RÉPLICAS
Aviraneta creía que trabajaba para los demás; pero en el fondo trabajaba para sí mismo no con sentido utilitario, sino porque era un coleccionista de empresas difíciles y peligrosas.
Con la pluma y con el sable.
PASÉ en Ginebra muchos meses en un abatimiento profundo, pensando que ya todo se me venía abajo y que no encontraría medios de vida. Suprimida la pensión, sin protectores y sin amigos, veía el porvenir muy negro. Me sostenía el estoicismo y la falta de necesidades.
No tenía yo condiciones ni temperamento para la resignación. Por mi carácter, hubiera luchado hasta lo último con furia, pero me faltaban los medios.
Me esforcé en olvidar los agravios y las traiciones, y lo conseguí en parte. La tranquilidad me entristecía y me aplanaba.
Medio año después de instalarme en Ginebra, García Orejón me remitió desde Bayona unos números de El Correo Nacional, periódico de Madrid, órgano del partido moderado. En aquel diario venía un análisis de mi folleto titulado Memoria dirigida al Gobierno español sobre los planes y operaciones puestos en ejecución para liquidar la rebelión en las provincias del norte de España.
Como he dicho, no habían salido de la imprenta de Henault, de Tolosa, más que dos ejemplares: uno para el Ministerio del Interior y otro para el marqués de Miraflores.
En el artículo de El Correo Nacional se insertaban algunos párrafos de mi Memoria para molestar al general Espartero. De paso, a mí se me atacaba y se me trataba en broma.
La pedrada no podía venir más que del marqués de Miraflores. El marqués, no contento con dejarme en las astas del toro en Francia, me recomendaba a un canalla como Salvador y luego daba ocasión de que me atacasen mientras estaba desterrado.
Los políticos son de este porte.
El año 1843, a mi vuelta de Suiza a Madrid, comprobé lo supuesto por mí. Me explicó lo ocurrido un amigo, Ramón Ceruti, liberal de siempre. Al ver la crítica de mi Memoria en El Correo, acudió a la redacción del periódico y en ella supo la historia del artículo, El ejemplar de mi folleto lo envió desde París el marqués de Miraflores para su crítica. El artículo estaba escrito por don Francisco Javier de Burgos, amigo íntimo y corrector de estilo de la prosa del marqués.
Ambos personajes, correligionarios y camaradas en los años 1810 y 1812 y en los primeros del reinado de Isabel tenían algún resquemor contra mí porque yo descubrí en las notas enviadas a Pita Pizarro ciertos manejos e intrigas no muy liberales en los asuntos de la guerra civil, en los cuales participaban Luis Felipe, Guizot, Martínez de la Rosa y otros prohombres de la época.
Este resquemor del marqués fue, quizá, el verdadero origen de mi destierro y expulsión de Francia en 1841.
Algún tiempo después de mi llegada a Ginebra me puse en correspondencia con el secretario de la reina Cristina, don Luis Paradela, hombre hábil y jesuítico. Este señor pudo comprender que mi fervor por María Cristina era muy grande y me dio explicaciones de parte suya y de la reina.
José García Orejón, para mí siempre fiel, a pesar de su mala fama, seguía escribiéndome a menudo.
Sabía yo que mi confidente no tenía ninguna simpatía por Manuel Salvador. Le conté en mis cartas cómo mi desgracia se debía a este, y que esperaba con ansia el momento de vengarme de él.
No tardé mucho en lograr mis deseos. García Orejón me avisó un mes después que una nueva trama carlo-franciscana se estaba fraguando en París. Se había formado un Comité carlista, compuesto por el judío inglés Mitchell, el canónigo Casares, el palaciego Tamarit y otros. Al parecer, Martínez López estaba también en el ajo. El Comité se reunía para tomar acuerdos en la calle de Coq Heron, número 4, donde me habían citado a mí una vez y me prepararon una emboscada, y guardaba su archivo y su documentación en la calle de Babilonia, en casa de una amiga de Manuel Salvador.
Al momento de saberlo se lo participé inmediatamente por carta a Paradela, el secretario de la reina madre, y esta señora avisó, sin duda, a Luis Felipe.
La Policía se presentó en la calle de Coq Heron y en casa de la amiga de Salvador y cogió papeles relativos a una nueva conspiración carlista y una porción de documentos cifrados que traía y llevaba un tal José Fernández, agente de negocios en España y relacionado con los principales jefes del carlismo.
