IX

VISITA A SOR PATROCINIO

En Madrid, María Cristina me llamaba al palacio de la calle de las Rejas, me preguntaba mi opinión acerca de las cuestiones políticas y quería que yo le dijera lo que se murmuraba en la calle sobre los amores de su hija y sobre los milagros de sor Patrocinio.

El sabor de la venganza.

DESPUÉS del destierro, medio frustrado, de 1847, no me pasó nada hasta 1854, en que me prendieron y me llevaron a la cárcel del Saladero. Esto lo he contado con detalles, así como los manejos de un brigadier y de su querida para matar al policía. Chico.

Desde la época del destierro ordenado por Benavides no quise intervenir en nada y rehuí el conocer nuevas gentes. La única persona de importancia con quien hablé fue sor Patrocinio. Tuve una entrevista con ella por indicación de María Cristina.

La privanza de sor Patrocinio y del padre Fulgencio con la familia del infante don Francisco no se explicó nunca con claridad. Sabido es que el infante don Francisco de Paula era masón y que su mujer participaba, aparentemente, de sus ideas por interés más que por otra cosa.

Al instalarse los infantes en Madrid, entró como confesor de la familia el escolapio padre Fulgencio López, amigo y protegido de sor Patrocinio. Este hombre era uno de los maestros de las Escuelas Pías en el colegio de San Antón, de la calle de Hortaleza. No era un tipo hábil ni inteligente, sino sólo osado, atrevido, de cierto desparpajo, frecuente en los frailes. El tal frailuco, manchego, se hizo indispensable en la casa, y al enfermar de gravedad doña Luisa Carlota le habló de su protectora, sor Patrocinio, y le reprochó a la infanta el haberse manifestado contra la monja.

La enferma se arrepintió de ello, y dijo que comprendía que no era una embaucadora, sino una santa mujer.

El padre Fulgencio se lo comunicó a sor Patrocinio, y esta, que tenía la devoción de la Virgen del Olvido, que, según ella, se le había aparecido en carne mortal, envió la imagen a la infanta, muy vestida, con una urna de vidrio y dentro de una caja de palo santo.

Después de la muerte de doña. Luisa Carlota, el escolapio fue confesor de don Francisco de Paula, el masón, y luego de su hijo, el rey consorte, Don Francisco de Asís, hombre muy devoto.

Sin duda, el padre Fulgencio, dirigido por sor Patrocinio, habló al infante don Francisco de las virtudes y milagros de la religiosa, y el infante, un poco lelo, prometió protegerla.

La admiración del infante don Francisco, ya ex masón, por la monja, pasó a su hijo Don Francisco de Asís.

Al casarse este con Isabel II nombró al padre Fulgencio confesor de Palacio. Antes del matrimonio, sor Patrocinio envió a la reina, por intermedio de la hermana del conde de Clonard, un lignum crucis.

El infante don Francisco de Paula, panegirista de la mística milagrera, llevó a su hijo y a la reina a visitar varias veces a sor Patrocinio. Francisco de Asís se entusiasmó con la monja. Iba, según decían, a visitarla a altas horas de la noche, y hasta muchas veces se aseguraba que, para que no le conocieran, se disfrazaba de cura.

Algunos creían que se entendía con ella; pero no debía de ser verdad.

Una comisión difícil

En esta época me llamó un día María Cristina. La reina, madre tenía por entonces buenas disposiciones para mí; me hablaba de tú y quería protegerme. Yo le decía que se me había pasado el tiempo, que ya no tenía ambiciones, y era verdad.

Fui al palacio de la calle de las Rejas, y, después de contarme varias cosas, me dijo la reina madre:

—Tengo noticias de que Isabel va a hacer una tontería. Me han dicho que mi yerno Paco le ha cogido de un armario las cartas de alguno de sus favoritos, y se las ha dado a sor Patrocinio. Quieren con esto dominar a Isabel para que eche a Narváez y lleve al Poder a los paniaguados de la monja.

—¿Y qué quiere hacer Su Majestad?

—Quiero que vayas de mi parte a ver a sor Patrocinio y que le digas que conozco sus manejos y que ande con cuidado. Si tiene de verdad esas cartas, que las devuelva, porque si no irá a la cárcel, por muy mística y por muy milagrera que sea.

María Cristina tenía poca simpatía por la monja de los estigmas.

Cuando el proceso de esta, en 1846, se dijo que uno de los milagros de más bulto de la religiosa fue que el diablo la sacó de su celda y la llevó por los aires al camino de Aranjuez, y allí le hizo ver que María Cristina era una mala mujer en todos los sentidos, y que su hija no era, ni podía ser, reina de España. Lo más probable es que María Cristina recordara este milagro y no le hiciera mucha gracia.

