LO QUE CONTÓ ISIDRO MADRUGA
A una multitud no se le podía dar más que una frase, una consigna, un grito, algo que fuera muy simple y muy elemental.
Humano enigma.
CUANDO el Tordillo me dijo aquel nombre de Madruga recordé que había conocido al agente en el tiempo que estuve preso en la Cárcel de Corte. El policía se hallaba entonces a las órdenes del inspector don Carlos de San Sernín.
El Tordillo me preguntó si tendría inconveniente en que viniera a verme al barco.
—¿Quiere venir solo?
—Sí.
—Entonces, que venga.
Después de comer llegaron Madruga y el contrabandista y nos sentamos en la toldilla de popa. Les convidé a tomar café. Hacía muchísimo calor.
Madruga salió de la corte a las órdenes del ministro don Evaristo Pérez de Castro y le acompañó hasta que el ministro tuvo que huir a refugiarse a un barco francés a consecuencia del motín de los esparteristas. Luego, cuando dejó a don Evaristo instalado en el buque, volvió a tierra.
Madruga era un burgalés tosco, rechoncho, achaparrado, la cabeza gorda, el pelo crespo, los ojos negros, brillantes; la cara redonda y afeitada, muy curtida por el sol y el aire, y la expresión ceñuda y de mal humor. Tendría unos treinta y cinco a cuarenta años.
Era decidido, muy listo, sin ninguna cultura y muy valiente. Hablaba con un acento castellano viejo, matizado con cierto tonillo de chulapería madrileña de barrios bajos.
Se mostró conmigo muy atento y me manifestó cierta simpatía. Había venido desde Madrid con la comitiva de la reina. Como yo vi que tenía ganas de hablar, le dije:
—Cuénteme usted con detalles lo que ha pasado, porque yo, como estoy viviendo fuera de España, no sé más de lo que han dicho los periódicos.
—Pues nada —comenzó diciendo el agente con su hablar un poco achulado—. En junio me llamó don Francisco Chico y me dijo: «Oye, tú, Madruga; tienes que ir de servicio con don Evaristo Pérez de Castro». «Pues ¿qué pasa?». «Hay que viajar». «¿Adónde hay que ir?». «A Barcelona». «Bueno». «Parece que la reina Isabel tiene unas escamas herpéticas o alguna otra porquería en las manos, y le han recomendado los médicos que vaya una temporada a un balneario de Cataluña, a Caldas, y después tomar los baños de mar en Barcelona o en Valencia». «Está bien», contesté yo. Primero dijeron que iríamos por Valencia, y luego que no, que por Zaragoza, que así la reina Cristina podría ver y revistan las tropas de Espartero.
—¿Y qué decían en Madrid del viaje?
—Pues unos decían que era Espartero, que, entendido con los progresistas, se había empeñado en que la reina tomara ese camino. Otros aseguraban que era ella la que quería ver a los soldados, y que había dicho: «Creo en Dios y en el general Espartero».
—¡Pues estaba aviada!
—¿Por qué?
—Porque Espartero le va a dar un mal golpe.
—Hará bien —replicó Madruga—, porque a esa zorra ya no le importa nada del país. No quiere más que dinero y juerga.
—¿Y no le aconsejaron a la reina los ministros? —pregunté yo—. ¿No le pusieron en guardia?
—Sí, decían que sí, que le aconsejaron que no se fiase, que Espartero le podía hacer una trastada; pero ella no hacía caso y estaba deseando marcharse de Madrid.
—¿Y por qué?
—Por los amores de Muñoz.
—Pero eso es viejo.
—Sí, es viejo lo de los amores de Muñoz con María Cristina, pero no lo de los amores de Muñoz con una corista.
—¿Y qué hace este hombre?
—¿Muñoz? ¡Qué va a hacer! Es un mastuerzo, un garañón.
—Pero ¿es que antes era un hombre más serio y más formal?
—No lo sé; creo que era lo mismo que ahora; pero antes no le decían nada a la reina, y después le freían con anónimos.
Esto me hizo pensar que podía ser cierta la intervención de la infanta Carlota en alborotar a Cristina con denuncias, como me había asegurado De Baissac.
—He oído decir que Arrazola y Pita Pizarro le aconsejaron a María Cristina que no saliese de Madrid, y le advirtieron el peligro —le dije a Madruga.
—Puede que sí. Esos son unos raposos muy largos; pero la reina no estaba para oírles. Quería, ante todo, salir de Madrid y verse con Espartero.
—¿Vinieron ustedes mucha comitiva?
—Sí, mucha.
—¿Qué itinerario trajeron?
