ODIOS Y CONJURAS
La rivalidad que ya había existido entre Espartero y Córdova siguió existiendo entre Narváez y Espartero, sobre todo cuando murió el general Córdova.
Las furias.
LA banda enemiga de la dictadura de Espartero tenía dos falanges: una, francamente reaccionaria, que quería la regencia absolutista de María Cristina con el matrimonio del hijo de Don Carlos con Isabel II, y la otra, más liberal.
Esta última pensaba en dividir las huestes esparteristas, y para ello encumbrar a alguno de sus jefes, a don Joaquín María López y al general Seoane, los cuales dejarían en segundo lugar a Espartero, porque este no demostraba condición alguna para la política.
Después de la renuncia de María Cristina se disolvieron las Cortes, y las nuevas se reunieron y nombraron regente del reino al duque de la Victoria.
Por entonces escribí una carta al general dándole mi palabra de honor de que nunca había intrigado contra él, y diciéndole mi opinión sobre las circunstancias políticas del momento. Le encargué a don Modesto Cortázar que se la diera en Madrid. Espartero la recibió con desdén.
«Nuestro Kuli-Khan no ha querido leerla», me escribió Cortázar.
Me pareció una prueba de estupidez, de soberbia imbécil e incomprensiva. Es lamentable que siempre las circunstancias políticas sean tan extrañas, que sólo los estúpidos, los infatuados y los necios puedan estar en condiciones de mandar en los pueblos.
Me encontraba ya con pocos recursos. Si se prolongaba mucho mi destierro me iba a ver bastante mal.
Hallándome en Suiza, supe que había otra conjuración contra el Gobierno del duque de la Victoria. Se quería sustituir la influencia del Gabinete de Saint-James por otra netamente española. Estaban confabulados para ello los generales cristinos, los moderados, los grandes de España y los carlistas. Hacían de tarascas Valdés de los Gatos, García Orejón, Martínez López, don Francisco Blasi y don Fernando Ormaechea. Participaba en el asunto Marcelino Lamarque, y en su casa de París, en la calle de Clichy, número 68, se reunían los conjurados.
En las cartas cruzadas entre los conspiradores venían muchas palabras convenidas. De Baissac me mandó una de sus claves. Se llamaba Chispas a los progresistas; Centellas, a los republicanos; Cesantes, a los carlistas; Luis Felipe era el matemático; Nínive, Londres; los Tunos, los ingleses; Tesalia, Barcelona; el Magnífico, Miraflores; la ciudad, Tolosa; los Mandones, los moderados, y Cimitarra, Espartero.
También tenían cifras convenidas, y cada personaje estaba representado por un número. El 1 era Narváez; el 5, María Cristina, y el 18, Espartero.
No todos los que participaban en la intriga se contentaban con el propósito de quitar al regente; muchos querían una regencia dictatorial y absolutista, ejercida por otro general que se prestara a ser instrumento de la reacción. El más indicado era Narváez.
Como he dicho, todas estas intrigas políticas se mezclaban con historias de amores.
Cuando el movimiento de O’Donnell y de don Diego de León, se dijo entre los emigrados de París que había en esto cuestiones de faldas. Según los murmuradores, don Diego era el amante de la reina, y Montes de Oca, su rival; Concha se entendía con la duquesa de la Victoria, después su cuñada, y Fulgosio, con otras damas de Palacio. Yo lo cuento como me lo contaron. No sé qué verdad podía haber en todo ello.
Que la mayoría de estos militares se creían con un fuero especial para hacer lo que les diera la gana, eso es absolutamente cierto.