LA TRAMPA
A Aviraneta le quedó la impresión de que Salvador era un hombre enigmático, lleno de duplicidad y de misterio.
La Isabelina.
LLEGUÉ a Tolosa; por la noche fui a ver al comisario de Policía Lenormand.
—Le advierto a usted —me dijo— que en la Prefectura hay orden de expulsarle de Francia en virtud de una petición del encargado de Negocios de España en París.
—¿Y se dice el motivo?
—No; ahí tiene usted el telegrama.
Cogí el telegrama y lo leí. Sin duda, don Juan Hernández, esparterista a quien habían nombrado interinamente representante de los asuntos españoles en París, no quería que estuviese yo en Francia.
Me dolía el comprobar que Miraflores no se había ocupado de mí para nada.
—¿Y qué hago? —le pregunté a Lenormand.
—Quédese usted en casa. Ya veré yo si lo arreglo.
Lenormand visitó al prefecto, quien le dijo: «Yo no puedo hacer nada por ese señor. Tengo que obedecer las órdenes que me envían».
Tenía en Tolosa conocimientos con personas de alguna consideración; influyeron en el prefecto; alegué padecer una enfermedad; se hizo una información por el comisario de Policía Lenormand, con declaración de médicos y testigos y se suspendió la expulsión.
Me metí en mi cuarto y me dediqué a hacer vida de anacoreta.
Salía únicamente al anochecer al Jardín Botánico.
Había suspendido mi correspondencia con todos los agentes y personas conocidas.
No quería dar motivo para nueva orden de expulsión.
En esto, el encargado de Negocios de España en París notificó al prefecto, y este me lo comunicó a mí, el nombramiento hecho por el ministro, a mi nombre, de factor de tabacos en Gapan (Filipinas).
No me di por enterado.
«El ministro le puede ofrecer el carguito a su señora madre», dije yo.
Luego me enteré de que el señor Hernández, el encargado de Negocios de España en París, decía que querían alejarme porque yo tenía relaciones con la Junta carlista de Bourges.
La cosa era ridícula. Los políticos españoles son mucho más brutos de lo que se cree. ¡Un hombre como yo, enemigo acérrimo del carlismo, iba a pasarme a su campo y los carlistas me iban a aceptar! Era esto de un maquiavelismo tan torpe y tan estúpido que no cabía más.
Como la correspondencia mía la abrían con frecuencia en el correo, me abstenía de escribir. Tuve ocasión, por un compañero de la logia, de mandar una esquela al marqués de Miraflores y de recordarle su promesa de influir en el Ministerio del Interior para que no me persiguieran. Como la orden de expulsión no se repitió, creí que el marqués habría hecho algo en mi favor.
Miraflores tenía gran curiosidad de leer la Memoria mía sobre la guerra civil. Claro que esta Memoria, a fuerza de correcciones y de podas, quedaba reducida a muy poco.
Había pensado yo imprimirla en Tolosa y hablado al impresor Henault, que era también dueño de un establecimiento litográfico, para que la publicase.
Le entregué el manuscrito y principió a imprimirlo y a litografiar los dibujos.
René de Baissac pensaba traducir mi folleto al francés y un periodista de Londres, domiciliado por entonces en Bayona, quería verterlo a su lengua. De este modo, la Memoria aparecería en tres idiomas al mismo tiempo.
Escribí entonces a mi primo, don Lorenzo de Alzate, y a mi amigo don Domingo de Orbegozo, los dos de San Sebastián, hablándoles de mi proyecto.
«Tendrás que suspender la publicación de tu folleto —me contestó Alzate—. Espartero se encuentra en la cumbre del poder y si haces pública nuestra colaboración en tus planes nos expones al resentimiento del general, que es un tanto vano y rencoroso.»
Suspendí la publicación. Sólo faltaban para imprimirse la Memoria completa los documentos justificativos. El primer ejemplar decidí enviárselo al marqués de Miraflores. Le pregunté por qué conducto quería recibirlo. Me lo indicó, y se lo hice llegar puntualmente. Contestó con un recibo y me pidió permiso para sacar una copia de mi escrito e insertarlo en una obra suya.
Efectivamente, dos años después el marqués publicó las Memorias para escribir la historia contemporánea en los primeros años del reinado de Isabel, y en el tomo segundo insertó mi trabajo.
El impresor Henault envió al mismo tiempo un ejemplar de mi Memoria al ministro del Interior. No era indispensable hacerlo, porque la obra no se podía dar por publicada.
Dos meses después recibí carta de Miraflores. Me decía:
«Una persona de toda confianza le escribirá de mi parte desde París. No tenga inconveniente en entrar con ella en relaciones. Es persona seria. Puede sernos de la mayor utilidad en el asunto tratado en nuestra conferencia de Marsella.»