—El primer día dormimos en Alcalá y tomamos en seguida el camino de Zaragoza. En los pueblos la gente andaba ojo avizor para averiguar si Muñoz dormía o no en la alcoba de la reina. Era lo que preocupaba a todo el mundo. Al entrar en las ciudades del camino, los cortesanos quedaban extrañados del recibimiento frío que nos hacían. Don Evaristo me llamaba y me preguntaba: «Oiga usted, Madruga: ¿qué se dice por ahí?». «Pues la gente dice que la reina es una tía y que se debía marchar». El ministro quedaba asustado.
—¿Y no había vivas ni aplausos?
—¡Aplausos, nada! Yo pensaba que iba a haber tomatazos. En Zaragoza comenzaron a dar vivas, pero fue a la mujer de Espartero. Se gritaba: «¡Viva la duquesa de la Victoria!». María Cristina comprendió la cosa y que ya no se podía volver atrás y, haciendo de tripas corazón, decidió disimular los desaires y hacer el paripé con la mujer de Espartero. Yo, que hablaba con una de las doncellas de la reina, una tal Pura, que se pierde de lagarta, sabía que estaba furiosa.
—¿Quién es esa Pura?
—¡La Pura! No hay nombre peor dado. Es una mujer liosa y trapalona. Trabajadora también lo es, eso sí; hace sus quehaceres como nadie. En el viaje, para las seis de la mañana ya estaba trajinando: preparamos el baño de la reina, lavando la ropa, planchando, haciendo todo lo que hubiera que hacer en pueblos en donde muchas veces no había nada preparado y donde la gente se dormía en la brega. La Pura no descansaba; pero cuando acababa sus quehaceres, estaba citada con uno o con otro, porque para ella todos eran buenos. Ha tenido que ver con todo el mundo.
—¿Y con usted quizá también?
—No digo que no. La Pura me decía que la reina hablaba mal de los españoles. Muñoz soltaba bravuconadas. Decía que Espartero era un soldadote bruto y sin mérito. ¡Figúrese usted! De oírle yo, le hubiera preguntado: «Y usted, ¿qué es?». Porque Espartero lleva su ejecutoria en su espada, y ya se sabe también dónde la lleva Muñoz.
—¿Así que había mucha hostilidad contra la reina?
—Mucha. Luego, al acercarnos a Cataluña, en los pueblos comenzaron a dar mueras contra el Ministerio, y en dos o tres los concejales del Ayuntamiento presentaron un manifiesto contra el Gobierno y contra la mayoría de las Cortes. Íbamos de mal en peor.
—¿Y qué decía don Evaristo Pérez de Castro?
—El hombre estaba asustado. Al principio se reunían los tres ministros que iban en la expedición a cambiar impresiones.
—¿Y quiénes eran?
—Pérez de Castro, el conde de Clonard y Juan de Dios Sotelo; pero como este decían que era muy amigo de Espartero, los dos comenzaron a reunirse solos. Tres semanas después de salir de Madrid, estando las tropas de Espartero entre Cervera y Tárrega, llegamos nosotros, y el general, en presencia de la reina, soltó a sus soldados un discurso con una voz muy fuerte, que se oyó muy bien. Yo estaba al lado de la Pura, la doncella de la reina, que decía: «¡Pero si ese hombre no dice más que burradas! Ese tío es un cazuelo». ¿Qué iba a decir? Presenció la reina el desfile de las compañías, y oficiales y soldados daban vivas al general y no decían nada de la reina.
—¡Qué desastre!
—Completo. En Esparraguera, en la provincia de Barcelona, tuvieron una conversación la reina y el general acerca de cuestiones políticas. El uno decía que había que disolver las Cortes y cambiar el Ministerio, y la otra que no. Al parecer, Espartero salió muy disgustado de la conferencia. Le pregunté a la Pura: «¿Qué ocurre?». «Nada —me dijo—. Espartero, sin duda, cree que le van a adorar de rodillas, y a la patrona no le importan las cosas de España; a ella le interesan su fortuna, su querido y sus hijos. En la conversación —añadió la Pura—, Espartero, que es muy vanidoso, ha notado que la reina no tiene el menor entusiasmo por él, y se ha picado».
Me iba dando lo que me contaba Madruga muy mala impresión.
—A las cinco de la tarde del día veintinueve llegamos a Barcelona —siguió diciendo el agente de Policía—; en todos los faroles de la Rambla había unos tarjetones con artículos de la Constitución en letras grandes, y en uno mayor, colocado en el teatro Principal, estaba el juramento de la reina gobernadora de respetar la ley y cumplir sus deberes constitucionales. Al día siguiente, el capitán general de Cataluña, don Antonio Van Halen, uno de los que más han trabajado para unir a Espartero con el partido progresista, pidió audiencia a la reina y la intentó convencer de que no se debían quitar las atribuciones que da la Constitución a los Ayuntamientos, y puesto que el Ministerio no estaba en ello, era lo mejor que dimitiese. Como sabrá usted, en la nueva ley de Ayuntamientos presentada a las Cortes se limitan las prerrogativas de los Municipios.
