VI

AMIGOS ANTIGUOS

Estoy perdido, sin defensa —murmuró—; me van a aplastar.

La Isabelina

POR el relato de los periódicos supe el fusilamiento de mi amigo Zurbano y de sus hijos y el atentado contra Narváez en la calle del Desengaño, esquina a la del Barco, en las proximidades del teatro del Circo, atentado del que salió ileso.

Cuando volvió María Cristina a Madrid, el mismo día enterraron a don Agustín Argüelles. Yo no estuve ni en una ceremonia ni en otra.

El Gobierno me había repuesto en el Cuerpo de Intendentes del Ejército; pero, sin duda, no tenía mucha confianza en mí, porque no me daba ningún trabajo. Iba a la oficina, pero pronto comprendí que se deseaba que no fuera por ella, y, en vista de esto, no hice más que cobrar el sueldo.

En 1846 había tres candidatos al matrimonio con Isabel II: un Coburgo, don Francisco de Asís y su hermano el infante don Enrique. Había sido también candidato, aunque ya desechado, el conde de Trápani, hermano de María Cristina, que entonces tenía dieciséis años y decían que era tonto.

El Gobierno parecía tener la benevolencia de los ingleses. Don Francisco de Asís era el candidato de Luis Felipe, y don Enrique de Borbón, duque de Sevilla, tenía mucha popularidad entre los liberales patriotas.

Al parecer, la reina Cristina no quería para su hija a Francisco de Asís. Le tenía antipatía como a hijo de su hermana. Isabel, por otra parte, que era una chulona, decía que Francisquito no era hombre, que tenía voz atiplada y caderas de mujer, y a ella le gustaban los hombres muy hombres. El segundo hijo, Enriquito, le parecía a Isabel mejor; pero a este Cristina le tenía más odio y decía que era un perdido y un canalla, tan malo y tan intrigante como su madre.

A pesar del poco entusiasmo de la reina por don Francisco, se arregló la boda con él.

La señora de Ruiz de Aranda me contó que había habido varias jiras en la Casa de Campo con intenciones matrimoniales. Iban a ellas don Francisco de Paula con sus dos hijas, Muñoz, la marquesa de Valverde, Isabel y Paquito. Después de la merienda se bailaba.

Paquito, el prometido de Isabel, al parecer, no tenía un cuarto. Mientras estaba de oficial de Húsares, en Pamplona, vivía en una fonda humilde de la calle de la Estafeta, como un oficial con un sueldo reducido, en un gabinete pequeño y estrecho. Paquito miraba el matrimonio con su prima como medio de dejar de ser tan poca cosa y de convertirse en Don Francisco de Asís, rey consorte.

Espartero, desde Londres, y Olózaga fueron los que decidieron el matrimonio de Isabel II con Francisco de Asís. Los políticos ingleses aceptaron al candidato, y el embajador, Bulwer Lytton, vino a Madrid con la orden de favorecerle.

Iluminaciones y fiestas

Cuando las fiestas de la boda hubo en la corte muchos forasteros.

Una noche me encontré con Dolores, la Perlita, casada con un rico comerciante de Cádiz. Se me acercó a saludarme con afecto, y hablamos.

No sabía nada de Fanny Stuart; creía que había vuelto a París. La ex bailarina me mostró el camafeo regalado por mí, que llevaba colgado en el pecho. Creía que le había dado la buena suerte.

Pocos momentos después nos encontramos con el Tordillo, el hombre de la venta de la Pajanosa, que se me acercó muy efusivo.

Paseamos los cuatro por las calles de Madrid, y me topé con García Orejón, que venía de Francia. Le pregunté por los amigos. Me habló de Valdés, de Martínez López y de Baissac, que al parecer se había ido a América. Todavía nos encontramos con Isidro Madruga y la Pura, los dos de bracete. Vimos juntos, entre el gentío, las iluminaciones y las colgaduras de las casas.

En la calle de Alcalá, en el Ministerio de Hacienda, se lucían tapices y retratos de la pareja real, custodiados por tropa. En la Academia de San Fernando había colgaduras blancas y moradas, un dosel con el busto de la reina y un gran número de arañas con luces en los balcones.

El Ministerio de la Guerra estaba también iluminado con muchos faroles, que formaban dibujos; el paseo del Prado, con guirnaldas, columnas de boj y luces. En la fuente de Apolo había un templo chinesco y un tablado para la música, que tocaba sin cesar, y enfrente de la fuente de Neptuno, dos extensos tablados, que supusimos serían para bailes de espectáculo.

Después de pasear por las calles y plazas, como buenos isidros, la Perlita me pidió que le consiguiera dos entradas para la corrida de toros que se iba a celebrar en la plaza Mayor. Se las conseguí por influencia de un amigo. Orejón llevó con él al Tordillo de la Pajanosa.

Yo no fui, porque estas fiestas no me interesan. La corrida de toros fue muy sonada, y acudió a ella todo el mundo: aristocracia, gente política, burguesía y pueblo. Se elogió la habilidad del Chiclanero y de Montes. Un potro desbocado atropelló a este célebre espada, pero no le causó más que una ligera contusión.