La Policía prendió a Salvador y lo zambulló en la cárcel. El mismo García Orejón me envió unos apuntes con la vida pasada y las últimas intrigas de Manuel Salvador, Con ellos y con otras notas antiguas del tiempo de Calomarde y de la época de la sociedad isabelina redacté su biografía, la mandé imprimir en Burdeos y la hice circular por todos los rincones de Francia donde había carlistas, encargándose de ello los amigos de García Orejón, pensando seguramente en hacer un servicio al carlismo.
Como también le tenía ganas a Labrière, el inspector de Policía de Tolosa, le mandé a Orejón una denuncia para que se la enviara al prefecto del Alto Garona, diciendo que el polizonte tenía relaciones con los carlistas. A consecuencia de la denuncia lo procesaron. Mejía fue también preso, y, según me dijeron, poco después, y encontrándose en la miseria, se ahorcó en su casa. Yo mentiría si dijera que lo sentí.
Cuando se lucha en una partida desigual, en que no se puede recurrir a la justicia, se vuelve naturalmente a los sentimientos primitivos. En esta clase de guerra se defiende uno atacando.
Los legitimistas de Francia, por su parte, deseando vengarse de mi partida serrana contra el carlismo, sabiendo que estaba expulsado por el Gobierno francés en Suiza y que no podía contestar oportunamente, comenzaron a atacarme en sus periódicos, pintándome como un facineroso.
La France de París, en su número 264, publicó un artículo titulado«Relaciones sobre algunas intrigas españolas», y en él se hablaba de mí con inexactitudes tendenciosas.
Hice litografiar en Ginebra una hoja el 8 de octubre de 1842, y contesté a La France de una manera terminante. No replicaron nada ni volvieron a hablar de mí.
En este documento concluía mi defensa diciendo:
Yo pertenecía y pertenezco a la fracción liberal defensora de Isabel II. El partido de Don Carlos y las pretensiones de este príncipe al trono de España eran para mí un peligro y una usurpación, según las antiguas leyes del reino. Siendo él mi enemigo y yo el suyo, debía hacerle la guerra por todos los medios y procurar su ruina. Este fue mi sistema infernal. La libertad de mi patria y el trono de Isabel II corrían peligro. Agitado el país por un bando fanático, dirigido por un príncipe incapaz, representante del absolutismo, España estaba en riesgo perpetuo. Yo vi el camino errado de los políticos con su sistema de guerra y propuse medios más eficaces para acabar con la facción que los paliativos puramente decorativos empleados por los generales de la reina.
En el papel copiaba la hoja explicativa, con mi plan de movilización, que entregué a Gamboa en Bayona, sellado en el Consulado días antes que Espartero hiciese el movimiento militar indicado por mí sobre Vergara y después sobre Elizondo.
Decía también que en mi Memoria, que se publicaría en breve, explicaría con detalles el sistema recomendado por mí para acabar una guerra que había llevado trazas de eternizarse, arruinando a España.
A los insultos de otros periódicos legitimistas y a los anónimos no me tomé el trabajo de contestar. ¿Para qué?
Estando en Suiza me pidieron cuenta, desde el Ministerio de la Guerra de Madrid, de los gastos hechos cuando fui intendente del Ejército en Málaga y Cádiz, cosa ridícula, porque las había dado concretas, al céntimo, y hasta perdiendo dinero.
Según me escribió García Orejón, al duque de la Victoria le comunicaban desde París noticias alarmantes, hablándole no sólo de las maniobras del grupo de Narváez, sino de las intrigas de Cea, de Miraflores y de sus adláteres Cerro, Montoya, etc. A mí me mezclaban en estos manejos, aunque debían de saber muy bien que yo no podía participar en ellos por estar desterrado en Suiza.
Le contaban al general lo que la reina escribía a altos personajes, y le explicaban los planes que estaban dispuestos a seguir los moderados. Le aseguraban que a él le declararían traidor a la patria y lo pondrían fuera de la ley.
A mí se me denigraba con frecuencia. Muchos que robaron y se enriquecieron con sus malas artes pasaron a la Historia como hombres grandes, nobles y virtuosos. Yo, que gasté mi pequeña fortuna en pro de la libertad, que no me lucré ni varié de opinión, era el infame traidor Aviraneta. La política siempre ha sido así: escuela de injusticia, una verdadera porquería.
Mientras yo vivía estrechamente, los militares españoles que se encontraban en París sin sueldo derrochaban con rumbo. No sé de dónde les venía el dinero, porque Doña María Cristina no creo que abriera la bolsa para subvenir a sus necesidades y a sus lujos. Se iba acentuando en ella la avaricia a medida que se iba haciendo vieja. Las amigas de su tertulia, por lo que me decían, se dedicaban también a negocios bursátiles. Me escribieron contándome muchos líos amorosos entre unos y otras. Al parecer, todos, o casi todos, los generales emigrados eran unos tenorios.