VUELTA
Así, en la vida moral y en la vida sentimental cabe sospechar el carácter mítico de las ideas y de los dioses y seguir en la corriente que produjeron ellos, cuando todavía eran dioses e ideas.
La veleta de Gastizar.
COMO no tenía más que muy poco dinero, fui de primera intención a París y me hospedé en un hotel barato de la rue Saint-Jacques, hacia las afueras.
Desde allí escribí a mi primo Alzate para que me enviara algún dinero.
La encargada del hotel, una señora gorda, madama Barbou, que parecía que en sus años juveniles había tenido una vida muy alegre, se hizo amiga mía, y me contó las ejecuciones, que se hacían por entonces bastante cerca de la casa, como un atractivo del barrio. Me aseguró que no tardarían mucho en guillotinar a alguno.
Le parecían las ejecuciones un espectáculo dramático y divertido. Los chuscos hablaban del momento en que el reo, tumbado en la báscula de la guillotina, pedía al verdugo, al señor de París: Monsieur, cordon s’il vous plaît. Gracia, indudablemente, exquisita para un portero.
Recordé la anécdota de un náufrago inglés, que, después de recorrer tierras salvajes, se encontró con un sitio en donde vio levantada una horca, y dijo, convencido: «¡Gracias a Dios que he llegado a un país civilizado!».
Estuve varias veces en el palacio de la reina Cristina, en la calle de Courcelles, y me recibió más amablemente que en Marsella, y hasta me ofreció dinero, que no acepté. Hablamos. Yo intenté convencerla de que un Gobierno fuerte y liberal era la única solución para España, y que había que huir del reaccionarismo.
«Ya veremos», decía ella.
Cuando recibí el dinero de España me despedí de la dueña o encargada del hotel de la calle Saint-Jacques, madama Barbou, lamentándome de no poder presenciar los espectáculos de que se disfrutaba en el barrio. Fui a Bayona y a Bidart, y después a San Sebastián.
Mi primo Lorenzo Alzate me contó cómo entre él y Orbegozo habían preparado, en un convento de monjas próximo a la ciudad, un refugio para Espartero en el caso de que el general no encontrara asilo donde acogerse en sus últimos días de apuro y de desgracia.
Al poco tiempo de llegar a San Sebastián se me presentó Ganisch, mi antiguo compañero de aventuras, esparterista acérrimo. Ganisch quería discutir conmigo, pero yo no estaba para discusiones.
Ganisch se había casado con una tabernera de Fuenterrabía, viuda, de un genio terrible, la Eustaqui. Al parecer, marido y mujer tenían unas peloteras horrorosas y se tiraban los trastos a la cabeza.
Ganisch me dijo que iba a dejar la taberna, aunque se comía bien en ella, porque cuando reñían su mujer y él, este le daba con ganas, pero la Eustaqui tenía la mano muy fuerte.
Ganisch preparó una cena en una taberna del Chofre, barrio de San Sebastián próximo a Ategorrieta, y allí fuimos Alzate, Orbegozo y yo y dos chapelgorris amigos.
Entramos en la cocina, que tenía una chimenea negra, y fuimos a sentarnos a una mesa levadiza que se acoplaba a la pared, se sujetaba con una tarabilla y se ponía, cuando se quería, horizontal sobre un pie de madera. A esta mesa la llaman en vasco zizallua.
Las dos muchachas que nos sirvieron la cena, Panchica y Marichu, eran muy sonrientes, y las gracias de Ganisch, aunque viejo, les hicieron reír a carcajadas. De cuando en cuando les dedicaba un ronquido de aire erótico que no dejaba de ser grotesco. Después de la cena, los chapelgorris sacaron una guitarra, y hubo canciones liberales, híbridas de castellano y de vascuence. Ganisch cantó:
¡Viva Espartero!
¡Viva erregina!
Ojalá de repente
Hilko balitzake
bere ama zikina.
(¡Viva Espartero! ¡Viva la reina! Ojalá de repente se muriera su sucia madre).
Por allí no había peligro de que nadie se diera por ofendido.
El otro chapelgorri, hombre de ojos tiernos y de nariz colorada, lo que indicaba, sin duda, una desmedida afición por los alcoholes, nos colocó otra canción parecida, un poco grotesca:
¡Viva miliziya ta!
¡Viva naziyoa!
