V

CAMBIO DE MÁSCARAS

Narváez tenía una gran facundia; era persuasivo y turbulento; a veces parecía de un amor propio monstruoso; a veces le gustaba hacerse el pequeño.

Los contrastes de la vida.

NI por las ideas ni por el temperamento se podía saber con claridad quiénes eran los liberales y quiénes los reaccionarios.

La envidia y la intriga lo dominaban todo; por cuestiones personales cambiaban de política los militares y los reaccionarios.

Narváez, al principio muy liberal, se hizo reaccionario. González Bravo, de carbonario y enemigo furioso de la reina Cristina, se convirtió en conservador, clerical y carlista. Espartero comenzó más bien moderado, estuvo a punto de ser ministro con este partido y luego se hizo progresista. A Córdova le pasó algo parecido; de joven fue absolutista y fernandino, y después se tomó constitucional. Quizá en esto influyó la bofetada que le pegó a Calomarde, suceso que hizo decir a Fernando VII: «¡Le has pegado una bofetada a Calomarde! Es peor que si se la hubieras dado a mi hermano Carlos o al arzobispo de Toledo».

Otros políticos y militares no hicieron evoluciones tan claras. Miraflores osciló dentro de la misma zona templada constitucional; O’Donnell tuvo un liberalismo con momentos radicales.

Gente de menos importancia cambió también bruscamente. Fernández Gamboa, enemigo acérrimo del poder militar, se manifestó esparterista; don Joaquín María Ferrer, nada partidario de las dictaduras militares y que había escrito un folleto contra Espartero cuando este fusiló a unos chapelgorris en Guipúzcoa, se alió, después con el general y le sirvió de segundo. El marqués de Rodil, amigo mío, también enemigo de Espartero, se convirtió después en un gran partidario del general.

Las gentes de poco más o menos, como Valdés de los Gatos, Ormaechea y Martínez López, iban de acá para allá, donde podían encontrar mayor ganancia.

Martínez López, el autor del sangriento folleto contra María Cristina, fue después el hombre a quien se le aceptó en el palacio de Courcelles.

El odio de Espartero

Yo era enemigo de toda dictadura militar, y por la persecución de Espartero y por la inquina motivada que me tomó, acabé siendo enemigo personal suyo.

Conocía detalles de la sublevación de Aravaca. Espartero había intrigado contra Calatrava, Olózaga y los progresistas; después pensó en ser ministro con los moderados, y se arrepintió de ello.

Yo me hice amigo de Narváez y de Ros de Olano en Arcos de la Frontera; los dos dieron buenos informes de mí, y esto me valió la enemistad del general Alaix. Tal enemistad se acentuó al servir los designios patrióticos y puramente civiles de Pita Pizarro y después al ponerme en pugna con Fernández Gamboa, el cónsul de Bayona, entonces amigo íntimo de los esparteristas y de Mendizábal.

Yo consideraba la regencia del duque de la Victoria, fuera de todo personalismo, poco viable e inútil. No tenía objeto bien determinado. No podía ser más que puro chin-chin. Además veía claramente que Espartero no podía ser un político tranquilo y perspicaz, sino un hombre impulsivo, arrebatado y torpe.

Pensaba que, de no seguir con María Cristina de regente, en el trono, hubiera sido lo mejor adelantar la mayoría de edad de Isabel II.

Por otra parte, entregar todo el poder al duque de la Victoria, dejando a Narváez, a O’Donnell y a veinte generales más, todavía jóvenes y enérgicos, desterrados, humillados, despechados, era engendrar pronunciamientos. Algo parecido pensé cuando Espartero salió huyendo de España. En esto habría que haber seguido una política maquiavélica: o destrozar al enemigo hasta el punto de que no pudiera ya levantar cabeza, o contemporizar con él.

El duque de la Victoria, un tanto mareado por el triunfo, hizo; desde que entró en el Poder, una porción de cosas inútiles y de puro relumbrón. Por entonces se publicó esta décima dedicada a su ilustre persona:

Cuánta alabanza va en pos

de Vuestra Alteza, ¡oh regente!

¡Cuánto os alaba la gente!

¡Alabado sea Dios!

Todos alaban en vos

el talento y el valor;

mas yo, pobre pecador,

que os miro de cabo a rabo,

la serenidad alabo,

serenísimo señor.