—Sí, lo he leído.
—En la conferencia, la reina pidió a Van Halen que le llevara un programa completo de su política, y se encargó de hacerlo a don Claudio Antón de Luzuriaga. Este señor, que debe de ser un embolado, modificó un tanto las condiciones que Espartero había propuesto a la reina, conservando lo esencial, aunque sin satisfacer a ninguna de las dos partes. En esto, Espartero viene a Barcelona, según se dijo, llamado por sus partidarios. Tuvo un recibimiento triunfal.
—¿Lo presenció usted?
—Sí, la entrada del duque de la Victoria en Barcelona fue una manifestación como yo no he presenciado otra. Hubo un entusiasmo terrible. El día estaba también soberbio. Entró a la una de la tarde. Estaba medio pueblo en la calle. El general venía de gran uniforme, con todas sus condecoraciones. La gente se le abrazaba a las rodillas y le besaba las manos. Yo no he visto nada parecido. Se alojó en la casa del marqués de Castellvell, en la plaza de Santa Ana. El Ministerio de Madrid manda poco después a la firma de la reina la ley de Ayuntamientos, y ella accede. Pone la firma sin consultar con don Baldomero ni con Van Halen y sin darles explicaciones. El duque se indigna y hace la renuncia de todos sus cargos, empleos y condecoraciones.
—¿Esto era espontáneo, o había algo preparado? —pregunté a Madruga.
—Había de todo. La dirección general la tenían ya los progresistas. El gesto del momento fue una corazonada de Espartero. Como sus partidarios y las logias estaban dispuestos a todo, echan su gente a la calle y comienza el motín. Apenas sonaron los primeros tiros, los ministros pusieron su renuncia en manos de la reina y se las liaron. Todos ellos fueron a embarcarse en el Fenicio con más miedo que vergüenza, y en Perpiñán redactaron un telegrama para los periódicos de Francia y de Inglaterra. Yo, como antes que otra cosa soy empleado del Gobierno y no tenía por qué ir a Francia, me presenté al secretario de Espartero y le pregunté: «Yo, ¿qué hago?». «Siga usted por ahora aquí, y ya se le avisará».
—¿Usted anda por donde le da la gana?
—¡Ah, claro!
—¿Y habrá usted presenciado lo que ha ocurrido?
—Sí.
—Cuente usted todo con detalles.
—El sábado 18 de julio, la gente, cuando supo lo de la firma de la ley de Ayuntamientos, se alborotó y comenzó a dar gritos de «¡Abajo el Ministerio!». En las primeras horas de la noche se metieron en las Casas Consistoriales, por la puerta antigua de la calle de la Ciudad, los artilleros y zapadores de la Milicia Nacional; quedaron ocultos, y a las nueve y media salieron de su escondrijo, desarmaron la guardia, y, apoyados por la Milicia y el paisanaje, se apoderaron de la plaza y cerraron con barricadas sus avenidas. El grito era: «¡Abajo el Ministerio y abajo la ley de Ayuntamientos!». La reina hizo llamar, después del motín, a Espartero y a Van Halen. Les da cuenta de la renuncia y de la partida de sus ministros, y les dice: «Vosotros, como jefes del ejército, seréis responsables de los atropellos que se puedan cometer». Al saberse la renuncia del general hubo gran tumulto en el pueblo.
—¿Esto estaría preparado por los progresistas?
—Es lo más probable. La reina, según me contó la Pura, quiso que el duque de la Victoria marchase a Madrid y se pusiera al frente del Gobierno: pero el duque veía en esto una maniobra por la que querían separarle de sus tropas e inutilizarle, y dijo que nones. Entonces, Espartero pidió permiso a Cristina para marcharse a Sans, donde tenía el cuartel general. Ella le dijo: «Te puedo necesitar para imponer el orden». Él le replicó: «En el estado actual, no sé si podré contar con las tropas para una cuestión política». «Pues bien: entonces, vete donde quieras».
—¿Y usted cree que Espartero ha obrado siempre por cuenta propia?
—No sé. Los ministros que yo he vigilado, sobre todo Pérez de Castro, que tenían su camarilla, creían que ha sido Olózaga el que llevaba la dirección oculta de los acontecimientos.
Ahora una divagación sobre Olózaga. Cuando oí esto a Madruga, pensé que no andaba descaminado Pérez de Castro.
Don Salustiano Olózaga era hombre de recursos; un poco Don Juan, un poco pérfido.
Los conservadores le tenían por hombre sin escrúpulos. Capitán de Muertos le llamaban sus enemigos, porque en sus evocaciones históricas hacia figurar a personas aún próximas en el tiempo para escarnecerlas. El reproche no se me figuró nunca de gran valor. El culto de los muertos es muy de reaccionarios. A mí me parece que tan muerto es Julio César como el hombre que acaba de fallecer.
