SIMPATÍAS FINALES
En 1847 me prendieron a mí y le prendieron a Chico, y nos deportaron; a mí a Alicante y a él a Almería. Cualquiera hubiera dicho que había relación entre nosotros dos, pero no había ninguna.
El sabor de la venganza
EN 1847, el ministro Benavides, de la fracción moderada de los puritanos, me desterró a Alicante por un barullo ocurrido en la Puerta del Sol, en el cual unos cuantos jóvenes aclamaron a la reina y a la libertad.
Yo no tenía absolutamente nada que ver con aquello. ¿Qué podían significar para mí estos aplausos y vítores a la reina? ¿Qué intención iba yo a tener en ello?
El destierro duró poco, pero me indignó.
Se me consideraba hombre misterioso y guardador de grandes secretos. Varias veces agentes de la Policía registraron mi casa y se me llevaron cuadernos donde yo tenía documentos y notas. Suponía si andaría en el ajo Salvador, que estaba en Madrid empleado en un Ministerio.
No tenía esperanza de intervenir en la política. La mecánica de los partidos había cambiado y no había posición en ella para mí.
Los progresistas, aunque en conjunto compartiera sus ideas, no me querían, por considerarme enemigo de Espartero; los moderados me favorecían, pero yo no simpatizaba con sus tendencias reaccionarias.
No había lucha contra el carlismo, y a mí se me reservaba únicamente esta especialidad.
Contaba más de cincuenta años, y no había dado el salto a tiempo para incorporarme al grupo de los mandones. Era indispensable retirarse.
Impulsado por la cólera que me produjo la canallada del ministro Benavides, pensé en marcharme a América, y escribí a un amigo de Nueva Orleáns. Me contestó que allí no tendría éxito. Un hombre de cincuenta y cinco años era muy viejo para buscar fortuna en países jóvenes. En América, según mi amigo, los hombres envejecen más pronto que en Europa, y se apreciaba por esto también más la juventud.
Me encontraba un poco en el vacío. De querer actuar en política, no se podía ser más que esparterista o antiesparterista, partidario o enemigo de Narváez. Ser liberal indeterminado no era nada en la práctica.
Aunque rechinando por dentro, me decidí a eclipsarme. Fui a visitar a María Cristina, quien me dijo que había llamado a Benavides y le había advertido que no consentiría en adelante, de ninguna manera, que se me desterrara o se me prendiera por un capricho.
El ministro se mostró muy bajo, dio todas las explicaciones necesarias y cantó la palinodia de una manera indecente. Hasta me ofreció un destino, que no acepté.
Yo, que había tenido casi siempre la antipatía de los políticos, sin duda, al ver que estaba inutilizado, sin amigos y sin partidarios, comencé a verme mejor tratado por ellos, y en algunos libros y folletos que hablaban de la guerra se me trató con más simpatía. Eran, sin duda, elogios de funeral.