Se refería al plan de contrarrevolución para abolir el Gobierno de Espartero y volver a dárselo a la reina Cristina.
Por confidencias de García Orejón y de sus conocidos, el marqués ya no estaba tan ansioso de derribar a Espartero como antes.
Al parecer, había entrado en buenas relaciones con el general por intermedio del cónsul don Juan Hernández.
Miraflores, por entonces, se marchó a Madrid, dispuesto a aceptar la dictadura esparterista, según me dijeron; pero al llegar a la corte cambió. Los prohombres de su partido no querían tregua, sino guerra a muerte.
A los quince días de escribirme Miraflores recibí una carta de París firmada por sin señor Antonio González. Contenía noticias conocidas y reflexiones vulgares y la promesa de darme datos interesantísimos acerca de las intrigas de esparteristas, franciscanos y carlistas.
González me rogaba que le contestase a París, a las señas de madama Springham. Poste Restante.
Mi respuesta fue tan mediocre y tan vulgar como su carta, y al final añadía que si me mandaba datos sobre las intrigas parisienses, yo le enviaría otros copiosos sobre las que se desarrollaban en Tolosa.
Siguió escribiéndome el señor González, y en sus cartas me hablaba mucho de Luis Felipe, de María Cristina, de Thiers y de Guizot y me preguntaba mi opinión acerca de ellos.
En mis contestaciones me hice el sueco y no dije una palabra ni en bien ni en mal de Luis Felipe o de sus ministros, ni cosa alguna relacionada con la política de Francia. Tuve en ello especial cuidado.
A la octava o novena carta, como si mi comunicante hubiese quedado defraudado, suspendió su correspondencia. Pocos días después el prefecto de Tolosa recibió la orden del ministro del Interior para obligarme a salir desterrado de Francia. No pude parar el golpe. Puse en juego la acción de personas influyentes de Tolosa. Un banquero conocido mío escribió al secretario de Guizot, con quien tenía gran predicamento; me dirigí yo a otras personas de prestigio; pero todo fue inútil.
Nada se podía hacer. Las reclamaciones del encargado de Negocios de España en París y las exigencias de Espartero eran terminantes. Se me expulsaba de Francia a petición de don Juan Hernández, ex cónsul de Perpiñán, agente de Espartero en París. No se me decía por qué.
Para demostrar las simpatías que me tenían, basta leer este oficio, del cual me mandó una copia un amigo militar. Era de unos días antes de la época en que estuve preso en Zaragoza, y decía así:
EJÉRCITO DEL CENTRO
Secretaría de Campaña
RESERVADO
El excelentísimo señor duque de la Victoria, en oficio reservado del 7 del actual, me dice lo siguiente:
Excelentísimo señor:
Teniendo noticias de que un tal Aviraneta, a quien se designa como conspirador y revolucionario, ha salido de Madrid para el ejército con el objeto de poner en acción las maquinaciones de que sea instrumento, espero que, con la mayor reserva, desplegará V.E. su celo, a fin de averiguar si en el distrito de su mando se presenta este sujeto, cuyas señas personales van notadas al margen, y en el caso de que pueda ser hallado, se le pondrá incomunicado en segura prisión, ocupando todos sus papeles, armas y demás que induzcan sospechas, formalizando inventario, que se unirá a la sumaria que debe instruirse en comprobación de las tramas y ramificaciones que tenga, en vista de las personas con quienes se asocie.
Ejecutado que sea todo, me remitirá V.E. otro sumario, y atado o con grillos, y correspondiente escolta, al expresado Aviraneta y sus cómplices, para los demás procedimientos a que haya lugar en justicia.
Y lo comunico a V.E. con objeto de que, con sagacidad y reserva, adopte las medidas que estime convenientes y oportunas para capturar al individuo de que se trata, si se presenta en el distrito de su mando, dándome inmediata cuenta. Dios guarde a V.E.m.a.
Cuartel general de Teruel, 14 de enero de 1840.
Leopoldo O’Donnell.
Excelentísimo señor comandante general de la Cuarta División del Ejército del Norte.
Las señas que venían al margen eran estas: Baja estatura, pelicano, con peluca rubia. Sin patillas. Color blanco. Cara delgada, con facciones afiladas. Ojos de gato y algo bizco. Voz chillona. Es muy diestro en el arte del disimulo, así como osado para la intriga.
Estas persecuciones son naturales viviendo en el campo de la política, en donde el animal de cuerno y de pezuña es el más frecuente.
Si yo llegara alguna vez a tener poder, sabría también hacer identificaciones parecidas y mandar llevar con cadenas o con grillos a algunos granujas y farsantes del ejército y de fuera del ejército. Amor con amor se paga.