La misión que me encomendó la reina madre no me pareció muy fácil de cumplir, y quedé un poco parado antes de contestar.

—¿Qué piensas? —preguntó ella.

—Ya veré de cumplir el encargo de Su Majestad de la manera más diplomática posible —le dije.

—¡Bah! Tú saldrás fácilmente de eso.

—No creo que la cosa sea tan fácil; pero aun así y todo, ensayaré, aunque no creo que con éxito.

Antecedentes

—¿Y qué pretende sor Patrocinio en la calle? —me preguntó la reina.

—Dicen tantas cosas, que es muy difícil saber lo que puede ser verdad.

—Pero ¿las consideran bien o mal?

—En eso influye más que nada la política. Los carlistas y la gente religiosa creen la mayoría que es una santa, y los liberales y los progresistas, que es una embaucadora.

—¿Y la gente imparcial?

—No hay gente imparcial. Una señora rica y devota suele decir muy convencida: «Es una reformadora; se hablará de ella como de Santa Teresa de Jesús». En cambio, la mujer de un encuadernador, que es pariente de sor Patrocinio, dice: «Esa es una tuna».

—Y tú, ¿qué crees de las llagas?

—Eso ya se supo que eran artificiales; ella misma declaró que el padre Alcaraz le dio una reliquia que debía de tener una sustancia corrosiva que, aplicada a la piel, producía úlceras.

—¿Cómo se explica la gente el favor que tiene la monja con Isabel y con Francisco de Asís?

—Hay opiniones para todos los gustos.

—Habla con claridad, sin escrúpulos.

—Pues algunos dicen que sor Patrocinio los ha seducido con sus palabras y su aire seráfico; otros aseguran que Don Francisco de Asís se ha enamorado de ella.

—¡Qué disparate! Paco no se enamora de nadie. ¿Qué más dicen?

—Han inventado que la monja quedó embarazada de Don Francisco y que fue a dar a luz a Burdeos.

—Pero eso es mentira, naturalmente.

—Creo que sí. Lo que se asegura y parece cierto es que Don Francisco de Asís tiene otros hijos.

—¿En dónde?

—Aquí, en Madrid.

—Pero si es capaz de tener hijos, ¿por qué no se los hace a su mujer? —preguntó ella con un desgarro de rabanera.

—¡Ah! Eso es un punto oscuro, y sobre él sólo su augusta hija Doña Isabel II podrá tener opinión.

María Cristina se rio.

—Sigue contando.

—Dicen también que sor Patrocinio no es hija verdadera de don Diego de Quiroga y Valcárcel, administrador de rentas de los reyes, sino que es hija natural de su difunto esposo Don Fernando, y que Doña Isabel tiene cariño por ella desde que ha sabido que es hermana suya.

María Cristina quedó parada.

—¿Cuándo nació esa mujer? —preguntó después.

—Se asegura que nació en abril de 1811.

—Pues entonces no puede ser hija de Fernando. Fernando estaba tres años antes prisionero en Valencey.

—Sí; pero hay gente que afirma que esa fecha no es cierta, y que la monja nació antes. En el origen de sor Patrocinio hay algo oscuro, misterioso; cuentan que nació en un bosque, en Cuenca; que la abandonó su madre… Lo que sí parece cierto es que Fernando VII, su difunto esposo, se interesó mucho por ella cuando era niña; quizá sea esto lo que ha dado origen a los rumores.

—¿Tú conoces a sor Patrocinio?

—No.

—¿Quién era su madre?

—Creo que se llamaba María Dolores Cacopardo, y me parece que ha muerto en un hospital.

—¿Y era de familia distinguida? ¿Iba a la corte?

—Parece que sí; pero yo no tengo ningún dato para creerlo. Dicen que tanto la familia de Cacopardo como la de Quiroga tenían entrada en Palacio en los últimos años del reinado de Carlos IV. Yo no lo sé, pero lo he oído decir. Es más: las personas que piensan si sor Patrocinio será hija de Don Fernando o de Don Carlos suponen que el señor Quiroga aceptó el mochuelo porque le convenía.

—Entonces tendremos que aceptar a la monja en la familia.

—El yerno de Su Majestad, probablemente, la aceptaría con gusto.

—Lo que me extraña es que esa mujer, tan mística y tan cristiana, no se ocupe más que de los reyes. ¿No hay desgraciados por ahí a quien atender?

—Tiene Su Majestad razón. Es muy cierto. El amor por los poderosos es muy de católico.

—No digas eso. Ya sé que eres un impío.

—No tanto como creen algunos.

—Y en resumen: ¿qué opinión tienes tú de la monja, Aviraneta?

