EL CONDE.— Tengo la identificación aquí detrás, Un médico de Guisona hizo la mala broma de limpiar mi calavera, y un profesor de la Universidad de aquí, cuando aquí había Universidad, puso mi nombre escrito con tinta en mi occipucio. ¡Qué falta de respeto! ¡Con qué gusto le hubiera fusilado!
La senda dolorosa.
MI padre me contaba que cuando él era chico, en un cementerio de San Sebastián, ya abandonado, creo que el de San Martín, los mozos atrevidos y románticos jugaban al chito y a los bolos con las calaveras venerables de sus antepasados, y que varias veces oyó decir: «Esta es la calavera de don Sebastián de Miñano y Bedoya… Esta es la calavera de don Pío Pita Pizarro».
Al lado de estos cráneos de personajes conocidos en España había otros de gente que sólo tenía algún renombre en la ciudad.
Yo recuerdo, muy de niño, durante la guerra, haber visto este cementerio con muertos amontonados vestidos de uniforme.
Yo no he jugado al chito ni a los bolos con las calaveras de Miñano y de Pita Pizarro, pero he examinado algunas y he intentado hacer mediciones antropométricas en ellas.
El cura del pueblo donde estuve de médico se opuso, y además comprobé que el compás de gruesos que pensaba usar no tenía ninguna exactitud; ¡y se habla de la perfección de la industria moderna!
Poco después de publicar mis dos libros Humano enigma y La senda dolorosa, mi amigo José María Azcona me preguntó:
—¿Usted conoce un folleto acerca de la muerte del conde de España, en el que se cuenta cómo le cortaron la cabeza después de muerto?
—No.
—Pues habla, como usted, del frenólogo Cubí.
—Es raro. ¿Y de qué época es ese folleto?
—De mil novecientos veintitrés.
—Pues me choca mucho.
—¿Por qué?
—Porque yo estuve en Barcelona en esa fecha, y después de esa fecha, buscando datos acerca de la muerte del conde, y no tuve noticias de ese folleto. Cubí dice algo sobre la calavera del fantástico general; pero que él hubiese visto el cráneo en la iglesia de Cervera lo supuse yo con la libertad que puede tener un novelista para ello, pero no lo leí en ninguna parte.
—Pues nada, es posible que haya acertado usted por adivinación.
—No creo en la adivinación, y me choca mucho que exista ese folleto, porque, como le dije, estuve el año mil novecientos veintitrés, y luego el veintiséis y veintisiete, en las librerías y en las bibliotecas de Barcelona, y no me hablaron de esa publicación tan reciente.
Azcona me dejó el folleto sobre el conde de España, del presbítero Arrufat, que tiene datos nuevos sobre la muerte del célebre general, y que supone que el frenólogo Cubí fue el autor o el inductor de la decapitación.
En el ejemplar visto por mí del opúsculo, en la cubierta, parece que pone 1923, pero en la portada se ve que no es 1923, sino 1928. En la cubierta, el 8 está un poco roto por el lado izquierdo y parece un 3.
El libro del señor Arrufat es del año 1928, del mismo año que yo publiqué mis dos libros sobre el conde de España, Humano enigma y La senda dolorosa, en los cuales hablaba de Cubí.
Así se explica el hecho. Al señor Arrufat se le ocurrió probablemente hablar del frenólogo Cubí después de haberlo leído en mis libros. No es que ese yo le reproche una nimiedad semejante, pero lo digo porque si no el caso hubiera constituido una casualidad muy extraña. Hubiese sido verdaderamente extraordinario que, sin saberlo, se me hubiese ocurrido a mí que el frenólogo catalán hubiera tenido una intervención en el asunto de la calavera del conde de España y que luego hubiera resultado cierta.
Es verdad que Cubí habla del cráneo del conde como si lo hubiera visto. Yo supongo al frenólogo catalán contemplando el cráneo en el túmulo de la iglesia de Cervera, y el señor Arrufat supone que Cubí intervino en la decapitación, lo que no puede ser cierto, porque Cubí estaba en la América del Norte cuando la muerte del general, y volvió a Barcelona años más tarde.
La versión de Arrufat no era absurda. Era lógico que habiendo en Cataluña por entonces un aficionado a la frenología y a la craneoscopia como Cubí y Soler, y habiendo sido decapitado el cadáver del conde con un objeto, al parecer, de investigación científica, fuera Cubí el que hubiese intervenido en ello; pero, como he podido comprobar, Cubí por entonces no estaba en España. Volvió a su país tres años después y recorrió la Península.
Cubí y Soler industrializaba sus conocimientos frenológicos e iba de pueblo en pueblo y acudía de consulta a las casas en donde le llamaban, y estudiaba las cabezas de los chicos por el sistema de Gall, y decía a las familias las condiciones que tenían y las profesiones a que debían dedicarlos.
No cabe duda que si los datos hubiesen sido verdaderos, los consejos hubieran sido magníficos para la vida.
Podía ser también que la decapitación del conde no se hubiese verificado inmediatamente después de su muerte, pero la tradición en el país es esta. Que se cortó la cabeza en Coll de Nargó dos o tres días más tarde de haber encontrado su cadáver en el río Segre.
Dejando la cuestión de quién decapitó al terrible conde, hablaré del paradero de su cráneo. Que desapareció de Cervera es indudable. ¿Adónde fue? No lo sabemos.
Hace un año próximamente, ya después de la República, me encontré en la Gran Vía de Madrid a mi amigo el ingeniero de Minas de San Sebastián Alfonso del Valle Lersundi. Dimos un paseo, hablamos de muchas cosas, y entre ellas del conde de España.
