EL ABOGADO LARREBAT
Mientras la sociedad viva como un organismo en perpetuo desequilibrio —decía Aviraneta—, el Gobierno será bárbaro y depravado, tendrá el político algo de las atribuciones del cirujano, cortará la carne enferma y la sana, gozará de una verdadera dictadura para el bien y para el mal.
Los recursos de la astucia.
PREGUNTÉ a Vinuesa si había buenos abogados en Pau y si sabía de alguno conocedor del castellano, porque aunque yo hablaba francés medianamente, no hubiera podido explicarme con la exactitud necesaria en un asunto complicado de leyes, en el cual había que aquilatar bien los puntos con todos sus detalles y sus matices, sin decir más ni menos de lo necesario.
—¿Usted cree en abogados? —me preguntó Vinuesa.
—¡Hombre,… a veces!
—Ya sabe usted lo que se cuenta del abogado que dejó la mayor parte de su fortuna a una casa de locos, porque decía: «Esto es una restitución; he ganado mi dinero con ellos».
—¡Bien! Pero eso es una broma, y en cuestiones legales no hay más remedio que recurrir a ellos, por muy antipáticos que sean.
—¡Ah, claro!
Vinuesa recordó que su amigo Villena, que estaba evolucionando en ideas hacia el republicanismo, conocía a un joven abogado radical muy inteligente.
—¿Sabe el castellano?
—Muy bien. Ha estado en Madrid bastante tiempo.
—¿Es liberal?
—Sí, es de los republicanos exaltados; por eso tiene pocos pleitos buenos que defender.
—¿Cómo se llama?
—Isidoro Larrebat.
—Bueno, pues vamos a verlo.
Marchamos a su casa y nos pasaron a su despacho. Tenía una buena biblioteca y un estante entero con autores españoles, sobre todo del siglo XVII. Larrebat era hombre de unos treinta años, alto, moreno, fuerte, con gran barba negra cuadrada. Hablaba el castellano a la perfección, casi sin acento extranjero. Le expliqué yo mi asunto con toda clase de detalles, y le dejé las cartas de Salvador y la copia de mis contestaciones.
—Vuelvan ustedes dentro de dos días —dijo.
Cumplido el plazo, fuimos de nuevo a su casa Vinuesa y yo.
—He examinado con atención la correspondencia del agente secreto de la Embajada española en París —me indicó el abogado—. Se ve claramente que le han tendido a usted una celada para cazarle, y que, gracias a su prudencia y a su astucia, no le han envuelto. Si se hubiera usted deslizado algo en sus opiniones, los resultados para usted hubieran sido fatales, y ahora, probablemente, estaría usted en la cárcel.
—¿Y qué cree usted que debo hacer? —le pregunté.
—Esto es un negocio de Estado —dijo Larrebat—. Como abogado y político, es materia en la cual yo podría lucirme, tratando con dureza a nuestro Gobierno y al regente Espartero, que hace que sus empleados usen estos medios reprobados y torcidos. La infamia la podría poner de manifiesto desde el primer escrito; pero creo que con esto no saldría usted ganando nada.
—Es posible.
—El Gobierno francés se haría el sordo por no chocar con el regente en estas circunstancias. Acudiríamos con artículos a los periódicos de oposición templada; pero ¿querrían insertarlos? Lo más probable es que no lo quisieran, porque está de por medio el duque de la Victoria y su partido, considerado actualmente en la opinión pública francesa como liberalísimo y popular.
—¿Y en los periódicos republicanos?
—En los periódicos republicanos sucedería otro tanto. En los legitimistas no sería usted admitido; al contrario, le harían la guerra por el daño que ha causado al carlismo español. Se comprende que el Gobierno de Luis Felipe, influido por esparteristas y carlistas, tiene malos informes de usted.
—Y entonces, ¿qué debo hacer?
—Meterse en una campaña así le puede costar a usted mucho dinero, porque los periódicos, aun los que quisieran tomar su defensa, pretenderían hacerlo con su cuenta y razón. Desde el primer escrito que publicáramos en cualquier papel de la oposición, el Gobierno francés le haría salir a la carrera de Francia. Ha sido usted un agente de la reina Cristina; esta ha perdido la partida, es impopular. Basta. Quiere usted ser fiel a la desgracia; es una falta política, es la peor recomendación que puede usted tener para con les diferentes partidos políticos y periódicos de aquí y de todas partes.
—Pero todo eso constituye un atropello —dijo Vinuesa, exaltándose.
—Sin duda alguna —contestó el abogado—. El Gobierno francés, al cometer el atropello que comete con el señor Aviraneta, sabe lo que se hace: lisonjea al regente de España y a sus partidarios, aunque en su fuero interno deteste al país vecino y al general victorioso, que tiene fama de estar inspirado por los ingleses.
—Y en resumen: ¿qué es lo que hago? —pregunté yo.
—Mi consejo es que se esté usted callado y espere el resultado de las consultas que el prefecto ha hecho al Gobierno, y si fuese desfavorable, como es muy probable, obedezca sin replicar y se marche usted a otro país más libre y que le convenga más.
Le di las gracias, le pagué la consulta y salimos mi amigo Vinuesa y yo a la calle.
—¿Qué le ha parecido a usted el abogado Larrebat? —me preguntó él.
—Muy bien —le respondí yo—. Me ha convencido con sus razones. No hay más remedio que bajar la cabeza y marcharse de aquí a esperar mejores tiempos. No hay posibilidad de otra cosa.
—¡Alabo la serenidad de usted!
—¿Qué va uno a ganar con dar golpes contra el aguijón? Nada.
—Sí, sí, es cierto; pero yo no me conformaría.
Vinuesa era de esos españoles que creen en las palabras jurídicas y en el Derecho, y que les parece que protestar a gritos sirve para algo.