A Olózaga le llamaban otros, en broma, el Cantar de la Salve, por aquellas palabras célebres de su discurso contra Espartero: «¡Dios salve al país! ¡Dios salve a la reina!».
Olózaga fue siempre protegido por las damas de la alta sociedad como hombre guapo. Su éxito con las mujeres le había dado la actitud del hombre mimado, un tanto falso, capaz de hacer traiciones a las gentes. Lo mismo le pasaba al general Serrano, otro caballero de Faublas, rival en arrogancia y en aventuras de Olózaga.
Olózaga, Serrano y uno de los Fulgosios, no sé si el fusilado cuando lo de don Diego de León, o el general muerto en la plaza Mayor de Madrid en 1848, fueron los tres hombres más solicitados por las damas aristocráticas de la época, Todo hace pensar que Olózaga tuvo algo que ver con Isabel II. De Serrano, el general bonito, no cabe duda. Fulgosio, según parece, tenía un harén entre las damas de Palacio, y estas mostraban las señales de puñetazos y de bofetadas del militar como marcas de honor.
En cambio, Narváez, González Bravo y otros muchos eran hombres de mala suerte en sus amores.
Narváez fue burlado por la bailarina la Fuoco, de la que, al parecer, estaba encaprichado. La Fuoco y la Guy Stephan fueron dos bailarinas célebres y rivales en Madrid. La Fuoco era la protegida de Narváez, y la Guy Stephan, la favorita de los progresistas. Los aplausos a una o a otra eran como un trágala a los enemigos. La Fuoco se la pegaba al Espadón de una manera descarada. González Bravo encontró una noche a su mujer, que era hermana de Julián Romea, en la cama con un cura que era sobrino del obispo de Madrid. Se dijo que lo mató, que lo llevó a casa del obispo y lo dejó allí muerto. Otros afirmaron que lo hirió solamente.
Don Salustiano Olózaga, ayo de la reina, fue acusado de violentar a Isabel II haciéndole firmar un decreto. La cuestión Olózaga quedó oscura para el público. La versión corriente fue que don Salustiano obligó con violencia a firmar a Isabel II un decreto de disolución de Cortes. Cuando se examinó el decreto, manuscrito, se vio que la firma real era la corriente.
La reina mintió en la declaración, diciendo que Olózaga, para obligarla a firmar, le había sujetado del vestido y había echado el cerrojo a la puerta de la cámara, cuando la cámara no tenía cerrojo.
La versión que corrió entre algunos palaciegos fue que la reina Isabel, de trece años entonces, y don Salustiano, de cerca de cuarenta, se entendían. La niña llamaba al cuarentón cariñosamente Salustiano y le pedía libros pornográficos, que él le proporcionaba. En la intimidad, Olózaga se desmandaba con la reina niña en presencia de los ministros hasta extremos poco decentes, y entonces Narváez, González Bravo, la marquesa de Santa Cruz, aya de Isabel, y los palaciegos inventaron la escena del desacato y de la violencia para inutilizar a Olózaga, a quien odiaban por su petulancia y por su soberbia.
Don Salustiano se había distinguido siempre por sus costumbres libres, y había formado en su juventud una sociedad de los Caballeros de la Cuchara, con el programa de dedicarse a las cenas y a los bailes y a las aventuras amorosas.
Olózaga siguió durante toda su vida siendo caballero de la Cuchara, y tuvo gran éxito entre las señoras.
Al parecer, la única mujer que le resistió y le despreció fue sor Patrocinio, la monja milagrera.
Años después, cuando invitaron a la reina Isabel a que amnistiara y perdonara a Olózaga, ella replicó:
—No puedo perdonar a un hombre que no me ha ofendido.
—Siga usted su relato —le dije a Madruga.
—Al presentar la dimisión Espartero y no aceptarla la reina, se produjo en Barcelona un nuevo alboroto. El Ayuntamiento se declaró en sesión permanente; se hicieron barricadas en la avenida de la plaza de Palacio y aparecieron grupos que gritaban: «¡Viva la Constitución!». «¡Viva el duque de la Victoria!». «¡Viva la independencia nacional!». «¡Mueran los franceses!». «¡Muera la reacción!». «¡Mueran los ministros!». El café de los Tres Reyes, próximo a la plaza de Palacio, estaba lleno de público y los oradores espontáneos echaban discursos furibundos. Se hablaba mal de la reina en todas partes.
»Los progresistas la llamaban la Felipona, y los carlistas, la reina masona y la señora de Muñoz.
—¡Qué desdicha!
