla cerca de una mesa iluminada con once candelabros. El templo tenía sus columnas y el techo estaba pintado de azul con estrellas de plata.

—¿Sabe usted que si nos engaña le podemos descubrir fácilmente? —me dijo con severidad el Gran Maestre.

—Sí.

—¿Que descubrir una traición sería para usted la muerte?

—Lo sé también.

—¿Desde cuándo está usted afiliado a la masonería?

—Desde 1807.

—¿Pertenece usted también al carbonarismo?

—Por lo menos he pertenecido a esa sociedad.

—¿En dónde hizo su iniciación masónica?

—En Bayona.

—¿Y su iniciación carbonaria?

—En París.

—¿Cuál es su nombre?

—Eugenio de Aviraneta.

—¿Español?

—Sí, español.

—¿Cuál es su objeto al visitar el templo?

—Yo soy un español liberal, sirvo a la reina Maria Cristina porque considero que su gobierno es el que puede dar más libertad a mi país. La reina ha favorecido el liberalismo en España. Yo he trabajado en Bayona contra los carlistas vascos y he logrado desunirlos. Lo mismo he hecho desde aquí, desde Tolosa, contra los de Cataluña y he conseguido mi objeto. Actualmente se intriga en Francia, por españoles y franceses, contra María Cristina. Se han despertado en todos los políticos unas ambiciones desenfrenadas. Los enemigos de la reina son los carlistas, los partidarios del general Espartero y los del infante don Francisco. Yo pretendo conocer sus proyectos e inutilizarlos. Ese es mi plan.

—Las explicaciones que ha dado este hermano ¿os bastan? —preguntó el jefe o Gran Maestre a los que se encontraban en la sala.

—Sí —dijeron las quince o veinte personas que le rodeaban.

—Entonces, quitaos los antifaces y acogerle fraternalmente.

El jefe y los demás se quitaron las caretas.

El Comisario Lenormand

Estreché la mano de los circunstantes, entre los que se hallaban personas muy conocidas de Tolosa, entre ellos Autier el banquero, el impresor Henault, el comisario de policía Lenormand y el relojero Passaga que había vivido muchos años en Madrid.

El Gran Maestre me dirigió algunas palabras amistosas y me hizo sentar un momento a su lado.

Mis explicaciones habían interesado principalmente al relojero Passaga y al comisario Lenormand, con quienes tuve una larga conversación, en la cual me pidieron datos acerca de las maniobras de los enemigos de la reina.

—Hay una conspiración en el ambiente —dije.

—¿Qué conspiración es esa? —preguntó Lenormand.

—Es una confabulación todavía oscura. Entran en ella carlistas, moderados y progresistas.

—¿Pero eso tiene alguna base?

—Sí, tiene base. Colaboran en el asunto todos los descontentos. Quieren quitar a la reina madre la regencia. Si Espartero echa a María Cristina del reino, como se dice; si se hace campeón del partido progresista y pone en contra suya toda la pasión de carlistas y de moderados, tiene que fracasar necesariamente más pronto o más tarde.

—¿Y usted no ha avisado a la reina para que se ponga en guardia? —preguntó el relojero Passaga.

—Sí; he escrito varias veces al ministro Pita Pizarro para que convenza a Maria Cristina de que no salga de España por ninguna razón ni pretexto. La he recomendado que espere a la pacificación completa del país y que se sostenga como pueda en el trono.

—¿Cree usted indispensable que María Cristina siga de regente para el liberalismo de España? —me preguntó Lenormand.

—Creo que sí. Si ella se va, los liberales hemos de perder. Los carlistas pueden volver a recuperar sus fuerzas, y Espartero, a pesar de lo que le digan sus entusiastas, no podrá sostenerse contra todos más que muy poco tiempo, a no ser que sea un genio político, cosa que no creo.

Passaga y el jefe de policía Lenormand escucharon con atención y prometieron colaborar con gusto en mis trabajos.

—Me parece que está usted en lo cierto y en lo sensato —dijo Lenormand—; pero ya sabe usted que en estas cuestiones políticas no siempre se elige lo sensato.

A la una y media de la noche se disolvió la sesión o tenida. Se hizo circular el tronco de la beneficencia, y todo el mundo echó algunas monedas de plata en la bolsa. El relojero Passaga me dio las señas de su casa y me invitó a que fuera a verle.

Después me vendaron de nuevo los ojos, me llevaron por aquí y por allá y me encontré en una calle conocida desde donde pude dirigirme a mi casa. Tenía esperanzas de obtener algún resultado con mi visita a la calle del Lobo.