EN GINEBRA
Todo Gobierno revolucionario se tiene que convertir en seguida en dictatorial y en despótico de un modo casi automático.
Las mascaradas sangrientas.
UNA o dos semanas después de haberme instalado en Pau recibí orden de presentarme en la Prefectura.
Un empleado tomó mi filiación y me dijo:
—Tiene usted que salir inmediatamente de Francia. Diga usted a qué nación piensa dirigirse.
Lo había pensado de antemano, y le contesté:
—Iré a Suiza. Creo que no habrá en ello ningún inconveniente.
—Ninguno. Puede usted retirarse a su casa, hacer su equipaje, donde irán mañana a buscarle y a acompañarle a la diligencia.
Al día siguiente se me presentó el inspector Labrière, acompañado de dos agentes y de Mejía. Me condujeron a la silla de postas. Labrière y yo no nos hablamos. Al entrar en el coche me dio un pasaporte ignominioso.
Espartero me perseguía. Ya para mí no era cuestión sólo de política, sino de salvar la piel.
La carta que escribió el prefecto del departamento de los Bajos Pirineos al de Lot y Garonne decía así:
Pau, 3 de junio de 1841.
Señor y querido colega:
Tengo el honor de preveniros que vengo de dar, en virtud de autorización especial del señor ministro del Interior, un pasaporte para Ginebra (Suiza) al llamado Eugenio de Aviraneta, español, de quien encontrará adjuntas las señas.
Los antecedentes políticos del llamado Aviraneta recomiendan, por lo que le concierne, una medida particular, y el señor ministro desea, igualmente, os haga conocer que da mucha importancia a que sea exactamente vigilado en todo el camino que debe seguir para llegar a Suiza.
El itinerario transcrito ha sido trazado para evitar que este extranjero pase por Tolosa, donde se ha creado inteligencias, o por Lyón, donde podría sustraerse fácilmente a las investigaciones de la autoridad. He tenido, igualmente, cuidado en el pasaporte de hacer constar que si se aparta de su camino deberá ser detenido y conducido hasta la frontera por la Gendarmería.
El llamado Aviraneta abandonará esta ciudad el 4 de este mes. Sus medios pecuniarios le permiten viajar por las mensajerías y aun en silla de posta. No se le ha acordado más que quince días para abandonar el reino.
El prefecto de los Bajos Pirineos.
En todo esto se veía la mano del inspector Labrière. No hay que decir que juré vengarme de él si encontraba ocasión.
Llegado a Ginebra, me llamó el comisario de Policía del cantón y me preguntó:
—¿Por qué le expulsan de Francia y le dan un pasaporte tan bochornoso?
Le expliqué lo ocurrido, y el comisario me dije:
—Amigo mío, su patria es muy desgraciada cuando, después de una guerra civil de seis años, tan cruel y tan bárbara, cae en manos de un dictador militar, Ha venido usted a un país que tiene el culto de la libertad y que da albergue a todo perseguido político mientras respete las leyes de la República. ¿Tiene usted medios de subsistencia?
—Por ahora, sí —le contesté.
Entonces viva usted tranquilamente. Si alguien le molesta, avíseme usted. Lo mejor que puede usted hacer es acomodarse de pupilo con una familia de la ciudad.
¡Qué diferencia entre este comisario suizo, modelo de amabilidad, y los empleados de la Policía francesa, verdaderos cabos de vara de presidios! Los franceses siempre están hablando de los derechos del hombre, de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad; pero se muestran, cuando, tienen mando, más crueles, más brutales y más despóticos que nadie.
Fui, como me había recomendado el comisario, a una pensión de la calle de los Canónigos, cerca de la casa que habitó Calvino, en el barrio antiguo y alto. La familia era protestante, y sus individuos estaban acostumbrados a un régimen de vida muy severo y muy triste. Viví allí bastante solo y abandonado.
Solía pasear por la terraza de la Treille y por los muelles del lago Leman. Iba también a la biblioteca de la Universidad, pero no llegué a hacer grandes conocimientos. Tenía que vivir modestamente, porque ya no me enviaban dinero. Notaba que los cincuenta años eran para mí la vejez; perdía mis condiciones de combate, y ya no aspiraba a más que a la tranquilidad.
Influían también en mí los dolores reumáticos y el verme perseguido con violencia sin motivo.
Al principio me ocupé poco de política y de lo que pasaba en España. Luego empecé a leer periódicos y a escribir cartas.
Pronto se pudo notar que Espartero no tenía condiciones de gobernante. No podía dejar a un lado su condición de militar, y de militar partidista y vanidoso, y su deseo de favorecer a los amigos para que le alabasen.
Villergas, a pesar de su tendencia revolucionaria, cantó el triunfo de los progresistas satíricamente en unas quintillas, cuyo estribillo era gracioso:
Ya estalló la sociedad.
Santa Bárbara, que truena
Siga la barbaridad
y ande la marimorena,
¡y viva la libertad!