—Entre tanto, un gentío inmenso invadía la plaza de Palacio, pidiendo a gritos la caída del Ministerio y que se retirase la ley de Ayuntamientos, y otros grupos llenaban la plaza y Santa Ana aclamando a la libertad y al duque de la Victoria, y dando mueras al Ministerio y a los traidores. Se asomó el general al balcón, tranquilizó a la gente, y, seguido de la multitud, fue a conferenciar con la reina. Era media noche cuando Espartero se presentó en el palacio donde estaba alojada María Cristina. Al salir el general, arengó a la multitud con su voz de clarín: «Ciudadanos —dijo—: La reina gobernadora, teniendo en consideración las justas peticiones del pueblo, accede a vuestras demandas. Volved todos a vuestras casas y estad seguros de que vuestros deseos serán cumplidos». Se repitieron los vivas al duque de la Victoria, y ni una sola vez se aclamó a María Cristina, a pesar de que el general había querido hacer recaer sobre ella la gloria de la concesión.
—Aparentemente.
—¿Por qué dice usted aparentemente?
—Porque Espartero tenía que saber muy bien que el pueblo veía en sus palabras una pura fórmula.
—Sí, es verdad. Todo el mundo pensaba que, por la reina, la ley de Ayuntamientos no sería revocada, y que sólo por influencia del general se conseguiría retirarla. De la misma manera la gente comprendía que la reina, por su gesto, no alejaría de su lado a sus amigos moderados para traer a los progresistas.
—Eso prueba que las palabras de Espartero eran una maniobra hábil.
—Es posible, no digo que no.
—Bueno, siga usted.
—Los grupos se fueron disolviendo tranquilamente en la plaza de Palacio. Después, Espartero y Van Halen, con un lucido Estado Mayor, se dirigieron a la plaza de San Jaime y penetraron en las Casas Consistoriales. El duque de la Victoria comunicó al Ayuntamiento el resultado de la entrevista con la reina. La tranquilidad quedó restablecida en el pueblo. Se nombró el nuevo Ministerio, y el público lo acogió con entusiasmo. Se iluminaron las casas con farolillos y se dio una gran serenata debajo de los balcones del alojamiento del duque. La posición de la reina era tan desairada, que constituía un bochorno para ella. La Pura estaba furiosa. «Nos echa —decía—. A ese animal de Espartero, ¿por qué no lo matarán?».
—Pero ¿la reina no tenía algunos partidarios en Barcelona? —pregunté yo.
—Sí, los moderados.
—¿Y no hicieron algo?
—Sí. Hicieron algo días después —contestó Madruga—; una tontería. Intentaron desagraviar a la reina, pero no tuvieron éxito. Prepararon una manifestación a favor de María Cristina, con el fin de contrarrestar el desaire de la mayoría del pueblo. Convinieron en reunirse al día siguiente en la plaza de Palacio y en dar vivas a la reina madre. Supieron los progresistas el proyecto, y, tomándolo como una provocación, acudieron a la plaza. Yo fui a ver la cosa, porque me dijeron que habría palos.
—¿Y los hubo?
—Sí. Los moderados llevaban todos sombrero blanco de castor, y los progresistas iban vestidos de artesanos. El martes, 21, por la tarde, al salir a paseo la familia real, los elegantes rodearon el coche y saludaron con vivas estrepitosos, agitando los pañuelos y gritando: «¡Viva María Cristina!», «¡Viva la regencia neta!», «¡Muera el nuevo Ministerio!» y «¡Muera el traidor!». Al poco tiempo, los progresistas comenzaron a vitorear a Espartero. El coche real se abrió paso entre la multitud, y al poco rato empezaron los palos y las bofetadas, y la plaza quedó desierta, llena de sombreros blancos, de bastones rotos hasta de faldones de frac. A esto le han llamado el motín de las levitas. Dijeron que la manifestación de los moderados la organizaron los jovellanistas.
—¿Aquí también salieron victoriosos los enemigos de la reina?
—También. Aquella noche llegó a Barcelona uno de los números, más escandalosos de El Guirigay, el periódico de González. Bravo. En este número se pedía para los ministros moderados el presidio o el garrote, y se llegaba a llamar a María Cristina «la Prostituta».
—¡Qué brutalidad!
—La Pura tenía este número, que me prestó.
—¿Así que la estancia de la reina aquí ha sido un desastre?
—Completo.
—¿No hay partidarios suyos?
—Pocos. La aristocracia y parte de la Milicia Nacional están con ella. Las tropas y la plebe son partidarias del duque de la Victoria.
—En fin, que Espartero es el amo.
—Es evidente. Además, aquí se habla muy mal de la reina. Se le atribuye una gran pasión por reunir riquezas; se dice que es una avara y que es capaz de venderlo todo.
—Sí, ya con esa fama no volverá a ser popular.