De Tolosa fui a Pau, donde estaba mi amigo García Vinuesa en compañía de otro español llamado Villena. Les conté cómo me echaban de Francia.
—¿Y por qué? —me preguntó Vinuesa.
—Pues no lo sé. No conozco la razón de mi destierro.
Vinuesa tomó con calor la cuestión. Me acompañó a Bayona y nos presentamos al nuevo cónsul que había sustituido a Gamboa.
«Yo no puedo hacer nada», dijo este secamente.
Por consejo de Vinuesa, escribí a mi primo Alzate, de San Sebastián.
«Entérate —le decía— de si puedo ir a vivir ahí oscuramente. Doy mi palabra de honor de no intervenir para nada en la política. Contéstame a vuelta de correo a nombre de R. García Vinuesa. Hotel del Comercio. Bayona.»
La contestación fue inmediata: «El gobernador, Amilibia, tiene orden de prenderte si apareces por aquí. Lorenzo».
La persecución arreciaba. Pensé si querrían apoderarse de los papeles conservados por mí en el caserío Ithurbilde, de Bidart. Tomé un coche y marché a esta aldea. En el caserío guardaba unos cuadros y algunos papeles para mí importantes. No sabía qué hacer con ellos. No me fiaba de nadie. En la desgracia, la suerte se tuerce, y, como decía Valdés de los Gatos, si se está en la miseria, hay que ocultarlo, porque el hombre es tan bueno que no quiere ocuparse más que de la gente feliz y que vive bien.
Envié al hombre del caserío Ithurbilde a que trajese un saco de cal de un almacén del camino de San Juan de Luz, porque le dije que tenía que hacer obra; mandé a la mujer a comprar un maíz especial que no había y que no volviera hasta encontrarlo. Me quedé solo en la casa; abrí un agujero en la tierra, cerca de la tapia de la huerta, de más de un metro de profundidad, y todos los papeles los metí en una caja de plomo que había traído de Méjico. Los cuadros los encerré en un armario ropero, grande, empotrado en la pared.
Al día siguiente, como la Policía me vio en Bayona, el nuevo cónsul pidió al subprefecto que se me expulsara de la ciudad. La orden se ejecutó al instante, de una manera despótica y grosera. Dos empleados nos condujeron a la diligencia a Vinuesa y a mí.
Llegamos los dos a Pau. Me presenté al prefecto, a quien me quejé con energía de la violencia injustificada con que se trataba a un hombre como yo, que nunca había conspirado contra Francia y que era súbdito fiel de la reina de España e invariable constitucional.
El prefecto estuvo indiferente conmigo; me permitió residir en la ciudad mientras consultaba el caso con su Gobierno.
A mis reclamaciones se encogía de hombros y decía estúpidamente: «¡Qué se va a hacer! Es la política».
Las amabilidades de los franceses suelen ser así. Cuando les conviene, muchas cortesías; pero cuando no les conviene, se zafan de las cuestiones y tratan a la gente a puntapiés.
Vinuesa me invitó a ir a vivir a su hotel. Conversando con su familia acerca de los motivos de mi expulsión, me mostré lleno de sospechas respecto del nuevo corresponsal de París, con quien me había puesto en relaciones por recomendación del marqués de Miraflores.
Pensaba si aquel desconocido que firmaba González me habría traicionado. También podía haberlo hecho Valdés de los Gatos o García Orejón; pero este no lo creía.
Respecto a Martínez López, capaz de vender a su padre, no sabía nada de mí.
Supuse si García Vinuesa o Villena, como carlistas, conocerían la letra de las cartas de González, y se las mostré. Al instante la reconocieron. Vinuesa dijo:
—Esta es la letra de Manuel Salvador, que me denunció en Bayona a la Policía.
—¿Está usted seguro?
—Completamente seguro.
—¡Qué torpe he estado! —dije: dándome una palmada en la frente—. ¡No haber caído en ello!
—Es la suerte, porque Salvador ha estado también bien torpe al no disfrazar su letra.
—Sí, es cierto.
—Salvador ha hecho con muchas personas jugadas parecidas, y ha sido agente del marqués de Miraflores y de la Embajada de España en París —añadió Vinuesa.
—Soy un bruto —repetí yo—. ¡No haber caído en ello!
—Pues no le queda a usted ninguna duda. Ha sido él el que le ha denunciado a usted.
—No, no. Estoy completamente convencido.
Salvador me la había jugado. Quizá fue ocurrencia suya el que me llamaran a Marsella no sé con qué fin, y, fracasado este, me quiso enredar después en una correspondencia falsa. Miraflores, en gran político, no se había ocupado para nada de que me perdía.