—Yo no la he visto nunca. Dos personas que intervinieron en el proceso, el magistrado don Modesto Cortázar y el auditor don Canuto Aguado, los dos amigos míos, me dijeron que la tenían por persona sincera. ¿Ahora, quién sabe lo que será? Por cierto, que uno de los médicos que la reconoció, con los doctores Argumosa y Seoane, por la cuestión de las llagas, era uno que servía de espía a Calomarde en el año 30, y que con sus delaciones llevó al patíbulo al librero Miyar.

—¿Cómo se llamaba?

—Don Maximiliano González.

—¿Y lo sabía el Gobierno?

—No; se ha sabido después.

—Y de eso que cuentan que Olózaga tuvo que ver con la monjita, ¿qué hay de verdad?

—Cuando el célebre proceso de las llagas, yo no sé si Su Majestad recordará que llevaron depositada a la monja a una casa de la calle de la Almudena. Un día corrió la voz de que sor Patrocinio quería escaparse. Olózaga, que era gobernador de Madrid, mandó un celador de barrio y un guardia a vigilar la casa. Entraron estos hasta la alcoba de la enferma. Olózaga, por la noche, se presentó también. Entonces dijeron que a sor Patrocinio le había dado un fingido ataque de histerismo en la cama, y que se descubrió y mostró su cuerpo espléndido. Los antipatrocínicos aseguraron que la monja quería seducir a los guardianes con su belleza para escaparse; en cambio, los patrocinistas afirmaron que Olózaga había querido forzar a sor Patrocinio, de la que estaba enamorado, y que en la lucha la monja se puso más enferma y se trastornó y hasta echó sangre por la boca.

—¡Qué barbaridad! ¡Qué fieras!

—¿Quiénes? ¿Ella o él?

—Los dos.

La entrevista

Al día siguiente, por la mañana, tomé un coche, y lo dejé en la esquina de la calle de San Agustín con la de Cervantes, que en mi tiempo de juventud se llamaba de Francos. Había en el camino tres o cuatro coches.

Me acerqué al convento de Jesús, que formaba parte del palacio de Medinaceli. En la calle de Cantarranas había otros tres o cuatro coches. Se veía que en la santa casa se celebraba gran conciliábulo.

Me acerqué; me encontré delante de dos puertas, una de la iglesia y otra del convento. Llamé en esta última, expliqué a la hermana portera la misión que llevaba, y me pasaron a un locutorio con las paredes desnudas y encaladas.

Estuve esperando bastante tiempo hasta que apareció, al otro lado de la reja, la célebre monja de las llagas.

Me saludó con una inclinación de cabeza.

—Hable usted —me dijo en un tono mixto de sequedad, de suavidad y de mando—, tengo mucha prisa.

Le expliqué mi comisión de parte de la reina Cristina con toda clase de miramientos, circunloquios y reservas, y, mientras tanto, tuve tiempo de irla contemplando. Era una mujer que hacía efecto. Representaba ya unos cuarenta años. Me pareció un poco mujerona, algo rechoncha, quizá efecto del hábito.

Tenía la frente ancha, la nariz tirando a gruesa, la cara muy blanca y un poco juanetuda, la mirada brillante, negra, de inteligencia y de suspicacia, y al escuchar, apretaba los labios con una expresión de energía, de terquedad y de desdén. Disimulaba su adustez con sus palabras amables y dulzonas, pero no podía engañar más que a los cándidos.

Si no en la expresión, en la frente y en algunos rasgos de su cara se parecía al rey consorte Don Francisco de Asís.

Había entre ella y él un aire de familia. ¿Sería un parecido casual o habría un motivo de parentesco oculto que explicara esta semejanza? ¡Quién podía saberlo!

Llevaba la religiosa hábito blanco, gola también blanca, un largo rosario, una toca, manto negro y medallón redondo o escapulario al cuello. Durante la conversación guardó las manos ocultas debajo del hábito; pero en uno de los momentos, al accionar, descubrió rápidamente la derecha, que llevaba vendada o cubierta de unos mitones blancos.

Sin duda era para ocultar sus estigmas místicos que tanto habían dado que hablar. Decíase que en la frente tenía también marcas que representaban las llagas de Jesucristo producidas por la corona de espinas.

A mis primeras explicaciones contestó con frases cortas, secas y desdeñosas. No era aquella mujer un tipo de esos ñoños que hablan con aire de características de teatro. Nada de eso.

Como no me atrevía a explicarme claramente, anduve buscando la fórmula para decirle lo que deseaba con más o menos circunloquios.

—Hable usted con claridad. ¿Qué es lo que desea? ¿Quién le envía? —me dijo.

—Me envía Doña María Cristina.

—¿Y qué quiere esa señora de mí?

—A la reina madre le han asegurado, aunque ella no lo cree, que algunas cartas de los amigos de la reina Isabel se las han entregado a usted para su custodia.