—En esta asonada entre esparteristas y moderados —siguió diciendo Madruga— murió un joven abogado, don Francisco Balmas, hombre de carácter violento y de mucha energía. Al salir a la calle, al atravesar después la Rambla, cerca de la calle de Guardias, fue insultado por algunos hombres, que le echaron en cara la parte que había tomado en la manifestación de la tarde anterior. Unos decían que le conocían como absolutista; otros, que le reconocieron como moderado por su sombrero blanco. Balmas era de la Milicia Nacional. Viendo él que se formaba un grupo cada vez más numeroso, que le seguía en actitud amenazadora, apresuró el paso y se metió en su casa de la calle de San Pablo, para lo que tuvo que saltar una tapia y disparar un pistoletazo a uno que le acosaba de cerca. Una vez dentro de su habitación, cerró puertas y ventanas, cogió un fusil, y como era gran cazador y tenía mucha puntería, se defendió a tiros, matando a tres e hiriendo a ocho. Los sitiadores entraron por fin en su habitación. Le mataron y echaron el cadáver por el balcón. En la calle le ataron por los pies con una cuerda y le arrastraron por las calles, dando gritos salvajes.
—¡Qué bárbaros!
—Yo me enteré en la Rambla de lo que ocurría, y me dijeron que era un criminal que no quería rendirse, y que la Milicia y la Policía le asediaban. Había militares y soldados por allí cerca; pero fueron retirándose porque les decían que se trataba de la captura de un bandido. Por lo que me aseguraron, Balmas se defendió como un valiente; le atacaron por todas partes, horadaron los tabiques de su casa y el techo de la habitación, y cayó acribillado de heridas.
—¡Qué crueldad!
—Era tanta la furia de aquellos brutos al arrastrar el cadáver, que se rompió la cuerda al pasar por delante de una casa que se estaba construyendo. Pidieron una maroma a los albañiles para sustituirla; pero estos, sin hacer caso, se escaparon. Intentaron después atar el cadáver a la zaga de un carro de la basura que acertó a pasar en aquel momento; pero el basurero, asustado, echó a correr. A las once de la mañana arrastraron el cadáver hasta la puerta del cuartel de Atarazanas, en donde los oficiales, indignados al ver el espectáculo, la emprendieron a sablazos con aquellos salvajes, dispersándolos y rescatando el cuerpo, hecho trizas, del desgraciado Balmas.
—¡Qué salvajismo se desarrolla todavía en los pueblos!
—Algunos aseguran que el abogado, viéndose perdido, se suicidó poniéndose el cañón de la escopeta debajo de la barba y disparando el último cartucho. No se sabe. Esta muerte ha impresionado mucho, según dicen, a Espartero; el general, alojado muy cerca de la casa de Balmas, se ha lamentado de la barbarie de la chusma. El ambiente de Barcelona está muy excitado, y puede ser peligroso, no sólo para la reina, sino también para el mismo general. El duque de la Victoria ha publicado un bando prohibiendo los vivas y los mueras y el uso de toda clase de armas, excepto a los militares del ejército permanente. Ha declarado también la ciudad en estado de sitio.
—Todo eso es el lugar común político. ¿Y de Madrid, sabe usted algo? —pregunté a Madruga.
—En Madrid se ha perseguido al ministro Arrazola. Don Lorenzo, que es un cuco, escapó como pudo, y anduvo huyendo por los pueblos de la provincia de Zamora. El alcalde de Madrid, don Joaquín María Ferrer, hombre de gran deseo de figurar y de farolear, en unión de Gamboa, Sainz de Baranda y de algunas personas de menos pelaje, ha preparado la subida de Espartero. Hace poco ha comenzado a publicarse el periódico El Huracán. El Huracán aconseja la República, pide un juicio público contra la reina y que se le imponga una pena como criminal. Le secundan El Guirigay y El Trueno.
—¡Demonio, qué severidades!
—Al mismo tiempo se ha publicado un folleto anónimo con el título de Casamiento de María Cristina con don Fernando Muñoz, y como el tono es muy agrio y parecido al de El Guirigay, se le atribuye a González Bravo; pero no es de él.
—¿Pues de quién es?
—Es de un tal Pereira, amigo del infante don Francisco. Pereira intrigó desde Portugal; luego, dentro de España. Su libelo, de pocas páginas, se vendió en Madrid, primero a cinco pesetas; luego más barato, hasta venderse a dos cuartos. Pereira, antes de publicar su folleto, según me ha dicho don Evaristo Pérez de Castro, estuvo en Inglaterra; de Inglaterra pasó a El Havre, y después a Abbeville, donde se vio con los infantes y con el conde de Parcent, que le dieron los datos contra María Cristina.
Me pareció recordar que este Pereira fue el que hizo El Graduador, periódico que atacaba constantemente a María Cristina. Pereira se llamaba Juan Manuel. Yo no lo conocí.
Madruga me dejó el folleto de Pereira, que, naturalmente, no tenía fecha ni lugar de impresión, y que al final decía: «Imprenta del Pueblo Soberano».