¡Viva eternamente konstituziyoa!
Estos vivas a la milicia, a la nación y a la Constitución no tenían de vascongado más que la terminación de las palabras castellanas.
El último chapelgorri, por no ser menos, cantó una canción vasca graciosa, que no sé de dónde la sacaría, y que se refería a tres muchachas de vida alegre de San Sebastián.
Hiru dama gazteak
daude penatuak
agertu direlako
beren pekatuak.
Aurretik eginika
nork bere tratuak
ohera joan zaizkate
gizon armatuak.
(Tres damas jóvenes están apenadas porque se les han descubierto sus pecados. Antes de hacer sus tratos se les han ido a la cama los hombres de armas).
Las demás coplas eran, igualmente, desvergonzadas y divertidas.
Tras de las canciones individuales y a coro vino un muchacho con un acordeón y se armó un bailoteo de fandango y de ariñ-ariñ en la cocina, que duró hasta la una de la noche.
A esta hora volvimos a San Sebastián Alzate, Orbegozo y yo. Los chapelgorris y Ganisch marcharon a Oyarzun.
Al día siguiente tomé la diligencia para Madrid.
Al llegar a la corte pasé una temporada desilusionado, resignado, creyendo que ya, como hombre de aventuras y de energía, había concluido. Pensé que era el epílogo, el final definitivo; pero al cabo de algún tiempo noté que todavía era capaz de tomar parte en cualquier empresa difícil. El destierro creo que me hizo más beneficio que perjuicio. Mientras no se presentara la ocasión, estaba decidido a vivir tranquilamente.
Al poco tiempo escribí a la imprenta de Augusto Henault, de Tolosa, para que tirara trescientos ejemplares de mi Memoria, y me los envió. Unos ejemplares los regalé, otros se vendieron, y como los pedían, pronto tuve que hacer otra edición en Madrid.
Durante esta época, como en tiempo de Espartero, fui acusado de conspirador, a pesar de no meterme por entonces en nada.
En el Ministerio de Estado debe de hallarse el oficio dirigido por el embajador de España en París, remitiendo copia de una circular de Don Carlos y las quejas del rey Luis Felipe a don Javier Istúriz porque Aviraneta se encontraba en Francia intrigando.
El ministro contestó secamente: «Aviraneta se halla en Madrid, y no se ha movido de la ciudad».
Estando yo muy tranquilo en Ginebra se dio otra broma por el estilo al Gobierno de Espartero. Se aseguró que el duende Aviraneta se había metido en la corte con fines terroríficos y revolucionarios.
Hubo gran agitación entre la Policía del regente, y los más finos sabuesos se pusieron en busca del duende. La Policía se topó una noche, en medio de la calle, con don Manuel María Santa Ana, después fundador y propietario de La Correspondencia de España.
A Santa Ana, que entonces supongo no tendría patillas, lo tomaron por mí, y cuando se convencieron de que no era yo, le soltaron. El duende estaba por entonces duendeando miserablemente en Ginebra. Cuando la reclamación de Luis Felipe, años después, los carlistas se agitaron como cuando las gallinas ven planear por encima de ellas un gavilán. El periódico de Madrid La Esperanza publicó la circular del secretario de Don Carlos, fechada en Bourges, poniendo en guardia a los fieles realistas e indicándoles los manejos de Aviraneta.
Don Modesto Cortázar, amigo mío, contestó a un empleado del Ministerio de la Gobernación que se hacía eco de esos rumores: «Todo eso es fantasía. Aviraneta acaba de estar conmigo en un café de la Puerta del Sol».
Yo he sentido siempre la desgracia de ser mejor tratado por los enemigos que por los amigos. No había hecho ningún daño a Mendizábal, y me persiguió tenazmente; lo mismo me pasó con Mina y con Espartero, a quienes intenté secundar y ayudar en la medida de mis fuerzas.
Hablan de un ministro francés que decía: «Hay favores que no pueden ser pagados más que con la ingratitud». Esta idea debe ser general, porque un diputado carlista amigo mío, de un pueblo también carlista, por el cual había trabajado durante largo tiempo, me decía:
—No puedo vivir en ese pueblo. Todo el mundo me odia, y creo que me reprochan constantemente el haberles favorecido.
—¿Usted les odia también?
—Empiezo a creer que sí.