DESPEDIDA

AL llegar aquí tiene uno una ligera sensación de melancolía. Se acaba una de mis tareas. Todo tiene que terminar; es el destino de lo humano. Todo acaba. Aquí terminan las «Memorias de un hombre de acción». Tengo que despedirme de mi personaje.

¡Adiós, señor de Aviraneta, pariente, paisano y correligionario en liberalismo, en individualismo y en vida un tanto desastrada!

¡Adiós conspiraciones, intrigas, peligros y persecuciones!

¡Adiós aventuras más o menos misteriosas!

¡Adiós papeles, estampas y documentos! Ha perdido uno energía y paciencia para buscarlos. Las «Memorias de un hombre de acción», con su vida y milagros, han llegado al fin. Ya no sólo termino la obra, sino que liquido lo que tengo de género de comercio que lleva por nombre novela histórica.

No pretende uno ser un Walter Scott, pero se liquida lo que hay, aunque sea poco. Pondré en mi establecimiento el aviso: «Se liquida todo lo existente».

Se ha hecho uno viejo y poco ágil de meollo. La imaginación, ¡qué capital más exiguo en la cabeza de los hombres!, se ha ido achicando y enmoheciendo. Esto no es obstáculo para querer liquidar lo existente.

Hace tiempo que el autor va haciendo esta liquidación, y, como el barco desarbolado, va echando parte de la obra muerta al mar.

Se comprende al viejo Buda que en su país y en su tiempo, en donde se creía en la resurrección constante de las cosas en la transmigración de las almas, ante esa escenografía pesada y repetida, dijera como un sabio verdadero: «Basta ya; es hora de dormir tranquilo, sin esperanzas y sin temores. Empieza a ser la hora del sueño».

Como último aleteo literario me hubiera gustado escribir un epitafio elegante basándome en las virtudes cívicas y familiares de usted, don Eugenio; pero me temo que tanto usted como yo seamos pocos epitáficos y que quizá usted no se distinguiera por esas virtudes.

¡Adiós, señor de Aviraneta! ¡Adiós, don Eugenio! Buenas noches.

Madrid, 28 de diciembre de 1934.