Algunos párrafos del folleto revelaban la complicidad de la infanta. Unos de los que me parecieron más reveladores fueron estos:
El matrimonio de Cristina con Muñoz ha traído a España males de una gravedad que hoy no se puede todavía medir. Una sensualidad estragada y de baja ralea ha inficionado los salones de Palacio; una familia sin educación ni saber se ha apoderado de la voluntad de la reina, y la camarilla ha degenerado hasta lo más vil y estúpido de la sociedad. La inocente Isabel no sabe ni tiene más maestro, a la edad de diez años, que de leer y escribir, y con el trato y aprendizaje de los Muñoz habrá de casarse de aquí a dos años. ¿Una infeliz estanquera, una hija criada detrás del mostrador, y otros parientes de iguales circunstancias, son lados a propósito para formar una reina de España?
Después, en el folleto, contaba quiénes eran los que formaban la camarilla interior de Cristina, gente toda de poca importancia, y hablaba de los negocios de don Salvador Enrique de Calbet, secretario de la Mayordomía mayor de Palacio, hombre de influencia, por ser el querido de la marquesa de Valverde, digna pareja y compañera inseparable de Cristina.
Una reina que en esta sociedad vive, que de tales gentes hace caso y que con ellas juega y comparte el patrimonio de su hija reina, ¿puede convenir al trono y al Estado?
La codicia que se ha asociado a este género de vida es espantosa. Extracciones de alhajas, cuadros y preciosidades; venta de cuanto había en los palacios reducibles a dinero; negociaciones escandalosas a nombre del tesorero Gaviria; banalidad y corrupción para recibir gruesas sumas de los ministros y de los contratistas, todo lo hemos palpado. El negocio de los azogues, que tanta indignación ha producido contra Toreno, no valió menos a Cristina que al conde; por eso no se apurará jamás la verdad en este puerco asunto.
El español que sea digno de este título vea si es posible que una regencia así prostituida sea útil, ni tolerable siquiera, para nuestra reina Doña Isabel II, ni para la nación, que se ha sacrificado por asegurar el trono. Aquella acabará de perder su patrimonio y los bienes de la corona, que servirán a sus desconocidos cohermanos y a una camarilla rapaz. Nosotros, robados y desmoralizados, sufriremos mayores daños y tiranías, y, abandonada la educación de la reina niña, tendremos que llorar otro medio siglo de desgracias.
Pero no; que, evidenciado el casamiento de la viuda de Fernando VII, su incapacidad legal para ser tutora y regente está a la vista del mundo entero. Nuestras leyes han previsto estos casos; no consienten que guardadores que dilapidan el patrimonio del menor mantengan la tutela, ni que la madre que se casa segunda vez tenga en guarda los hijos del primer matrimonio.
En todos estos párrafos se transparentaba la influencia de Luisa Carlota.
—Además de todo esto —siguió diciendo Madruga—, aquí se dicen pestes contra María Cristina y se le insulta en los pasquines que se ponen en las paredes. En algunos periódicos no la llaman reina regente, sino la señora de Muñoz.
—¡Qué final! —exclamé yo.
—El otro día aseguraba uno en el café de la Noria que cuando Domingo Ronchi era director de Loterías, los billetes con números premiados que no se habían vendido aparecían comprados por las camaristas de María Cristina y los premios se repartían entre ella y el guaja del italiano.
—No creo que eso sea verdad. ¿Qué pruebas puede haber?
—No hay pruebas, pero se cree. Esa mujer nos ha reventado con sus amores y sus líos y su avaricia, que no respeta nada. Juega a la Bolsa, especulando con las desgracias del país; todo lo ha usurpado y de todo ha hecho comercio. Ha llegado hasta el extremo de vender a los ropavejeros los trajes del rey su marido.
—¿Usted lo cree?
—Lo dice todo el mundo. A mí me lo ha asegurado la Pura. La tal Doña Cristina es una ansiosa de mala ley. Es hasta negrera. Usted sabrá que los capitanes generales de Cuba han recibido muchas veces órdenes de permitir sin inspección la descarga de tal o cual buque por llevar efectos pertenecientes a Doña María. Cristina, y estos efectos son negros comprados en África para ser vendidos en América por cuenta de la reina. Yo soy un empleado humilde, de un oficio poco apreciado por la gente; pues bien: jamás haría una cosa parecida.
—Pero puede haber mucha invención en todo eso, amigo Madruga.
—No creo; todo el mundo sabe que María Cristina está acumulando en España y en el extranjero una gran fortuna, y que esta fortuna no puede tener un origen limpio.
Hablamos después de las gentes que propalaban estos rumores, y nos fijamos en los carlistas y en los carbonarios.
Por aquel tiempo se agitaba otra vez la sociedad carbonaria.
—¿Usted sabe algo de eso? —le pregunté a Madruga.
—Poco. Ahora parece que esas gentes celebran sus reuniones en una casa de la calle de Jacometrezo.
