V

ENCONTRÁNDOME en el pueblo, y después de una larga enfermedad, supe que don Eugenio había muerto en Madrid. Mi mujer no me quiso decir nada en el transcurso de mi dolencia por no agravar mi estado. Cuando pude, marché a Madrid. Don Eugenio había muerto en la calle del Barco, número 28, piso tercero, el 8 de febrero de 1872, a las dos de la tarde, a consecuencia de una fiebre tifoidea. Tenía ochenta años. En su testamento, hecho poco tiempo después de su boda, indicaba que su entierro fuera pobre, sin ostentación, sin misas ni funerales. Legaba todo lo que tenía a su mujer. Uno de los testigos del testamento era don Mauricio Castelo, el que persiguió al policía Chico con saña.

Visité a Josefina, que me dijo pensaba trasladarse a San Sebastián, a pesar de que tenía cariño a la calle donde vivía en Madrid.

La gente del barrio, que sentía afecto por el viejo conspirador, acompañó su cadáver hasta el cementerio general del Norte, donde lo enterraron.

Después de hablar a Josefina, visité a varios vecinos.

El señor Blas, el huevero de la plazuela de San Ildefonso, que conocía a Aviraneta desde hacía muchísimo tiempo, me dijo:

«Don Eugenio ha muerto tranquilo, como lo que era, como un hombre de verdad —y luego añadió sentenciosamente—: Siempre ha sido igual, de joven y de viejo. Desde el principio hasta el fin.»

A mí me pareció muy exacto lo que dijo el señor Blas, el huevero de la plazuela de San Ildefonso.