—Yo vi su calavera —me dijo Valle Lersundi—. Ya le hablé a usted antes de eso.
—No, no recuerdo.
—Sí, yo creo que sí, aunque puede que se me pasara. Hace años, don Manuel Antón Ferrándiz, profesor de Antropología, me encargó, sabiendo que yo estaba de ingeniero en Marruecos, que le llevara un cráneo de algún cementerio rifeño para estudiarlo. Él creía que la raza primitiva de España era la libio-ibérica. Encontré un cráneo al hacer una trinchera, lo cogí, lo metí en una caja de galletas y tomé camino de España. Por cierto, que al llegar a Málaga, al pasar por la Aduana, el carabinero, al abrir la caja de galletas, quedó espantado. Le expliqué lo que era y se tranquilizó.
»Vine a Madrid, fui al Museo Antropológico a cumplir mi encargo y vi que Antón tenía sobre la mesa un cráneo que estaba examinando.
»Esta es la calavera del conde de España —me dijo, y añadió—: Todos los hombres célebres debían dejar su cráneo a los museos.
»Tenía la calavera en el occipital un letrero escrito: “Conde de España”».
—¿Y cómo era el cráneo?
—Ancho y fuerte.
—¿Y estará allí todavía?
—Debe de estar.
He preguntado después en el Museo Antropológico si se puede ver el cráneo del conde de España, y me han contestado que allí no existe tal cráneo. ¿Qué ha sido de él? ¿Se evaporó? ¿Se lo llevaron?
Azcona, que ha demostrado en otras ocasiones su condición de detective de la bibliofilia, ha descubierto una pista para encontrar el cráneo del conde, que no sabemos aún si será fructuosa o no.
Parece que hace años, en la casa de un aristócrata coleccionista de antigüedades, se presentó un chamarilero con un envoltorio grande en la mano.
—Le traigo a usted un objeto que creo que le va a interesar —dijo, mostrando el paquete.
—¿Y qué es?
—Es la calavera del conde de España.
—¡Pero, hombre!
—Sí, señor. Aquí la tiene usted.
El chamarilero desenvolvió el bulto y mostró el cráneo brillante, con un letrero alrededor del agujero occipital, en que se leía: «Conde de España».
¿Dijo el hombre del paquete al coleccionista que el despojo humano se había sustraído del Museo Antropológico? ¿No lo dijo? ¿Vendió la calavera como si se tratara de un queso de bola o de un globo terráqueo de cartón para el estudio de la Geografía? No lo sabemos.
El caso fue que la calavera pasó a un armario del coleccionista, y allí estuvo años y años, como antes había estado en la Universidad de Cervera y después en el túmulo para las ceremonias de los entierros en la colegiata de este pueblo.
El coleccionista murió como, hasta ahora al menos, se muere todo el mundo. La viuda, al entrar en el despacho de su marido y al dirigir la vista al armario, se desazonaba al ver el cráneo. Un día, ya resuelta, llamó a un criado de confianza y le dijo: «Va usted a coger esta calavera y la lleva usted a enterrar, porque yo no quiero tenerla aquí».
El criado tomó el cráneo y lo llevó a enterrar. ¿Dónde lo enterró? Se ignora. No lo ha dicho. No sabemos si la calavera del conde, que ha pasado tantas vicisitudes, volverá a salir a la superficie y a aparecer en otra vitrina o en otro túmulo.
No es esta la única calavera interesante que se me ha escapado de entre las manos y no he podido contemplar.
Pocos días después de averiguar dónde había muerto y dónde había sido enterrado Aviraneta, supe que estaban deshaciendo el Cementerio General del Norte.
Este cementerio se encontraba en la calle Ancha, a mano izquierda marchando del centro hacia la glorieta de Quevedo, donde hay ahora una estación de tranvías.
Allí, en 1852, las autoridades intentaron reducir a cenizas en la hoguera el cuerpo del Cura Merino, ajusticiado en el Campo de Guardias. Cerca del campo santo estaba el lugar donde quemaban a las víctimas de la Inquisición, del que quedó como rastro durante mucho tiempo un corral con una tapia y un rótulo a la entrada que decía: «Corral de la Cruz del Quemadero».
A este cementerio solíamos ir algunas noches los escritores de hace treinta o treinta y cinco años a pasear, a romantizar. Algunos querían representar en él una escena del Hamlet, de Shakespeare.
Tenía yo un amigo carpintero, llamado Joaquín, que vivía en la calle de Magallanes y era conocido y amigo de los empleados de los varios cementerios que había cerca de la calle Ancha. A este carpintero recurrí para que encargara al cura que viera en los registros si aparecía el nombre de Eugenio de Aviraneta y hacia dónde estaba enterrado.
Joaquín me tenía ciertas consideraciones; le había dado yo mi novela Aurora roja, cuya acción pasaba en su calle, y él creía que era un libro histórico y pensaba que conocía a casi todos los personajes de la obra.
Joaquín quiso cumplir mi encargo; hizo que el cura o uno de los empleados mirara los registros del cementerio; se encontró el nombre de Aviraneta, pero no se pudo ver dónde se hallaba sepultado, porque las tumbas y los nichos del sitio del enterramiento estaban derrumbados y los restos humanos esparcidos por la tierra en un sitio que llamaban Campo de los Huesos.
La calavera de don Eugenio se me escapó también de las manos.
Yo la habría contemplado con enternecimiento y visto sus depresiones y sus prominencias con curiosidad y con respeto; pero, como digo, se me escapó.