—¿A mí? ¿Y quién?

—Dicen que el rey consorte, Don Francisco de Asís.

—¿Y con qué objeto?

—Con el objeto de forzar a Doña Isabel a que tome una orientación distinta en política.

—No entiendo. Primeramente, yo no tengo esas cartas. ¿De quién son esas cartas?

—De los favoritos de Doña Isabel.

—¿De qué favoritos?

Yo pensé: «¿Esta mujer es una cuca o es una infeliz?».

—Favoritos puede querer decir protegidos, y puede querer decir amantes —le indiqué.

La monja hizo un gesto de repulsión.

—No sé nada de esas cartas de que usted me habla.

—Está bien. Se lo diré a la reina madre. A ella le han tratado de convencer de que las cartas de los favoritos de su hija se han llevado a un convento, y que con esas cartas se quiere forzar a Doña Isabel para que dé un rumbo nuevo a la política española a favor de los carlistas.

—No estoy enterada de nada de eso. No me ocupo de política.

—La reina madre quiere advertir a las personas que puedan tener relación con esa intriga que les perseguirá sañudamente, por muy alta que sea su posición y por muy escondidos que estén en los palacios o en los conventos.

—A eso no tengo que contestar más que por encima de los reyes está Dios, y teniendo la conciencia tranquila no creo en lo que usted me cuenta. Don Francisco de Asís y Doña Isabel, su esposa, que Dios guarde, me honran a veces con su visita, pero no hablamos nunca más que de asuntos religiosos.

Comprendí que fracasaba en mi misión, y le pregunté lo más amablemente posible si no me podía dar una respuesta para tranquilizar a María Cristina.

—Ninguna —me dijo con voz enérgica y con los ojos brillantes—. Que Dios le perdone el daño que ha hecho a la religión.

Comprendí que se acababa la entrevista. Antes de marcharme, la monja me preguntó con viveza:

—¿Y usted quién es?

—Mi nombre no tiene importancia. No soy más que un emisario.

—Muy bien. Sabré quién es usted.

—No creo que le haya ofendido en nada.

—El ocultar el nombre es señal de algo sospechoso.

—Si lo considera usted así, le diré que me llamo Eugenio de Aviraneta.

—Sí, creo que he leído su nombre, y en algo no muy cristiano.

Se retiró la monja y salí yo de la sala. Al llegar al portal me crucé con el padre Fulgencio, tipo insignificante, con aire hipócrita y empalagoso. Comprendí que era él porque dijo que venía de las Escuelas Pías de San Antón.

Tomé un coche, marché a la calle de las Rejas y conté a María Cristina lo infructuoso de la conferencia.

—Me lo figuraba —dijo ella—; veremos lo que hace Isabel. Supongo que no se dejará engañar por esa embaucadora y ese escolapio idiota.

En esto no acertó, porque Isabel II se dejó engañar y aceptó el Ministerio «relámpago», que duró unas cuantas horas.

Cuando le dije a María Cristina que encontraba cierto parecido entre sor Patrocinio y el rey consorte, Don Francisco de Asís, quedó muy preocupada.

—Quizá ese parecido casual es el que produce la simpatía que manifiesta mi yerno.

—Puede que sí.

Al volver Narváez al Poder, fracasado el Ministerio «relámpago», mandó prender a la monja y al padre Fulgencio y los desterró. En la plaza de Jesús hubo durante dos días gran jaleo. La Policía tuvo que rodear el convento; grupos de paisanos querían pegarle fuego. Se decían cosas terribles de la monja de las llagas, a quien llamaban en chunga Soplatocino, y del rey, a quien apodaban Doña, Paquita. Estuve en la plazuela en el momento en que la religiosa salió del convento con una compañera, dos curas y dos enviados del gobernador.

Sor Patrocinio iba más pálida que de ordinario, con una expresión de terquedad y de cólera. A mí me debió de reconocer. Habló de una manera breve y rápida a una de las hermanas, entró en el coche, se cerró de golpe la portezuela y el carruaje, seguido de otros dos, tomó por la calle del Fúcar.

Poco después se levantó el destierro a los que habían intervenido en el Ministerio «relámpago» y fueron volviendo a Madrid. Sor Patrocinio, al convento de Leganitos, donde obtuvo de nuevo la gracia de los reyes y ejerció una gran influencia.

Del padre Fulgencio se dijo que retornó de Archidona, donde estaba relegado, a Madrid, en la diligencia, con un traje muy mundano, en compañía de una actriz y haciendo chistes que querían ser ingeniosos. Poco después, el padre Fulgencio fue nombrado obispo, que era la mayor de sus ilusiones, en Cartagena.

Hecha esta gestión poco afortunada con sor Patrocinio, ya no me volvieron a encomendar ninguna otra.