—¿Y quiénes andan metidos ahí?
—Usted los conocerá mejor que yo, al menos a los que, forman el centro directivo. La mayoría son jóvenes ambiciosos que se las echan de republicanos, pero que quieren llegar a diputados a Cortes. A la cabeza de la Junta directiva está González Bravo, que usa el nombre de Confucio. Esta mascarada celebra sus juntas nocturnas en la casa de un hermano o primo, porque parece que se llaman primos, en la calle de Jacometrezo, y, al parecer, acuden a ellas Espronceda, Calo Mateo y varios militares.
—Después de apaciguado el tumulto —siguió diciendo Madruga—, quedaba mucho que hacer. No habían sido sustituidos los tres ministros que estaban en Madrid ni nombrado el nuevo Gabinete. El duque de la Victoria presentó una lista de candidatos. La reina se resistió a firmar los nombramientos, y a lo último, cedió. Hubo en Madrid nuevos jaleos; las autoridades del partido moderado renunciaron a sus respectivos cargos. Se presentaron a Cristina los nuevos ministros, y el jefe del Gabinete expuso a la reina el programa político del Gobierno. La regente dijo que no aceptaba el programa, y el Ministerio progresista se fue como una cocinera a quien le despachan el primer día de entrar en la casa.
—¿Y quién aconsejaba a la reina?
—No lo sé; quizá tenía instrucciones de Luis Felipe; quizá obraba por cuenta propia. La reina no se atrevió a llamar de nuevo a los moderados, aceptó la dimisión del presidente, y propuso un Ministerio con otros hombres del partido progresista.
—Yo no me explico nada de eso.
—Yo, tampoco. Hubo después una tregua; la reina volvió a llamar a los ministros recién nombrados y discutió con ellos su programa. Cada día, según mi amiga la Pura, había una nueva intriga. La reina, al parecer, tanteaba…
—Pero ¿para qué?
—No lo sé. El caso es que, a lo último, comprendió que la cuestión de las personas no tenía importancia, y que los esparteristas estaban decididos a intentar la revolución si ella no cedía. María Cristina, dispuesta a rechazar el programa progresista, no quiere en estos momentos exponerse a volver a hacerlo en Barcelona. Las tendencias medio republicanas de este pueblo y las muestras de adhesión que ha dado a Espartero han obligado a Cristina a buscar otro sitio donde con más facilidad pueda llevar a cabo su propósito de libertarse de los progresistas, y ha pensado ir a Valencia. Ella quisiera dejar a los moderados en el Poder y marcharse al extranjero por unos meses.
—No comprendo lo que hace esa mujer.
—Yo, tampoco; pero si los hombres no saben lo que se hacen, ¿cree usted que las mujeres lo van a saber?
—Ella no parece que sea tan estúpida. No me explico esta contradicción. Dice que quiere marcharse fuera de España, y ahora busca la manera de quedarse. Aseguran que no le interesan los asuntos de la política, y defiende una política con tesón. Tiene entusiasmo por Espartero, y no quiere nada con él. ¡Le digo a usted que no lo comprendo!
—Yo, tampoco. Para aclarar la cuestión fui a ver a la Pura, la doncella, y esta me dijo que la reina, cuando partió de Madrid, no creía que las cosas fueran tan lejos; que en Barcelona le habían aconsejado que resistiera, y que en este mismo sentido le habían escrito de Francia, no sabía si el rey o algún ministro de allí. A Cristina el marcharse le parecía bien; pero el que la echen la indigna, y, según parece, tiene informes que le hacen pensar que Espartero quiere desterrarla y quedarse con la regencia.
—¡Puede ser que sea así! ¿Y usted qué va a hacer, Madruga?
—Yo pienso embarcarme dentro de unos días para Valencia, donde me han dicho que vaya.
Me despedí afectuosamente de Madruga y de el Tordillo, bebimos una copa de auténtico ron de Jamaica, con que nos obsequió el capitán Kerkadouec, y brindamos por vernos de nuevo en mejores tiempos.
Yo hubiera seguido a Valencia; pero como no las tenía todas conmigo, decidí volver a Francia y marchar a Marsella en la Amable Luisa, que partía al día siguiente.
La conversación con el policía fue para mí un indicio claro del desprestigio de María Cristina. Ya no volvería a tener popularidad.
No se comprendía fácilmente cómo una mujer, recibida hacía doce años en España como una diosa, en cuyo reinado se había resuelto una guerra como la carlista, había podido llegar, en su desprestigio, a perder ya no sólo el aura popular, sino a ser pasto del odio de la gente.
Como dijo un poeta en un periódico:
La trajo el iris y la lanza el trueno,
cual hoja seca de aguilón llevada.
A pesar de su impopularidad y de su desgracia, yo me sentía unido a ella y pensaba seguir defendiéndola.