El dardo daba en el blanco. La serenidad, o, mejor dicho, la inconsciencia, de este soldado inculto y poco perspicaz pasaba de la raya.

Con relación a mí, me indignaba que me profesara tanto odio estúpido e inmotivado, lo que me hacía pensar que era hombre de instintos bajos y plebeyos, porque en mi pobre esfera no le había hecho más daño que intentar colaborar con él.

Yo, por aquella época, no fui persona grata a la gente política, ni a los amigos ni a los enemigos de Espartero. Se me desacreditó y se habló de mí con desdén. Según dijo el marqués de Miraflores, yo había ido varias veces a París a mendigar su protección. Lo único que pretendí del marqués fue que se me dejara en paz y que, por lo menos en la Embajada, no se trabajara contra mí. Y, sin embargo, desde ella se preparó la correspondencia de Salvador para perderme.

Cuando todos los intrigantes carlistas merodeaban con libertad en París, a mí me condenaban a estar desterrado.

Yo no era, como digo, partidario de la regencia del duque de la Victoria. Consideraba como más inerte y como más liberal el Gobierno de una reina. Un militar como el duque, comprometido con unos y con otros, había de ir al Poder a satisfacer sus ambiciones, sus vanidades y sus rencores.

Espartero no sólo no era hombre de espíritu liberal, sino que era religioso y hasta fanático. Narváez, en cambio, ordenancista y conservador, no tenía ideas religiosas. Si llegaba alguna vez a favorecer el fanatismo y la intolerancia, era únicamente por conveniencia política.

Espartero, y no creo que mi juicio dependiera de enemistad personal. Me pareció siempre un hombre de sentimientos vulgares. Narváez, no. Narváez era un tipo raro, poco fácil de entender. Se encrespaba muy fácilmente. Unas veces, como cerca de Arcos de la Frontera, se dejaba achicar por el general Alaix, soldado valiente, pero que no tenía nada de águila, y otras andaba a golpes con Bulwer Lytton, el embajador de Inglaterra. Narváez era capaz de arrestar en su cuarto al rey consorte, Don Francisco de Asís, y permitía que los estudiantes, el día anterior a la noche de San Daniel, pasaran a su lado por la carrera de San Jerónimo y le dijeran, unos, «¡Aquí está el Espadón!», y otros, «¡Adiós, Ramoncito!». Yo lo oí, y él tuvo que oírlo también; pero quizá no lo tomó en cuenta por considerarlo como cosa de chicos.

No era fácil comprender a Narváez. Él y González Bravo eran dos frenéticos, dos déspotas; pero González Bravo tenía la vitola de un déspota vulgar; en cambio, Narváez era un hombre genial incompleto, contradictorio, pero genial.

Narváez dominaba las situaciones; González Bravo, no.

Este había sido imprudente. En su periódico El Guirigay insultó muchas veces a María Cristina. Un día, años después, la reina madre encontró sobre una mesa, dentro de sus habitaciones, una colección completa de El Guirigay, y desde entonces le puso la proa al antiguo carbonario, que tuvo que pasar mucho tiempo en el ostracismo hasta poder salir de nuevo a flote.

El orden de Espartero

Con el triunfo del duque de la Victoria y de sus amigos no vino la tranquilidad. No podía venir. Aquello no era una revolución, era un Gobierno de pandilla, como casi todos los militares.

Tuvimos el movimiento de don Diego de León; después, el de Barcelona. Se disolvieron las Cortes y se congregaron otras nuevas. Se discutió la regencia, si debía de ser una o trina, y hubo unitarios y trinitarios; luego se insubordinaron Málaga, Granada y Valencia, y, al último, Narváez y Azpiroz se acercaron a Madrid con sus fuerzas revolucionarias, y en Torrejón de Ardoz las tropas del Gobierno se pasaron a Narváez, dejando en ridículo al general Seoane.

¿Cómo este general no comprendió que no podía contar con sus batallones? ¿Cómo estuvo tan torpe? ¿Cómo, si su gente se encontraba fatigada y desmoralizada, no prefirió entrar en Madrid y defenderse en la ciudad?

Todo lo que hizo en su vida el general Seoane, si no fue un continuo disparate, anduvo muy cerca de serlo.

Al saber la marcha de Espartero a Inglaterra, yo decidí volver a España.